6
Irene siguió a Eimerich, alumbrados con un candil, a través del amplio huerto cerrado que ocupaba la parte posterior del hospital y que lindaba con la iglesia de Santa Creu. Pasaron ante el pequeño cementerio, donde Nemo ya se afanaba en cavar las tumbas de los asaltantes, y cruzaron el campo de nogales, almendros, higueras y limoneros regados por un ramal de la acequia de Rovella. Al fondo estaba la parcela de plantas medicinales que cultivaba Arcisa y un cobertizo apoyado en el muro.
Hacía años que no criaban cerdos, pero tenían gallinas y dos cabras, así como una mula que enjaezaban a un viejo carro para transportar a los enfermos.
—Me estaba preguntando de dónde sacó Tristán la espada —dijo Eimerich—. Nemo y yo dormimos con él, y en la pequeña habitación es imposible esconderla. Entonces he caído en la cuenta de que él se encarga del cuidado de los animales y de limpiar el corral.
—Lo sé —musitó Irene distraída. Tras el desastre, sólo deseaba ir a su cámara.
—Mientras hablabais con el justicia, he venido a echar un vistazo.
Entraron en el cobertizo, y el muchacho apartó un montón de paja de un rincón. Apareció una tabla de madera carcomida y astillada, que levantó para descubrir la cara posterior.
—¿Qué es esto, Eimerich? —demandó desconcertada Irene.
Sobre la madera se veía un burdo plano del hospital trazado con carbón. A su lado había varias letras relacionadas con flechas y otros símbolos extraños.
—Son iniciales, de todo el personal del hospital. Esta I sois vos y la flecha os relaciona con la A del señor Andreu. Está anotado el día de vuestra llegada al hospital y unas aspas que ignoro lo que significan. Pero eso no es todo.
Del forraje sacó una pequeña bolsa de cuero que contenía una maltrecha pluma, un frasco de arcilla manchado de tinta y varios papeles plegados.
—Son anotaciones sobre todos nosotros, incluso de los miembros del consejo rector, los bacins y los pacientes habituales. Varios poseen la leyenda «a investigar», especialmente Nemo por ser morisco, así como Magdalena, que lo era pero se bautizó hace años. También desconfía de Llúcia por su pasado en el lupanar, del franciscano que atiende la capilla, fray Ramón Solivella, y del monje predicador Edwin de Brünn.
—¿Qué dice de mí?
Eimerich le mostró la hoja. Había sido escrita unos días antes. La encabezaba una críptica leyenda, que la joven leyó intrigada:
—«Irene Bellvent, hija del mayordomo y de Elena de Mistra. Diecinueve años. Además de hermosura, posee una esmerada educación adquirida en Barcelona, donde se encontraba cuando murieron las damas. Descartada.»
Eimerich le tendió otro fragmento. Su rostro mostraba desazón. Irene leyó:
—«Pude por fin registrar el hospital la noche de San José. Salvo Arcisa, todo el servicio del mismo fue a la quema de los parot, unos candelabros de madera que usan los carpinteros durante los meses de invierno. La festividad cada año concentra a más curiosos, y en las hogueras se asan carne y cebollas en un ambiente festivo. En calma recorrí a conciencia cada estancia. No obtuve resultado, pero me consta que las damas se reunían en algún lugar que sigue oculto. Allí podría estar la clave de estas muertes.»
—Ésta es la última anotación —anunció el criado, y leyó—: «El fallecimiento de don Andreu se suma a los de las damas. Sigo sin hallar pruebas, pero los indicios confirman nuestras sospechas: el objetivo es ensombrecer el nombre del hospital y tras la muerte repentina de sus propietarios, provocar su cierre. Ahora sólo Irene Bellvent se interpone. Ignora la situación y temo por su vida, pues quien esté detrás de esta conjura no se detendrá.»
Irene levantó la cabeza, pávida.
—¡Tristán! —exclamó tratando de hallar sentido a lo leído.
—Debemos encontrarlo. Es obvio que no es un mero criado.
La voz poderosa de Nemo resonó en el huerto reclamando al joven.
—Tengo que ayudarlo o me lo reprochará durante un mes. —Suspiró—. Creo que nos conviene mantener esto oculto hasta saber qué significa.
Irene, con el candil, revisó otros papeles y la asedió el desánimo. Las notas detallaban los hábitos de cada uno de ellos y sus relaciones con personas ajenas al hospital. ¿Por qué? Se pasó la mano por la frente. En Sorell había cambiado. Era un lugar lúgubre con damas enlutadas, criados espías y ladrones muertos en el patio, pero aún le provocaba mayor desazón pensar que Josep de Vesach se había referido a su madre como «la bruja». Con la nueva Inquisición publicando Edictos de Gracia una afirmación así era peligrosa.
Se sentía sola y desorientada en aquel momento trascendental.
Oyó pasos cerca del cobertizo.
—¿Eimerich?
El silencio la inquietó y cubrió de nuevo la tabla. Ya en el exterior, una ráfaga gélida la estremeció. En el otro extremo del huerto las antorchas iluminaban a ambos criados con las azadas. Un nuevo crujido la obligó a volverse. Allí estaba otra vez Gostança, inmóvil junto al tronco de un nogal, ataviada de negro y con el velo. No pudo evitar retroceder, asustada.
—Te lo advertí… —siseó la dama—. En Sorell está manchado por el pecado.
El terror le ascendió desde el vientre cuando Gostança se acercó y levantó un bello cepillo de plata. Con un seco chasquido, del mango brotó un fino estilete.
—¿Quién sois? —musitó Irene casi sin aliento.
Antes de poder retroceder notó el filo bajo su garganta.
—Entrégame la caja —ordenó la dama con mirada ardiente.
Temblando, la joven se la ofreció.
—¿Cómo sabéis vos…? ¿Quién os ha revelado eso? ¿Acaso Josep de Vesach?
Gostança se separó unos pasos. Observó las joyas con atención.
—¡Eran de mi madre! —gritó Irene. Gostança la fulminó con la mirada, pero la rabia pudo con el miedo—. ¿Eso buscáis? ¿Robar unas viejas joyas? ¿Por qué?
La dama se guardó las alhajas. Examinó el resto y, furiosa, lanzó la caja desparramando los reales y los documentos. La amenazó con el estilete.
—¡Eres demasiado frágil para interponerte en mi camino! Haz caso a tu miedo y márchate de aquí. Regresa a tu vida plácida y despreocupada.
Se fundió con la oscuridad, e Irene quedó temblando. Las últimas palabras tenían un matiz de amargura que dejaban entrever una frustración soterrada. Llorando, volvió a llenar la caja y echó a correr despavorida. Nemo y Eimerich oyeron sus gritos y salieron a su encuentro.
—¡Ahí! ¡Ahí! —jadeaba mientras se abrazada al fornido Nemo.
—No hay nada, Irene —repuso el hombre.
—¡Gostança está aquí!
Nemo se mostró inquieto, pero ante su insistencia revisaron el huerto sin éxito. En el muro de mortero que lo delimitaba había huecos y piedras salientes que permitían escalarlo con facilidad. El criado morisco regresó y la miró con preocupación.
—Señora, sois a la única a la que le ha dado una oportunidad de vivir. Tal vez deberíais aprovecharla y alejaros de aquí.
—¿Creéis que ella está detrás de las muertes?
—Estoy convencido, señora. Ahora os ruego que os retiréis a descansar. Eimerich y yo vigilaremos en la escalera.
Irene accedió. Ansiosa, dio un respingo al oír a Eimerich a su lado.
—La están ayudando. Tal vez sea alguien cercano…
Ya en su aposento, Irene dejó la caja junto al camastro. ¿Cuántos sabían de su existencia? Sin duda los presentes en la habitación cuando su padre moribundo lo mencionó, incluidos clérigos y criados, aunque quizá Andreu ya lo había revelado antes. ¿Tras tantas amenazas y tanto misterio sólo latía el interés por apoderarse de unas viejas joyas? ¡Ella había perdido el hospital! Mortificada por la incertidumbre, se arrodilló frente al crucifijo.
Al serenarse su mente se aclaró. Pensó en doña Estefanía y en cómo actuaría la sensata noble. No siempre lo evidente era lo cierto, y lo sucedido la seguía intrigando. Tomó la caja de nuevo y jugueteó con ella, evocando el momento en que su padre se la mencionó. Entonces recordó que había añadido algo más: «como la tuya». Sintió una punzada en el pecho. Años atrás un viejo maestro del gremio de los cajeros fue atendido de una infección en las manos y al ver el interés de la niña por ayudar a las criadas enfermeras le regaló una arqueta de pino. El artesano le explicó con un guiño que tenía un doble fondo para guardar secretos.
Irene dio la vuelta a la caja y se estremeció al ver la misma muesca. Metió la uña y la base se soltó. Dentro había una nota de papel plegada, que abrió con dedos temblorosos.
Estimada hija:
Recibe mi abrazo afectuoso. Intentaré ser breve en mis palabras, pues mi pulso es ya débil. Temo que no tardaré en comparecer ante el Altísimo. Rezo por ti, consciente de las dificultades que te esperan, pero no puedo marcharme sin revelarte lo ocurrido y advertirte del terrible peligro que podría envolverte si permaneces en el hospital. El mal nos ha encontrado después de tantos años. Ahora ha mostrado su cara en forma de bella mujer.
En cuanto acontecieron las cercanas muertes de doña Angelina y sor Teresa de los Ángeles sospeché que una sombra siniestra surgía de las brumas del pasado. No es la primera, me temo, y cuando tu madre comenzó a sentir los primeros síntomas de un envenenamiento, supe que iba a ser la siguiente víctima. Logramos descubrir a tiempo la ponzoña y Peregrina pudo contrarrestar sus efectos, pero la siniestra amenaza seguía rondado el hospital y propuse a Elena emplear la astucia, fingir su fallecimiento y escapar así del infortunio. Actuamos en secreto, sin los criados, ayudados sólo por Peregrina, quien simuló los síntomas del veneno, y amortajamos el cuerpo anónimo de una finada en el hospital; así únicamente la mano asesina creería haber logrado su objetivo, mientras el resto pensaba que la débil salud de mi esposa había claudicado.
Cuando leas esta carta tu madre estará lejos y los preciados bienes de la academia, ocultos. Un mar os separa, y ella aguardará paciente hasta que la Providencia gire de nuevo la rueda del destino. Ahora sé que alguien nos ha traicionado, pero no hablaré y Elena seguirá a salvo. Recuerdo tu desolación el día del sepelio; sin embargo, la ignorancia te ha preservado de la amenaza hasta el momento. Tenía el deber de detener el mal que nos persigue, pero he fracasado. Ahora ese mismo veneno corre por mis entrañas en mayor cantidad, sin que Peregrina pueda contrarrestarlo con antídotos o vomitivos.
Con dolor me aferro a la idea de reencontrarme con mi esposa en la otra vida; nuestro amor fue puro y hemos sido felices. Apelo a tu discreción y tu buen juicio para protegerte de esa oscura dama que sigue acechando el hospital. Sé que te preguntas por qué no te revelo aquí el paradero de tu madre, incluso de su ajuar, que tan útil te sería para cubrir los gastos de En Sorell, pero temo que puedan arrebatarte la nota y que sea el fin de todo. Abre tu mente y pide ayuda a Eimerich; quizá su sagacidad te ayude a entender cómo Eritrea ocultó secretos en el principio de su lamento; de ese modo, es posible que algún día tus lágrimas sean de alegría por el reencuentro.
Perdónanos, querida hija, y que Dios te guarde.
Un mar de emociones embargó a Irene y buscó aire fresco en la ventana. Elena de Mistra vivía, pero estuvo a punto de morir envenenada, del mismo modo en que tal vez había muerto su padre. Sentía una mezcla de dicha y miedo al ser consciente del peligro que flotaba en aquella casa. Gostança debía de sospechar la argucia; Andreu Bellvent aseguraba haber sido traicionado, por eso la siniestra dama seguía allí, buscaba localizar a Elena. Pero En Sorell guardaba celoso sus secretos. A pesar de los temores, la carta dejaba entrever una clave para descubrir el paradero de su madre, e Irene intuía que si se alejaba del hospital perdería la posibilidad de descubrirla. A pesar de todo, no podía enfrentarse a una decisión del justicia criminal de la ciudad; el futuro de En Sorell había quedado sentenciado.
El dilema la acongojó. Se sintió sola e impotente, y acabó llorando de nuevo, incapaz de hallar el modo de enfrentarse al extraño destino que se abría ante ella.