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Irene corrió por la galería superior, que se asomaba al patio, hasta las dependencias del administrador, llamado «mayordomo» en los hospitales por ser la máxima autoridad. Tembló al asir la manija de hierro. La breve misiva que había recibido no vaticinaba un desenlace tan terrible. Había regresado convencida de que su padre sanaría y podría unirse a él en la batalla por la esperanza que cada día se lidiaba en En Sorell.
Todos los hospitales de la ciudad, además del mayordomo, que era siempre un varón, contaban con un matrimonio que ejercía de spitalers: encargados de acoger a los enfermos, organizar las cuadras donde eran alojados, darles sustento y ayudar a los médicos que los visitaban a diario. En Andreu Bellvent recaían excepcionalmente los dos cometidos, si bien la muerte de su esposa, Elena, el año anterior suponía una irregularidad al faltar la spitalera. Irene regresaba dispuesta a asumir la función que tuvo su madre. Ya no era una niña, y su padre debería aceptarlo. Confiaba en que el consejo del hospital también lo aprobara, pero la inesperada gravedad de Andreu no sólo la desgarraba de dolor, sino que ponía en peligro su aspiración.
Una vez que se halló en las dependencias donde había vivido hasta su marcha a Barcelona, una pequeña sala común y dos aposentos, pasó al de su padre. El murmullo del rezo la estremeció; eran oraciones del Ars moriendi para invocar un buen tránsito.
En la austera habitación, Andreu yacía en el camastro que la vio nacer. Se retorcía aferrándose el vientre, con el rostro macilento y perlado de sudor. Estaban presentes sus amigos y colaboradores de En Sorell: los físicos Lluís Alcanyís y Joan Colteller, el cirujano Pere Spich, el procurador del hospital Joan Dandrea y micer Nicolau Coblliure, abogado y asesor del enfermo. Dos de los tres hermanos de su padre residían en Gandía y el tercero vivía en Burgos; ya estaban en camino, y se había mandado mensaje también a otros parientes. En un rincón rezaban, lacrimosas, algunas criadas: Arcisa, la más veterana con funciones de ama de llaves; Magdalena, la esclava cocinera, y la joven Isabel, que había ayudado en el parto de la pecadriu Ana.
Los médicos, entre susurros, comentaban admirados la nueva gesta de Peregrina. Sólo mestre Joan Colteller criticaba la obsesión por la higiene de la física, pues, a su juicio, retrasaba las intervenciones y podía provocar el desangrado. Con ironía lo achacaba a la tendencia de las mujeres a la parsimonia y la distracción.
El ambiente lúgubre se acentuó al entrar la hija, desencajada. Irene se arrodilló junto a la cama y tomó la mano ardiente de su padre. El hombre reaccionó al contacto y abrió desmesuradamente los ojos. Con mirada febril recorrió las vigas del techo.
—Audite quid dixerit… Iudicii signum —dijo entre jadeos y mostrando una sonrisa extraña, como si estuviera contemplando a alguien allí arriba—. Secreta, atque Deus reserabit pectora luci.
—Lleva musitando esas frases desde hace un día —explicó Eimerich, abatido, situándose al lado de la joven.
—Son las palabras esculpidas en la tumba de mi madre, en la iglesia de Sant Berthomeu —explicó Irene, desolada—. ¡Padre!
Una mano rozó el hombro de la joven. Era Lluís Alcanyís, uno de los mejores médicos de Valencia y, por deseo del Consejo General, examinador de los físicos que querían ejercer en la ciudad. Era buen amigo de Andreu y no enmascaró su propia desolación.
—Ocurre a menudo con la fiebre. La realidad se torna difusa y aparecen los delirios.
Una lágrima se deslizó por el ajado semblante del moribundo, y su hija rompió a llorar desconsolada, besándole la mano.
—Aún recuerdo tu nacimiento, Irene —prosiguió abatido el médico—. Fue un parto terrible, de los que sólo Peregrina es capaz de atender con éxito.
—En esta casa se han vivido grandes momentos… y muchos otros están aún por acontecer. Siempre he deseado formar parte del hospital.
Alcanyís la observó con atención.
—Tienes la misma inclinación que tu madre por esta labor. De pequeña preferías sostener los paños a Arcisa cuando ésta limpiaba pústulas, en lugar de jugar con otras niñas.
Irene miró a su padre y refirió con amargura lo que pensaba:
—Por eso me mandaba largas temporadas a Gandía con la tía Damiata y a la escuela para niñas de doña María de Centelles.
—¡Debes entenderlo! No quería que crecieras entre heridas infectadas, cuerpos ardientes y niños infestados de piojos. Ahora eres toda una dama.
—Entonces ¿mi vida ha de limitarse a bordar, complacer al esposo y parir hijos? —inquirió entre sollozos—. ¡Puedo hacer todo eso y trabajar en En Sorell!
Alcanyís se volvió. A su espalda los hombres reprobaban con expresión adusta el tono irrespetuoso empleado por la joven.
—Este lugar no es tan luminoso como crees —indicó el abogado Nicolau Coblliure.
—¡Siempre trató de alejarme de aquí y de mi madre! —le espetó Irene.
—Fue por tu bien. Elena lo sabía y, aunque sufrió por ello, tuvo que aceptar que era lo más prudente —afirmó Nicolau, comprensivo—. En Sorell guarda secretos y tragedias que no es posible enterrar…
Ella negó con los ojos arrasados en lágrimas. Era consciente de que su manera de comportarse ante los presentes era inadecuada, pero el sufrimiento le nublaba el juicio.
—Con doña Estefanía Carròs, en Barcelona, además de labores y comportamiento he aprendido gramática, aritmética, historia y filosofía. Pero la distancia me ha hecho comprender que mi vocación es suceder a mis padres al cargo de este hospital.
—No olvides que eres sólo una doncella —adujo el físico Joan Colteller, condescendiente ante el idealismo de la joven.
—Mi tutora me demostró que una mujer puede hacerlo igual, y me hablaba a menudo de la condesa Anastasia Spatafora y de su labor con los niños expósitos del hospital de la Santa Creu de Barcelona. Ha pasado casi un siglo y aún se la recuerda. —Su mirada refulgió y, sosteniendo la mano de su padre, se dirigió a él—: Estoy preparada.
—Me temo que eso lo decidirá el consejo del hospital, Irene —concluyó Nicolau observándola con pena.
Llegó fray Ramón Solivella, el franciscano que atendía a las almas del hospital, y otro monje, casi un anciano, con el hábito negro y el escapulario blanco de la Orden de Predicadores al que Irene no conocía. Se llamaba Edwin de Brünn y, según le explicaron, solía dirigir encendidas homilías a los enfermos en la capilla.
Al rumor de los rezos, Andreu Bellvent jadeó y parpadeó. Alcanyís le puso bajo la nariz un paño que exhalaba un fuerte olor a mentol. Irene le acercó una escudilla con vino en el que flotaba un polvillo gris. El enfermo, tras beber un sorbo, la reconoció y sus labios temblaron mientras rozaba un mechón de la melena cobriza de su hija.
—Irene, busca la caja… —Los hombres se acercaron, y Andreu contrajo las facciones—. Una caja blanca… como la tuya, ¿te acuerdas? —gimió y arqueó la espalda. Tenía el vientre hinchado—. Encuéntrala o la perderás para siempre… Lo demás ya no importa…
—¿A qué os referís, padre? —demandó aterrada.
Andreu calló al ver al resto de los presentes. Sus ojos destilaban terror y el tiempo se agotaba.
—Hija…, te quiero.
El anciano se desplomó sobre el camastro y comenzó a susurrar frases incoherentes. Irene notó el ardor de nuevas lágrimas en sus mejillas.
—¡Padre! —exclamó desgarrada. Sentía que lo estaba perdiendo para siempre.
—Ninguno de los purgantes ha obrado efecto —indicó Lluís Alcanyís situándose en la cabecera del lecho. Negó con la cabeza—. Agoniza.
No lograron que recuperara la consciencia. Irene apoyó la frente en la mano flácida de su padre.
—Os juro que seguiré aquí y que seré una digna heredera de lo que emprendisteis…
Los médicos intentaron despertar al moribundo para que se confesase y recibiera los óleos mientras los monjes, musitando oraciones, extendían sobre una banqueta el hábito de franciscano que serviría de mortaja a Andreu Bellvent. La joven no pudo resistirlo y se dejó caer al suelo llorando. Arcisa ordenó a Isabel que se la llevara. Las criadas asistían con pena al final de su señor y al incierto futuro de aquel hospital que era también su hogar y su sustento.
Irene bajó en silencio a las cocinas con Isabel, quien no sabía muy bien cómo tratarla, pues la habían contratado tras su marcha. Le preparó una tisana caliente de salvia, y acto seguido le pidió permiso para retirarse y hacer la ronda por las cuadras. Los enfermos y los hospedados solicitaban continuamente conocer el estado del mayordomo y también rezaban por su alma.
La joven se sentó en una banqueta mientras trataba de asumir la inesperada situación. Su padre, siempre reservado, le había pedido algo que no entendía. Tal vez fuera un delirio más. La duda la corroía, pero la desesperación se impuso. Apenas un año antes había llorado la pérdida de su madre, y ahora debía afrontar el hecho de quedarse huérfana. Elena no tenía más parientes, y los tres hermanos de su padre vivían lejos con sus familias. Ansiaba poder abrazarlos; se sentía profundamente sola, y a su dolor se sumaba la incertidumbre de si sería la única heredera de Andreu Bellvent.
La propiedad de la casa sería suya, pero la supervisión de En Sorell estaba sometida al consejo del hospital y, como ya le habían recordado, ella sólo era una joven soltera. Había jurado a su padre moribundo algo que quizá no podría cumplir. Sin embargo, la descarga de energía que había experimentado durante el parto por cesárea aún ardía en su alma. Miró las paredes amarillentas de la cocina: lucharía por En Sorell, por aquello que sus padres crearon.
Reconfortada por la salvia, Irene salió al patio para serenarse antes de subir de nuevo al aposento de su padre y acompañarlo en el tránsito. Desolada, observó los dos cipreses con bancos de piedra alrededor y el pozo en el centro. Le gustaba pensar que la casa estaba viva, que crecía y que, a veces, enfermaba como sus internos. Tuvo una infancia feliz allí, austera pero sin estrecheces; pronto todo iba a cambiar.
En Sorell se encontraba alejado de las calles próximas a la catedral, con sus regios palacios de arcos ojivales y bellos artesonados. Se ubicaba en una pequeña plaza llamada de En Borràs,* de la parroquia de Sant Berthomeu, cerca del arrabal morisco, en el corazón angosto de la urbe, entre callejuelas tortuosas del tiempo de los árabes. La casa de la familia Bellvent se construyó aprovechando una de las antiguas torres de la muralla sarracena, engullida por la expansión urbana. Al convertirse en hospital, adoptó el nombre del rico mercader que contribuyó y estableció beneficios perpetuos: Tomás Sorell, señor de Geldo y financiero del rey Juan II. Su escudo lucía sobre el arco carpanel de la entrada, al lado del emblema del establecimiento: una dama hierática sentada sobre un laberinto.
Andreu y Elena Bellvent abrieron las puertas de En Sorell a principios de la década de 1460 para atender a enfermos y hospedar a mendigos. Se acogía a todos sin distinción, incluso a judíos y a moros, pero el carisma de Elena, la pericia de Peregrina para tratar los humores del cuerpo femenino, así como el buen uso de la farmacopea árabe y cristiana pronto atrajeron a damas aquejadas de graves dolencias, tanto nobles como criadas. Otros galenos se unieron con entusiasmo aprendiendo de la física, avalada por su licencia real, y en el año 1471 se adquirieron las casas colindantes y En Sorell se convirtió en un edificio que podía albergar unas cuarenta almas. Si los donativos y los beneficios de los censos se cobraban sin demora, solía estar bien avituallado de comida, hierbas y fármacos.
Irene se topaba con mil recuerdos en cada rincón. A los lados del portón de entrada estaba la pequeña recepción, con los registros, y un almacén. De allí se pasaba al patio rectangular, fresco y silencioso, que daba acceso a las dependencias principales. A la derecha se hallaba el dispensario, la sala de curas y la estancia con bañeras de bronce; al fondo, las estrechas habitaciones de los criados y la puerta del huerto, que lindaba con la iglesia de Santa Cruz, donde se ubicaban las letrinas de madera. A la izquierda se encontraban las cocinas, un amplio comedor y la antigua torre árabe consagrada como capilla dedicada a los Santos Médicos, Cosme y Damián. Del mismo patio, una escalera de ladrillos conducía a la galería superior con balaustrada de piedra que lo circundaba. En esa planta estaban las cuadras comunes de los internos, separadas por sexos, la llamada «de calenturas» y tres individuales, una de estas últimas ocupada por Peregrina, y por último, las dependencias de los Bellvent, que como propietarios y spitalers tenían la obligación de vivir allí.
Era un edificio austero, sin la cantería de las casas pudientes, pero, a diferencia del resto de los hospitales de la ciudad, cada año lo encalaban, y Peregrina exigía que estuviera siempre limpio y desinfectado. Además de los hospitaleros y los físicos, En Sorell era atendido por tres criadas: Arcisa, Llúcia e Isabel, la más joven; también contaba con Eimerich, el asistente del administrador; con Nemo, un morisco negro que hacía de portero y celador, y con la esclava Magdalena, ocupada en la cocina. A ellos se había unido más tarde el apuesto Tristán.
—¡Irene! —gritó una voz infantil desde el otro extremo del patio.
Tres pequeños corrieron hacia ella, y la muchacha reconoció a la niña.
—¡María! ¡Dios mío, qué mayor estás!
—Ya tengo ocho años, señora. Ellos son Francés y Gaspar.
Irene la abrazó. María era expósita, abandonada en la parroquia de los Santos Juanes al nacer. Los otros, más pequeños, habrían llegado tras su marcha a Barcelona.
—Rezamos en la capilla por el señor Andreu, como ha ordenado fray Ramón —explicó María, mohína—. ¿Qué será de nosotros si fallece? ¿Volveréis a marcharos?
La joven, tan angustiada como ellos, se limitó a abrazarlos con fuerza. María comenzó a llorar mientras la criada Arcisa descendía por la escalera y se acercaba con gesto grave. Rondaba los cincuenta años y llevaba allí desde la fundación del hospital, por eso nadie discutía sus órdenes.
—Venid conmigo, niños —indicó abriendo los brazos para acogerlos—. Vamos a la cocina. Irene también tiene que rezar por su padre.
Siempre podían pescar algo de la despensa de Magdalena y se marcharon más animados. La muchacha agradeció la prudencia de la avezada criada y, tras permanecer pensativa un rato, una extraña sensación de desasosiego la llevó a la capilla.
La puerta se encontraba entreabierta y el interior estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz del sagrario y unas pocas velas. Se sobresaltó al atisbar una sombra al fondo: una mujer enlutada rezaba sobre un viejo reclinatorio de madera frente al altar. Se inquietó ante la inesperada presencia, pero la curiosidad la venció. La dama lucía un brial negro de seda ceñido que resaltaba su figura esbelta y se cubría con un fino velo. Al volverse, Irene se quedó sin aliento. Podía rondar los treinta años, pero sus rasgos afilados poseían una belleza enigmática, de piel fina y pálida, que permanecía ajena al paso del tiempo. Sin embargo, la joven se turbó ante sus ojos negros, incisivos y gélidos.
—¿Quién sois? —le demandó, sintiendo que el vello se le erizaba.
La dama no respondió.
—¿Te has fijado en el retablo, Irene? —musitó tras un largo silencio. Su voz, aunque susurrada, denotaba seguridad—. Salvo las imágenes de los Santos Médicos todas las pinturas son de mujeres.
—¿Me conocéis? —preguntó, sorprendida de que la hubiera llamado por su nombre. Jamás la había visto.
—Sé muy bien quién eres —adujo la otra con el rostro vuelto hacia el retablo.
Intrigada, Irene observó el altar. Había estado allí incontables veces, pero admiró de nuevo el conjunto de madera dorada. Las imágenes de los Santos Médicos en la hornacina del centro no podían competir con la belleza de las pinturas de las santas Catalina de Alejandría, Ana, Bárbara y María Magdalena. En la parte superior del retablo destacaban diez figuras femeninas con rasgos angelicales, cada una bajo un pórtico de talla, ataviadas con túnicas blancas. Sostenían libros o leían ante un atril. Sus manos alzadas parecían contemplar los delicados frescos del techo abovedado que representaba un séquito de mujeres en actitud orante hacia un cielo poblado de ángeles.
—Son las diez sibilas —añadió la dama enlutada—: Cumas, Délfica, Frigia, Eritrea, Pérsica, Tiburtina, Samos, Libia, Helesponto y Cimeria.
—Lo sé —respondió intrigada Irene—. Fueron sabias de la Antigüedad que preconizaron la llegada del Redentor y el fin de los tiempos. ¿Quién sois vos?
La aludida mostró una sonrisa helada como única respuesta.
—Las pintó Francesco Pagano —prosiguió Irene—. Le sirvieron como bocetos de los ángeles músicos que decoran la bóveda del altar mayor de la catedral.
La dama de negro levantó un dedo pálido y señaló cada una de las profetisas.
—Sus rostros se asemejan porque el artista sólo usó a tres mujeres como modelos. Las tres han desaparecido… Una era Elena Bellvent. Te pareces mucho a ella…
Un escalofrío recorrió a Irene. Había heredado las facciones delicadas de su madre, pero nunca había reparado en la similitud con aquellas sibilas del retablo. Veía su reflejo en la cuarta profetisa, que redactaba los vaticinios junto a un pebetero.
—¿Qué recuerdas de ella? —le demandó la enlutada, inmóvil.
La pregunta la sorprendió, y enseguida brotaron las mismas dudas que la habían asediado desde su pérdida. El porte elegante de Elena Bellvent se veía empañado por un caminar dificultoso y su delicada salud, pero poseía un espíritu firme y luminoso. Su piedad por cualquier necesitado era la inspiración de En Sorell, pero Irene siempre había sospechado que la vocación de su madre no se inclinaba sólo hacia cuestiones de salud. El férreo empeño de su padre por mantenerla alejada de allí no hacía más que confirmarlo.
Durante su infancia únicamente reparaba en la febril actividad del hospital que tanto la fascinaba. Jamás supo interpretar el paso furtivo de mujeres cubiertas con velos cruzando el huerto en plena noche, la música y las conversaciones susurradas que se interrumpían a su llegada con una afable sonrisa llena de enigmas. La curiosidad por el cariz de tales encuentros sólo afloró cuando estudiaba en Barcelona bajo la tutela de doña Estefanía Carròs. Su tutora, dama piadosa y discreta del antiguo linaje Carròs, hija del que fue virrey de Cerdeña, no había tomado esposo en contra de la voluntad familiar y se dedicaba a educar a doncellas, a las cuales despertaba su curiosidad y su intelecto. La noble había manifestado sentir un profundo respeto por Elena, pero eludía las insistentes preguntas de Irene, quien sólo logró sonsacarle que era mucho más que una caritativa spitalera.
La muerte de su madre la dejó con una cicatriz en el alma y un gran silencio. Durante los pocos días que había podido estar en Valencia para rezar ante su tumba, su padre callaba como si le horrorizara hablar de ello e insistía en su regreso a Barcelona. Elena Bellvent era, pues, un misterio para ella, y no supo qué contestar a la enlutada.
—Esta casa es un lugar desviado, Irene —siguió la dama ante la elocuente callada dada por toda respuesta y su visible desolación—. Andreu hizo bien en alejarte, y ha llegado el momento de que el hospital se cierre para siempre, a pesar del deseo de Elena. He venido hasta ti porque sospecho que tu padre te ha confiado el secreto… Dime qué ocultaba y podrás marcharte en paz.
Irene comenzó a temblar, recordó la alusión a la caja blanca y tuvo la sensación absurda de que aquella mujer, con su mirada penetrante, podría leer su alma.
—He llegado tarde, mi padre sólo deliraba…
La otra sonrió, ladina; irradiaba tal fuerza que la joven retrocedió.
—Lo averiguaré de todos modos. Te he visto abrazar a esos tres pequeños. Rebosas bondad, pero tu presencia atraerá la desgracia sobre ellos y el resto.
Angustiada, iba a replicar cuando oyó que la llamaban desde el patio.
—¡Irene!
No deseaba permanecer más tiempo sola con la siniestra dama y salió de la capilla, aliviada. En el patio aguardaba Caterina, la hija del abogado del hospital, micer Nicolau Coblliure, quien permanecía junto al lecho de su padre. Amigas y aliadas desde la infancia, se abrazaron con fuerza compartiendo el dolor. Caterina era un año menor que Irene, de tez blanca, ojos del azul intenso del Mediterráneo, facciones delicadas y rubia melena. Ya se elogiaba su sensual belleza en los mentideros de la urbe y era una de las doncellas más codiciadas tanto por su gracia como por la nutrida dote que aportaría el prestigioso abogado. Aun con aquel sencillo vestido carmesí se adivinaba la mujer esplendorosa en que se había convertido.
—Me han dicho que habías llegado por fin. Siento lo de tu padre, Irene.
—Ven, ven conmigo. Hay una extraña mujer allí dentro… Tal vez la conozcas.
Caterina la miró intrigada. Juntas regresaron a la capilla, pero estaba totalmente vacía. Irene sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¡No puede ser! ¡Estaba ahí, en el reclinatorio frente al altar!
—¿Estás segura?
—¡He hablado con ella! Vestía de negro. Era bella, pero sus ojos…
—¡Mira!
Una máscara de cartón cubierta de cera blanca yacía abandonada junto al viejo reclinatorio. Caterina palideció y la tomó con cautela. No tenía ningún adorno ni marca. Su aspecto mortuorio las llenó de inquietud.
—La ha dejado ella —dedujo Irene, consternada, y revisó la capilla circular, sin recovecos donde ocultarse. La única puerta era la del patio—. ¿Cómo se ha desvanecido?
—¿Sabes qué puede ser? —preguntó la hija del abogado estudiando la máscara.
—No. Me recuerda a las usadas durante el Carnaval. ¡No tiene ningún sentido!
Aterrada, relató a su amiga el encuentro y la velada amenaza. Caterina contempló pensativa el viejo reclinatorio antes de añadir:
—Parece que ha regresado. Mala cosa…
—¿La conoces?
—Tu padre nunca te ha explicado nada, ¿verdad?
Irene se retorció las manos.
—Sus cartas eran parcas y se referían al deseo de verme convertida en una doncella casadera —reprochó como si se dirigiera a su agónico progenitor—. Mi madre insistía en que pusiera interés en las lecciones de historia y de filosofía de doña Estefanía, pues teníamos mucho que compartir, pero murió inesperadamente. Llegué aquí cuando ya estaba enterrada y tres días más tarde me marché de nuevo con unos mercaderes de seda.
Caterina la abrazó, consciente de su abatimiento, y le habló con gravedad:
—Sé por mi padre que el señor Andreu vivía obsesionado por alejarte del hospital y tenerte ajena a lo que ocurría. Quería protegerte.
—¿Protegerme? Caterina, ¡dime qué está ocurriendo! ¿Quién es esa dama?
—Antes debo confesarte una cosa. Hace dos días escuché tras la puerta del despacho de mi padre una conversación que mantenía con mestre Joan de Ripassaltis, el médico dessospitador* de la ciudad. Los síntomas que sufre tu padre pueden deberse a muchas dolencias, pero también a la cantarella, un veneno a base de arsénico y vísceras putrefactas de cerdo. Peregrina recomendó administrarle bezoar, una piedra formada en el estómago de las ovejas que sirve de antídoto, pero no ha funcionado. Yo juraría que tu madre también comenzó a tener los mismos síntomas antes de…
—¡Dios mío! —Irene recordó el polvo gris disuelto en el vino que le había dado a beber. Se sintió desfallecer y tomó asiento en una banqueta situada al fondo.
—Mi padre está muy preocupado —prosiguió Caterina— y teme que se repitan los extraños hechos ocurridos cuando estuvo aquí esa mujer que dices haber visto…
—¡Explícate, te lo ruego!
—Por tu descripción, se trata de Gostança de Monreale. Ignoro cómo llegó a Valencia, pero estuvo alojada en el hospital durante el verano del año pasado. La vi una vez y, aunque no hablé con ella, jamás la olvidaré. Parecía aquejada de melancolía; aun así, sus ojos… A pesar de que estuvo poco tiempo aquí, estaba muy unida a tu madre y llegó a participar en los encuentros que mantenían ciertas damas en el hospital.
Irene sintió una punzada en el pecho. Aquello la intrigaba.
—¿Qué tipo de encuentros?
—Lo ignoro. —Caterina se sentó a su lado—. Pero supongo que sabes que tu madre no sólo se dedicaba a los humores del cuerpo. Algunas señoras, sobre todo nobles y ciudadanas cultas, buscaban otras curas en En Sorell, en especial las del alma. Creo que aquí encontraban lo que se les negaba en sus casas y en los púlpitos…
Irene inclinó el rostro avergonzada. Ignoraba aquello.
—De su pasado sé poco —barruntó ella—. Antes de casarse con mi padre la llamaban Elena de Mistra. Era griega, y huyó de Constantinopla en 1453, con apenas dieciséis años, en una carabela veneciana unas semanas antes de que los turcos asediaran la ciudad… Pero jamás hablaba de su pasado, los recuerdos la entristecían.
—Tu madre era para todos una mujer fascinante y sabia. —Caterina torció el gesto—. Pero como en tu caso, mi padre prefiere que me dedique a mis labores. Sólo puedo decirte lo que he escuchado tras las puertas. Ya me conoces.
—¿Y qué más has averiguado de Gostança?
—Mi padre calla. —Entornó su mirada azul—. Pero su llegada coincidió con algunas muertes repentinas y sospechosas.
—¡Dios mío!
—La noble doña Angelina de Vilarig fue la primera. Como sabes, era una gran valedora del hospital. Falleció a mediados de julio en su palacete de la calle de la Armería, cercana a la seo. Según De Ripassaltis, murió asfixiada.
—Me lo notificaron por carta, pero sin mencionar la causa.
—Luego, en la Virgen de Agosto, falleció sor Teresa de los Ángeles, una dominica del convento de las Magdalenas.
—¡Era íntima amiga de mi madre! Me escribieron con la triste noticia. La misiva decía que le falló el corazón. Rondaba los sesenta años —alegó Irene, desconcertada.
—¡Quién sabe! Las monjas callan; sin embargo, aún siguen aterradas. Los incidentes no pasaron desapercibidos y circularon rumores siniestros sobre En Sorell y su spitalera. Tu padre obligó a la señora Elena a dejar de reunir a las damas. Parecía un perverso ataque y las habladurías deformaron la realidad. Llegó a tildársela de bruja, pero las influencias de Tomás Sorell evitaron una perquisición del Santo Oficio, aunque ya habrás conocido al monje predicador fray Edwin; vela por la recta ortodoxia de la casa.
—Mi madre murió ese septiembre —musitó sin aliento Irene.
—Comenzó a sentirse mal. Peregrina indicó que era una infección, pero… Dicen que le había exigido a Gostança que se marchara. ¿Sospechó que estaba detrás de tanta desgracia? Nunca lo sabremos. —Caterina negó con la cabeza—. A esa mujer no se la vio más, aunque algunos pacientes de poco crédito aseguran que rondaba de nuevo el hospital cuanto tu padre enfermó. —Miró a su amiga, sobrecogida—. Ahora afirmas haberla visto tú…
Irene se pasó nerviosa la mano por la frente. Caterina continuó:
—Ha pasado un año, pero los recelos sobre En Sorell perduran y merman los donativos. Mi padre no cree que el hospital pueda financiarse por más tiempo.
Irene recordó el temor de Ana, la parturienta, al referirse a su madre y cayó en la cuenta de los escasos internos alojados esa noche, la mayoría de ellos mendigos.
—¿Micer Nicolau también cree que Gostança es la responsable?
—Sabes que mi padre es parco en palabras, sobre todo con su hija menor —afirmó con amargura—. Con todo, lo conozco bien y es obvio que tiene miedo. Como te he dicho, los síntomas del señor Andreu pueden deberse igualmente a males naturales. No soy dada a las fantasías, pero me pregunto si esa dama no maldijo En Sorell.
Irene se estremeció. Sentía el frío que impregnaba los viejos muros de la capilla. No había visto un espectro; Gostança estaba allí porque tenía algo pendiente con los Bellvent. Se fijó en la sibila semejante a su madre, así como en las demás. Creyó ver los rasgos de las fallecidas doña Angelina y sor Teresa, a las que conocía desde niña. ¿Fueron ellas las otras dos modelos para las pinturas? Recordó a su padre empleando sus últimas fuerzas para rogarle que buscara una enigmática caja blanca, algo que también parecía interesar a Gostança de Monreale. El desaliento la invadió.
—¿Quién eres? —musitó a la siniestra máscara de cera que sostenía.
Ambas jóvenes se miraron compartiendo un pensamiento. Sólo eran doncellas hijas de honorables ciudadanos; su destino era desposarse con algún maestro de gremio, un notario o un comerciante próspero, tal vez un honrat que vivía de las rentas de sus propiedades, sin trabajar. Su condición las hacía débiles e insignificantes, incapaces de enfrentarse sin tutela a un enigma que, al parecer, hundía sus raíces en secretos del pasado.
—Mi padre piensa que lo mejor es que regreses a Barcelona —dijo Caterina tras el largo silencio—. Quizá tenga razón. Eres una dama bien educada, bonita y con gracia. —Le guiñó un ojo—. Seguro que hay pretendientes con recursos para darte una existencia cómoda, y si vendieras esta casa reunirías una jugosa dote.
Irene recordó la cesárea que había presenciado a su llegada. Desde niña había querido participar en el desafío por la vida. Aunque estaba aterrada, no podía dejar que su mayor anhelo se le escurriera de entre los dedos, ni faltar a la promesa de su padre sin luchar. Casi oyó la voz de Elena en su interior, alentándola a seguir, a pesar de ser únicamente una mujer joven y sola.
Una voz imperiosa resonó en la capilla.
—¡Es la primera vez que te oigo decir algo sensato, jovencita!
—¡Peregrina!
Entró renqueante, en esa ocasión sin ayuda. Irene buscó sus manos.
—Haz caso a tu lenguaraz amiga —musitó la anciana.
—Peregrina, ¿atendisteis a Gostança?
La mujer se soltó como si el contacto la hubiera quemado.
—¿Cómo lo has sabido? ¡Maldita sea, Caterina! —Mudó la faz con una expresión de ira—. ¡Esa Gostança llevaba el demonio dentro! Lo supe en cuanto tu madre la trajo.
—La he visto —adujo Irene, espantada, y le mostró la máscara de cera.
La anciana se encogió como azotada por una racha de viento gélido.
—¡Deshazte de ella y olvídalo! Ya es tarde… —Bajó el tono de la voz—. Tu padre acaba de fallecer. Requiescat in pace.