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Las noches de la habitación se prolongaban hasta las cuatro de la mañana. Eso hacía que se despertaran tarde. Hacia las once, Mariette les traía café con leche. Dejaban que se enfriara. Volvían a dormirse. Con el segundo despertar, el café con leche frío carecía de encanto. Al tercero, ya ni se levantaban. El café con leche podía esperar en las tazas. Lo mejor era enviar a Mariette al café Charles que había abierto recientemente en los bajos del edificio. Les traía bocadillos y aperitivos.
Ciertamente, la bretona hubiese preferido que le dejasen cocinar de una manera ordenada [23], pero sacrificaba sus métodos y se prestaba de buen grado a las extravagancias de los niños.
A veces, les hacía darse prisa, les empujaba hacia la mesa, les servía a la fuerza.
Elisabeth se ponía un abrigo encima del camisón, se sentaba, pensativa, acodada, con su mejilla en una mano. Todas sus poses procedían de esas mujeres alegóricas que representan a la Ciencia, a la Agricultura, a los Meses. Paul se columpiaba en su silla, casi sin vestir. Uno y otra comían en silencio, como los saltimbanquis de un carromato, entre dos representaciones. La jornada les abrumaba. Les parecía vacía. Una corriente les arrastraba hacia la noche, hacia la habitación en la que volvían a la vida.
Mariette sabía hacer la limpieza sin alterar el desorden. De cuatro a cinco, cosía en la habitación que hacía esquina, transformada en cuarto de la ropa. Por la noche, preparaba una recena[24] y regresaba a su casa. Eran las horas en que Paul deambulaba por las calles desiertas, buscando muchachas que se parecieran al soneto de Baudelaire.
A solas en casa, Elisabeth adoptaba actitudes altivas en el canto de los muebles. No salía más que para comprar sus sorpresas, regresando rápidamente para esconderlas. Vagaba de habitación en habitación, con la náusea de una desazón causada por esa habitación en la que una mujer había muerto, sin relación alguna con la madre que en ella vivía.
Ese malestar crecía a la caída del día. Entonces, entraba en esa habitación que las tinieblas invadían. Se mantenía erguida en su centro. La habitación se iba a pique, se abismaba y la huérfana se dejaba sepultar, con la mirada fija y las manos caídas, firme como un capitán a bordo de ella.