2
Rodaba lentamente el coche por el pavimento helado. Gérard contemplaba las sacudidas a izquierda y derecha del rincón del vehículo de la pobre cabeza. La veía de abajo arriba, iluminando el ángulo con su palidez. Adivinaba con dificultad los ojos cerrados y no distinguía sino las sombras de las narices y de los labios en torno a los cuales permanecían adheridas pequeñas costras de sangre. Murmuró: «Paul...». Paul le escuchaba pero un increíble cansancio le impedía contestar. Deslizó la mano desde debajo de las capas arrebujadas y la colocó encima de la de Gérard.
Al enfrentarse con un peligro de este tipo, la infancia se divide entre dos posturas extremas. Sin sospechar lo profundamente anclada que se encuentra la vida y sus poderosos recursos, imagina enseguida lo peor; pero lo peor apenas le parece real a causa de la imposibilidad en que se encuentra de encarar la muerte.
Gérard se repetía: «Paul se muere, Paul se va a morir»; pero no se lo creía. Esta muerte de Paul le parecía la continuación natural de un sueño, un viaje por la nieve y que siempre habría de durar. Porque, si bien amaba a Paul como Paul amaba a Dargelos, lo que constituía el prestigio de Paul a los ojos de Gérard era su debilidad. Puesto que Paul mantenía su mirada fija en el fuego de un Dargelos, Gérard, fuerte y justo, le vigilaría, le espiaría, le protegería, impediría que se quemara en él. ¡Bien estúpido había sido ya bajo el porche! Paul buscaba a Dargelos, Gérard había querido asombrarle con su indiferencia y el mismo sentimiento que conducía a Paul hacia la batalla le había impedido seguirle. De lejos, le había visto caer, manchado de rojo, en una de esas posturas que los papanatas adoptan a distancia. Temiendo, si se acercaba, que Dargelos y su grupo le impidieran avisar, se había apresurado a buscar ayuda.
Ahora volvía a encontrar el ritmo de lo acostumbrado, velaba a Paul; ese era su lugar. Le conducía. Todo ese sueño le elevaba hasta una dimensión de éxtasis. El silencio del coche, las farolas, su misión le encantaban. Parecía como si la debilidad de su amigo se petrificara, adoptara una grandeza definitiva y como si su propia fuerza encontrara finalmente una utilidad digna de ella.
Bruscamente, pensó que acababa de acusar a Dargelos, que el rencor le había dictado su frase, le había hecho cometer una injusticia. Recordó la garita del portero, al muchacho desdeñoso que se encogía de hombros, la mirada azul de Paul, una mirada de reproche, su esfuerzo sobrehumano diciendo: «¡Estás loco!», y disculpando al culpable. Apartó ese pensamiento molesto. Tenía buenas excusas. Entre las férreas manos de Dargelos una bola de nieve podía convertirse en un sólido más criminal que su cuchillo de nueve hojas. Paul lo olvidaría. Sobre todo, era preciso, al precio que fuera, volver a esa realidad infantil, realidad grave, heroica, misteriosa, alimentada por discretos detalles y cuyo hechizo queda perturbado por las preguntas de los mayores.
El coche continuaba a cielo abierto. Se cruzaba con los astros. Sus resplandores impregnaban los cristales esmerilados, fustigados por cortas ráfagas de viento.
Repentinamente, dos notas lastimeras pudieron oírse. Se volvieron desgarradoras, humanas, inhumanas, los cristales temblaron y el ciclón de los bomberos pasó. A través de las eses dibujadas en la escarcha, Gérard pudo ver la base de los furgones uno tras otro y aullando, las rojas escalas, los hombres de casco dorado anidados como alegorías.
El reflejo rojo bailaba en el semblante de Paul. Gérard pensó que cobraba ánimos. Tras la última tromba, volvió a ponerse lívido y sólo entonces Gérard se dio cuenta de que la mano que él mantenía cogida estaba caliente y que este calor tranquilizador le permitía seguir jugando su juego. Juego es un término muy inexacto, pero así es como Paul designaba ese estado de semi-conciencia en el que se sumergen los niños; y él era un redomado maestro en eso. Dominaba el tiempo y el espacio; comenzaba sueños, los combinaba con la realidad, sabía vivir entre dos espacios de claroscuro [9], creando en la clase un mundo en el que Dargelos le admiraba y obedecía sus órdenes.
¿Está jugando el juego? —se pregunta Gérard apretando la mano caliente, mirando con avidez la cabeza caída.
Sin Paul, este coche no hubiera sido sino un coche, esta nieve tan sólo nieve, las farolas unas farolas, ese regreso a casa un regreso. Él era demasiado rudo como para haberse creado por sí solo esta sensación de ebriedad; Paul le dominaba y su influencia, a la larga, lo había transfigurado todo. En vez de estudiar gramática, cálculo, historia, geografía, ciencias naturales, había aprendido a dormir despierto un sueño que le coloca a uno fuera de cualquier alcance y confiere a los objetos su auténtico sentido. Ciertas drogas indias hubieran obrado con menor fuerza sobre estos niños nerviosos que una goma o una plumilla mascados a escondidas bajo el pupitre.
¿Está jugando el juego?
Gérard no se hacía ilusiones. El juego, jugado por Paul, era algo bien distinto. Unos bomberos pasando no podrían distraerle de él.
Intentó retomar el fino hilo, pero ya no había tiempo; acababan de llegar. El coche se detuvo ante la puerta.
Paul salía de su somnolencia.
—¿Quieres que te ayudemos? —preguntó Gérard.
No merecía la pena; si Gérard le sostenía, podría subir. Lo único que Gérard tenía que hacer era bajarle primero la cartera.
Cargado con la cartera y con Paul a quien sostenía por la cintura y que se le agarraba doblando el brazo izquierdo alrededor de su cuello, ascendió los peldaños. Se detuvo en el primer piso. Un viejo banco de destripada felpa verde mostraba sus cerdas y sus muelles. Gérard depositó en él su preciosa carga, se acercó a la puerta de la derecha y llamó. Sonaron unos pasos, un alto, un silencio.
—¡Elisabeth!
Se mantenía el silencio.
—¡Elisabeth! —susurró con fuerza Gérard.
—¡Abra! Somos nosotros.
Una vocecilla obstinada se dejó oír:
—¡No abriré! ¡Me tenéis harta! Estoy más que cansada de los chicos. ¿Os parece normal volver a casa a estas horas?
—Lisbeth —insistió Gerard—, abra, abra deprisa. Paul está enfermo.
Se entreabrió la puerta tras una pausa. La voz continuó por la abertura.
—¿Enfermo? Es un truco para que abra. ¿Es verdad semejante mentira?
—Paul está enfermo, dése prisa, está tiritando en esa banqueta.
La puerta se abrió de par en par. Apareció una muchacha de dieciséis años. Se parecía a Paul; tenía sus mismos ojos azules sombreados por pestañas negras, las mismas mejillas pálidas. Ciertas líneas acusaban un par de años más y, bajo su corta cabellera, rizada, el rostro de la hermana, que dejaba de ser un esbozo y hacía aparecer el del hermano un tanto tierno, se organizaba, se orientaba apresurada y desordenadamente hacía la belleza.
Desde el oscuro vestíbulo lo primero que pudo verse surgir fue esta blancura de Elisabeth, y el manchón de un delantal de cocina demasiado largo para ella.
La realidad de lo que ella había creído una farsa impidió que prorrumpiera en exclamaciones. Entre ella y Gérard sostuvieron a Paul, que daba traspiés y dejaba colgar su cabeza. Desde el vestíbulo, quiso Gérard explicar lo ocurrido.
—Especie de idiota —musitó Elisabeth—, no hay pifia en la que no participe usted. ¿No puede hablar sin gritar? ¿Quiere que mamá se entere?
Atravesaron un comedor rodeando la mesa y entraron, a la derecha, en el dormitorio de los hermanos. Esta habitación contenía dos minúsculas camas, una cómoda, una chimenea y tres sillas. Entre las dos camas, una puerta daba a un tocador-cocina, al que también se accedía por el vestíbulo. Una primera ojeada por la habitación no dejaba de sorprender. De no ser por las camas, hubiera podido tomársela por un cuarto trastero. Cajas, ropa, toallas de felpa cubrían el suelo. Una cartera con su cinta al aire. En medio de la chimenea, reinaba un busto de escayola en el que, con tinta, habían añadido ojos y bigotes; y, por todas partes, clavados con chinchetas, páginas de revistas, de periódicos, programas, que figuraban artistas de películas, boxeadores, asesinos.
Elisabeth se abría paso apartando las cajas a patadas. Soltaba tacos. Por fin, tendieron al enfermo en una cama rebosante de libros. Gérard relató la pelea.
—Esto es demasiado —exclamó Elisabeth—. Los señoritos se divierten con bolas de nieve mientras que yo hago de enfermera, mientras que yo debo cuidar a mi madre enferma. ¡Mi madre enferma! —gritaba, contenta con estas palabras que tan importante la hacían—. Cuido a mi madre enferma, y ustedes jugando a las bolas de nieve. ¡Y yo estoy segura de que es usted, especie de idiota, el que una vez más ha arrastrado a Paul!
Gérard callaba. Conocía el estilo apasionado del hermano y de la hermana, su vocabulario de colegiales, esa tensión que era la suya y que nunca se relajaba. Sin embargo, seguía siendo un tímido y siempre se quedaba algo impresionado.
—¿Quién cuidará a Paul, usted o yo? —continuaba ella—. ¿Por qué se queda usted ahí, como un tarugo?
—Mi pequeña Lisbeth...
—Yo no soy ni Lisbeth, ni su pequeña, le ruego que sea correcto. Por lo demás...
Una lejana voz interrumpió el apostrofe:
—Gérard, amigo mío —decía Paul entre dientes—, no escuches a esta sucia tipeja... Lo que puede fastidiarnos.
Elisabeth saltó con el insulto:
—¡Tipeja! Pues bien, individuos, arréglenselas sin mí. Cuídate solito. ¡Es el colmo! ¡Un idiota que ni siquiera aguanta las bolas de nieve, y yo tengo que ser lo bastante absurda para, encima, envenenarme la sangre por él!
«Fíjese, Gérard —continuó sin pausa—, mire».
Con un repentino impulso, envió su pierna derecha hacia arriba, más alta que su cabeza.
—Desde hace dos semanas trabajo en ello.
Volvió a comenzar su ejercicio.
—¡Y ahora, váyase! ¡Largo!
Le indicaba la puerta.
Gérard dudaba, en el umbral.
—Quizá... —farfulló—, haría falta llamar a un médico.
Elisabeth lanzó su pierna.
—¿Un médico? Esperaba su consejo. Tiene usted una inteligencia singular. Sepa que el médico visita a mamá a las siete y que le haré ver a Paul. Venga, ¡fuera! —concluyó; y como Gérard no sabía qué cara poner:
—Por una de esas casualidades, ¿no será usted médico? ¿No? Entonces, ¡váyase! Pero ¿es que nunca se va a ir usted?
El pie de ella daba golpecitos y su mirada le enviaba un duro relámpago. Se batió en retirada.
Como salía retrocediendo y el comedor estaba a oscuras, derribó una silla:
—¡Idiota! ¡Idiota! —repetía la muchacha—. No la levante, tiraría usted otra. ¡Lárguese deprisa!, y sobre todo no dé un portazo al salir.
En el descansillo, Gérard pensó que había un coche esperándole y que en sus bolsillos no había ni un céntimo. No se atrevía a volver a llamar. Elisabeth no le abriría o bien creería que era el doctor quien llamaba y le abrumaría con sus sarcasmos.
Vivía en la calle Laffitte, criándose en casa de su tío. Decidió hacerse conducir allí, explicar las circunstancias y conseguir que su tío pagara al taxista.
Circulaba, encajado en el rincón en el que poco antes se recostaba su amigo. Con toda intención, dejaba que su cabeza cayera hacia atrás con las sacudidas del trayecto. No intentaba jugar el juego; sufría. Tras un periodo fabuloso, acababa de reanudar su contacto con la desconcertante atmósfera de Paul y Elisabeth. Elisabeth le había despertado de él, le había recordado que la debilidad de su hermano se complicaba con crueles caprichos. Paul vencido por Dargelos, Paul víctima de Dargelos, no era el Paul cuyo esclavo era Gérard. Gérard se había comportado en el coche un poco como un loco que abusa de una muerta y, sin representarse esta idea con tanta crudeza, se daba cuenta de que debía la dulzura de esos minutos a una combinación de nieve y síncope, a una especie de quiproquo. Convertir a Paul en un personaje activo en este paseo era tanto como atribuir el reflejo fugaz del paso de los bomberos a un regreso de la sangre a su rostro.
Desde luego que conocía a Elisabeth, el culto que ella reservaba a su hermano y la amistad que él podía esperar como consecuencia de ello. Elisabeth y Paul le querían mucho, y él conocía lo tempestuoso de su amor, los relámpagos que sus miradas intercambiaban, el choque de sus caprichos, sus lenguas viperinas. En la tranquilidad recobrada, con la cabeza caída, bamboleante, con el cuello frío, colocaba las cosas en su lugar. Pero si estas reflexiones le indicaban que detrás de las palabras de Elisabeth existía un corazón ardiente y tierno, también volvían a recordarle el síncope, la realidad de este síncope, un síncope para mayores y las consecuencias que no dejaría de tener.
En la calle Laffitte, le rogó al chófer que esperara un momento. El chófer refunfuñaba. Subió los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro, encontró a su tío y convenció al buen hombre.
Abajo, lo único que mostraba la calle vacía era su nieve. El conductor, cansado de esperar, indudablemente había aceptado irse con algún peatón persuasivo que se había ofrecido a abonar el servicio debido. Gérard se guardó el dinero en el bolsillo.
—No diré nada —pensó—. Le compraré algo a Elisabeth y con eso tendré un pretexto para volver a por noticias.
En la calle Montmartre, tras la huida de Gérard, Elisabeth entró en la habitación de su madre que constituía, junto con un pobre salón, el ala izquierda del piso. La enferma dormitaba. Desde que, cuatro meses antes, un ataque la hubiera paralizado en lo mejor de sus fuerzas, esta mujer de treinta y cinco años parecía una anciana y deseaba morir. Su marido la había embrujado, mimado, arruinado, abandonado. Durante tres años había hecho breves apariciones en el domicilio conyugal. Representaba en él horribles escenas. Una cirrosis de hígado le hacía regresar al hogar. Exigía que le cuidaran. Amenazaba con matarse, blandiendo un revólver. Tras cada crisis, volvía con su amante, que le echaba de su lado cuando el mal se hacía sentir de nuevo. Una vez vino, pataleó, se acostó y murió, incapaz de irse, en casa de la esposa con la que se negaba a vivir.
En su rebeldía esta mujer apagada se convirtió en una madre que abandonaba a sus hijos, se maquillaba, cambiaba de muchacha cada semana, bailaba y se procuraba dinero por cualquier medio.
Las máscaras pálidas de Elisabeth y de Paul venían de ella. De su padre, habían heredado el desorden, la elegancia, los furiosos caprichos.
¿Para qué vivir?, pensaba ella; el médico, un viejo amigo de la familia no dejaría nunca que los niños se perdieran. Una mujer impedida extenuaba a la muchacha y la casa entera.
—¿Duermes, mamá?
—No, sólo dormito.
—Paul tiene un esguince; le he acostado; cuando venga el doctor, le diré que le vea.
—¿Le duele?
—Le duele cuando anda. Te manda un beso. Está ahora recortando periódicos.
La enferma suspiró. Desde hacía mucho tiempo, dejaba todo en manos de su hija. Era egoísta como lo son los enfermos. Tampoco le interesaba saber más del asunto.
—¿Y la muchacha?
—Lo mismo da.
Elisabeth volvió a su habitación. Paul se había vuelto contra la pared.
Se inclinó sobre él:
—¿Estás dormido?
—Déjame en paz.
—Muy amable.
Estás ido (en el dialecto fraterno, estar ido [10] significaba el estado provocado por el juego; decían: me voy a ir, me voy, estoy ido. Molestar al jugador ido constituía una falta imperdonable).
—Estás ido y yo, en cambio, bien ajetreada. Eres un tipejo. Un tipo infecto. Dame tus pies para que te los descalce. Tienes los pies helados. Espera que te prepare un caldo.
Colocó los zapatos embarrados al lado del busto y desapareció en la cocina. Pudo oírla encendiendo el gas. Luego, volvió y obligó a Paul a dejarse quitar la ropa por ella. Él refunfuñaba pero se dejaba hacer. Cuando su ayuda se hacía indispensable, Elisabeth decía: «Levanta la cabeza, o levanta tu pierna» y «si te haces el muerto no puedo pasar esta manga».
Mientras lo hacía, ella vaciaba sus bolsillos. Tiró al suelo un pañuelo con manchas de tinta, unos mixtos, unos rombos de azofaifa pegados entre sí y con copos de lana adheridos. Luego, abrió un cajón de la cómoda y metió en él lo demás: una manita de marfil, una canica de ágata, un capuchón de pluma.
Era el tesoro. Tesoro imposible de describir, de tanto como los objetos del cajón habían alterado su utilidad dotándose de valores simbólicos, y que no ofrecía al profano sino el espectáculo de un revoltijo de llaves inglesas, de tubos de aspirina, de anillos de aluminio y de bigudíes.
El caldo estaba caliente. Separó las mantas renegando, extendió una camisola y le quitó la camisa que todavía llevaba igual que se desuella a un conejo. El cuerpo de Paul detenía cada vez sus brusquedades. Las lágrimas le venían a los ojos a la vista de un donaire semejante. Le tapó, le remetió la ropa y terminó sus cuidados con un «¡Duerme, imbécil!», acompañado por un gesto de despedida. Luego, con la mirada fija y las cejas fruncidas, con la lengua un poco sacada entre los labios, ejecutó algunos ejercicios.
Un timbrazo vino a sorprenderla. Costaba oír el timbre; lo habían envuelto en trapos. Era el médico. Elisabeth le condujo por la pelliza hacia la cama de su hermano y le puso al corriente.
—Déjanos, Lise. Tráeme el termómetro y espérame en el salón. Quiero auscultarle y no me gusta que se muevan a mi alrededor ni que me miren.
Elisabeth atravesó el comedor y entró en el salón. La nieve continuaba haciendo milagros en él. De pie tras un sillón, la niña miraba esta habitación desconocida que la nieve suspendía en el aire. La reverberación de la acera de enfrente proyectaba sobre el techo algunas ventanas de sombra y de penumbra, un encaje de luz por cuyos arabescos circulaban las siluetas de los viandantes, más pequeñas que al natural.
Este engaño de una habitación suspendida en el vacío se veía reforzado por un algo de vida propia de ese hielo que semejaba un inmóvil espectro entre la cornisa y el suelo. De vez en cuando, un automóvil lo barría todo con un ancho trazo negro.
Elisabeth intentó jugar el juego. Era imposible. Notaba los latidos de su corazón. Para ella, al igual que para Gérard, la continuación de la batalla de bolas de nieve dejaba de formar parte de su espacio de leyenda. El médico la devolvía a un mundo severo en el que el temor existe, en el que las personas tienen fiebre y pillan la muerte [11]. Durante unos segundos, imaginó a su madre paralítica, a su hermano moribundo, una sopa traída por una vecina, la carne fría, los plátanos, las galletas comidas en cualquier momento, la casa sin muchacha, sin amor.
A veces, Paul y ella misma se alimentaban con caramelos de cebada que cada uno devoraba en su cama mientras intercambiaban insultos y libros; pues no leían sino algunos libros, siempre los mismos, atiborrándose de ellos hasta la saciedad. Este empalago formaba parte de un ceremonial que comenzaba con un minucioso repaso a las camas, que habían de quedar libres de migajas y pliegues, continuaba con horribles misturas y terminaba con el juego para el que, al parecer, el hartazgo servía de inmejorable impulso inicial.
—¡Lise!
Elisabeth se encontraba ya lejos de la tristeza. La llamada del médico la trastornaba. Abrió la puerta.
—Mira —dijo—; no merece la pena que te figures lo que no es. No es grave. No es grave pero sí serio. Ya tenía el pecho débil. Un papirotazo hubiera sido suficiente. Ni hablar de que vuelva a clase. Reposo, reposo y reposo. Has hecho bien diciendo que era un esguince. No adelantamos nada preocupando a tu madre. Ya no eres una niña pequeña; cuento contigo. Llama a la muchacha.
—Ya no tenemos muchacha.
—Perfecto. Desde mañana mismo haré venir un par de asistentas que se relevarán y se ocuparán de la casa. Comprarán lo que haga falta y tú te encargarás de controlar a todo el mundo.
Elisabeth no daba las gracias. Acostumbrada a vivir entre milagros, los aceptaba sin sorprenderse. Los esperaba y siempre ocurrían.
El doctor visitó a su enferma y se fue.
Paul dormía. Elisabeth escuchó su respiración y le contempló. Una pasión violenta la empujaba hacia los dengues, las caricias. A un enfermo dormido no se le molesta. Se le vigila. Se le descubren manchas malvas bajo los párpados, se observa su labio superior que se hincha y sobrepasa el inferior, se pega la oreja al brazo ingenuo. ¡Qué tumulto escucha el oído! Elisabeth tapa su oreja izquierda. Sus propios sonidos se añaden a los de Paul. Se angustia. Se diría que el tumulto aumenta. Si sigue aumentando, es la muerte.
—¡Querido!
Ella le despierta.
—¡Eh! ¿Qué?
Él estira sus músculos. Ve un rostro alterado.
—¿Qué te pasa, te has vuelto loca?
—¡Yo!
—Sí, tú. ¡Qué pelma! ¿No quieres dejar que los demás duerman?
—¡Los demás! También yo podría dormir, y en cambio estoy en vela, te doy de comer, soy yo quien escucha el ruido que haces.
—¿Qué ruido?
—Un maldito ruido.
—¡Idiota!
—Y yo que quería darte una formidable noticia. Pero puesto que soy una idiota, ya no pienso anunciártela.
La gran noticia tentaba a Paul. Evitó una estratagema demasiado evidente.
—Tu noticia, puedes guardártela —dijo—. Me importa un rábano.
Elisabeth se desnudó. Ningún pudor existía entre la hermana y el hermano. Esta habitación era una concha en la que vivían, se lavaban, se vestían, como dos miembros de un mismo cuerpo.
Colocó carne fría de vaca, unos plátanos, leche sobre una silla próxima al enfermo, trajo galletas y granadina junto a la cama vacía y se acostó en ella.
Masticaba y leía en silencio cuando Paul, devorado por la curiosidad, le preguntó por lo que el doctor había dicho. Poco le importaba el diagnóstico. Quería la gran noticia. Pero la noticia debía proceder de lo otro.
Sin levantar los ojos de su libro y sin dejar de masticar, Elisabeth, a la que la pregunta venía ahora a molestar y que temía las consecuencias de una negativa, lanzó con un tono indiferente:
—Ha dicho que ya no volverías a la jaula [12].
Paul cerró los ojos. Un atroz malestar le hizo ver a Dargelos, a un Dargelos que continuaría viviendo lejos, un futuro en el que Dargelos no ocupaba ningún lugar. El malestar se hizo tan grande que llamó:
—¡Lise!
—¿Eh?
—Lise, no me encuentro bien.
—¡Vamos, hombre!
Ella se levantó, cojeando, con una pierna entumecida.
—¿Qué quieres?
—Quiero..., quiero que te quedes a mi lado, junto a mi cama.
Brotaron sus lágrimas. Lloraba como los niños muy pequeños, haciendo hociquitos, embadurnándose con viscosidades y mocos.
Elisabeth empujó su cama hasta delante de la puerta de la cocina. Casi se juntaba con la cama de su hermano, separada de la suya sólo por una silla. Volvió a acostarse y acarició la mano del infeliz.
—Venga, venga... —decía—. Vaya con este idiota. Le dicen que no volverá a ir a clase y se echa a llorar. Piensa que vamos a vivir ahora encerrados en nuestra habitación. Tendremos enfermeras de blanco, el doctor lo ha prometido, y yo no saldré más que a por caramelos y a la biblioteca.
Las lágrimas dibujaban señales húmedas en la pobre cara pálida y algunas, cayendo del extremo de las pestañas, tamborileaban en la almohada.
Ante ese desastre que no dejaba de intrigarla, Lise se mordía los labios.
—¿Tienes canguelo? —preguntó.
Paul agitó la cabeza a izquierda y derecha.
—¿Te gusta trabajar?
—No.
—Entonces ¿qué pasa? ¡Corta ya!... ¡Oye! (Ella le sacudía los brazos). ¿Qué te parece si jugamos al juego, quieres? Suénate. Mira. Te estoy hipnotizando.
Ella se le acercaba, abría unos ojos enormes.
Paul lloraba, sollozaba. Elisabeth se sentía cansada. Quería jugar al juego; quería consolarle, hipnotizarle; quería comprender. Pero el sueño dispersaba sus esfuerzos con anchos surcos negros que giraban como los de los automóviles en la nieve.