cada disparo.
Y lo demostró olvidándose de Buddy Hobson y atacando a Alan Dexter. Saltó del trineo de Buddy de forma fantástica.
Como si tuviera alas.
Su agilidad, desde luego, era algo portentoso.
Por suerte. Alan tenía unos reflejos fabulosos e hizo arrancar su moto-esquí en una fracción de segundo, apartándose del lugar que ocupaba en ese momento.
El monstruo de los hielos se estrelló contra el suelo y el fallo le hizo rugir de nuevo con rabia.
Los perros del trineo del degollado Chester le atacaron, al verlo caer tan cerca de ellos. Pobres canes.
La bestia antártica los destrozó en un abrir y cerrar de ojos, desgarrando sus cuellos, abriendo sus vientres, arrancándoles las vísceras con sus garras de acero.
Alan, convencido ya de que los disparos de su rifle no podían abatir al monstruoso ser, se acercó a Buddy Hobson con su moto-esquí e indicó:
—¡Sube, Buddy!
Hobson brincó del suelo y saltó detrás de Dexter, a cuya espalda se agarró con fuerza.
La fiera antártica, que ya había acabado con los perros del trineo de Chester Yorkin, se lanzó sobre Alan Dexter y Buddy Hobson, dando uno de sus fantásticos saltos.
Buddy la vio volar hacia ellos y chilló:
—¡Arranca, Alan!
Dexter lanzó la moto-esquí hacia adelante y el monstruo de la Antártida volvió a fallar, estrellándose estrepitosamente contra el duro y helado suelo.
Los perros del trineo de Buddy Hobson cometieron el mismo error que los del trineo de Chester Yorkin. Atacaron al temible ser, viéndolo caído cerca de ellos, y eso los llevó a todos a la muerte en unos instantes.
La bestia antártica, terriblemente furiosa por sus últimos fallos, la emprendió a zarpazos con los canes y los degolló y destripó a todos, llenando el suelo de sangre y de vísceras.
Alan Dexter había detenido su moto-esquí unos diez o doce metros más allá. Al ver que aquella horrible «cosa» asesinaba cruelmente a los pobres perros, se echó el rifle a la cara y efectuó varios disparos, aun sabiendo que muy poco daño le iba a hacer a la pode- rosa fiera antártica.
El monstruoso ser se volvió hacia ellos, rugiendo, porque los impactos le enfurecían y le escocían.
—¡Viene hacia nosotros, Alan! —aulló Buddy Hobson, absolutamente aterrado.
Dexter se olvidó de los disparos y puso velozmente la moto-esquí en movimiento, alejándose a toda prisa del lugar.
Nada podían hacer ya por Chester Yorkin. Ni por Norman Bridges y Robert Kelsey. Los tres estaban muertos.
Horriblemente degollados. Como los pobres perros.
Lo más sensato era regresar a la base e informar personalmente al profesor Nicholson. No estaban preparados para luchar contra un ser poderoso y tan resistente como aquél.