CAPITULO PRIMERO
La Antártida.
Polo Sur del globo terráqueo.
Catorce millones de kilómetros cuadrados de suelo helado, toneladas y toneladas de hielo, frío intenso.
Y allí, en aquella vasta superficie blanca y gélida, se alzaba la base científica estadounidense, en la que trabajaban varios hombres y mujeres, totalmente aislados, muy lejos de la civilización.
Era un trabajo duro, difícil, que muy pocos podían soportar, porque no todo el mundo estaba dispuesto a dejar tas Estados Unidos para instalarse en el mismo corazón de la Antártida y pasarse allí meses y meses, entre los hielos, luchando contra la bajísima temperatura, contra los osos polares, contra la cegadora blancura del paisaje, y contra muchas cosas más.
Había que tener la vocación y espíritu de sacrificio que, por ejemplo, tenía el profesor Walter Nicholson, jefe de la base. Contaba cuarenta y dos años de edad, y era un hombre inteligente, decidido, capaz de afrontar las situaciones más comprometidas con serenidad y eficacia.
Era quien más tiempo llevaba en la base, trabajando con el entusiasmo y la ilusión de un principiante. Echaba de menos los Estados Unidos, claro, pero no tanto como para no sentirse feliz en la Antártida, porque allí hacía lo que le gustaba.
Otro hombre que se sentía feliz en el continente antártico, era el doctor Shaw Wiler, de cuarenta y un años de edad, mediana estatura, y cabeza bastante desprovista de pelo.
Después del profesor Nicholson, que era alto y delgado, aunque fuerte como un roble, el doctor Wiler era el hombre más veterano de la base.
Llevaba casi tanto tiempo en la Antártida como Walter Nicholson, al que admiraba profundamente por su dedicación y sabiduría. En justa contrapartida, el profesor Nicholson admiraba también a Shaw Wiler, porque era un excelente médico que podía estar ganando mucho dinero de haberse quedado en los Estados Unidos, atendiendo pacientes en su propio consultorio.
Sin embargo, el doctor Wiler rechazó esa vida cómoda y tranquila, ese trabajo fácil y bien remunerado, y aceptó en cambio trasladarse al Polo Sur, al centro de la Antártida, a los hielos, al frío.
Y allí continuaba.
Atendiendo al personal de la base.
Una tarea digna de elogio, aunque a muchos les pareciese un disparate, pues no comprendían que Shaw Wiler prefiriese ejercer su carrera en una base americana instalada en pleno continente antártico, a hacerlo en los Estados U nidos.
Otro de los miembros de la base era Alan Baxter, de veintinueve años de edad, alto, de fuerte constitución, pelo oscuro y facciones agradables.
En aquel momento se encontraba a solas con Dorothy Evans, una de las mujeres, pocas mujeres, que formaban parte del personal de la base antártica.