CAPITULO V

 

Chris Ralston solía levantarse temprano, pero aquella mañana hizo una excepción. Justificada, sin embargo, porque la noche pasada trabajó hasta muy tarde.

Cuando se despertó, eran más de las diez.

—Se te han pegado las sábanas, compañero —rezongó, y salió rápidamente de la cama.

Se introdujo en el cuarto de baño y se dio una ducha. Después, se preparó el desayuno.

Iba en pantalón de pijama, como la noche anterior. Estaba terminando de desayunar, cuando llamaron a la puerta.

El escritor pensó en Lucy Gardner.

¿Sería la periodista...?

Chris apostó a que , mientras acudía a abrir. Y no se equivocó.

Era Lucy.

Pero una Lucy bastante distinta a la de la noche pasada.

Aquélla, era alegre y risueña.

Esta de hoy, seria y preocupada.

Chris se dio cuenta de ello en seguida.

—Hola. Lucy.

—Buenos días, Chris.

—¿Sucede algo?

—Sucedió anoche.

—No irás a decirme que te tropezaste con «lady» Deborah. ¿verdad?

—No, la cosa es mucho más seria.

—Pasa y cuéntamelo.

La periodista entró en el apartamento.

Chris Ralston cerró la puerta y preguntó:

—¿Qué ocurrió anoche, Lucy?

—La prometida de Robert Sullivan se suicidó.

—¿Qué...?

—Se cortó las venas.

—¡No es posible!

—Acabo de enterarme, Chris.

—¡Pero si iban a casarse dentro de unos días! ¡Me lo dijo Sullivan!

—Sé que iban a contraer matrimonio en breve. También sé que a usted, aparte de la relación profesional, le unía una buena amistad con Robert Sullivan.

—Es cierto.

—Por eso he venido, Chris. Suponía que usted aún no tendría noticia del hecho.

Ralston apoyó la espalda contra la puerta, totalmente abatido por el trágico suceso.

—No me entra en la cabeza que Marion... — murmuró.

—¿La conocía usted, Chris?

Sí.

—Entonces, aún debe ser más doloroso para usted.

—Desde luego.

—Lo siento de veras, Chris.

—Sullivan debe de estar desesperado.

—Es lógico.

—Iré a verle.

—¿Puedo acompañarle, Chris?

, claro.

—Gracias.

—Voy a vestirme.

—Le espero, Chris.

El escritor caminó hacia el dormitorio, sin poder explicarse que Marion Tracy, una mujer llena de vida y de alegría, se hubiera suicidado una semana antes de su boda con Robert Sullivan, de quien tan enamorada se hallaba.

* * *

Chris Ralston estacionó su coche, un «Talbot» azul brillante, frente al edificio donde «London Ediciones» tenía sus oficinas.

—¿Quieres subir, Lucy?

—No, prefiero esperarle aquí —respondió la periodista.

—Está bien.

Chris salió del coche y se introdujo en el edificio.

Vestía un traje claro y una bonita camisa de cuello abierto.

Subió a las oficinas de «London Ediciones».

Susie Caswell la secretaria de Robert Sullivan, ocupaba la antesala del despacho de éste. Tenía veintitrés años y era una morenita de rostro agradecido y formas muy estimables.

—Hola, Susie —la saludó el escritor.

—Buenos días, señor Ralston.

—¿Está el señor Sullivan?

, pero...

—Sé lo que ha pasado, Susie.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Una periodista a la que cono precisamente ayer.

—Los periodistas se enteran en seguida de todo.

—¿Cómo está el señor Sullivan, Susie?

—Destrozado, aunque trata de sobreponerse.

—Hablaré con él.

—Anímele, señor Ralston. Lo necesita.

—Descuida —sonrió levemente Chris, y entró en el despacho de Robert Sullivan.

Lo encontró hundido en su sillón, muy quieto, con la mirada perdida y una expresión extraña en su rostro.

Hola, Robert.

Sullivan lo miró, pero no se movió.

—Hola, Chris.

—Me he enterado de que Marion...

—Soy el responsable.

—¿Qué dices?

—Se suicidó por mi culpa, Chris.

—¿Cómo puedes pensar eso?

—Es la verdad. Nos queríamos, íbamos a casamos... De pronto, apareció Deborah y...

—¿Deborah...? —respingó Ralston.

—Es una mujer fascinante, Chris. Alta, rubia, hermosa, con un cuerpo escultural... Quedé prendado de ella en cuanto la vi. Yo también le gusté desde el primer momento. Hicimos el amor y me olvidé por completo de Marion. Comprendí que no podía casarme con ella, porque no sería feliz. Y se lo dije. Le dije que amaba a otra mujer. Locamente.

Chris Ralston se había quedado boquiabierto.

—¿Me estás diciendo que rompiste tu compromiso con Marion...?

—Sí, anoche.

—Pero, Robert...

Tenía que hacerlo, Chris. Voy a casarme con Deborah.

—Deborah...

Sabía que a Marion iba a dolerle mucho, pero ni siquiera pasó por mi imaginación que la ruptura de nuestro compromiso le hiciera pensar en el suicidio. Pero lo pensó. Y se cortó las venas. En la bañera, con una cuchilla de afeitar. Mi decisión la obligó a ello. Por eso dije antes que soy el responsable de la muerte. Y me siento muy mal, Chris. Totalmente abatido.

—Deja que me siente, porque... —murmuró Ralston, y se dejó caer en uno de los sillones que habla frente a la amplia mesa de Robert Sullivan.

—Sé que tú apreciabas a Marion, Chris.

—Mucho. Tanto como a ti.

—Supongo que ahora me despreciarás, por lo que hice.

—No digas eso.

—Yo maté a Marion, Chris.

—Se suicidó, Robert.

Por mi culpa.

—Bueno, si habías dejado de quererla, no podías casarte con ella.

—¿Lo comprendes, entonces...?

—Naturalmente.

Sullivan sonrió.

—Eres un buen amigo. Chris. El mejor que tengo.

—No quiero que sigas atormentándote, Robert. No eres culpable de la muerte de Marion. La decisión de suicidarse, la tomó ella. No debió hacerlo. El suicidio no está justificado en ningún caso. Hay que afrontar los reveses de la vida. Y superarlos. Marion aún era joven, y podría haberse repuesto y recuperado del desengaño amoroso. Debió comprender que, si tú amabas a otra mujer, no podías mantener tu compromiso con ella. Vuestro matrimonio hubiera sido un fracaso. No habríais sido felices ninguno de los dos.

—Eso mismo le dije yo, pero...

—Háblame de tu nuevo amor, Robert.

—¿De Deborah?

—S, explícame quién es y cómo la conociste.

Sullivan sonrió ligeramente.

—No puedo explicarte quien es, porque no lo sé. Deborah asegura que ha perdido la memoria. Sólo recuerda su nombre. Me la encontré una noche en mi casa, completamente desnuda. No sabía cómo había llegado hasta al, ni lo que había sido de su ropa. Tuvo que ponerse mi bata, para cubrir su desnudez.

—¿Y vive contigo, desde entonces...?

—Sí.

—¿Cómo se apellida Deborah?

—No lo recuerda.

—¿Y no sientes curiosidad por saber quién es, Robert?

—Al principio, ; ahora, ya no. La quiero y ella me corresponde. Eso es lo único que importa, ¿no crees?

—Desde luego.

—Quiero que conozcas a Deborah, Chris.

—Lo estoy deseando, te lo aseguro.

—Ven esta noche a casa. Cenarás con nosotros.

—¿Puedo llevar a una amiga?

Naturalmente.

Ralston se puso en pie.

—Gracias, Robert. Estaremos en tu casa a las ocho.

—Muy bien.

Se despidieron y el escritor abandonó el despacho, mucho más preocupado de lo que parecía.