CAPÍTULO VIII

 

Apenas abrir la puerta de su apartamento, Dick Moore sospechó que allí se ocultaba alguien.

Las persianas de las ventanas estaban echadas, y él no las había dejado así cuando salió con Marion Ritter para dirigirse a casa del viejo Conrad.

Alguien las había echado.

Alguien que deseaba que el apartamento estuviese, en penumbra. Dick deseaba todo lo contrario.

Por eso, lo primero que hizo, fue alargar la mano hacia el interruptor de la luz del recibidor y accionarlo.

La lámpara, sin embargo, no se encendió. Dick accionó de nuevo el interruptor.

El resultado fue el mismo.

Dick Moore empezó a pensar en el asesino de Vera Gabor.

¿Tendría razón el inspector Crown?

¿Sería la fortuna del viejo Conrad la causa de que Vera hubiese sido asesinada, y uno de sus herederos el asesino?

Barry, Edward y Joyce no tenían coartada. Dick descartó inmediatamente a Joyce.

No podía imaginarla decapitando a nadie.

Además, Joyce no sabía jugar al ajedrez, y el asesino de Vera, sí. Quedaban Barry y Edward.

Ninguno de los dos había confesado no saber jugar al ajedrez, aunque tampoco habían dicho que supiesen.

Tal vez alguno de ellos supiese lo suficiente como para derrotar en muy pocos movimientos a la inexperta Vera...

No.

Tampoco podía admitir que Barry o Edward fuese el asesino.

El crimen había sido demasiado horrible, demasiado espantoso. Sin embargo, nadie más se beneficiaba de la muerte de Vera.

Sólo ellos cuatro.

Si Vera había sido asesinada, y ahora trataban de liquidarle a él, no cabía la menor duda de que el asesino tenía algo que ver con la fortuna del viejo Conrad Winters.

De otro modo, no tendría sentido.

Mientras reconsideraba la posibilidad de que Barry o Edward fuese el asesino, Dick Moore avanzó cautelosamente hacia el living, procurando ahogar sus propias pisadas.

Para ello confiaba en su fino oído.

Dick alcanzó el living sin detectar el más mínimo ruido. Allí estaba todo igual.

El tablero de ajedrez sobre la pequeña mesa, las piezas blancas y negras en sus casillas correspondientes, a punto de iniciar la partida...

Dick dejó el living y se dirigió a su dormitorio. Con todos los sentidos alerta.

La puerta permanecía entornada.

Dick no recordaba si él la había dejado así.

La empujó suavemente con las yemas de los dedos, hasta dejarla abierta de par en par. El dormitorio se hallaba muy oscuro.

Dick no pudo ver nada. Probó a encender la luz.

Como ya temía, la lámpara del techo no se encendió.

El asesino, sin duda, había cortado los fusibles, inutilizando todas las luces del apartamento.

Dick intuía que se hallaba escondido allí, en el dormitorio. Aun así, entró en él.

Sabía que corría un riesgo, pero el único modo de hacer salir al asesino de su escondrijo era ése.

No se equivocó.

Apenas había dado dos pasos, cuando una sombra surgió de detrás de un sillón y saltó ágilmente sobre su espalda, cubriéndole la boca con la mano, como para impedir que gritara.

Dick ni siquiera lo intentó.

Tenía cosas más importantes que hacer que intentar gritar. Librarse del asesino, por ejemplo.

Y se libró.

¡Vaya si se libró!

En sólo un par de segundos, levantó los brazos, lo agarró por la cabeza y lo volteó por encima de la suya con asombrosa facilidad.

El agresor voló por los aires como un pájaro y cayó violentamente sobre la cama, dando un grito.

Un grito muy extraño. Como de rata.

Dick no le concedió ni un segundo de tregua.

Saltó como un puma sobre la cama, cayendo sobre el asesino, al cual se dispuso a dormir a puñetazos.

Ya tenía levantado el puño derecho, cuando la persona que se hallaba debajo de él gritó:

—¡Dick!

Moore se quedó quieto.

Con la otra mano, la izquierda, palpó la cara de la persona que él había volteado por encima de su cabeza.

Se estremeció al tocar la piel suave y delicada.

Su mano bajó rápidamente hacia el pecho de la persona que le atacara por la espalda. Se estremeció más profundamente al palpar unos senos voluminosos y duros, totalmente desnudos.

—¡Ay, madre! —se le escapó.

Inmediatamente saltó de la cama y se abalanzó sobre la ventana, cuya persiana abrió de golpe.

La habitación se llenó de claridad.

—¡Lorena...! —exclamó Dick, contemplando con ojos atónitos a la bella pelirroja que yacía de espaldas sobre la cama, cubierta tan sólo con un superdiminuto slip negro.

Lorena Faye, alias la Cobra, incorporó ligeramente el torso y le miró furiosa.

—¡Menudo porrazo me has dado, Dick! ¿Qué pretendías hacer conmigo, pedazo de salvaje?

Dick Moore estaba tan perplejo, que no sabía qué decir.

La artista del strip-tease que poseía realmente un cuerpo realmente portentoso, quedó sentada en la cama y se llevó las manos a los riñones, con claro gesto de dolor.

—Casi me has partido el esqueleto, animal. Y menos mal que caí sobre la cama, porque si ¡lego a estrellarme contra el suelo, no lo cuento.

Dick salió de su estupor y sé acercó a ella.

—¿Cómo diablos iba a saber yo que eras tú quien...?

—Quise darte una sorpresa, pero la sorpresa me la has dado tú a mí —rezongó Lorena, sin apartar las manos de sus riñones.

—¿Por qué echaste todas las persianas? ¿Por qué estropeaste los fusibles? ¿Por qué me atacaste por la espalda, como si quisieras estrangularme?

—Eché las persianas, sí, pero no estropeé los fusibles; sólo los quité.

—¿Por qué?

—Para dejarlo todo oscuro. Formaba parte de la sorpresa. Yo quería esperarte ligera de ropa, oculta en tu dormitorio. Esperaba que tú te dieras cuenta inmediatamente de que era una mujer, prácticamente desnuda, quien había saltado sobre tu espalda. Hubiera sido muy divertido jugar a ver si lograbas adivinar, sólo con el tacto, que era yo —explicó la artista del strip-tease.

—Y lo adiviné...

—Cuando levantaste las persianas, no antes. ¡Si hasta intentaste darme un puñetazo! Dick tosió.

—Bueno, es que mis manos aún no habían tocado tu cara y tus...

—Ni siquiera entonces descubriste que era yo. Supiste, si, que se trataba de una mujer, porque los hombres tienen el cutis más áspero y no tienen pechos, pero no tenías ni idea de qué mujer se trataba.

Dick se sentó en la cama.

—Lo siento de veras, Lorena. No era mi intención hacerte daño.

—Pero me lo hiciste. Seguro que esta noche no puedo mover ni un dedo. No podré actuar en el club... —se lamentó la Cobra.

—¿Te duele la espalda?

—Me duele todo.

—No te preocupes. Te daré unas friegas de alcohol y quedarás como nueva —aseguró Dick.

Lorena Faye le miró, con un brillo malicioso en los ojos. Moore la observó de cuello para abajo.

La Cobra realizó una profunda inspiración, como para asegurarse de que no tenía ninguna costilla rota.

El resultado fue tan impresionante, que Dick tuvo la sensación de que el cuello de la camisa se le había quedado pequeño de pronto.

—Todo lo intensas que tú quieras, Lorena —respondió, casi sin darse cuenta.

—Ya puedes empezar —indicó ella.

—Voy a por el frasco de alcohol.

—Dame un beso primero. Dick la besó.

Lorena colaboró expertamente en la caricia, al tiempo que le rodeaba con sus brazos. Ya empezaba a hacer honor a su nombre artístico.

Y como siguió en este plan, no hubo más remedio que dejar lo de las friegas de alcohol para más tarde...