CAPITULO VI
Un rato después, Dick, Marion, Barry, Edward y Joyce abandonaban la casa del viejo Winters, todos al mismo tiempo.
Subieron en sus respectivos coches y emprendieron el regreso a Londres. Joyce Pickens fue directamente a su casa.
En principio, su idea fue visitar algún club de ajedrez, tal y como hiciera Dick la noche anterior, para tratar de conseguir un buen jugador que la enseñase, pero prefirió dejarlo para la tarde.
Su estado de ánimo no era el más ideal.
El asesinato de Vera le había afectado profundamente.
Más que el asesinato en sí, la forma en que éste había sido llevado a cabo. Pobre Vera...
Cuánto debió sufrir, amordazada y amarrada a la silla, teniendo frente a sí al asesino, jugando al ajedrez con él, con la mano libre...
Debieron ser unos minutos de intensa angustia, de continuo horror, de infinito terror... Luego, la decapitación.
¿Con qué le cortaría el asesino la cabeza, con un hacha...?
El arma homicida no había aparecido en el apartamento de Vera, el asesino se la había llevado.
Joyce empezó a sentirse mal.
Notaba una gran pesadez en el estómago.
Muy pronto, unas náuseas difíciles de contener le hicieron temer que no le daría tiempo a llegar a casa y vomitar en el inodoro.
Afortunadamente, consiguió llegar a casa.
Estacionó el coche y subió rápidamente a su apartamento. Corrió hacia el cuarto de baño.
Unos minutos después, su malestar era ya mínimo.
Pálida todavía, salió del cuarto de baño y se dirigió a su habitación, dispuesta a echarse un rato.
Si conseguía dormir un par de horas, se levantaría como nueva, sin aquella sensación de cansancio que ahora la invadía.
Entró en su dormitorio, se descalzó, y se quitó el vestido, quedando en pantaloncitos y sujetador.
Se dejó caer así en la cama, boca arriba, y cerró los ojos. Pasaron diez minutos.
Joyce Pickens estaba a punto de conciliar el sueño, cuando, repentinamente, algo cayó sobre su cara, cubriéndole la boca y la nariz.
Un pañuelo empapado de cloroformo. Joyce abrió los ojos bruscamente.
Se llenó de terror al ver, inclinado sobre ella, a un individuo que se cubría con una túnica morada, cuya capucha, muy echada sobre la cara, impedía descubrir sus facciones.
Joyce intentó apartar de su rostro el pañuelo empapado de cloroformo, pero el tipo tenía la fuerza de un búfalo, y su mano, protegida por un guante de piel, negro, continuó pegada a la cara de ella.
Medio inconsciente ya, braceó y pataleó con furia. Incluso trató de arañar la cara del agresor.
No pudo.
El desconocido tenía los brazos muy largos, y su oculto rostro quedaba fuera del alcance de las uñas de Joyce.
Como último recurso, la desesperada joven intentó clavarle las uñas en el brazo. Un brazo tan duro como el acero.
Entre esto, y que el cloroformo ya había minado considerablemente sus fuerzas, Joyce no logró su propósito.
Tan sólo unos segundos después, sus brazos caían lánguidamente sobre la cama y todo su cuerpo quedó inmóvil, dormido.
Los párpados de Joyce Pickens se cerraron, ocultando todo el pánico que en aquellos momentos expresaban sus desorbitados ojos.
* * *
Al volver en sí, Joyce Pickens se vio en el living, fuertemente atada a una silla, amordazada a conciencia.
Frente a ella, sentado en el diván, se hallaba el tipo de la túnica morada, en cuyo pecho, bordado en hilo de oro, llevaba un horrible esqueleto humano empuñando una guadaña.
Entre ambos, la pequeña mesa del living, y sobre ella, el juego de ajedrez que la noche anterior le regalara el viejo Conrad, y con el cual, y con la ayuda del libro que igualmente le regalara tío Conrad, practicó durante más de dos horas.
Todas las piezas se hallaban sobre el tablero. En sus casillas correspondientes.
A punto para iniciar la partida...
Una oleada de frío estremeció el cuerpo, prácticamente desnudo —seguía en pantaloncitos y sujetador, atrevidamente reducidas ambas prendas—, de Joyce Pickens.
¡Tenía ante sí al asesino de Vera!
¡Quería jugar una partida de ajedrez con ella!
¡Por eso le había dejado libre el brazo derecho!
¡Le ganaría fácilmente y luego le cortaría la cabeza!
Joyce Pickens, dominada por el espanto, trató de arrancarse la mordaza con la mano libre.
—No lo hagas, Joyce Pickens —ordenó el hombre que se escondía bajo la túnica morada.
Al oír aquella voz, grave, hueca, profunda, que parecía llegar de otro mundo, Joyce interrumpió el decidido movimiento de su brazo, al tiempo que un segundo ramalazo de frío le recorría el cuerpo.
—Si intentas quitarte la mordaza, no te daré la oportunidad de salvar tu vida —advirtió el desconocido.
Joyce, tras un largo titubeó, bajó lentamente el brazo. El tipo de la voz tenebrosa habló de nuevo:
—Vamos a jugar al ajedrez, Joyce Pickens. Si me ganas, me iré sin hacerte nada. Si gano yo, te mataré.
El corazón de Joyce se paró un instante.
¡No!
¡No podía jugar al ajedrez con el asesino!
¡El dominaba el juego y ella no!
¡Le ganaría en un abrir y cerrar de ojos, como a Vera, y luego la decapitaría!
—Realiza tu primer movimiento, Joyce Pickens —indicó el individuo de la túnica.
La aterrada joven intentó decirle al tipo que ella no estaba en condiciones de enfrentarse a nadie al ajedrez, pero la mordaza ahogó totalmente sus palabras.
De pronto, Joyce reparó en la libreta y en el lápiz que había sobre la mesa, al lado del teléfono.
Eran de ella.
Los había utilizado la noche anterior, durante el tiempo que estuvo practicando, para realizar anotaciones relacionadas con el juego.
Con el brazo libre, Joyce hizo saber al misterioso sujeto que deseaba escribir algo. El individuo asintió:
—Hazlo.
Joyce atrapó el lápiz y escribió nerviosamente: «¡No puedo jugar al ajedrez con usted!
¡Yo no sé jugar, estoy aprendiendo ahora!» Le mostró la libreta al tipo.
Este respondió:
—Lo siento, Joyce Pickens, pero no tienes alternativa. O juegas conmigo, o te mato ahora mismo.
Joyce escribió: «¡No me mate, se lo suplico! ¡Me entregaré sumisamente a usted, dejaré que haga lo que quiera conmigo! ¡Soy joven, bonita y bien formada! ¡Goce de mi cuerpo, en vez de destruirlo!»
Cuando el tipo de la túnica lo leyó, dejó escapar una risita realmente escalofriante.
—Yo no puedo gozar de tu cuerpo, Joyce Pickens.
«¿Por qué? ¿Acaso es impotente?», preguntó la joven con la mirada.
—No pertenezco a este mundo. Vengo continuamente a él, eso es cierto; pero sólo a llevaros a los mortales al otro mundo, al de los muertos. Esa es mi única misión. Soy la Muerte... —reveló el ser que se ocultaba bajo la túnica morada.
A Joyce Pickens le resbaló el lápiz de entre los dedos y éste cayó al suelo.
Sus ojos se abrieron tanto, que dio la impresión de que las bolas iban a salirse de sus cuencas.
La sangre, en sus venas, se había convertido en hielo.
¡La Muerte!
¡Tenía ante sí a la Muerte!
¡El personaje más temido y más odiado de todo el Universo!
¡Nadie podía esquivarle!
¡Era inútil tratar de escapar de él!
A la horrorizada Joyce se le nubló la vista. Todo empezó a moverse a su alrededor. Estaba a punto de desvanecerse de terror...
La Muerte dejó oír nuevamente su siniestra voz:
—No te desmayes, Joyce Pickens. Si te desvaneces, no volverás a despertarte.
La advertencia era tan clara, que Joyce, realizando un supremo esfuerzo, consiguió mantenerse despierta.
—Abre el juego, Joyce Pickens —indicó la Muerte.
La joven movió su helado y tembloroso brazo, tomó un peón, y lo avanzó una casilla. Fue el inicio de la partida.
Una partida que, como ya se temía Joyce, duró sólo unos minutos. La Muerte le dio jaque mate en muy pocas jugadas.
—Has perdido, Joyce Pickens. Tendrás que venir conmigo al mundo de los muertos. La aterrorizada muchacha sintió que la vista se le nublaba de nuevo.
La Muerte mostró su terrorífica guadaña. Afilada.
Destellante...
Joyce Pickens no pudo resistir tanto horror.
Dobló la cabeza sobre su pecho casi desnudo y quedó inmóvil. Desvanecida.