CAPITULO II
Menos mal que no había ninguna mosca en la biblioteca.
De haberla habido, Dick Moore, Barry Linder, Edward Banks, Vera Gabor y Joyce Pickens hubieran corrido el riesgo de tragársela.
Si.
Los cinco se habían quedado con la boca abierta. Absolutamente estupefactos.
Mirando con ojos que parecían de cristal, a causa de su inmovilidad y carencia de pestañeos, al viejo Conrad.
Este, tranquilamente, se metió la mano en el bolsillo de su acolchada chaqueta, extrajo un «chupa-chups», de nata y chocolate, le quitó parsimoniosamente la envoltura, y se lo puso en la boca.
Empezó a darle chupadas, mientras observaba, uno por uno, a sus cinco herederos. No supo decirse cuál de ellos era el más sorprendido, el más perplejo.
Repentinamente, el robusto Barry Linder saltó del sillón donde se hallaba sentado, como impulsado por un resorte, y rompió a reír desaforadamente.
Tan a gusto y con tanta fuerza se reía, que se vio precisado a llevarse las manos a los riñones, no fuera a desprendérsele alguno.
Dick, Edward, Vera y Joyce le miraron, sin alterar en lo más mínimo sus expresiones de perplejidad.
También Conrad Winters lo miró, sin dejar de darle chupadas al «chupa-chups». De pronto, el enfermo se quitó el chupa-chups de la boca y preguntó:
—¿De qué te ríes, Barry?
Barry Linder, con los ojos llorosos, le apuntó con un dedo que parecía un puro de los que fumaba Winston Churchill y exclamó:
—¡Has estado genial, tío Conrad!
—¿Tú crees?
—¡Realmente inmenso! ¡Tu broma ha sido tan original, que ninguno de nosotros se dio cuenta de que nos estabas tomando el pelo con el mejor de los estilos!
Conrad Winters, sin decir nada, volvió a meterse el «chupa-chups» en la boca.
Edward Banks fue el primero en imitar a Barry Linder. Casi al momento, Vera Gabor y Joyce Pickens unían sus risas a las de sus primos.
Pronto se les saltaron las lágrimas a los tres. Dick Moore fue el único que no rió.
Miraba al viejo Conrad.
A lo más profundo de sus ojos.
Como tratando de llegar hasta su cerebro. Y creyó llegar.
No.
El viejo Conrad no les había gastado una broma. Lo del ajedrez iba en serio.
A Dick no le cupo la menor duda.
Joyce Pickens se levantó del sofá y se acercó a él, presa todavía de una tremenda hilaridad, al igual que Barry, Edward y Vera.
—¿Tú no te ríes, Dick? —preguntó, mientras se secaba los ojos con un pañuelito de seda que había sacado de entre sus senos, redondos y firmes.
—No, yo no me río —respondió Dick, sin apartar sus ojos del demacrado rostro del viejo Conrad.
—¿Qué pasa, no te ha hecho gracia la broma de tío Conrad?
—Me temo que no era una broma, Joyce.
Las palabras de Dick Moore hicieron que las carcajadas de Joyce, Vera, Edward y Barry arreciaran.
—¡Dick se lo ha creído, chicos! —exclamó Vera Gabor, dando pataditas en el suelo.
Era todo un espectáculo, pues cada vez que levantaba las rodillas, para lo de las pataditas, enseñaba hasta las amígdalas.
Pero nadie le miraba nada, todos estaban pendientes de Dick. Y como éste sólo tenía ojos para el viejo Conrad.
Edward Banks se acercó al anciano, los ojos empañados de lágrimas.
—¿Has oído, tío Conrad? ¡El estúpido de Dick sigue creyendo que lo de jugar contigo al ajedrez iba en serio!
Conrad Winters se quitó el «chupa-chups» de la boca.
—Dick está en lo cierto, Edward. Los estúpidos, en todo caso, sois vosotros — respondió.
Edward, Barry, Vera y Joyce enmudecieron en el acto, y sus rostros denotaron nuevamente estupor. Tras mirarse entre sí de forma interrogante, Barry balbució:
—No... no puedo creer que estés hablando en serio, tío Conrad...
—Pues estoy hablando muy en serio, te lo aseguro —contestó el enfermo—. Si no me ganas una partida de ajedrez, a mi muerte no verás ni un penique, Barry. Y lo mismo te digo a ti, Edward. Y a Vera. Y a Joyce. A Dick no hace falta que se lo diga, porque veo que lo entendió la primera vez que lo dije. Es el más inteligente de los cinco, no hay duda.
—Entendí lo que querías decir, tío Conrad, pero no alcanzo a comprender por qué — repuso Dick Moore.
—Es un capricho mío, Dick —explicó Conrad Winters—. Como ya he dicho antes, me encanta jugar al ajedrez, y es mi deseo que también vosotros conozcáis el juego del ajedrez. Pero que lo conozcáis a fondo, en profundidad. Es así como resulta verdaderamente apasionante. La satisfacción que se siente al dar jaque mate al contrario, si se ha logrado tras una larga y ardua batalla en el tablero, es inmensa, difícil de explicar. Hay que vivirlo para comprenderlo. Yo quiero que vosotros viváis esa maravillosa experiencia. ¡Pero ojo!, no penséis ni por un momento que voy a dejarme ganar, para que sintáis esa fantástica sensación de que os estoy hablando. Yo, como todo jugador de ajedrez que se precie, haré todo lo posible por ganar. Lucharé por el triunfo en cada partida, sea cual sea mi rival. Ni siquiera Vera y Joyce, pese a su condición femenina, gozarán de facilidades por mi parte. Se ha demostrado ya, de mil maneras distintas, que la mujer es tan inteligente como el hombre, y como en el juego de ajedrez se lucha con el cerebro, y no con los músculos, no puede haber ventaja para ellas.
—¡Pero es que yo no he jugado en mi vida al ajedrez, tío Conrad! —exclamó Vera Gabor, hondamente preocupada.
—Pues no tendrás más remedio que aprender, si quieres optar a tus trescientas mil libras —repuso el enfermo.
—¿Es... es fácil aprender, tío Conrad? —inquirió Joyce Pickens, tan preocupada como Vera Gabor, pues ella no sabía ni colocar las figuras en el tablero.
—Sí y no, depende de la inteligencia de cada cual —respondió el viejo Conrad—, Si eres una chica lista, y yo creo que tú y Vera de tontas no tenéis un pelo, aprenderás en unas pocas semanas —aseguró.
—¿Tú crees, tío Conrad? —repuso Joyce, más animada.
—¡Seguro! No tienes más que buscarte un buen jugador y practicar con él varias horas al día; cuantas más, mejor. Y el mismo consejo os doy a los demás —miró a Barry, Edward, Vera y Dick.
—¿De cuánto tiempo disponemos, tío Conrad? —preguntó Barry.
—¿Para qué?
—Para aprender a jugar al ajedrez. Conrad Winters se tironeó el lóbulo.
—Bueno, no demasiado, ésa es la verdad. Teniendo en cuenta mi delicado estado de salud, y que si yo muero sin haber sido derrotado por vosotros, no percibiréis la herencia, pues...
Barry Linder respingó con fuerza.
—¿Que no percibiremos la herencia? —aulló, casi.
—Ni una sola libra —respondió el anciano, serenamente.
—¿Y quién se quedaría con tu fortuna? —inquirió Edward Banks, pálido.
—Sería distribuida entre algunos centros dedicados exclusivamente a enseñar a los niños a jugar al ajedrez —informó Conrad Winters—. Con ese dinero podrían ampliar los locales y...
—¿Serías capaz, tío Conrad? —le interrumpió Vera Gabor, sintiendo que le flaqueaban sus perfectas rodillas.
—Que ninguno lo dude —sonrió el anciano, y le dio una chupadita al «chupa-chups». Hubo un silencio.
Barry Linder miró a Dick Moore.
—¿Tú no dices nada, Dick?
—¿Qué puedo decir?
—¿Apruebas la idea de tío Conrad?
—¿Qué importa que la apruebe o no? Es su dinero, y puede hacer con él lo que le venga en gana —observó Dick.
—Así es —asintió el viejo Conrad;
—¿Tú sabes jugar al ajedrez, Dick? —inquirió Edward Banks
—Un poco —respondió Moore—. Pero me temo que tendré que aprender mucho más, para tener alguna posibilidad de vencer a tío Conrad.
—Puedes apostar a que sí, Dick —sonrió de nuevo Conrad Winters.
—Mañana mismo voy a ir en busca del mejor jugador de ajedrez que exista en Londres
—anunció Moore.
—¡Así me gusta! —Aplaudió el enfermo—. El tiempo es oro para vosotros, muchachos. Debéis dedicar todo el que os sea posible a aprender y practicar el juego del ajedrez. Y, para que os sirva de mayor estímulo, os diré que esta casa será para el primero de vosotros que consiga derrotarme —reveló—. ¡Además de las trescientas mil libras, naturalmente! —aclaró, para que no hubiera dudas.
Sí que era un buen estímulo, no cabía duda, pues la casa de Conrad Winters, aunque antigua, estaba bien conservada y reciamente amueblada.
No. sería difícil obtener por ella cien mil libras. Puede que más.
El viejo Conrad tomó una campanilla dorada y la sacudió.
Unos segundos después, la puerta se abría y Richard, el mayordomo, entró en la biblioteca.
—¿Llamaba, el señor?
—Sí, Richard. Trae eso que tú sabes —indicó Conrad Winters.
—En seguida, señor.
El mayordomo salió de la biblioteca, regresando poco después cargado con cinco paquetes idénticos, los cuales depositó sobre un sillón.
—Gracias, Richard. Puedes retirarte —dijo el viejo Conrad.
El mayordomo salió nuevamente de la biblioteca, con paso ceremonioso. Dick, Barry, Edward, Vera y Joyce observaban los paquetes, con curiosidad.
—¿Qué contienen, tío Conrad? —inquirió la rubia Vera.
—Son cinco juegos de ajedrez. Y, en cada uno de los paquetes, hay también un libro que explica cómo se juega —reveló el anciano—. Los compré hoy mismo. Son para vosotros. Esta misma noche, si queréis, ya podéis empezar a practicar.
Los cinco herederos se dijeron que sí, que aquella misma noche empezarían a practicar el juego del ajedrez.
Cuanto antes se hallasen en condiciones de enfrentarse con algunas garantías de éxito al viejo Conrad, mucho mejor.
Lo que ninguno de ellos sospechaba es que antes tendrían que enfrentarse a un contrincante mucho más difícil de vencer que el viejo Conrad: la Muerte, que también jugaba al ajedrez.