Gastón Drut, médico de la empresa en donde trabajaba Brigitte Coster, contaba solamente treinta y un años de edad. Era un tipo alto, pues rozaba el metro ochenta, poseía una envidiable constitución física, tenía el pelo oscuro y rizado, y las facciones agradables.
Se encontraba en su despacho, examinando unas radiografías, cuando llamaron a la puerta. Gastón dejó las placas sobre su mesa y acudió a abrir.
—Buenos días, doctor Drut.
—Hola, Brigitte.
—¿Puedo pasar, o está ocupado en este momento?
—No, no tengo a nadie. Pasa, Brigitte.
—Gracias.
Brigitte Coster entró en el despacho.
Gastón cerró la puerta y observó a la joven.
—¿No te sientes bien, Brigitte?
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Pues, entre otras cosas porque, si no tuvieras algún problema con tu salud, no hubieses venido a verme — respondió Gastón, sonriendo.
Brigitte Coster sonrió también, aunque más levemente.
—Tiene usted razón, doctor Drut.
—Te encuentro un poco pálida.
—Sí, he perdido color.
—Y tienes ojeras.
—También me he dado cuenta.
—¿No duermes bien por las noches?
—Regular. Sufro pesadillas y me despierto varias veces.
—¿Algún problema durante el día?
—Sí, sufro mareos repentinos. Esta mañana, sin ir más lejos, me caí en redondo al salir de la ducha. Y no piense que resbalé.
—Sufriste un desvanecimiento, ¿eh?
—Exacto.
—Eso es más serio que lo de las pesadillas.
—Lo sé. Por eso he venido a verle, sin dejar de pasar un solo día más. Quiero que me examine, doctor Drut, y me diga qué es lo que me pasa.
—Trataré de averiguarlo, no te preocupes.
—Gracias.
—Entra ahí, quítate la ropa, y tiéndete en la mesa de exploraciones. Te haré un reconocimiento completo.
—Sí, doctor —sonrió ligeramente Brigitte, y pasó al otro lado de los bastidores que dividían el despacho médico.
Empezó a desnudarse.
—¿Te hiciste daño en la caída, Brigitte? —preguntó Gastón.
—No, tuve suerte. Sólo me di un ligero golpe en la cadera. Me la friccioné con alcohol, y apenas me duele.
—Me alegro.
Brigitte acabó de desvertirse, se tendió sobre la alargada mesa de exploraciones y se cubrió hasta el cuello con la sábana, dejando los brazos fuera.
Sabía que era una tontería cubrirse hasta tan arriba, pues, para poder reconocerla a fondo, el doctor Drut tendría forzosamente que retirar la sábana y la vería desnuda.
No sería tampoco la primera vez.
Cada seis meses, todos los empleados de la empresa tenían que someterse a un reconocimiento completo, así que el doctor Drut ya los había visto desnudos a todos, hombres y mujeres.
A pesar de ello, Brigitte no podía evitar el ponerse nerviosa.
Quizá se debía a que el doctor Drut era un hombre joven.
Y muy apuesto, además.
De haber sido un médico cincuentón y tirando a feo, ella no se hubiera puesto en absoluto nerviosa.
—¿Estás lista, Brigitte? —preguntó Gastón.
—Sí, doctor.
—Vamos allá.
Gastón pasó al otro lado de los bastidores, con el fonendoscopio colgado al cuello y el aparato de medir la tensión en las manos.
—Empezaré por tomarte la tensión.
—Muy bien.
—Levanta el brazo.
Brigitte lo hizo y Gastón le colocó el aparato.
Poco después, el médico decía:
—La tienes ligeramente baja.
—Quizá por eso tengo mareos.
—No creo. Es casi normal. La causa debe hallarse en otro sitio.
—Siga buscando, pues.
Gastón se colocó las patillas del fonendoscopio en los oídos e indicó: —Descúbrete el pecho, Brigitte. Voy a charlar un poco con tu corazón y tus pulmones.
La muchacha sonrió nerviosamente y se bajó la sábana hasta casi el ombligo, dejando al descubierto sus hermosos senos.
Gastón le aplicó el fonendoscopio justo debajo de la mama izquierda, que rozó involuntariamente con sus dedos.
—Te has estremecido, Brigitte.
—Es que la cajita del fonendoscopio está fría.
—¿Sabes lo que parece tu corazón?
—¿Qué?
—Un tambor.
—¿Y eso es grave, doctor Drut...?
—Oh, no, tranquilízate. Sólo indica que estás nerviosa.
—Es cierto. Nerviosa... y asustada.
—¿Por qué?
—Yo jamás había estado enferma, doctor Drut. Es la primera vez que tengo problemas físicos. Y tengo miedo, no puedo evitarlo.
—¿Qué significan esos arañazos, Brigitte?
—¿Qué arañazos?
—Los que tienes en los senos y sus alrededores.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Es la verdad, doctor. El lunes por la mañana, cuando me levanté de la cama, ya los tenía. Debí causármelos yo misma, supongo.
—¿Tú misma...?
—Mientras dormía. Recuerdo que esa noche no me puse el camisón. Y tuve las primeras pesadillas. Unas pesadillas horribles, doctor. Sin duda me agité en la cama, y como tengo las uñas bastante largas...
—Entiendo.
Gastón siguió auscultando a la muchacha.
Brigitte, cada vez que la mano del médico rozaba sus senos, acusaba el breve contacto; no podía evitarlo. Por suerte, el doctor Drut debía pensar que sus perceptibles estremecimientos se debían al frío contacto de la cajita del fonendoscopio.
Un par de minutos después, Gastón comunicaba: —Tus pulmones y tu corazón están perfectamente, Brigitte.
—Qué alegría.
—Puedes subirte la sábana.
Brigitte se cubrió el pecho.
Gastón preparó los estribos de la mesa de exploraciones y rogó: —Coloca las piernas aquí, Brigitte.
La joven enrojeció, adivinando que el doctor Drut iba a examinarla íntimamente.
Tampoco sería la primera vez, pero...
Brigitte se esforzó por disimular su nerviosismo e hizo lo que le indicaba el médico, que ya se estaba colocando unos guantes de goma, muy finos.
Gastón inició la exploración de los órganos internos de la muchacha, suave y hábilmente, para no causarle ningún daño.
A pesar de ello, fueron unos minutos muy difíciles para Brigitte, que veía aquella situación de un modo muy distinto a como la veía el doctor Drut.
Cuando el reconocimiento del aparato genital femenino concluyó, Gastón se irguió y dijo:
—Mis sospechas se han confirmado, Brigitte. Estás embarazada.