CAPITULO XI
Stuart Dehner y Buck Whorf se dirigieron primeramente al apartamento de Ellen Price, el cual inspeccionaron concienzudamente, aunque, no encontraron nada que les pudiera servir de pista para llegar hasta el asesino o los asesinos de la muchacha.
Si encontraron, en cambio, varias fotografías de Ellen, lo que les permitió conocer su cara y comprobar que Rowena Bailey no había exagerado al hablar de la belleza del rostro de Ellen Price.
Pelo negro y brillante, unos preciosos ojos verdes, boca realmente tentadora...
—Por una mujer así se puede perder la cabeza, sargento —comentó Stuart.
—Lo malo es que la cabeza la perdió ella, teniente.
Y aún no la hemos encontrado —recordó Whorf.
Dehner sonrió levemente.
—No haga chistes macabros, sargento.
—No era ésa mi intención, teniente —tosió Buck.
—Está bien, vámonos. Estas fotos nos ayudarán a seguir los pasos que dio Ellen Price la noche en que fue asesinada.
—Seguro.
—De momento, sin embargo, vamos a volver al depósito. El forense se disponía a practicarle la autopsia a Ellen Price, y me interesa conocer los resultados.
—A mí también —repuso Whorf.
* * *
El forense, efectivamente, le había practicado ya la autopsia a Ellen Price, pero aún no había podido hacer el informe correspondiente, por lo que el teniente Dehner y el sargento Whorf decidieron hablar con él personalmente.
—¿Puede adelantarnos algo, doctor? —preguntó Stuart.
—¿Qué quieren saber?
—Para empezar, el tiempo que lleva muerta la chica.
—Unas sesenta horas, aproximadamente.
—Es decir, dos días y medio.
—Exacto.
—Justo lo que nosotros pensábamos —habló el sargento Whorf.
Stuart preguntó:
—¿Fue forzada, doctor?
—No podría asegurarlo, porque no tiene lesiones internas ni señales exteriores que demuestren que fue poseída por la fuerza bruta. Sin embargo, es evidente que hizo el amor poco antes de que la mataran. Eso sí lo puedo afirmar, porque las pruebas son muy claras.
—¿Quiere decir que se dejó poseer voluntariamente? —inquirió Whorf, extrañado.
—No ofreció resistencia, desde luego. Porque no quiso, o porque no podía ofrecerla. En cualquier caso, el hombre la poseyó con delicadeza y no le causó el menor daño.
Dehner y Whorf intercambiaron una mirada.
Después, el primero preguntó:
—¿Con qué cree que la decapitaron, doctor?
—Con una guillotina.
Los dos policías respingaron a dúo.
—¿Con una guillotina, dice? —exclamó el sargento Whorf.
El forense asintió con la cabeza.
—Sólo la enorme cuchilla de una guillotina podría cortar una cabeza de una forma tan limpia. Con un hacha, por grande que fuera, no se podría conseguir. Y mucho menos con un cuchillo. Por eso afirmo que la decapitaron en una guillotina. Comprendo que les parezca raro, porque también a mí me lo parece, pero ésa es la realidad. Alguien en Boston posee una guillotina. Y con ella le cortó la cabeza a esa pobre chica, después de hacerle el amor.
* * *
Stuart Dehner y Buck Whorf habían abandonado ya el depósito de cadáveres, pero ambos seguían perplejos. Todavía no habían puesto el coche en marcha, y Stuart, sentado al volante, murmuró:
—Una guillotina...
—¿Quién diablos puede tener una guillotina en Boston, teniente?
—No tengo la menor idea, sargento. Pero tendremos que averiguarlo si queremos dar con el asesino de Ellen Price.
—Le hizo el amor y luego la decapitó. ¿Usted lo entiende?
—Debe tratarse de un loco. Un loco al que Ellen conoció casualmente esa noche. El tipo la llevó a su casa, y una vez allí...
—Sólo de pensarlo se me eriza el vello.
—Tenemos que dar con ese fanático de la guillotina, porque es posible que no la haya usado sólo con Ellen Price.
—¿Piensa que...? —se estremeció Whorf.
—Ojalá me equivoque, pero si le ha tomado gusto al manejo de esa siniestra máquina de ejecución pueden ser varias las personas decapitadas por él.
—¡Sería espantoso!
Stuart puso el motor de su coche en marcha.
—Tenemos que movernos, sargento. El loco de Boston puede estar planeando ya una nueva ejecución.
* * *
El teniente Dehner y el sargento Whorf dedicaron el resto del día a visitar los museos y las casas de antigüedades, confiando en que alguien pudiese hablarles de una guillotina.
Porque, evidentemente, el asesino de Ellen Price tenía que haber conseguido su guillotina en algún sitio, y ésos parecían los más indicados.
Cabía también la posibilidad de que el tipo hubiese adquirido su horrible máquina de ejecución en otra ciudad que no fuera Boston. Incluso podía haberla conseguido en el extranjero.
De ser así, naturalmente, la investigación se complicaría enormemente, porque si no averiguaban dónde había comprado el asesino su guillotina difícilmente podrían saber el nombre del tipo que la tenía en su poder.
Lamentablemente, en los museos y en las casas de antigüedades de Boston no pudieron darles la información que precisaban, pues no habían tenido nunca una guillotina, ni tenían noticias de que alguien en Boston tuviera una.
Desanimados, al llegar la noche interrumpieron la investigación, aunque pensaban reanudarla al día siguiente con muchas ganas, conscientes de lo peligroso que era que el asesino de Ellen Price continuara en libertad... y en disposición de hacer funcionar de nuevo su siniestra guillotina.
Stuart Dehner fue a ver a Rowena Bailey, para ponerla al corriente de todo.
Bueno, para eso, y porque deseaba verla de nuevo.
A la muchacha le alegró mucho su visita, y lo demostró poniéndose de puntillas y acercándole el rostro, para que él pudiera besarla.
—Acabo de mojarme los labios con whisky —dijo, con picara expresión.
—Qué bien —sonrió Stuart y la besó, al tiempo que la rodeaba con sus brazos y la estrechaba contra su pecho, percibiendo el calor y la dureza de los senos de Rowena.
Después, se miraron a los ojos.
—Lo del whisky no era cierto, teniente —confesó la joven.
—Ya me he dado cuenta.
—¿Desilusionado?
—Todo lo contrario. Tu whisky es muy bueno, pero el sabor natural de tus labios es aún mejor.
—Muchas gracias.
—No te importa que te tutee, ¿verdad?
—Lo prefiero.
—Tú puedes tutearme también.
—¿Tutear yo a todo un teniente de policía? ¡Jamás me atrevería!
—¿Ni aunque yo te lo pida?
Rowena movió graciosamente la cabeza.
—Lo más que puedo hacer, es llamarle por su nombre.
—Bueno, algo es algo —sonrió Dehner, y la besó de nuevo.
Luego, Rowena le cogió del brazo e indicó:
—Pasemos al living. Stuart. Estoy deseando saber cómo marcha la investigación.
Sentados ya en el sofá, Dehner puso al corriente a la muchacha.
Cuando oyó que Ellen Price había sido decapitada en una guillotina, Rowena Bailey tuvo un claro estremecimiento. Y volvió a estremecerse cuando Stuart añadió que tal vez
Ellen no fuera la única víctima del loco de Boston.
—Es horrible, Stuart —musitó.
—Te cuento todo esto para prevenirte, Rowena.
—¿Prevenirme?
—Ellen trabajaba en la misma oficina que tú y no creo que el asesino la abordara por casualidad. Pienso que ya la conocía, aunque ella no le conociese a él. Quiero decir que debía llevar algún tiempo siguiendo sus movimientos, para saber cuándo, cómo y dónde debía abordarla. Y si el tipo conocía a Ellen también debe conocerte a ti, puesto que salíais juntas de la oficina.
Rowena Baile tuvo una rápida contracción general, provocada por el pánico.
—¿Insinúa que puede ocurrirme lo mismo que a Ellen, Stuart? —exclamó, con ojos dilatados.
Dehner la abrazó.
—Puede, pero no te ocurrirá porque contarás con mi protección —garantizó.
—¿Seguro?
—Te doy mi palabra —respondió Stuart, quien seguidamente le dio también un largo y apretado beso.