CAPITULO VIII

 

 

Rowena Bailey no se había desmayado, pero la verdad es que estaba a punto de hacerlo.

Su palidez, el temblor de sus labios y su forma de mirar así parecían anunciarlo.

Stuart Dehner, dándose cuenta de ello, le apretó los hombros y preguntó:

—¿Se siente mal, Rowena?

—Si... —respondió la joven, con un hilo de voz.

—No debí decirle lo de los dedos.

—Tenía que hacerlo, teniente.

—Será mejor que subamos a su apartamento, Rowena.

—Sí.

Stuart salió del coche, ayudó a salir a la muchacha y le pasó el brazo por la cintura, diciendo:

—La sostendré, por si acaso.

—Gracias.

—Vamos, Rowena.

Echaron a andar y entraron en el edificio.

Como Rowena Bailey seguía llevando la blusa anudada debajo de los senos, debido a la ausencia total de botones, la mano de Stuart Dehner pudo tocar la desnuda cintura de la muchacha, lo cual le produjo una agradable sensación.

Y no sólo al policía.

Rowena sintió lo mismo.

No dijo nada, pero miró a los ojos a Stuart.

Este le sonrió suavemente.

—¿Se siente mejor, Rowena?

—Sí, un poco mejor, gracias.

—Lo celebro.

No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el apartamento de la muchacha. Un apartamento reducido, pero bonito, porque estaba decorado con buen gusto.

Stuart llevó a la joven hacia el sofá del living.

—Siéntese, Rowena.

—Gracias por ocuparse de mí, teniente Dehner.

—Lo hago con mucho gusto, se lo aseguro. ¿Le sirvo algo de beber, Rowena?

—¿Cree que me sentará bien?

—Sí, un trago la reanimará.

—Entonces beberé un poco de whisky.

—Se lo sirvo al instante.

—Sírvase usted también, teniente.

—Gracias, pero no puedo beber. Estoy de servicio.

—Oh, no había caído en eso.

Stuart, que ya se hallaba frente al mueble de las bebidas, tomó la botella de whisky, reparó la copa y regresó con ella junto a Rowena, sentándose también en el sofá.

—Beba, Rowena.

La muchacha se llevó la copa a los labios e ingirió un sorbo de licor.

—Eso le devolverá el color, ya verá —dijo Stuart.

Rowena lo miró y dijo:

—Insisto en ver el cadáver de esa mujer, teniente Dehner.

—Se desmayaría, Rowena.

—Haré de tripas corazón y lo soportaré, teniente.

—Ya sabe que no podrá identificarla por las uñas.

—No importa. Si esa mujer es Ellen Price, la reconoceré.

—¿Seguro?

—Sí, conozco bien algunos detalles de su anatomía.

—Está bien. Si cree poder soportarlo, por la mañana vendré a recogerla y la llevaré al depósito de cadáveres —accedió Stuart—. ¿A qué hora empieza a trabajar?

—A las nueve.

—Entonces, vendré por usted a las ocho.

—Beba un poco más, Rowena.

La joven obedeció.

Stuart alzó la mano y le acarició la mejilla izquierda.

—Le está volviendo el color.

—Es una lástima que usted no pueda beber conmigo, teniente. Es un whisky de calidad —aseguró Rowena.

—Sé cómo probarlo, sin infringir el reglamento.

—¿De veras?

—Mójese los labios con él.

—¿Que me moje los labios...?

—Sí, como si fuera a beber.

Rowena lo hizo.

Cuando retiró la copa de su boca, Stuart la besó.

A Rowena casi se le cae la copa de las manos, a causa de la sorpresa.

De la sorpresa... y de lo bien que besaba el teniente Dehner.

Cuando éste retiró su boca de la de ella, que fue casi dos minutos después, sonrió y dijo:

—Tenía usted razón, Rowena. Es un excelente whisky.

La muchacha sonrió también.

—El whisky será excelente, pero usted es un fresco, teniente Dehner.

—Sólo quería probar su whisky, Rowena.

—Ya.

—¿No me cree?

—Desde luego que no. Usted quería besarme, y lo de probar mi whisky le sirvió de excusa para hacerlo.

—¿Se ha molestado?

—No, en absoluto. Es usted un hombre muy interesante, teniente Dehner. Y sabe besar, no hay duda. ¿Ha practicado mucho?

—Bastante.

—Es soltero, ¿verdad?

—Sí.

—¿No le gusta el matrimonio?

—Claro que me gusta.

—¿Y cómo es que aún no se ha casado?

—Todavía no he encontrado mi media naranja.

—Eso puede ser otra excusa, como la de probar el whisky en mis labios.

—Es la verdad, Rowena. Pero, ya que hablamos otra vez de su whisky, le diré que me encantaría paladearlo de nuevo.

—En mis labios, ¿no?

—No puedo beber en la copa, ya sabe que me lo prohíbe el reglamento.

—Qué cara.

—Para cara, y bonita, la suya, Rowena —piropeó Stuart, tomando el rostro femenino con sus manos.

—Muchas gracias.

Stuart acercó su boca a la de ella, para besarla de nuevo.

Rowena le puso la mano en el pecho, frenándolo momentáneamente.

—¿No espera a que me moje los labios con el whisky, teniente?

—No, esta vez quiero saborearlos al natural —respondió el policía, y la besó.

Rowena se deshizo de la copa, pasó sus brazos por el cuello del teniente Dehner y le devolvió el beso, que duró aún más que el anterior.

Stuart había soltado el rostro de la muchacha y sus manos apretaban ahora su desnuda cintura, con ganas de ascender hacia su firme busto, aunque no lo hicieron.

No era oportuno, teniendo en cuenta que Rowena había vivido una experiencia muy desagradable aquella noche, y acariciarle los senos, aunque fuera suave y dulcemente, podría recordarle lo sucedido en aquel solitario bosque.

Stuart lo comprendió así, y se dijo que lo mejor era despedirse ya de la muchacha.

—Tengo que irme, Rowena.

—¿Tan pronto?

—El sargento Whorf estará interrogando a los tipos, y quiero echarle una mano.

—Comprendo.

—Hasta mañana, Rowena.

—Adiós, teniente Dehner. Y gracias por todo, besos incluidos.

Stuart la besó una vez más, aunque ahora con brevedad, y abandonó el apartamento de la joven.

 

* * *

Diana Osell volvió en sí.

Al levantar la cabeza, no vio a Sholto Goddard.

Había abandonado el sótano.

Quien sí continuaba en él era Jerome, el siniestro verdugo.

Diana no podía verlo porque se hallaba tras ella, pero sí podía ver reflejada en el suelo su gigantesca figura.

Su incómoda postura, arrodillada en el suelo, con la cabeza aprisionada en el cepo de la guillotina y las manos atadas a la espalda, hacía que le dolieran todos los huesos del cuerpo.

Lo peor, sin embargo, era el dolor que sentía en sus flageladas posaderas, porque había recibido no menos de veinte latigazos en ellas, y las tenía en carne viva.

Al intentar moverse el dolor se agudizó y Diana no pudo reprimir un gemido de sufrimiento.

—Será mejor que no te muevas —aconsejó el verdugo, con su voz de tuba.

Diana se mordió los labios.

—Jerome...

—¿Qué quieres?

—Deje caer la cuchilla.

—¿Tienes prisa por morir?

—Es la única manera de dejar de sufrir.

—Lo siento, no puedo complacerte.

—Sholto quiere mi cabeza, ¿no?

—Así es.

—Entonces, córtemela y entréguesela.

—Te la cortaré cuando él me lo ordene, pero no antes.

—Se lo suplico, Jerome.

—No insistas, sabes que no puedo hacerlo. Insultaste al señor Goddard, y él quiere vengarse. Fue un error, porque ahora no tiene prisa por decapitarte. Si no le hubieras dicho todo aquello ya habría acabado todo. Y sin latigazos.

—¿Qué más piensan hacerme, antes de decapitarme?

—No lo sé. El señor Goddard lo decidirá, cuando regrese. Mientras tanto...

Diana respingó ligeramente al sentir las manazas del verdugo en sus muslos.

—¿Qué está haciendo?

—Tocarte.

—¡No sea cerdo, Jerome!

El verdugo rió.

—Ya te he tocado cuando estabas desvanecida, ¿sabes?

—¡Puerco!

—Me gustaría poseerte, pero no puedo hacerlo sin la autorización del señor Goddard.

Diana tembló, sólo de pensarlo.

¡Ser poseída por el mastodonte de Jerome sería la más terrible de las torturas!

—¿Violó usted a las otras mujeres, Jerome? —preguntó, realmente aterrada.

—A algunas.

—¿Y Sholto?

—A todas.

—Dios mío... —gimió Diana.

Jerome rió de nuevo.

—No te asustes, el señor Goddard hace el amor con mucha delicadeza. Yo soy mucho más brusco, lo reconozco. Lo comprobarás si el señor Goddard me deja poseerte.

Diana sintió las enormes manos del verdugo en sus pechos.

—¡Deje de manosearme, asqueroso!

—¿No te gusta que te acaricien?

—¡Energúmenos como usted, no!

—¿Y cómo piensas evitarlo?

—¡Bestia repugnante!

Jerome iba a decir algo pero se interrumpió al ver aparecer a Sholto Goddard y se apresuró a retirar las manos del cuerpo desnudo de Diana Osell.

—La chica ha vuelto en sí, señor Goddard —informó.

—Ya lo veo, Jerome. Y me alegro, porque así podemos reanudar el castigo —sonrió

Sholto.