12

La voz aguda de Henriqueta Alves Neto, histéricamente excitada, llegaba hasta ellos atravesando las pesadas cortinas de terciopelo que separaban la sala de estar del despacho donde Costa Vale conversaba con Artur Carneiro Macedo da Rocha:

—Parecen comunistas... ¡Quieren quitarnos lo que tenemos!

—No te exaltes, Henriqueta. No nos van a quitar nada... —Era la voz de Marieta consolando a su amiga.

Costa Vale se pasó la mano por la calva:

—Imbéciles... —Sus palabras estaban cargadas de desprecio—. Aquí mismo, en este despacho, avisé a Alves Neto, y traté de hacerle ver la burrada que iba a hacer. Insistió, y ahora va a sufrir las consecuencias.

—Han ocupado el periódico, ahora es del Gobierno... —gritaba Henriqueta en la sala, cada vez más indignada—. Son comunistas...

Una carcajada divertida de hombre siguió a esta afirmación, alguien murmuraba:

—Esta sí que es buena...

También Artur Carneiro da Rocha se rió, en el despacho, de la calificación de comunista atribuida por Henriqueta al Gobierno de Getúlio:

—La pobre está desesperada. ¿Qué sabes de Tonico?

—Está bien. En una buena habitación, en el cuartel de la Policía Militar. A todo confort.

—¿Y el periódico?

—Bueno... Tengo algún dinero metido allí, unas acciones. Después tendremos que ver esto. Naturalmente va a tener otra dirección, durante algún tiempo. También, ¿quién le mandó a Tonico ponerse a armar revoluciones? ¿Recuerdas cuando volví de Europa? Ya estabais metidos en esa intriga. ¿Qué fue lo que te dije?

—Tenías razón. Salí a tiempo. Ahora Getúlio va a estar ahí por lo menos diez años. Más firme que una roca. Esta vez ha liquidado todo lo que quedaba de oposición: los integralistas y ese grupo de Tonico...

En la sala, Henriqueta insistía en su afirmación:

—No dejan de ser comunistas...

Costa Vale se inclinó en el sillón.

—Toda la oposición... No, Arturzinho, no es tan simple, por desgracia. ¿Has estado en el centro hoy por la tarde?

—¿En el centro? No, no he estado... ¿Por qué?

—Ha habido una gran manifestación obrera...

—¿De apoyo a Getúlio?

—Bueno, aparentemente. Contra el integralismo. Mucha gente, muchas pancartas, de vez en cuando un tipo echaba un discurso en una esquina. A primera vista todo parecía muy bien, llegué a pensar si no sería una cosa organizada por el Ministerio de Trabajo. Pero al prestar un poco de atención...

—Qué...

—Se veía la mano de los comunistas... Entre las pancartas contra el golpe había otras pidiendo libertad de huelga, de reunión, de imprenta... Y amnistía, y cosas así. Y la policía sin poder hacer nada, ¿comprendes? ¿Cómo atacar a los obreros que se manifiestan contra el intento de golpe?

—Son listos, esos comunistas...

—Es todo lo que ha logrado Tonico con esa estupidez del golpe... Abrir las puertas de la calle a los comunistas... Van a aprovechar estos días en que el Gobierno tiene prácticamente las manos atadas y no puede hacer nada contra ellos. Y esos integralistas idiotas, en vez de ayudar a Getúlio a liquidar a esa plaga, deciden asaltar el Palacio Guanabara... Imbéciles...

Artur Carneiro Macedo da Rocha, con la uña bien cuidada echó la ceniza del puro en el plato de cristal:

—Creía que habían terminado con ellos después de la huelga de Santos...

—¿Terminado con ellos? Esa gente crece como la mala hierba. Te voy a decir algo, Arturzinho, algo que no he dicho nunca a nadie...

Bajaba la voz, su pálido rostro se llenaba de preocupación mientras Artur acercaba la cabeza curioso.

—A veces tengo miedo...

—¿Miedo? ¿Tú?

—Sí, yo mismo. Parece imposible, ¿verdad? Pues bien, es la pura verdad. No podemos movernos sin notar la presencia de esos bandidos. Aparecen manifiestos en el banco, ¿quién sabe si muchos empleados no son comunistas? En la calle, las paredes están llenas de pintadas. En las fábricas los obreros son cada vez más arrogantes. E incluso esos muertos de hambre del valle, incluso ellos, ¡fíjate bien!, incendian un campamento de técnicos... Adondequiera que vayamos, allí están ellos, amenazando. Aunque no se quiera, hay que pensar en ellos.

Se calló por un momento, su rostro se ensombreció aún más:

—Hay que acabar con esa gente... Si no, no se puede vivir en paz, cuidar tranquilamente de los negocios. No se tiene un momento de sosiego. Es imposible.

Artur apagaba la colilla del puro, aplastándola contra el cristal del cenicero, meditabundo:

—A veces me pregunto, José, si no es una batalla perdida... si no será que el mundo va hacia el comunismo, queramos o no queramos. A veces pienso que es imposible evitarlo.

El pálido rostro del banquero volvía a animarse como si hubiese triunfado sobre el miedo, volvía a ser el hombre de voluntad inflexible:

—¿Por qué? Tu teoría es la de mantener los brazos cruzados. No, yo no lo creo así. Algunas veces les tengo miedo de verlos un día quitarme todo lo que he conquistado. Pero, por eso mismo creo exactamente lo contrario de lo que tú dices. Creo que podemos acabar con ellos y que debemos hacerlo cuanto antes.

—Tú mismo has dicho que crecen como la mala hierba...

—Es preciso arrancarla de raíz. No dejar un solo brote que pueda florecer de nuevo... Y las raíces de ese canalla están lejos de aquí, están en Rusia...

El ex-diputado hizo un gesto de duda, iba a hablar. Costa Vale no le dejó:

—Espera. No creas que hablo del oro de Moscú y de esas historias de la policía. Eso queda para los periódicos, no para nosotros. Cuando digo que las raíces de esa gente están en Rusia, lo que quiero decir es que la existencia de esa Rusia comunista es el mayor de todos los peligros: es su ejemplo, Arturzinho: les enseña que pueden hacer en todas partes lo que han hecho allí. ¿Entiendes?

Ante el gesto afirmativo del ex-diputado, continuó:

—Hay que acabar con la Rusia comunista. Acabar de una vez. Es lo que van a hacer Hitler y Mussolini. Por eso necesitan la ayuda de todos los gobiernos...

—Pero la cosa está ardiendo por lo de Checoslovaquia. Francia...

—Sácate eso de la cabeza. Si crees que Francia e Inglaterra van a ir a la guerra para defender a Checoslovaquia, es que no sabes nada de política internacional. Vamos hacia la unión de todos los países, incluso los Estados Unidos, alrededor de Hitler, para ir a la guerra contra Rusia. Y eso es tan cierto como que uno y uno son dos.

Se animaba, tendía el dedo afirmativo en dirección a Artur:

—Es lo mismo que tendríamos que hacer en política interna: todos unidos con Getúlio para acabar con esa plaga comunista. ¿Te das cuenta ahora de la tontería de Tonico? De él y de esos integralistas sin capacidad política, que no se dan cuenta de una cosa tan simple... ¿Quién ha ganado con ese golpe idiota? Los comunistas...

—Ellos y Getúlio... —añadió Artur.

—Y Getúlio, sí. Esto ha venido a reforzarlo. Pero también ha dado ánimos a los comunistas. Van a tratar de aprovechar este descanso, ya verás.

Se levantaba, se ponía de pie:

—He estado pensando todo el rato en eso, desde que he visto la manifestación en el centro de la ciudad. Mañana voy a Rio, tú vendrás conmigo...

—¿Contigo? ¿Para qué? No olvides que debo volver a Mato Grosso para el proceso de las tierras de la empresa.

—Deja eso a un lado, es causa ganada, no hay que perder tiempo con ella. Yo voy a Rio a hablar con el presidente. ¿Entiendes? Cuanto más tiempo dure esa agitación en torno a los integralistas y los armandistas, cuantos más detengan, cuanto más se hable de ellos como de enemigos del gobierno, mejor para los comunistas. Cuando el palo golpea al vecino, sus espaldas descansan, como dice el refrán... Hay que echar cuanto antes una losa sobre ese asunto, borrar del todo el asunto ese del golpe. Antes de que los comunistas ganen fuerza. Y concentrar la policía sobre ellos, acabar con ellos.

—Sea como sea, al menos los que fueron cogidos con las armas en la mano y los que estaban al frente de la conspiración deben ser detenidos. Si no, ¿qué iba a decir el pueblo..,? Sería demasiado. Y, por lo que dicen, cada integralista preso, lo primero que hace es abrir la boca y entregar a otros cincuenta... Corre el rumor de que hay mucha gente en ese lío: el jefe de la policía, generales, dicen que hasta ministros de Getúlio... Cada integralista preso vomita una lista de nombres a cual más importante.

—También he oído eso yo. Mucha gente va a salir del Gobierno. El gobernador de aquí es uno de ellos. Hombre del Dr. Armando. Otro, es el ministro de Justicia...

Lanzó una mirada de través al armandista que tenía enfrente:

—Tú deseas tanto ser ministro de Justicia... A lo mejor ha llegado la ocasión...

—¿Yo? ¿Ministro de Getúlio? Estás bromeando... Ni siquiera sé por qué no estoy en la cárcel...

—No estás porque yo te saqué a tiempo de esa conspiración de bobos. ¿Recuerdas? Y te dije entonces que tuvieras paciencia, no sería la falta de elecciones lo que te impediría ser ministro...

—Pero, José...

—¿Qué?

—Después de todo yo fui el jefe de propaganda de la candidatura de Armando Sales...

—¿Y qué? Getúlio va a necesitar el apoyo de los políticos de São Paulo que no se complicaron en el golpe. Nadie más indicado que tú para el Ministerio de Justicia. Eres un abogado conocido, un político con influencia, paulista desde hace cuatrocientos años. Eres lo que Getúlio necesita.

—Pero no es sólo eso...

—¿Hay algo más?

—Ya sabes... Después de todo, tengo ciertos compromisos morales.

—¿Con quién? ¿Con qué partido, si ya no hay partidos, con qué candidatura, si ya no hay candidaturas ni elecciones, con qué amigos si tu amigo soy yo?

—En el fondo tienes razón...

—Yo siempre tengo razón. Además si necesitas una buena explicación, no tienes más que decir que la Patria exige de ti ese sacrificio. Es lo que dicen todos cuando ocupan un puesto así...

—No deja de ser un sacrificio ser ministro de Getúlio en mis circunstancias... ¡Lo que van a decir de mí. Dios mío! Pero, como tú dices, me necesitan para conciliar las pasiones...

—Yo te necesito. Hay que llevar adelante la Empresa de Valle de Rio Salgado, tengo otros negocios en perspectiva. Y después, Arturzinho, hay que acabar con los comunistas. Mañana mismo voy a hablar con el presidente. Hay que echar tierra sobre la burrada de los integralistas y de los seguidores del Dr. Armando, terminar con el barullo organizado a su alrededor lo más rápidamente posible. Y echarles la mano encima, con fuerza, a los comunistas.

Respiró hondo; añadió:

—No me gusta temer a nadie ni a nada.

De la otra sala llegaba de nuevo la voz exaltada de Henriqueta Alves Neto:

—¡Aún aparecerá alguien que dé una leccióna ese bandido de Getúlio!

Costa Vale sonrió, se dirigió a Artur:

—Pasemos a la sala, vamos a consolar a la pobre Henriqueta. Vamos a decirle que aún no ha llegado el día del juicio final. Por ahora es sólo Getúlio, aún no son los comunistas.

Artur se levantó, se arregló la americana. Antes de atravesar las cortinas de terciopelo, el banquero murmuró, con la sonrisa muriendo en sus labios:

—Sueño con ellos, a veces, con esos miserables. Tengo horror a las pesadillas. ¡Hay que terminar de una vez con esos canallas!

13

Cícero D'Almeida detallaba las noticias y rumores oídos durante el día:

—El gobernador se larga. Sobre eso no hay duda. Incluso hay quien dice que está preso en palacio. Va a haber muchas dimisiones por aquí; hay armandistas en todas partes. También habrá una remodelación en el Ministerio. Parece ser que medio mundo estaba mezclado en la conspiración. Empezando por el ministro de Justicia y terminando por Saquila...

—Ese cretino... —comentó Carlos.

Era antes de la reunión del secretariado y escuchaban al escritor mientras esperaban a Zé Pedro. Cícero estaba de pie y hablaba, animado, transmitiendo informaciones y comentarios oídos en los medios políticos de la ciudad:

—Todos se echan la culpa unos a otros de un modo que ni os podéis imaginar. Los integralistas empezaron a entregar a los demás incluso antes de llegar a la comisaría, cuando iban de camino. Dicen que los mismos policías estaban indignados por tanta cobardía. Dicen que Plinio Salgado ha escrito una carta al Gobierno diciendo que no tiene nada que ver con el asunto. Por otro lado, los armandistas echan toda la culpa a los integralistas, dicen que precipitaron las cosas, que adelantaron la hora del golpe con intención de acaparar el gobierno para ellos dejando de lado a Armando Sales y los suyos... Es algo sórdido... Y unos arrastran a los otros, se entregan, lloran ante la policía, ¡un horror!

—Es la dignidad de las clases dominantes —se rió Carlos.

João preguntó:

—¿Y la manifestación de ayer? ¿Asististe?

Cícero la había visto pasar por las calles centrales. Había sido una gran cosa y, según contaban los periódicos de Rio de Janeiro, una enorme concentración obrera se reunió frente al Palacio de Catete gritando consignas anti-integralistas. El propio Getúlio se había visto obligado a hablar, y en su discurso había atacado al «extremismo de derecha».

—Creo que esta vez vamos a tener unos meses de calma, nos van a dejar tranquilos durante un tiempo. Quieran o no, tienen que ocuparse de los integralistas...

João hizo un gesto escéptico:

—¿Mucho tiempo? No creo que sea por mucho tiempo. Naturalmente en estos primeros momentos deben dar una satisfacción al pueblo. Pero no te asombres si echan tierra sobre todo esto rápidamente. Es una pelea entre amigos, y la reconciliación no va a tardar. No podemos hacernos ilusiones sólo porque Getúlio usó algunos adjetivos duros hablando de los integralistas. Y no olvides que él —¿leíste íntegro el discurso?— atacó a «todos los extremismos, de derecha y de izquierda», —lo que demuestra que no piensa hacer ninguna concesión democrática. Pero lo que sí es cierto es que debemos aprovechar estos días de confusión para conquistar la calle, para exigir medidas democráticas y el castigo de los fascistas. Pero, sin hacernos ilusiones...

Carlos explicaba:

—Hoy me he encontrado a algunos compañeros que han llegado a decirme que ahora hay que apoyar a Getúlio, que no tiene otro camino más que una alianza con nosotros. Nuestra posición debe quedar muy clara para que toda la masa la comprenda y así podamos obtener algunos resultados concretos: contra el golpe y contra el Estado Novo. Algunos camaradas confunden nuestra posición contra el golpe con el apoyo a Getúlio. Yo tampoco creo que vayan a olvidarse de nosotros por mucho tiempo. Tenemos que trabajar deprisa, antes de que se vuelvan otra vez contra nosotros.

Sonó el timbre de la puerta. Entró Zé Pedro, dio la mano al escritor, saludó a los otros con un gesto:

—Han cogido a gente de Saquila. Estaban metidos en el golpe. Un compañero me ha contado que era Camaleão quien conducía a la policía de casa en casa.

—¿Y Heitor? ¿Ha sido detenido también? —preguntó João.

—Parece ser que no está por aquí... —Menos mal... ¿Y Saquila?

Cícero se adelantó:

—Ha huido. Se escondió en casa de un amigo y me parece que se lo han llevado por la mañana al interior. Lo sé porque vinieron a pedirme dinero.

—¿Y se lo has dado?

—¿Qué podía hacer? Después de todo no podía dejar que le detuvieran por falta de unos cuantos mil reis... Saquila, a pesar de sus tonterías, no es mal tipo.

—Son una banda de idiotas jugando a policías y ladrones...

—De todos modos —defendió Cícero— no podéis poner a Saquila en el mismo plano que Camaleão o Heitor. Él está equivocado, no lo discuto, estoy completamente de acuerdo. Pero es un tipo honesto.

—Es el peor de todos —dijo João—. Peor que Camaleão, peor que Heitor. Para mí no hay diferencia alguna entre ellos. Es increíble hasta qué punto un hombre inteligente como tú puede ser al mismo tiempo ingenuo. ¡Creer en la honestidad de Saquila! ¡Es peor que los otros!... Y más peligroso, porque no es tan estúpido como Camaleão, a quien desenmascara su estupidez, o como Heitor. El peligro que Saquila representa no es sólo la simple denuncia a la policía o el entrar a saco en el dinero del Partido, Saquila puede engañar a gente como tú. Con esa máscara de honestidad, puede hacer un trabajo más sutil contra el Partido. Y al engañaros, puede causarnos un perjuicio mucho mayor que gente como Heitor o Camaleão. Él, en el fondo, está tan podrido como los otros, está vendido al enemigo igual que los otros, pero como es más inteligente que ellos, le reservan una tarea más delicada: ganar a la gente sana del Partido, dividir al Partido, alimentar grupúsculos, hacer campaña contra el Partido. La policía no necesita sólo traidores y soplones notorios. Necesita aún más a traidores enmascarados como Saquila. Es el peor de todos, el más peligroso.

—Exageras... Ni la burguesía es tan sutil, tan inteligente, ni Saquila es un monstruo...

—Vamos a los hechos: ¿estaba o no estaba liado con Alves Neto, con los integralistas? ¿De dónde salieron las octavillas y los manifiestos que difundió, de qué imprenta? ¿Con qué dinero hizo todo eso? ¿No era uña y carne con Heitor y con Camaleão, no estaban todos a una echando pestes contra nosotros? ¿Cuál es la diferencia?

—Bueno... No dejas de tener razón en cierto modo. Pero lo que yo quería decir es que él no es un soplón, ni un ladrón tampoco...

—Hay tipos aún más miserables que los soplones y los ladrones, mucho más miserables...

—La verdad —Zé Pedro sacó sus conclusiones de la discusión— es que tú, Cícero, militante del Partido, y, más que eso todavía, conocido como comunista, no puedes mantener relaciones personales con Saquila. El simple hecho de confraternizar con él, de hablar con él, de que te vean en su compañía, de ayudarle con dinero, es bastante para darle prestigio, para ayudarle en su labor contra el Partido. Tienes que romper con él.

—¿Es una decisión? —preguntó Cícero, un poco picado en su vanidad por las palabras del dirigente.

—Si quieres saber si es una decisión orgánica, te responderé que no, que no se ha tomado ninguna decisión orgánica en este sentido. Sólo te digo que es una decisión que tú mismo debes tomar. Es tu conciencia de comunista la que debe dictártela.

Cícero se mantuvo callado. Carlos le miraba con una media sonrisa. Se levantó y se acercó a él:

—Amigo, no te enfades. Zé Pedro no ha tenido intención de darte una lección. Pero lo que ha dicho, es verdad. Sólo tu amor propio te impide reconocerlo. Pero te aseguro que mañana mismo tú nos vas a dar la razón, ya verás, cuando hayas pensado sobre el caso...

—Bien. Puede que tengáis razón... —Habló Cícero, ya menos molesto— Eso de la honestidad es cosa relativa. En cuanto a mí, Saquila no es precisamente un amigo íntimo... No tengo ningún interés especial en seguir relacionándome con él...

Zé Pedro sonrió:

—Bueno, vamos a trabajar.

Le tendió la mano a Cícero, a quien había llamado para tratar cierto asunto. El escritor se retiró. João comentó tras su partida:

—¡Qué difícil es para un hombre como Cícero llegar a adquirir el espíritu del Partido...!

Pero Zé Pedro golpeaba ya impaciente con el lápiz en la mesa:

—Vamos a empezar, camaradas...

14

Es como si todo lo que antes había sufrido no significara nada, como si sólo ahora empezara el verdadero sufrimiento. Desarbolada, como un barco golpeado en un mar en tempestad, al albur de los vientos y las olas, Manuela atraviesa las calles de São Paulo camino del apartamento de la familia. Su cuerpo se estremece de frío, un calor de fiebre le sube al rostro, y ella camina sin ver ni oír ni el movimiento intenso de las calles comerciales, ni los galanteos que levanta a su paso. Una visión de sus ojos, una voz resonando dulce a sus oídos: la imagen de un niño pequeño, los brazos tendidos hacia ella, balbuceando «mamá». Su hijo, tan esperado.

—¡Esa criatura no debe, no puede nacer! —dijo Paulo a gritos, descompuesto y agitado como jamás ella lo había visto.

La víspera aún había podido soportar los ojos de curiosidad de tía Ernestina, unos ojos que parecían adivinarlo todo, unos ojos que la acusaban, que la insultaban, que se reían de ella. Por la noche, la solterona se había puesto a rezar ante sus imágenes de santos, golpeándose el pecho con las manos resecas, como en penitencia por vivir bajo el mismo techo con aquella «perdida». Manuela debería permanecer en el mismo cuarto que la tía, y se cubrió la cara con las sábanas para huir de las miradas y las oraciones, de la condena sin remisión que salía de aquella figura erecta e inhumana de vieja puritana.

Aquella noche había soñado con el hijo. No recién nacido, sino empezando ya a andar y caminando por las bordaduras de un campo en flores, un niño encantador, de faz rosada, pelo ensortijado, inocente sonrisa. Agitando las manos gordezuelas hacia las mariposas multicolores, extasiado al descubrir la belleza de las flores, asombrado ante un insecto color esmeralda. De súbito, tía Ernestina apareció, con su macerada figura de bruja, sus ojos inyectados de pudibundo horror, sus manos de castigo. El niño intentaba huir con pasos vacilantes. Buscaba, con los brazos tendidos y un grito suplicante, el regazo protector de Manuela, la seguridad de los brazos maternales. Pero no la alcanzaba nunca. La distancia entre los dos no disminuía, y una fuerza extraña sujetaba a Manuela contra el suelo impidiéndole acudir en socorro de su hijo. El niño llamaba, con un llanto perdido, corriendo hacia ella, cayendo a cada paso, y la sombra de tía Ernestina se extendía vengadora y asesina sobre el pequeñuelo. Manuela se arrojaba al suelo, con las manos cruzadas en una súplica ante la tía furiosa, intentando convencerle y apaciguarle:

—El pobrecito no tiene culpa de nada, la culpa es sólo mía. ¿Por qué matarle? ¡No lo mates, por amor de Dios!

Tía Ernestina abría la boca implacable, llena de imprecaciones:

—Es hijo del pecado. Es la deshonra de la familia.

Y se acercaba para matarle, para lavar así el honor familiar, para liberarle de aquel ser sin padre ante la ley. Manuela la veía marchar y una fuerza sobrehumana la retenía imposibilitándole cualquier movimiento, mientras el chiquillo lloroso intentaba escapar, llegar hasta ella, acogerse a su regazo maternal.

Manuela despertó envuelta en sudor. Pero, apenas se adormecía otra vez, la pesadilla horrible volvía a empezar, el castigo de muerte dictado contra el pequeño, y ella sin poder acudir en su ayuda, sujeta al suelo, mientras tía Ernestina tendía sus garras hacia la criatura de ensortijados cabellos de oro. Un grito atravesó los campos.

Había salido por la mañana, muy temprano aún, diciendo que iba a ver a Lucas en el hotel donde el hermano se alojaba ahora. La verdad es que sólo quería verse lejos del apartamento sofocante, de la egoísta incomprensión de los viejos abuelos, de las preguntas idiotas del cuñado que deseaba saber novedades de Rio de Janeiro, de la mirada acusadora de tía Ernestina. Era muy temprano para ir en busca de Paulo, que no solía levantarse antes de las nueve. Tampoco deseaba hablar con Lucas hasta haberlo decidido todo con Paulo, antes de haberlo convencido. Anduvo por las calles, al azar, dejando que el frío de la mañana le limpiara de las visiones de la noche, de aquel mal sueño que aún le perseguía con sus recuerdos pavorosos. Intentaba imaginar cómo transcurriría la escena con Paulo. Iba a ser desagradable y difícil, pero ¿qué otro remedio tenía, qué otra cosa podía hacer para proteger a su hijo, para darle un nombre, para que sobre él no pesara su culpa? La pesadilla de la noche pasada tenía una significación muy concreta: sobre su hijo iba a pesar, durante toda su vida, la vergüenza de los bastardos, de los hijos ilegítimos. Bastaba esa palabra para producirle escalofríos, para reforzar su decisión de ir a hablar con Paulo. ¿Cuántas veces, de niña, había recibido represiones y castigos por haber jugado con un pequeñín que vivía unas casas más allá de la suya? Sólo años después había comprendido el porqué de la prohibición: aquel chiquillo era hijo de los amores de una joven costurera con el gerente de una gran casa comercial, era un hijo sin padre legal.

Buscó a Paulo, en Rio, primero por teléfono, en casa de Artur. Pero nadie respondía a las llamadas. Fue después al Ministerio y allí le dijeron que Paulo estaba de permiso, para cuidar su salud, que había ido a São Paulo. Shopel, a quien encontró casualmente por la calle, le había explicado —sin necesidad de que ella le preguntara nada— que Paulo había ido a disponer los últimos detalles para el anuncio oficial de su noviazgo con Rosinha da Torre. Una gran fiesta para la que estaban ya todos los figurones preparando sus smokings y sus toilettes, una fiesta que iba a señalar el acontecimiento. De aquella fiesta, le había dicho el poeta, era de lo único que se hablaba ahora en los círculos de la vida social más brillante, y el acontecimiento había relegado a un segundo plano los comentarios sobre el reciente y fracasado golpe de Estado. Manuela decidió ir a São Paulo inmediatamente. Se disculpó, en el Casino, diciendo que estaba enferma, que necesitaba unos días de reposo. Estaba dispuesta a romper el contrato si le negaban la licencia, pero la obtuvo inmediatamente, sin dificultad.

Al llegar, había telefoneado a Paulo, pero no le encontró. Un criado le dijo que el joven estaba cenando en casa de la Comendadora y que no sabía a qué hora iba a volver. Lo mejor sería ir a verle de mañana, en cuanto despertara. ¿Cómo iba a recibirla? ¿Qué iba a decir cuando le revelara su estado?

Manuela no siente la menor alegría ante la inmediata visita. No guardaba rencor hacia Paulo, ni odio. Peor aún, le había quedado sólo desprecio, asco por el muchacho, por su naturaleza fría y calculadora, incluso por su aspecto físico: aquel rostro escéptico y aburrido de aristócrata que un día la había enamorado le parecía ahora repugnante y vicioso. Hubo un tiempo en que todo lo que ella ansiaba era casarse con Paulo, tenerle para siempre. Hoy, ese casamiento indispensable debido al hijo que va a nacer, será para ella un sacrificio inmenso. La perspectiva de vivir en compañía de Paulo, sin amarle, y sintiendo por él repugnancia y desprecio, la deja amarga y triste. ¿Pero qué hacer? Se dedicará al hijo. Encontrará en él la compensación para la vida de aflicción que la aguarda.

En ningún momento concibió Manuela la idea de que Paulo podría negarse al casamiento. Los sentimientos familiares eran en ella tan poderosos que ni siquiera podía imaginar una negativa. Era soltero. El noviazgo con Rosinha ni siquiera era aún oficial. Y un hijo suyo crecía en el vientre de Manuela, un hijo suyo iba a nacer, y ante aquello no contaban ya los propios sentimientos, ni el amor, ni el desprecio, ni la repugnancia ni el hastío. Es verdad que Paulo le había engañado una vez, que le había prometido que se casaría con ella para poseerla, y que luego le había dejado, riéndose de sus sentimientos humillados.

Pero, en el medio donde él vivía, en aquella alta sociedad, existía una concepción de la honra distinta de la del medio donde Manuela había nacido y se había educado. Ciertas cosas que eran sagradas para la familia pequeño-burguesa y religiosa, resultaban antiguallas ridículas para Paulo y la gente que le rodeaba, y que también rodeaba ahora a Manuela. Pero un hijo era distinto... El niño anunciado venía a dar nueva gravedad al caso, venía a modificar por completo los datos del problema. Ya no se trataba de la simple aventura de una muchacha ingenua que se dejaba seducir por un supuesto príncipe encantado: era la vida toda de un ser, fruto de aquel engaño, lo que estaba ahora en juego.

Jamás pensó que Paulo se negara al casamiento. Eran otros los problemas que la preocupaban cuando iba rumbo a la casa de Artur Carneiro Macedo da Rocha: ¿vivirían juntos después de casados, o iría cada uno por su lado, continuando él su carrera diplomática, dedicada ella a la danza? ¿Exigiría él que Manuela abandonara la carrera artística, el escenario? ¿No le había dicho más de una vez, cuando aún le prometía casarse con ella, que era imposible conciliar su profesión con la condición de esposa de Paulo Carneiro Macedo da Rocha, de ilustre familia paulista? ¿Cómo explicárselo todo a Lucas? ¿Dónde vivir, ya que no iba a poder continuar trabajando cuando la gravidez se hiciera patente? Pero todo aquello importaba poco. Sólo el hijo importaba. Librarle del desprecio y de la persecución de tía Ernestina, de toda la sociedad. Manuela reafirma su decisión al llamar al timbre de la casa aquella, donde tantas veces había estado en los primeros y alegres tiempos de su relación con Paulo.

Esperó en una sala en penumbra. Se acordaba de ella: allí guardaba Paulo sus libros y allí recibía a las personas cuya presencia deseaba pasara inadvertida a su padre. Paulo apareció minutos después. Ni siquiera se había preocupado de vestirse; sólo se había puesto un batín sobre el pijama. Cierta curiosidad brincaba en sus ojos: ¿qué querría Manuela? Seguro, pensaba, que venía arrepentida y sedienta de amor para renovar las íntimas relaciones anteriores. Más de una vez le había ocurrido eso, ni siquiera tenía el sabor de la novedad. En fin, era una hermosa mujer para disfrutarla de vez en cuando... El aire grave de Manuela le sorprendió, pero no le impidió un galanteo risueño a la manera de Shopel:

—¿Cómo va esa hermosura sin igual? —le tendió la mano, indeciso entre besar o no a su ex-amada.

—Tengo que hablar contigo de un asunto muy serio. Más serio no podría ser...

Él se sentó a su lado, frunciendo el entrecejo:

—Estoy a tus órdenes...

Después fue todo rápido y brutal. Él se echó a reír, con una risa humillante de escarnio, cuando ella, tras haberle comunicado su estado, le dijo que nada podían hacer sino casarse lo más rápidamente posible para legalizar la situación del hijo que iba a venir.

—No se te va de la cabeza esa manía del casamiento. Nunca vi tanta obstinación. ¿Cuánto tiempo tardaste en inventar esa historia?

Ella se quedó atónita, sin saber qué decir. Cuando consiguió hablar, lo hizo con voz tan alterada, tan desconcertada, que Paulo dejó de reír para escucharla:

—¿Crees que es una mentira mía? ¿Que es una invención? ¿Crees que deseo casarme contigo? No hay nada en el mundo que desee menos. Para mí sería el infierno en vida. Es por el niño, sólo por él por lo que he venido hasta aquí y acepto casarme contigo.

Paulo encendió un pitillo. Había perdido su aire irónico:

—¿Realmente estás en estado? Qué fastidio...

—No tenemos por qué vivir juntos. Cada uno puede ir por su lado. No te necesito ni siquiera para vivir. Puedo ganar para mí y para él... Pero el niño no puede..., no puede nacer sin padre...

—Ese niño no ha de nacer...

—¿Cómo?

—Si lo que te preocupa es eso, querida, entonces todo es mucho más simple de lo que había pensado. Realmente, creí que estabas representando una comedia para obligarme a casarme contigo. Como es tan ingenua, pensaba...

—¿Y qué dices? —había una punta de esperanza en su voz. La frase que Paulo había dejado cortada... ¿Sería que él, ante la realidad, habiendo comprobado que no era una invención de ella decidía casarse?

—Es muy sencillo, hija mía... Hay médicos que viven sólo de eso...

—¿De qué? No comprendo.

—¿Serás aún más infeliz de lo que pienso? ¿De qué ha de ser? Si nacieran todos los críos que se hacen, no habría lugar en el mundo en donde meterles. Conozco a un médico que es especialista en eso. Con dos o tres días en el hospital, caso resuelto... Yo lo pago todo.

—¿Qué quieres decir?

—Que vas a abortar.

—¿Qué?

Paulo empezó a darle explicaciones, pero ella le interrumpió con un grito indignado:

—¡Cállate! Si crees que voy a hacer eso que estás diciendo, que voy a matar a mi hijo, es que no me conoces. Antes, preferiría matarme yo.

Y todo se convirtió de repente en una confusión de gritos e improperios. Paulo había perdido la calma y la insultaba en los términos más rastreros. Ella amenazaba con suicidarse dejando una carta donde lo explicaba todo. Paulo procuraba contenerse ante esta amenaza: ¡menudo escándalo se iba a armar! Significaría el final de su noviazgo con Rosinha da Torre, y prácticamente el fin de su carrera de diplomático. ¡Adiós a los millones de la Comendadora, adiós puesto en París si la encontraban muerta y, a su lado, el relato de la historia...! Veía ya los enormes titulares en los periódicos.

—Calma, Manuela. Nos estamos portando como dos idiotas. Hemos perdido la cabeza. Vamos a ver si nos entendemos...

—Degenerado...

—Guarda los adjetivos para después. Ahora, vamos a hablar sin gritos. Por mi parte, te pido disculpas por lo que he dicho...

Manuela se calló. Las lágrimas empezaron a dominarla. Paulo aprovechó la oportunidad para hablar. Tenía que convencerla: juró que la amaba, le habló de remordimientos, le pidió que se compadeciera de él: el nacimiento de aquel niño iba a acabar con su futuro. Y también con el de ella. Iba a tener que apartarse del escenario durante un tiempo, y luego no le iba a ser fácil volver, y, con un hijo en brazos, complicaría toda su vida. Él, Paulo, estaba dispuesto no sólo a cargar con los gastos del médico y del hospital, sino también a darle una importante compensación económica por las molestias que iban a resultar del caso...

Manuela se puso en pie:

—Eres inmundo...

Iba a salir, pero él la cogió del brazo, violento, con el rostro descompuesto. Manuela llegó a pensar que iba a abofetearla.

—¡Esa criatura no ha de nacer!

—Nacerá. Y veo que es mejor que no lleve tu nombre. Es mejor no tener padre que tenerte como padre a ti.

Salió, y el aire frío de la calle le impidió caer ante la puerta. Estaba aturdida, las casas parecían danzar a su alrededor. El criado que la había acompañado hasta la puerta, al verla así le preguntó:

—¿Se encuentra mal?

No respondió siquiera. Trató de irse. Más adelante se dejó caer en un taxi y le dio al conductor la dirección del hotel de Lucas. Ahora se sentía aún más ligada al niño por nacer, después de aquella horrible propuesta de Paulo. Ella iba a ser su padre y su madre, no mataría a su hijo ni se mataría, y si era necesario, lo abandonaría todo para vivir para él. Iría a fregar suelos o a lavar platos, pero tendría a su hijo, y de él le vendrían el consuelo y la alegría. Lucas la comprendería, le daría su apoyo, perdonaría su falta y protegería a aquel sobrino sin padre como había protegido a los huérfanos de la otra hermana.

Lucas iba a salir cuando Manuela entró en la habitación.

—¿Tú por aquí? ¿Cuándo has llegado?

Pero pronto se dio cuenta de la inquietud de Manuela, vio las lágrimas que brotaban de sus ojos, la palidez del rostro:

—¿Qué tienes? ¿Qué te ha ocurrido?

—Lucas, estoy perdida, hermano mío...

Él la amparó en sus fuertes brazos, la condujo a una silla, fue a buscar un vaso de agua:

—Bebe...

Las manos de la muchacha temblaban al sostener el vaso. Lucas comprendió que era imposible evitar esta vez la temida confesión, aquellas confidencias de la hermana seducida que él había conseguido aplazar y que iban a amargarle, estaba convencido. Y todo eso ¿para qué, si él no podía arreglar nada, si no podía obligar a Paulo a casarse con ella? Le dolía lo ocurrido a su hermana, pero en su nueva vida él había perdido ya aquellos prejuicios que conservaba Manuela. Resolvió abreviar la escena:

—Paulo ¿no? Ha abusado de ti... Hace tiempo que lo adiviné —se sentó a su lado, le limpió las lágrimas con un pañuelo—. No le des demasiada importancia. Hemos sido educados en un ambiente anticuado, en el que ciertas cosas tenían una importancia fundamental, pero en el fondo, eso no es tan grave... Un día u otro aparecerá alguien que se casará contigo sin dar la menor importancia a lo que ha sucedido. Ya verás...

—Si fuera sólo eso...

—¿Qué más puede ser?

—Estoy encinta. Cuando rompimos, yo aún no lo sabía. Lo descubrí luego...

—¿Encinta? —Lucas bajó la voz.

—No pude decírtelo antes. No tuve valor. Pensé que ante esto, Paulo se casaría conmigo. Por eso vine a São Paulo, para verle.

—¿Lo fuiste a buscar?

—Vengo ahora de su casa, Lucas... —Y nuevamente el llanto la dominaba. Escondió la cabeza en el pecho del hermano.

—Cuéntame...

—En vez de casarse conmigo lo que me ha propuesto es que aborte. Dios mío...

Durante un momento se oyeron sólo sus sollozos. Lucas cerró los puños. Un día le daría una lección a aquel Paulo, aplastaría su cara de señorito. No podía hacerlo ahora, no podía estropear, con un impulso incontrolado, todo el mundo de negocios que tenía planeado. Pero un día... Ahora no podía hacerlo, no podía tampoco dejar que Manuela tuviera aquel hijo. No era sólo a Paulo a quien amenazaba la existencia de aquel hijo ilegítimo, aquel escándalo de Manuela, al traer al mundo un hijo sin estar casada. También sobre él, Lucas, sobre su iniciada carrera comercial, prometedora pero aún supeditada a mil cosas diversas, aquella noticia pesaba como un obstáculo que había que superar cuanto antes.

—¿Qué piensas hacer? De nada sirve llorar, eso no resuelve nada.

Ella contuvo las lágrimas. Preguntó:

—¿Me perdonas?

—Pequeña tonta. Hiciste una estupidez. Y lo peor van a ser las consecuencias...

—Lo sé. Voy a tener que dejar el trabajo y las clases de danza... No sé si luego podré empezar de nuevo...

—Pero ¿piensas tener el niño?

Le miró asustada. ¿Qué otra cosa podía hacer, a no ser matarse? La alegría del hijo compensaba el dolor de una vida difícil, compensaba incluso el dolor de abandonar la danza. Lucas bajó los ojos.

—También yo creo que es mejor que abortes.

—¿Tú también?

Él la cogió de las manos, su voz salía con dificultad, le faltaban las palabras, no quería herirla, pero tenía que convencerla, costara lo que costara.

—¿Qué quieres? No puedes tener ese niño. Ya fue una estupidez que fueras la amante de Paulo, pero, en fin... Un hijo ya es otra cosa... Lo va a complicar todo...

Manuela movió la cabeza:

—No, Lucas, no comprendes. Es mi hijo ¿sabes? Mi hijo... ¿Cómo voy a matarle?

—Aún no es un ser, Manuela. Ni siquiera está formado...

—Tú eres un hombre. Sólo una mujer puede comprender lo que siento desde que sé que existe. Para mí es ya mi hijo, es como si hubiera nacido. Hacer lo que tú quieres es peor que matarme.

Creció entre ellos un silencio insoportable. Y, cuando esperaba que el hermano le dijera que comprendía y que estaba dispuesto a ayudarla, Lucas murmuró:

—Debes hacerlo por mí. Estoy comenzando la vida, Manuela. Tengo un enorme futuro ante mí. Esa decisión tuya puede hundirlo todo. ¿Comprendes?

Y continuó exponiendo sus razones, con voz casi humilde, casi llorosa:

—Estoy en tus manos. Tienes que ser una buena hermana...

La mirada de Manuela estaba perdida, veía al niño ahora, oía su voz. Lucas la cogió por la barbilla, le volvió la cabeza hacia su lado.

—Un día te casarás y tendrás hijos. No es tan terrible. Decenas de mujeres lo hacen. Es necesario, Manuela, por mí...

Ella le miraba con ojos sin expresión, como los de una loca. Lucas suspiró. Era difícil, muy difícil.

—Hazlo por mí —le pidió— Dime que sí...

—Sí...

Él la besó en la frente:

—Eres una buena hermana. Buscaré un médico. Hay muchos que viven de eso. La clientela es grande... —decía como consolándola—. Vuelve a casa y espérame allá. Esta tarde te voy a ver. Y no le digas nada de eso a nadie.

Se separaron en la calle. Manuela no había pronunciado ninguna palabra más. Seguía sola, desarbolada, con una visión ante los ojos, una voz resonando dulcemente a sus oídos, la imagen de un niño pequeñito, con los brazos extendidos hacia ella, una voz infantil balbuceando «mamá», su hijo, tan esperado.

15

Fue en el hospital donde Mariana conoció a Manuela, una tarde, cuando el médico le permitió dar unos pasos por el corredor y ella la vio, en el cuarto de al lado, sentada en una silla. Era la muchacha de quien la enfermera le había hablado aquella mañana:

—Una chica hermosísima, pero tan triste... Es una artista. Vi su retrato en una revista, vestida con unas plumas de ave. Es bailarina. Pero tan triste... Nunca vi una tristeza igual...

Sentada en una silla, el hermoso rostro de grabado antiguo envuelto en una tristeza infinita. Tan bello y tan triste que conmovió el bondadoso corazón de Mariana induciéndole a detenerse en la puerta del cuarto para dirigirle la palabra, para trabar con ella una conversación de banalidad cordial que se prolongó porque la muchacha, tras haberle invitado a entrar y sentarse, no le quiso dejar marchar, como si tuviera miedo de quedarse a solas con sus pensamientos. Hablaron un poco de todo, del frío invierno que empezaba, de la carestía de la vida, cada vez más difícil, de las películas. Mariana aventuró incluso unas frases sobre la cobardía de los integralistas detenidos a causa de la tentativa de golpe de Estado, cobardía que era celebrada ya en chistes que todo el mundo contaba.

No pasó de eso la primera conversación, pero el calor de solidaridad humana que se transparentaba en el tono y en el aspecto de la joven obrera penetró en el sufrido pecho de Manuela y le ayudó a pasar aquella interminable tarde de espera, semejante a la última noche de un condenado a muerte. El médico había dicho que llegaría a las diez. Manuela no la había dejado volver a su cuarto. Sólo cuando la enfermera vino a buscarla diciendo que estaba servida la cena, pudo salir Mariana, impresionada ante aquella tristeza y aquel abandono, ante la evidente desesperación de la muchacha.

Antes de salir, le preguntó:

—¿Te van a operar?

Manuela desvió la mirada al responder afirmativamente y Mariana imaginó: «Debe de padecer alguna enfermedad muy grave, para estar tan desanimada». Pensaba en ella mientras iba cenando, en ella y en João que hacía ya dos días que no venía a verla. Tal vez estuviera fuera de la ciudad, había mucho trabajo por hacer, era preciso aprovechar aquel momento en que la reacción, a vueltas con sus propias contradicciones, les proporcionaba un relativo respiro.

Las tareas se habían acumulado sobre ella unos quince días después de la tentativa de golpe de Estado: Mariana había tenido un ataque de apendicitis, João se alarmó recordando su frustrada gravidez anterior, y el Dr. Sabino, llamado a toda prisa, creyó necesario operarla en seguida. Él mismo eligió la clínica y dijo que corría con todos los gastos. Un cirujano amigo suyo le operaría sin cobrar nada, pues era también simpatizante, uno de los que daban dinero a Heitor sin mantener ningún otro contacto con el Partido. Y la enfermedad de Mariana se había revelado en definitiva útil: a través de ella la regional había recuperado todo un amplio «círculo de amigos» formado por Heitor entre los médicos, gente que hasta entonces nada sabía de las trapacerías del ex-tesorero.

La operación —«esta es la operación más tonta del mundo» se reía el Dr. Sabino, animándola mientras la llevaban a la clínica— había ido muy bien, y al día siguiente apareció por allí João en compañía de su madre con un paquete de fruta y un ramo de flores que llevaba torpemente.

—Cosas de nuestra gente... —explicó al entregarle las flores con cierta timidez—. Ellos las mandan...

Volvió otra vez, y luego desapareció. La madre, que venía todas las mañanas, hacía dos días que no le veía; João no iba por casa, debía de estar muy ocupado. Mariana piensa en él, una sonrisa entreabre sus labios al recordar la figura del marido, torpe con el enorme ramo en los brazos, con la timidez de un adolescente enamorado. Pero la tristeza de la vecina del cuarto contiguo le impedía concentrar en João su pensamiento. Recordaba la faz dolorosa y bella ¿qué terrible enfermedad la consumía para dejarla así, tan vacía de todo, tan despojada de cualquier animación, como si la vida ya no le interesara? La impresión que Manuela le había producido era la de una persona completamente abandonada, ante quien se habían cerrado todos los caminos excepto el de la muerte. Y al pensar en ella, recordaba también al Rubio, con el pecho corroído por la tuberculosis, vomitando sangre, ardiendo por la fiebre, flaco como un junco y, pese a todo, lleno de animación, de interés por la vida, escribiendo carta tras carta desde el sanatorio donde sólo ahora empezaba a experimentar las primeras y aun leves mejorías. Si pudiera, le contaría a aquella muchacha la historia del Rubio, de cómo se había negado a ir al sanatorio, de cómo habían tenido casi que obligarle: no quería abandonar el trabajo, la vida a su alrededor... Era una pena que no pudiera contárselo todo, tal vez así se animara un poco aquel rostro de amargura. Mariana jamás había podido permanecer indiferente ante el dolor, hiriera a quien hiriera, persona amiga o completamente desconocida. Su madre solía decir que había nacido para samaritana. Le gustaría ayudar a la muchacha, y por eso le preguntó a la enfermera cuando ésta vino a prepararle la cama:

—¿Qué tiene esa chica del cuarto de al lado? ¿Es grave?

No era la joven y risueña enfermera de las mañanas. Era una mujer de edad, un tanto envarada:

—¿Grave? No sé... Pero a juzgar por el médico que la trajo, creo que no es nada grave... Esas locas...

—¿Qué quiere decir? —preguntó Mariana sin entender nada.

La otra se encogió de hombros:

—Cosas de la vida... Y se fue.

Mariana se tumbó en la cama. Tenía los periódicos de la tarde y empezó a leer. La cama estaba pegada a la pared y no tardó en oír los pasos de la vecina caminando de un lado a otro de su cuarto. «Está nerviosa...». Intentó concentrarse en los periódicos; acabó por abandonarlos y coger una novela. Era la traducción, publicada años atrás, de Torrente de Hierro, de Serafimovitch. Mariana la estaba leyendo antes de ir al hospital, prendida la atención en aquel relato épico como si estuviera viendo nacer la alborada del socialismo en Rusia. Cuando el médico le permitió leer, le había pedido a su madre que le trajera la novela. Pero los pasos angustiados de la muchacha del cuarto de al lado, el rumor adivinado de un sollozo, le imposibilitaban la lectura. Sentía deseos de levantarse, de entrar en el cuarto vecino y levantar los ánimos de aquella pobre muchacha. ¿Pero con qué derecho? Mariana apaga la luz, intenta dormir. Mil pensamientos e imágenes se cruzan en su cerebro. No puede distraerse, sin embargo, con ninguno de ellos. Los pasos de la muchacha triste resuenan en su cabeza. ¿Qué le ocurrirá? Parecía tan simpática y agradable, tan frágil también...

No conseguía dormir. Quedó despierta, escuchando el caminar de la chica, hasta que oyó ruidos nuevos: alguien entraba en la habitación, debía de ser el médico. Tiempo después sintió que la llevaban por el corredor en una cama de ruedas, seguro que hacia la sala de operaciones. «Ojalá todo vaya bien...», deseaba, sintiendo que su corazón latía por aquella desconocida, sintiéndose ligada a ella sin saber siquiera por qué. Tal vez porque la había visto tan sola y triste.

Al día siguiente, por la mañana, al encontrar a la joven enfermera risueña con su constante parloteo, Mariana quiso saber:

—¿Cómo va la de al lado? ¿Fue bien todo? ¿Cómo fue la operación?

—¡Nada de operación! Por lo que dijo el médico, abortó anteayer, a causa de una caída, y vino aquí a completar la cosa. ¡Quién sabe! Quizá sea verdad... No me gusta juzgar a nadie sin pruebas. Pero lo que sí es seguro es que ese Dr. Agostinho no trae ninguna aquí que no sea por complicaciones de aborto... Si hubiera policía en este país...

Pero Mariana ya no escuchaba, dominada por la ternura y la pena hacia Manuela: ahora comprendía plenamente su tristeza, su aire de abandonada soledad, sus inquietos paseos por la noche. También ella, Mariana, había perdido meses antes a un hijo ansiado, y sabía cuál era la sensación de vacío, cuántas lágrimas había derramado, cuánta tristeza había tenido que ocultar a los demás. También había sido una caída lo que había provocado su aborto, y sólo se había recuperado completamente cuando sintió un nuevo ser, otro hijo, creciendo dentro de ella. Pobre muchacha, tan joven y tan bonita. Era preciso consolarla, hacer que de nuevo recobrara el gusto por la vida, esperar que el hecho maravilloso se repitiera otra vez, como le ocurría a ella, a Mariana...

La enfermera, cuando terminaba de arreglar el cuarto, añadió aún:

—No quiso ni desayunar... No hace más que llorar...

Mariana salió a dar una vuelta por el corredor. El cuarto de al lado estaba cerrado. Después llegó su madre con los periódicos de la mañana y noticias de João: había dormido en casa aquella noche. Si tuviera tiempo vendría a verla por la tarde. Si no, vendría al día siguiente.

—¿Está muy cansado?

—Como siempre. Un día de éstos quien va a tener que internarse en un hospital será él si no se decide a tomarse un descanso...

—No sea ave de mal agüero, madre... —sonrió Mariana.

—Mal agüero... mal agüero... Era lo que tu padre decía cuando hablaba. Y el resultado fue que la primera enfermedad se lo llevó. Y menos mal que murió en casa, que no murió en la cárcel...

Cuando la madre se fue, Mariana ya no pudo resistir más y dio unos golpecitos de nudillos en la puerta del cuarto de Manuela.

—Adelante... —dijo una voz débil.

La muchacha estaba tumbada en la cama, más pálida aún que el día anterior, más abandonada todavía a su dolor.

—¿Molesto? —preguntó Mariana.

Dijo que no con un movimiento de cabeza. La rubia cabellera extendida sobre la almohada. Había lágrimas en sus ojos. Mariana se acercó al lecho, pasó la mano por la dorada cabellera en la que jugueteaba un rayito de sol. Un sollozo agitó el pecho de Manuela.

—Pobre amiga... La enfermera me dijo...

—¿Qué dijo?

—Lo mismo me pasó a mí. Exactamente lo mismo. Fue también una caída lo que provocó el aborto. ¿Sabes? Sé lo que se siente, sé que es difícil aceptar una desgracia así... Cuando me ocurrió a mí, mi marido no estaba, es viajante ¿sabes? Pero hay que tener valor, no dejarse abatir...

Manuela había vuelto el rostro hacia Mariana y no intentaba esconder las lágrimas. Escuchaba aquellas palabras, las primeras palabras consoladoras que oía desde que todo comenzara, y estaba agradecida a aquella muchacha, extraña para ella, a quien jamás había visto antes de llegar allí, de quien nada sabía, tan diferente de toda la gente que ella conocía: pobre, pero sin aquel aire sumiso de la gente pobre de los barrios donde Manuela había vivido, segura de sí, afectuosa como una antigua amistad.

—Perdona que te moleste pero eres tan bonita... No has nacido para vivir así, triste... y luego, cuando la enfermera me lo contó, te comprendí perfectamente, porque yo pasé lo mismo. Tienes que reaccionar, no entregarte así...

Le sonreía a Manuela, continuaba acariciándole el cabello. Por primera vez, Manuela pensó que quizá no todo estaba perdido para siempre. La víspera, antes de la llegada del médico y, peor aun, después de volver de la sala de operaciones, se había sentido acabada, como un trapo, como algo inútil y sin sentido. Lo había hecho por Lucas, por el amor que le tenía a aquel hermano en quien siempre había visto las mejores cualidades de hombre. Pero después de volver de la sala de operaciones (en sus ojos y en sus oídos la imaginada visión de una criatura muerta, su último grito, la misma que ella había visto en sueños, viva y alegre, llamándola mamá), se sintió también vacía de aquel amor por Lucas. ¿Por qué su hermano le había pedido aquello? Para él sólo existían sus negocios, el dinero que podía ganar, la ambición desenfrenada. Y a aquella ambición había sacrificado ella aquel hijo que iba a nacer. Como antes le había ocurrido con Paulo, una imagen nueva venía a sustituir la idealizada, y la soledad de Manuela crecía y la ahogaba. Nada tenía ya, nadie le quedaba. Ni siquiera la danza, su último refugio, la consolaba ahora. Le parecía que jamás sus pies volverían a sentir deseos de deslizarse sobre un escenario creando pasos que hablaran de sus sentimientos. Tal vez porque en aquel momento la vida no significaba nada para ella, y la danza de Manuela nacía de sus sueños, de sus deseos y emociones. Estaba como muerta. La danza nada le decía. Había perdido su amor, la honra, al hermano, a la familia, había perdido a su hijo antes incluso de que naciera. En el lecho del hospital, tras una noche sin dormir, estaba casi insensible como si todo hubiera terminado definitivamente para ella. Fue entonces cuando Mariana apareció.

Hizo un esfuerzo. Respondió a la sonrisa amiga, tendió la mano, cogió la de Mariana:

—Siéntate...

Mariana acercó la silla a la cama. Continuó hablando. Decía palabras sencillas, sencillas como el pan que alimenta.

—Ya estoy bien, pero el médico quiere que pase aún tres o cuatro días aquí. Te puedo hacer compañía, no tengo nada que hacer... Sé que en momentos como éste no es agradable estar sola...

Manuela no pudo más. Era más fuerte que su vergüenza, necesitaba compartir con alguien su dolor. Y lo contó todo, con una voz casi neutra de tanto sufrimiento. Mariana escuchaba, sin comentarios, sintiéndose plena de comprensión. Manuela aparecía ante ella como una víctima indefensa. Todo lo que le había ocurrido era el resultado de una sociedad injusta y cínica. Aquellos hombres adinerados habían destruido la ilusión de la muchacha, habían hecho de ella un ser amargado y solitario. Al mismo tiempo valoró su resistencia al éxito fácil, comprendió sus prejuicios, y confió en ella como la muchacha confiaba también en la nueva amiga. Cuando Manuela terminó con un gesto amedrentado: «Ahora que lo sabes todo, ya no volverás a llamarme amiga», Mariana comenzó a hablar. Le dijo que mucho de todo aquello no tenía importancia, que era el resultado de una educación falsa en muchos aspectos, que por eso mismo le parecían artificiales y no llegaba a sentirlos ni a entenderlos. Pero muchas otras cosas eran de importancia vital, como la última. Si la hubiera conocido antes, no le hubiera permitido que hiciera aquello. Pero ahora no era de eso de lo que iban a hablar, lo que no tiene remedio hay que dejarlo a un lado. Manuela tenía una vida ante sí: y sobre todo la danza. No, no era como el poeta Shopel decía. El arte era algo grande, superior, sólo aquella gente de la alta sociedad, perdida para todo, podía querer prostituir el arte. Le habló de los poetas que a ella le gustaban, los que escribían para el pueblo, le habló de la novela que tenía en su cuarto. Y le habló de la vida y del amor, le dijo lo que ella jamás pensó que alguien pudiera decirle. Manuela escuchaba interesada, las lágrimas casi secas ya en sus ojos. Ya no se sentía abandonada, y cuando Lucas llegó para visitarla, se sorprendió al encontrarla así, hablando de la danza. Mariana se había retirado a su cuarto cuando apareció el muchacho.

Durante tres días siguieron aquellas largas conversaciones. Parecía ya que se conocieran desde hacía muchos años. A veces no era fácil para Mariana. Ciertos sentimientos de Manuela escapaban a su comprensión, todo aquello que procedía de la húmeda casa del suburbio, o bien la artificial alegría del pequeño apartamento de Rio. Pero comprendía todo lo que era natural y espontáneo en Manuela, sus sueños y su malograda ansia de amor y de felicidad. Le contó un poco de su historia, escondiendo la parte política, y un día le habló de Rusia. Estaban hablando de danza y Mariana le preguntó si sabía hasta qué punto el ballet era apreciado y cultivado en la Unión Soviética. No, Manuela no lo sabía, y Mariana le dio algunos detalles, lo poco que ella misma conocía sobre el tema.

—No me digas... Yo siempre oí decir que Rusia era un infierno. Nunca pude pensar que hubieran allá espectáculos de ballet.

Mariana sonrió:

—Hay mucha gente que tiene interés en calumniar a Rusia. Todos los que quieren prostituir el arte y explotar a los hombres...

—¡No me dirás que eres comunista!

—Yo, no. ¿Pero qué tienen los comunistas de particular? —preguntó Mariana sonriendo—. ¿Son bestias feroces acaso?

—Nunca he conocido a ninguno... Siempre he oído contar horrores de ellos.

—Tú acabas de perder un hijo antes de que naciera. Yo perdí también uno. Sé de otra mujer: también ella perdió al hijo que esperaba, y con él, la vida. Me contaron su historia, yo no estaba allá, pero sé que todo es verdad ¿quieres oírla?

—Habla...

Mariana le habló de Inácia. La huelga del puerto de Santos era un acontecimiento que Manuela conocía: Paulo se divertía en las playas de Santos, era el final de su romance de amor. Lucas también había tenido algo que ver con aquel café, causa de todo lo que había pasado. Ella no lo sabía con exactitud, pero había oído una vez a su hermano y a Eusebio Lima que hablaban sobre la huelga y el café. Escuchó el relato, y se estremeció cuando Mariana le narró el galope de los caballos sobre el vientre grávido de la negra.

—¿Y por qué se metió en esos líos cuando estaba esperando un chiquillo? ¡Qué locura!

—Para que en el futuro ninguna mujer se vea obligada a abortar. Para que el mundo sea mejor que ahora.

Manuela se quedó callada, pensando. Se iba restableciendo poco a poco, había vuelto a vivir, sólo que no sabía cómo sería después, cuando Mariana y ella salieran del hospital.

—¿Seguiremos viéndonos cuando salgamos de aquí? Me he acostumbrado a hablar contigo...

—Va a ser difícil. Mira, yo vivo en otro medio, trabajo todo el día para vivir, y por la noche estoy normalmente muy ocupada. Tengo a mi marido,a mi madre. Vivo muy lejos, en un suburbio...

Manuela se entristeció. Era la víspera de su salida del hospital. También Mariana se iría al día siguiente. Temblaba ante el hecho de volvera encontrarse sola, en São Paulo o en Rio. Lucas había telefoneado al director artístico del Casino,a Rio, para decirle que Manuela estaba hospitalizada, y había conseguido quince días de prolongación de licencia. El director artístico se había mostrado muy amable, había elogiado los números de Manuela, le dijo que era segura la renovación de su contrato. Lucas le había aconsejado que descansara en un balneario durante aquellos días. Manuela no sabía qué hacer, y de nuevo el desánimo la invadía, después de entender qué difícil sería encontrarse de nuevo con Mariana. Esta la había dejado porque una enfermera había venidoa anunciarle una visita. «Qué buena persona» se decía Manuela, la mejor que jamás había conocido.

Minutos después, Mariana volvíaa entrar en el cuarto.

—Quería presentarte a un amigo. Quizá le conozcas de nombre, es muy conocido. Tengo la impresión de que vais a ser buenos amigos, quiero que él siga cuidándose de ti cuando yo me vaya y no te vea más que de vez en cuando, por casualidad. Es una persona de tu ambiente, un intelectual.

Manuela quiso saber:

—¿Y cómo lo has conocido tú?

—Lo conozco desde niña —se rió Mariana—. Voya buscarle. Y puedes estar tranquila, él no te hará ninguna proposición...

Era Marcos de Sousa. Se había enterado aquel mismo día de la operación de Mariana y había comprado la caja de bombones más grande que encontró.

—¡Qué suerte que hayas venido! Eres la persona necesaria para ayudar a Manuela.

—¿Manuela? ¿Quién es? ¿Alguna compañera?

Fue así como Manuela conoció a los comunistas, en un cuarto de hospital, cuando más sola se sentía, cuando la vida le parecía una carga insoportable, cuando se había olvidado hasta de la danza.

16

No tardaron en desaparecer de los diarios las noticias sobre el golpe de Estado. Los titulares estaban dedicados a los acontecimientos europeos, los nombres de Chamberlain, de Hitler y Mussolini ocupaban las primeras páginas en toda su amplitud. Chamberlain era presentado a los lectores como el campeón de la paz. Telegramas en negrillas hablaban de sus viajes para conferenciar con Hitler sobre la suerte de Checoslovaquia. Saludaban también los avances militares de Franco en España, donde las armas alemanas e italianas «cerraban el paso al comunismo».

Sobre la tentativa de golpe, sólo alguna noticia que otra, perdida entre las páginas: se había iniciado un proceso contra los oficiales implicados en la conspiración, contra los civiles detenidos durante el asalto a Guanabara. En ese proceso estaban implicados también el ex candidato a la presidencia de la República, Armando Sales, y algunos de su grupo político, entre ellos Antonio Alves Neto. Sin embargo, tanto ellos como el «jefe nacional» del integralismo habían obtenido permiso del gobierno para salir del país antes del juicio. Andaban por Europa y por Argentina, en un exilio dorado. A Noticia había vuelto a salir con un nuevo director. El gobierno se había apropiado de las acciones de Alves Neto.

El abogado había salido para Europa en compañía de Henriqueta. En el mismo barco viajaba el sociólogo Alves Resende. Éste no iba exiliado. Las consecuencias del golpe no le habían afectado. Al contrario, había obtenido del gobierno una sustanciosa ayuda para aquel viaje: iba, según había declarado en una entrevista publicada en el suplemento literario de un gran periódico, a estudiar en las bibliotecas y en los museos de Portugal documentos históricos que le eran necesarios para su próximo libro sobre el tiempo de los virreyes.

Cierta calma parecía haberse apoderado de la vida del país en los meses que siguieron al putsch. Incluso de los comunistas se hablaba poco. Hacía algún tiempo que no aparecían en la prensa aquellas curiosas fotografías, sacadas en la cárcel, de «elementos subversivos», detenidos en una pintada o distribuyendo material de agitación, números ilegales de Classe Operaria. La policía se había visto obligada a lanzarse sobre las actividades de los integralistas y armandistas; los elementos detenidos tras el golpe habían confesado todo lo que sabían, y era mucho: el gobierno de Getúlio estaba amenazado por una serie de conspiraciones en curso. Era necesario deslindar el hilo de aquellas tramas antes de que se transformaran en «pronunciamientos militares». La policía vigilaba, los oficiales del Ejército que formaban en la oposición habían sido trasladados, al tiempo que el dictador, en sus discursos, amenazaba a los «políticos carcomidos».

Amenazaba en los discursos y ganaba en las combinaciones políticas. El gobierno había sido remodelado; algunos ministros anteriores habían sido citados por los conspiradores detenidos como vinculados al golpe. Varios elementos apartados de la vida política el 10 de noviembre, cuando el golpe del Estado Novo, se habían aproximado a Vargas. Entre ellos, Artur Carneiro Macedo da Rocha, a quien fue concedida la cartera de Justicia e Interior en el nuevo gobierno. Su nombramiento sorprendió a ciertos núcleos paulistas, pero su discurso de toma de posesión fue generalmente aplaudido. En él, Artur Carneiro Macedo da Rocha utilizó abundantemente palabras como «patriotismo», «espíritu cívico», «confusa situación internacional». Había llegado la hora, afirmó, en que cualquier razón personal, cualquier divergencia política, fuera orillada ante el supremo interés de la Patria. Dada la grave situación internacional y las amenazas de conflicto bélico, la actitud de oposición intransigente era un verdadero crimen contra Brasil. El deber de los patriotas, «de los hombres de la élite responsable de los destinos del país», era colocarse al lado del jefe del Gobierno en su obra de «reconstrucción nacional», sin volver la cara al pasado. Una de las señales características de la inconfundible personalidad del jefe del Gobierno, dijo en su discurso, era no guardar rencor. Por eso exhortaba a todos los «buenos brasileños» a olvidar las divergencias que les habían separado antes, y les invitaba a «cooperar en la obra de brasileñismo iniciada el 10 de noviembre con la proclamación del Estado Novo, el tipo de democracia más aconsejable para un país joven como Brasil, codiciado por los extremismos de izquierda y de derecha».

La ceremonia de la toma de posesión del nuevo ministro de Justicia atrajo una concurrencia notabilísima; la prensa publicaba la amplia relación de nombres, entre los que se podía leer el del «gran industrial y banquero José Costa Vale, influyente líder de las clases conservadoras» y el del «inspirado poeta César Guilherme Shopel». El gabinete del nuevo ministro, anunciaban los periódicos, sería dirigido por el «culto y brillante diplomático Paulo Carneiro Macedo da Rocha» puesto a disposición del ministro por el Itamarati. Eran aquellos mismos periódicos que hacía apenas un año trataban a Paulo de «borrachín» y de «vergüenza de nuestra diplomacia».

Mucha agua había corrido desde la borrachera de Paulo en Bogotá, tan explotada en la campaña electoral. Y el agua de esos acontecimientos había lavado la reputación del muchacho. ¿Qué periodista se atrevería a criticar ahora los actos del futuro yerno de la Comendadora da Torre e hijo del ministro de Justicia? Aún hacía poco, Paulo había vuelto a emborracharse en un bar de Copacabana, tirando mesas y rompiendo botellas, amenazando a todo el mundo sólo porque había tenido la impresión de que un camarero se reía de él. La policía había aparecido en el local, pero al saber de quién se trataba, no tomó ninguna decisión y los guardias llegaron incluso a amenazar al propietario, deseoso de una compensación de daños. Aquellos días el retrato de Paulo había adornado las crónicas de sociedad de todos los periódicos: con gran lujo de términos franceses, los cronistas describían la fiesta con que la Comendadora da Torre había anunciado el noviazgo de su sobrina mayor con «el último hidalgo de São Paulo», como había escrito con refinada inspiración, el celebrado Pascoal de Thor-mes. Una revista ilustrada había publicado un reportaje fotográfico, de enorme éxito entre todas las jovencitas pequeño-burguesas, que mostraba a los novios en la playa, en las calles de la ciudad, en los jardines del palacete de la Comendadora, en la biblioteca, sentados en un diván, él con un libro de versos en la mano, ella escuchándole en éxtasis, parados los dos al lado de un lujoso automóvil.

Manuela había visto este reportaje. El noviazgo de Paulo había sido anunciado cuando apenas empezaba a volver en ella el gusto de vivir. Tiró la revista a un lado, con un gesto de repugnancia. Pero cuando Artur fue nombrado ministro, Manuela leyó, indiferente ya, las referencias a Paulo. Era como si se tratara de una persona extraña a quien no conociera en absoluto. Aún bailaba en el Casino, pero había decidido no renovar el contrato. Su idea era presentarse a un concurso para el Teatro Municipal. Se sentía mucho más segura en su arte, y Marcos de Sousa le acompañaba siempre que venía a Rio. Desde su encuentro en el hospital, el arquitecto, con su aire bonachón y su aspecto de bohemio, se había hecho íntimo de Manuela. Marcos era un apasionado de la música y de la danza, tenía una amplia biblioteca sobre el tema y en aquellos libros se abismó Manuela al salir del hospital. Sólo una vez había vuelto a ver a Mariana: había querido verla antes de regresar a Rio y la encontró en el despacho de Marcos.

—No puedo decirte hasta qué punto te agradezco todo lo que has hecho por mí...

Hablaron mucho tiempo. Mariana prometió visitarla si iba a Rio algún día. Al abrazarla, despidiéndose, Manuela dijo:

—Ya no creo que los comunistas sean unas fieras... Leí un libro que Marcos me prestó sobre teatro y ballet en Rusia. Es formidable...

Marcos de Sousa iba con frecuencia a Rio, donde dirigía la construcción de un bloque de rascacielos. Le telefoneaba y salían los dos a comer juntos, juntos iban al cine, a exposiciones, a conciertos. Por primera vez, Manuela sentía el calor de una verdadera amistad. El arquitecto le llevaba siempre un saludo amable de Mariana, y Manuela le mandaba a su vez pequeños recuerdos, un pañuelo, un libro; una vez le mandó unos zapatitos de recién nacido. A través de Marcos conoció a otros intelectuales, gente de izquierda. Algunos no se diferenciaban gran cosa de Shopel, con su misma máscara, pero otros eran gente seria, dedicados plenamente a su trabajo, deseosos, como ella misma, de realizar algo. Fue así como empezó a relacionarse con un grupo de jóvenes artistas interesados en el lanzamiento de una compañía de teatro para representar obras de calidad, nacionales y extranjeras. A Manuela le entusiasmó la idea. Marcos la animaba diciéndole:

—Lo importante es hacer algo con honradez. Esa gente del Estado Novo está degradando toda la vida nacional y hay que reaccionar inmediatamente. Están degradando la literatura y el arte, y hay que hacer algo para impedir que acabe de pudrirse todo...

Le mostraba, asqueado, los suplementos literarios donde el crítico Rolin escribía artículos pedantes atacando la novela social y afirmando que la forma era esencial en la obra literaria y artística, y donde una nueva exposición de la pintora Sibila era saludada en largos artículos de análisis, donde se anunciaba la concesión de una fuerte subvención oficial a la compañía teatral Los Ángeles, formada por aficionados de la buena sociedad, y que tenía al frente al «producto más podrido de esa noble burguesía brasileña» como clasificaba Marcos, exaltado, al afeminado Bertinho Soares.

Lucas Puccini no había estado presente en el acto de la toma de posesión del nuevo ministro de Justicia, a pesar de estar en Rio y de que Eusebio Lima le había invitado con insistencia. No quería encontrarse con Paulo, y cambiaba de acera cuando le avistaba por la calle. Envió, no obstante, un telegrama a Artur, felicitándole. El negocio del algodón iba viento en popa. Estaba iniciando otros negocios. Desde la noche del golpe, Lucas había pasado a ser hombre de la intimidad del palacio presidencial y, tal como había previsto, se ofrecían todas las facilidades a sus planes. Empezaba realmente a ganar mucho dinero, y los bancos, antes tan avaros en la concesión de créditos, ahora le hacían sustanciosas ofertas. Había empleado una pequeña cantidad en una fábrica de tintes amenazada de quiebra, y que ahora empezaba a remontar su crisis. Su nombre era ya conocido, y muchos decían que tenía «un brillante futuro».

También él solía visitar a Manuela cuando iba a Rio por cuestión de negocios. Notaba, no obstante, que desde aquella mañana de invierno, cuando le había arrancado la promesa de abortar, algo se había roto entre él y su hermana. Aparentemente nada había cambiado: se encontraban y hablaban del tiempo y de sus cosas. Pero ya no había aquella cálida ternura de Manuela, aquella fervorosa admiración hacia él, aquel interés por la marcha de sus negocios. Hablaban de todo, excepto de ellos mismos, cuando antes era Manuela la única persona con quien Lucas se abría. ¿Pero cómo hablarle ahora de sus negocios, cuando ella se mostraba distanciada y sin interés, con una amabilidad formularia, como si se tratara de un simple conocido sin intimidad? A Lucas se le revelaba así una extraña Manuela, llena de voluntad propia, haciendo y deshaciendo sin preguntarle su opinión, rechazando categóricamente su ayuda financiera, rechazando sus consejos: «Es absurdo que no renueves el contrato con el Casino, precisamente ahora, cuando te aumentan sustancialmente tu cachet. ¡Qué tontería!...»

Ella sonreía, no daba importancia a sus palabras. Y aquello hería a Lucas. Cada visita a la hermana le ponía de mal humor. Como si la admiración incondicional de Manuela le fuera necesaria para la prosecución feliz de sus negocios. Llegó incluso a pensar que existía una relación más profunda entre ella y Marcos de Sousa, a quien encontró dos o tres veces en el apartamento. Manifestó esa duda de pasada, en una conversación, y se asombró ante la reacción violenta de Manuela:

—¿Qué crees de mí? Marcos es un buen amigo. Ahora, al fin, tengo verdaderos amigos...

El poeta Shopel, a quien Lucas visitaba de vez en cuando (tenía participación en uno de sus negocios), se había quejado de Manuela:

—Me dio casi con la puerta en las narices. ¿Qué culpa tengo yo de la canallada de Paulo? A mí, que cuando rompió con Paulo intenté ayudarla, hacerle compañía... Anda ahora con gente sospechosa...

—¿Sospechosa?

—Sospechosa de comunismo. Marcos de Sousa, por ejemplo. No niego su talento, es un arquitecto extraordinario, pero dicen que es comunista. La gente que rodea a Manuela ahora es toda de izquierdas. Un peligro...

Y el poeta añadió, abriendo los brazos con un gesto de profeta desesperado:

—Esos comunistas... Esos comunistas son la desgracia del mundo. Uno los encuentra donde menos se espera. Basta que alguien revele algún talento y ya buscan la manera de acercarse a él para echarle a perder, para arrancarle su propia personalidad, para convertirle en un autómata a sus órdenes...

Durante un tiempo los comunistas desaparecieron de las noticias de los periódicos. Los artículos antisoviéticos continuaban llenando columnas y columnas, pero reinaba cierto silencio con relación al Partido. La policía estaba entregada a otros trabajos. Tampoco los comunistas daban señal de vida, como si la tierra se los hubiera tragado. Y la verdad es que en pocas ocasiones había sido tan intensa la actividad del Partido en todo el país. Después de las manifestaciones obreras de los días siguientes a la tentativa integralista, el Partido se había dedicado a reforzar su organización, que en parte había sufrido las consecuencias de la represión ininterrumpida desencadenada con la derrota de la Revolución de 1935. Aprovechando la huelga actual, los camaradas del Partido estaban preparando las condiciones para ampliar la lucha contra el Estado Novo. Y, de pronto, empezó en diversos Estados una oleada de conflictos laborales colectivos planteados ante la Magistratura del Trabajo, un movimiento en los medios sindicales para sustituir las directivas nombradas por el ministerio por directivas elegidas, e incluso se desencadenaron algunas huelgas. Al principio, todo aquello apenas llamó la atención, pero pronto se intensificó el movimiento huelguístico, y los periódicos volvieron a agitar la bandera del «peligro comunista». Estalló en Rio una huelga en el ramo textil, y pronto repercutió en São Paulo. Fueron detenidos algunos obreros. También en Bahía, en Para, en Rio Grande do Sul, estallaron movimientos huelguísticos. Un periódico de Rio publicó una noticia sensacional: el Partido Comunista tenía una nueva directiva formada por elementos nacionales y por otros llegados del extranjero, y actuaba de nuevo en los medios obreros. Él era el responsable de aquella oleada de huelgas, de conflictos colectivos, de descontento salarial. Para su nota, el periodista se había servido de ciertos materiales difundidos en São Paulo por el grupo de Saquila. El periódico terminaba exigiendo al jefe de la Policía Federal que tomara «enérgicas medidas para contener la amenaza moscovita».

Al día siguiente, el jefe de la Policía envió una nota firmada a los periódicos, por medio del Departamento de Prensa y Propaganda: la policía no estaba de brazos cruzados, sino que seguía de cerca la nueva oleada de agitación comunista y se preparaba para «asestar el golpe definitivo a los enemigos de la Patria y de la sociedad». La realidad, sin embargo, es que la policía estaba desconcertada. Había perdido por completo la pista del Partido. Con excepción de algunas detenciones en Belén y Para, nadie había caído en aquellos últimos meses. En São Paulo, Barros había vuelto furioso de una conversación con la Comendadora da Torre. Una de las fábricas de la Comendadora, la misma donde Mariana había trabajado años atrás, se había declarado en huelga. Y la vieja exigía del delegado de Orden Político y Social el exterminio rápido y completo de los «rojos»:

—Anda usted perdiendo el tiempo tras los amigos del Dr. Armando mientras los comunistas hacen y deshacen a su antojo... Muévase, hombre de Dios, haga algo, meta en cintura a esa gente... ¡Demuestre al fin que sirve para algo!

En las mazmorras de la policía había muchos obreros detenidos, pero de nada servía. Eran simples huelguistas. Barros no había logrado obtener de ellos la menor indicación sobre el Partido, a pesar de que usó los métodos más «convincentes». ¿Cómo hacer para no quedar mal ante la Comendadora, para proporcionarle una satisfacción? Y, encima, tenía que cuidarse de que en los días próximos reinara un orden absoluto en la ciudad, pues el jefe del Gobierno iba a pasar por São Paulo, camino de Valle de Rio Salgado, donde iba a poner la primera piedra de las grandes obras que se iban a iniciar.

Una segunda expedición de técnicos e ingenieros había estado en el valle, protegida por un fuerte contingente de la Policía Militar del Mato Grosso y por un grupo de guardaespaldas mercenarios de Venancio Florival. Esta vez los mestizos no se habían atrevido a manifestarse y se habían quedado en los campos. De toda la población del valle, los ingenieros sólo habían establecido contacto con Chafik. El proceso por la posesión de las tierras se había celebrado en Cuiabá, y había ganado la empresa. Lo único que faltaba, era evitar a un grupo de soldados que expulsara a los cultivadores mestizos. Hecho aquello, podrían comenzar los trabajos. En Rio, en São Paulo, en las ciudades del interior estaban reclutando obreros para enviarles al valle. Se hablaba de establecer allí una colonia de inmigrantes japoneses.

La calma de la segunda expedición de técnicos se debía a las instrucciones del Partido que el negro Doroteu había llevado a Gonçalo: no precipitar los acontecimientos, esperar que la amenaza contra los cultivadores se concretase, ir preparando a los campesinos de los alrededores. A esta última tarea se entregó Doroteu, yendo de hacienda en hacienda, acompañado unas veces de Nestor y otras de Claudionor. Gonçalo había desaparecido de la selva, y aparecía por la noche en las casas de los cultivadores, como un fantasma.

Costa Vale había terminado sus complicadas negociaciones con los norteamericanos. Les había cedido gran parte de las acciones de la empresa, y enormes capitales en dólares iban a ser invertidos en la extracción del manganeso del valle. El banquero había hecho un rápido viaje en avión a los Estados Unidos. El poeta Shopel le había acompañado y escribía ahora, en un matutino carioca, sus impresiones sobre «el coloso yanqui». Fue a la vuelta de aquel viaje cuando Costa Vale, tras almorzar con Artur en palacio, había invitado al dictador a poner la primera piedra en los trabajos de la empresa. Y estaban preparando un campo de aterrizaje en las márgenes del río. El presidente podía ir directamente en avión desde São Paulo. Venancio Florival se encargaría de preparar un monumental churrasco para la comitiva presidencial, y podían regresar el mismo día. Había sido señalada ya la fecha del viaje. Fue entonces cuando empezaron las huelgas y los conflictos laborales.

Barros no estaba dispuesto a permitir que el dictador viera perturbada su estancia en São Paulo por ninguna manifestación obrera, como había ocurrido el año anterior, antes de ser él nombrado delegado. Había que meter en cintura al Partido, la Comendadora tenía razón. Entró en su despacho de pésimo humor, y cuando Camaleão asomó la cabeza por la puerta preguntando si podía hablar con él, le recibió de mala manera:

—¡A ver! ¡Qué pasa! ¿No ves que estoy ocupado?

Camaleão titubeó, se encogió como un perrillo apaleado, lleno de miedo.

—¡Venga! ¡Habla de una vez si tienes algo que decir!

—¿Se acuerda de Luis?

—¿Qué Luis?

—Heitor Magalhães, el que fue tesorero del Partido y se hizo después del grupo de Saquila.

—Sí. ¿Qué le pasa?

—Está otra vez en São Paulo. Llegó hace pocos días. Me encontré con él por casualidad, estuvimos hablando. Hoy he vuelto a verle...

—Bueno ¿y qué?

—Estuvo todo este tiempo en Goiás, fastidiado. Tenía miedo de volver porque anduvo implicado en lo de Alves Neto, ¿se acuerda?

Barros empezaba a interesarse:

—Sigue.

—Pues ahora, como parece que esto se ha calmado un poco, ha vuelto. En Goiás ha escrito una historia sobre el Partido. Una especie de libro, con todo lo que él sabe... Dice que lo va a vender a un periódico. Creí que quizá pudiera interesarle...

—¿Que ha escrito un libro sobre el Partido? ¿Y lo va a vender a los periódicos?

—Eso es, sí señor.

Barros se quedó silencioso unos momentos. Ya antes, más de una vez, había pensado que Heitor podía ser «trabajado» por la policía. Cuando lo de Saquila, anduvo pensando detenerle para poder hablar con él, apretarle los tornillos un poco a ver qué resultaba. Pero el médico había desaparecido de São Paulo antes de que Barros pudiera realizar sus planes. Y después vino lo del golpe integralista y no volvió a pensar en Heitor.

—¿Dónde vive?

—En una pensión, en la calle del Vizconde de Rio Branco. Sé dónde está. Me llevó allá.

—Coge un coche, vete a buscarle ahora mismo. Lleva a otro hombre contigo, por si se resiste. Si no está en casa, esperadle hasta que llegue.

—Está bien.

Camaleão se llevó la mano al ala del sombrero con su gesto habitual de despedida, pero antes de que dejara el despacho, Barros cambió de idea:

—¡Espera! No... Es mejor que vaya yo contigo. Así tengo la seguridad de que todo va a salir bien. Quiero leer el original del libro ese...

Se puso la chaqueta. Se caló el sombrero. Días después, A Noticia anunciaba con grandes caracteres el inicio, al día siguiente, de una serie de sensacionales artículos de un ex dirigente comunista sobre la vida y la actividad del Partido Comunista en todo Brasil. En veinticuatro horas la ciudad de São Paulo se llenó de carteles invitando al pueblo a leer «las revelaciones de un ex-jefe del Partido Comunista, el mayor éxito periodístico del año». En la radio, en las pausas publicitarias, los locutores preguntaban: «¿Quiere saber usted cómo funciona el Partido Comunista? ¿Cómo llega el dinero de Moscú? ¿Los juramentos que los comunistas exigen a sus afiliados? ¿Las orgías a que se entregan? ¿Los crímenes que cometen? ¿Sus planes para liquidar a los sacerdotes y a la Iglesia? Lea a partir de mañana A Noticia, que inicia la publicación de las memorias secretas de un ex-jefe comunista.»

El artículo inicial tuvo honores de primera página, con titulares a siete columnas:

LA CRIMINAL EXISTENCIA DEL PARTIDO COMUNISTA

Era el planeado libro de Heitor Magalhães. No había llegado a escribir un libro y se limitó a llenar un cuaderno con todo lo que se le vino a la cabeza, pero su imaginación no daba para más, y un periodista amigo de Barros, llamado por éste a la comisaría, tuvo que meter mano en el original y escribir capítulos enteros. Heitor salió en seguida de la cárcel. No había sido difícil su entrevista con Barros. El libro no tenía para el delegado la importancia que había creído, pero era sin duda bueno para el gran público, con sus descripciones absurdas de los comunistas quemando por la noche imágenes de santos y exigiendo a los militantes recién llegados al Partido que firmaran con su propia sangre un juramento de obediencia ciega a las órdenes de matar sin piedad a cuantos se opusieran a los designios de la directiva. Heitor había sacado algunas ideas de Jan Valtin y otras de algunas novelas policíacas traducidas del inglés.

En compensación, otras cosas, que no figuraban en el libro, interesaron profundamente al Delegado de Orden Político y Social: direcciones, nombres, lugares de encuentro y, sobre todo, la noticia de que el célebre Gonçalo, buscado desde hacía tantos años, se encontraba en Valle de Rio Salgado y era el responsable del incendio en el campamento de los técnicos norteamericanos. Tan importantes eran esas noticias, que Barros prefirió ir a Rio, a hablar directamente con el jefe de policía, en vez de utilizar el teléfono interurbano. Un grupo de inspectores salió al mismo tiempo hacia Mato Grosso.

Una mañana de fines de setiembre dos noticias llamaron la atención a los lectores de los periódicos: una trataba de política internacional e informaba de la reunión en Munich de los jefes de Gobierno de Inglaterra, Francia, Alemania e Italia. Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini habían llegado a un acuerdo sobre la cuestión de Checoslovaquia. «LA PAZ ESTABA A SALVO», gritaban los titulares sobre las noticias ilustradas con las fotografías de Chamberlain, paraguas bajo el brazo, y de Hitler, con el brazo alzado en el saludo nazi.

La otra noticia procedía de la jefatura de policía. Tras un «persistente, metódico y notabilísimo trabajo» la policía paulista había desarticulado toda la organización comunista en el Estado, y la policía de Rio, tras un trabajo «no menos metódico, persistente y notable» había conseguido detener a algunos de los más importantes dirigentes del Partido. El jefe de la Policía Federal afirmaba ante los periodistas, indicando los materiales recogidos y esparcidos sobre la mesa de su despacho:

—Puedo asegurarles que en seis meses extirparemos ese cáncer que corroe el corazón de Brasil: el Partido Comunista. Con las detenciones ahora efectuadas, hemos decapitado a los agentes de Moscú. Sólo nos quedan por liquidar los restos de la organización que quedan aún en el Estado. Y eso es lo que vamos a hacer de inmediato.

Era la segunda vez que prometía liquidar al Partido en seis meses, ya lo había hecho cuando la implantación del Estado Novo. Pero esta vez, los periodistas estaban impresionados por el material aprehendido y por las fotografías de los detenidos en São Paulo y Rio.

Estas fotografías eran reproducidas bajo los titulares de primera página de un periódico carioca, y Marcos de Sousa, que llevaba en Rio una semana, sofocó un grito al verlas:

—¡Dios santo!

Estaba en la calle con Manuela. Salían de un cine y cuando él compró el periódico estaban esperando un autobús que les llevara a Copacabana.

Marcos se detuvo, miró las fotos; la sombra de una aprensión profunda cubrió su rostro de repente:

—Zé Pedro y Carlos...

—¿Qué pasa? —preguntó Manuela, inquieta.

Los ojos del arquitecto se desviaron del periódico para mirarla. Era la primera vez que ella le veía triste.

—¿Qué pasa? ¿Una mala noticia?

Marcos indicó las fotografías del periódico; con voz grave dijo:

—Detenidos en São Paulo. Aquí también. Es muy serio esto.

—¿Conocías a alguno?

—A dos. A los otros no los conozco.

—¿Corres peligro tú también?

—¿Yo? No. La policía nada sabe de mí. Y a esos dos que han detenido, les conozco bien. La policía no va a arrancarles nada.

Leía las noticias, parado en la calle. Manuela acompañaba su mirada, la expresión aprensiva de su rostro.

—Ese animal de Barros dice que va a acabar en seis meses con el Partido... —Miraba otra vez las fotos—. ¿Y João? Por lo visto no han conseguido atraparle. Y si João está libre, ni en seis meses ni en seis años van a liquidar al Partido.

—¿Qué João?

—El marido de Mariana...

—¿De Mariana? No está preso, ¿verdad? ¡Qué suerte!... —y Manuela se mostraba solidaria con la tristeza de Marcos. Aquello la afectaba también.

Siguieron andando, lentamente. Marcos continuaba abatido, el ceño fruncido, la cabeza baja. Manuela le tomó del brazo, afectuosamente:

—¿Tienes miedo de que la policía consiga detenerles a todos y acaben con el Partido?

—No, Manuela. Pienso en lo que deben de estar sufriendo, en lo que ya habrán sufrido. No puedes imaginar el salvajismo de la policía. Cuando agarran a uno de éstos se lanzan sobre él como perros... Carlos me contó lo que le hicieron aquí, en Rio, la otra vez que le agarraron...

Apretó la mano de la muchacha abandonada sobre la suya:

—Pero no tengo miedo a que la policía acabe con todo. Es imposible...

Le mostró la otra noticia, en el periódico:

—¿Ves? Han entregado Checoslovaquia. Están fortaleciendo a Hitler para lanzarle contra la Unión Soviética. Pero ya verás, Manuela, es tan imposible acabar con el comunismo como acabar con el mar o el cielo, como acabar con el hombre... ¿No se te ha ocurrido desear alguna vez que el día que iba a seguir al que estabas viviendo no acabara de amanecer?

—Sí. Una vez...

—Pero el día siguiente amaneció ¿verdad? Nadie puede impedir que el mañana amanezca. Nadie. Ni la policía, ni Hitler, nadie en el mundo... Lo que me preocupa es lo que estarán haciendo con Carlos, con Zé Pedro, con los demás...

Manuela se apoyó más en su brazo y dijo:

—No entiendo mucho de esas cosas de política. No entiendo realmente casi nada. Soy una ignorante total. Antes nunca me había preocupado. Todo lo que sé es que conozco a los unos y a los otros, a los ricos y a los comunistas. Los he conocido... —repitió como comparándoles y juzgándoles.

Miró con sus ojos azules de belleza infinita:

—Me gustaría hacer algo para ayudarles ¿sabes? Algo, no sé qué...

Los chiquillos voceaban los periódicos por la calle, resaltando los titulares.

—¿Qué puedo hacer, Marcos? Dímelo.

FIN DE

AGONÍA DE LA NOCHE,

SEGUNDO VOLUMEN DE

LOS SUBTERRÁNEOS DE LA LIBERTAD

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12/02/2011