CAPÍTULO SEGUNDO

1

Los hombres rondaban a su alrededor, era su cuerpo esbelto, su rostro azul de porcelana, su frágil belleza tentadora lo que ellos deseaban. Los había cínicos, como el director del Casino, que la había invitado a irse con él la noche misma de su estreno en el grill, donde los jugadores nerviosos o aburridos cenaban durante el show de cantores, bailarines y el número de varieté importados de París o Nueva York. Su presentación en el Teatro Municipal («Jandira, la misteriosa bailarina india descubierta en el Valle de Rio Salgado», decían los diarios), la campaña de publicidad desencadenada por Shopel, le habían valido aquel contrato y la invitación para participar en el reparto de una película nacional. No era aquélla la carrera que la bailarina había soñado, pero Paulo la había convencido fácilmente para que aceptara ambas propuestas:

—Este es un país de palurdos, chiquilla... Ni siquiera tenemos compañía de ballet. ¿Cómo quieres seguir bailando, si no es en los casinos?

Y dejó el libro de poemas sobre el diván, para añadir:

—¿Qué es lo que puedes hacer, fuera de eso? Dar un espectáculo de ballet al año, uno aquí y otro en São Paulo, cuando más... Y aunque fueras rica y te limitaras a eso te olvidarían de un año al otro. En Brasil, pequeña, quien no está permanentemente en cartel es derrumbado como un trasto viejo... Trata de aprovechar todo lo que te ofrezcan: casinos, cine, teatro, fotografías para anuncios. En este país hay que hacer de todo al mismo tiempo. No hay lugar para especialistas. Mira a Shopel: si intentara vivir de la poesía andaría pidiendo limosna en la puerta de las iglesias... Y ya ves, se está llenando de dinero sirviendo de testaferro a Costa Vale. ¿Y qué es lo que hago yo? ¿Por qué me sujeto a los horarios del Itamarati? ¿O crees que he nacido para funcionario público? Tú tienes al menos la suerte de poder quedarte en los suburbios de tu arte... Firma el contrato, hija mía, fírmalo pronto, antes de que se arrepientan...

Y volvió a la lectura de los versos surrealistas, sin querer esperar respuesta.

Los cínicos, los que exponían brutalmente sus proposiciones, los que la trataban como si fuera una ramera, a ésos no era tan fatigante y doloroso decepcionarles: al oírles, Manuela se ponía furiosa, con la ira explosiva de los tímidos, y les respondía con inesperada violencia. Así había ocurrido con el director artístico del casino. Tras haber bailado —tuvo éxito y le hicieron repetir dos números— el hombre la invitó a cenar. Como el día de su estreno en el casino coincidía con una recepción en la embajada inglesa, a la que Paulo no podía dejar de asistir, Manuela aceptó, más que nada para pasar el tiempo y evitar así llegar a casa mucho antes que él. Quería hablar de su éxito, de aquel éxito en el casino, que le proporcionaba una alegría tan pequeña que era casi melancolía... El director artístico, un ex-periodista que había pasado unos años en Europa viviendo a salto de mata, encargó una botella de champán. Durante la cena alabó sus danzas, le prometió una renovación del contrato cuando finalizara el recién iniciado, dentro de tres meses...

—Si eres buena conmigo, claro...

Manuela no le entendió:

—¿Buena? ¿Cómo?

—No te hagas la ingenua. Soy perro viejo, formado en la escuela de París...

Manuela empezaba a entender. El hombre se inclinó hacia ella, entornando los ojos:

—No tengo nada que hacer esta noche... Tomamos un taxi y en cinco minutos estamos en mi apartamento...

Manuela sintió ganas de abofetearle:

—¡Cerdo! ¡Cállese!

Se levanta, con el rostro encendido. En el camerino no pudo contener las lágrimas. Nunca más volvería allí, se juraba. Estaba ofendida en lo más íntimo de su ser. ¿Cómo se había atrevido aquel hombre a tratarla así, como a una cualquiera? Tal vez porque sabía que vivía con Paulo sin estar casada...

Al día siguiente, domingo, Shopel fue a almorzar con Paulo, y fue el poeta quien notó la tristeza de Manuela:

—¿Qué le ocurre a nuestra Isadora Duncan? ¿Por qué vistes de melancolía tus hermosos ojos, creados por Dios para la alegría de los pobres pescadores, oh Pavlova indígena?

Paulo se interesó también:

—¿Qué te pasa?

Y como ella no respondiera, insistió:

—Dímelo... No me gusta ver gente triste... Me destroza... Cuéntanoslo...

Manuela no puede contener las lágrimas. Le caen por el rostro, casi azul de porcelana, transparentes gotas de cristal. Paulo se enfada:

—No hay quien te entienda... Nunca se puede saber cómo vas a reaccionar... En lo mejor de la fiesta, empiezas a llorar. Es horrible...

En aquel momento, ella casi llegó a odiarle. Y fue eso es lo que le hizo contar la escena de la víspera, dramáticamente. Concluyó diciendo que para ella el Casino había acabado. Jamás volvería a poner los pies allí. Hablaba cubriéndose el rostro y los ojos con las manos, avergonzada. Pero las retiró al oír la resonante carcajada de Shopel, toda su panza estremeciéndose de risa. Paulo sonreía también, pero se acercó a ella, le tomó las manos, le acarició el pelo:

—Pobrecita... Mi pobre loquilla, que no está acostumbrada a esas cosas de las ciudades grandes y de los medios artísticos... No llores por eso, mujer. Vas a oír proposiciones de ésas muchas veces, tantas que ya ni te importarán. Basta con que digas que no, y se acabó todo. Eres muy bonita, y los hombres se sienten tentados. Esas proposiciones son incluso una forma de homenaje a tu belleza... Simplemente, no tienes más que aceptarlas o rechazarlas...

—Es un miserable homenaje... —murmuró Manuela—. ¿Tendré aspecto de mujerzuela?

—No. Pareces realmente la doncella más inocente, una de las pocas que aún quedan sobre la faz perversa de este mundo depravado. Rostro virginal, ojos de inocencia... —declamó Shopel.

—¿Y entonces? ¿Por qué se atrevió?

—Pues porque... —respondió el poeta—. Eres realmente inocente, Manuela. No sabes nada de estos ambientes, de este condenado medio artístico... Apréndelo ahora, señora de la danza, y no lo olvides jamás: literatura y arte son sinónimos de prostitución. La inteligencia tiene en sí algo de prostituta. ¿Qué es una actriz de teatro? ¿Qué es un escritor? ¿Qué son una cantante, una bailarina? Nadie cree que pueda existir una que sea decente, que no se acueste con el primero que se lo pida. Y con los hombres, lo mismo: de una manera o de otra prostituimos nuestra inteligencia. Las mujeres comprando contratos con su cuerpo, comprando críticas, éxito... Los hombres, ¡ay, Manuela! Con los hombres es aún peor... Si uno es crítico literario tiene que cubrir de alabanzas el libro más infame cuando ha sido escrito por un político o por un millonario... Si es poeta, acaba como yo, metido en negocios, haciendo artículos de publicidad comercial. Si es novelista, trata de buscarse un empleo en una agencia de publicidad y acaba haciendo propaganda de dentífricos. El destino de los artistas es prostituirse de una manera o de otra. De eso no escapa nadie... Tú te estás prostituyendo ya al bailar en un casino. ¿Creaste acaso tus danzas para el ambiente de un casino donde los hombres van sólo para jugar? ¿Por qué te sorprendes, entonces?

—Es horrible...

El poeta volvió a reírse, divertido:

—No es nada horrible, ¡oh flor de las Manuelas! El arte está por encima de las contingencias mediocres de la vida. Planea como una nube sobre la vida cotidiana. Las pequeñas reglas morales no se han hecho para nosotros... Nuestra tarea es escribir, danzar, cantar, actuar en el escenario, pintar para los pocos que pueden pagar nuestra inteligencia... Somos una especie de criados de lujo, tenemos también algo de payasos. Pero al mismo tiempo tenemos también nuestros privilegios. Podemos prostituirnos si nos da la gana, y nadie presta demasiada atención a eso. Al contrario, hasta se convierte en publicidad, en un factor del éxito. Mientras fui sólo poeta, Manuelinha, comiendo el pan de la miseria, el amargo pan del diablo, sólo un grupito de amigos, como Paulo, leían mis versos. Hoy, cuando ando metido en grandes negocios, todo el mundo me habla de mis poemas... Y siempre ha sido así... Antiguamente los artistas y escritores dependían de las casas nobles, de los príncipes, de los duques... Hoy se han acabado los aristócratas, y pertenecemos a los banqueros, a los industriales, a los financieros. Paulo y yo somos de la casa de Costa Vale... —Y se reía, contento de sus condiciones de actor más aún que de su teoría. Al día siguiente la repetiría en una de las librerías frecuentadas por los literatos. No tardaría en popularizarse.

Manuela le escuchaba sin saber qué decir. ¡Todo aquello era tan diferente de como lo había imaginado...! Paulo parecía entusiasmado con las teorías de Shopel:

—Exactamente. Tienes razón... Todos somos una especie de rameras vendiendo nuestra inteligencia...

—Pero ¿por qué eso es así? —Manuela movía la cabeza desorientada—. ¿Por qué hay que venderse? Yo siempre he querido bailar, tengo necesidad de bailar, pero nunca pensé en el dinero que podría ganar con esto. Os lo juro, nunca. En lo que pensé siempre es en bailar para todo el mundo, y me es igual si pueden pagar o no, eso no me importa... Me gusta bailar también cuando estoy sola. Es mi manera de decir lo que siento, lo que me pasa... Cuando bailaba ayer en el casino, tuve que cerrar los ojos para poder continuar... Cerré los ojos y pensé que estaba sola, o que estaba en un tablado, en un inmenso estadio lleno de gente... Sólo así puedo danzar...

—Es absurdo —le interrumpió Paulo—. El pueblo no podrá entender nunca tu danza... Sólo unos pocos...

—Cuando uno empieza, siempre piensa así... —Shopel se mostraba de acuerdo con Manuela—. También yo, cuando empezaba. Los versos nacían dentro de mí, y yo los iba escribiendo. Eran sonetos a una rubita de mi pueblo, una chiquilla que jamás supo que fue mi primera fuente de inspiración... Yo creía entonces que mis sonetos, cuando se publicaran, emocionarían a millares y millares de personas. Son las ilusiones de la inexperiencia...

Dejó caer los brazos, como para liquidar tales ilusiones:

—Pero cuando vine a Rio, me di cuenta inmediatamente de que si quería tener éxito, tenía que tirar los sonetos al cubo de la basura y empezar a escribir poemas modernos. Los sonetos habían pasado de moda...

—Y como el crítico literario más importante era tomista, decidiste escribir poemas católicos... —sonrió Paulo—. Ya que estás en plan de confidencias, cuéntalo todo, hombre...

—Una poesía original, eso era lo importante. Introduje el sentimiento católico en nuestra poesía: ésa es mi originalidad —se defendió Shopel.

Se volvió hacia Manuela:

—Hay que educar a esta chiquilla. Quitarle de la cabeza esas nubes de color de rosa. Si no, no va a imponerse, y nuestro esfuerzo será inútil...

Manuela aún no comprendía:

—Pero ¿cómo va a hacer una algo que no siente?

—El arte es mentira, hija mía. Esto es un tópico, pero es verdad. Y cuanto más mentira es, más hermosa la obra...

—Quizá sea verdad eso para la poesía. No sé. ¿Pero cómo puedo yo inventar otros pasos de danza que no sean los que brotan de mis sentimientos, del recuerdo de mi infancia triste, de la alegría de mi amor? No puedo...

—¡Vaya si puedes! Ya verás, ahora mismo vas a hacerlo... Escucha: Estamos preparando un espectáculo en homenaje al presidente. Es una idea del director del Departamento de Prensa y Propaganda. Yo le ayudo. Será un espectáculo de gala en el que los artistas —de teatro, de la radio, del cine— van a demostrar su gratitud a nuestro Gegé... Y, naturalmente, tú tienes que participar; al fin y al cabo fue él quien patrocinó tu estreno. He pensado que para ese homenaje tendrías que preparar un ballet, con ayuda de un compositor, cuyo tema fuera la alegría del pueblo por tener a Getúlio de presidente. Una cosa de encanto, de cuento de hadas, que sea algo sensacional. He hablado ya con el compositor, el maestro Cidade. Está ya de acuerdo...

Convencieron a Manuela para que volviera al casino. Ella se mostraba reticente:

—Pero he insultado a ese individuo. Ahora me va a tratar mal...

—¿Quién? —preguntó Shopel—. ¿Daniel de Faria? Ni lo pienses. Él es así. Mira a ver lo que saca, y casi siempre saca algo. Y si la cosa le falla, pues se aguanta y no vuelve a pensar en eso. ¡Qué va a tratarte mal! Te llevará en palmitas. Y en cuanto a la renovación del contrato, no te preocupes, sabemos cómo presionarle...

Paulo tenía razón, comprobó Manuela con el paso del tiempo. Desde aquella primera, tuvo que oír muchas otras proposiciones. Algunas cínicas y brutales, como la del director del casino, y a ésas le era fácil responder. Bastaba una negativa brusca, una frase agresiva. Pero había también las de quienes no se declaraban al principio, los que escondían sus propósitos bajo la cobertura de la admiración por su arte y la cortejaban largo tiempo, insinuándose a veces: periodistas, escritores, colegas de Paulo en el ministerio. Le llevaban flores, chocolate, libros; un joven pintor usó como pretexto el pintarle un retrato para ir todas las tardes a su apartamento. Y eran siempre las mismas palabras repetidas, los elogios a su hermosura, la misma fastidiosa representación de un amor fatal... Con ésos era más difícil, pues no podía alejarles con una frase áspera, y tenía que explicarles que amaba a Paulo y que deseaba serle siempre fiel. Algunos aceptaban las explicaciones, pero otros, como había ocurrido con el pintor, insistían aún más, obligándola a escenas desagradables.

Cuando comprendió que no había diferencia entre los cínicos y los pseudo-admiradores, y que todos tenían las mismas intenciones, Manuela se aisló del mundo, se mostraba distante, y rechazaba las invitaciones a cenas, fiestas y espectáculos. Nadie le ofrecía una verdadera amistad, la que tanto necesitaba, nada de lo que hacían o le decían era gratuito, en todos había una oculta intención, era su cuerpo esbelto lo que deseaban.

Todo esto terminaría, pensaba, el día en que se casara con Paulo. Una mujer casada es respetada, no la tratan como a una cualquiera. Pero el mismo Paulo, cuando la conoció ¿no había actuado también como estos supuestos admiradores de ahora? ¿No se había aprovechado de su deseo de bailar para, al fin, poseerla? Sí, pero con Paulo no era igual, a Paulo ella le amaba, e iban a casarse, lo único que habían hecho era precipitar los acontecimientos... Y, naturalmente, casada con Paulo no podría seguir en el casino, ni rodar películas (por otra parte, lo de la película estaba parado desde hacía más de un mes, los improvisados productores se habían peleado entre ellos). ¿Pero qué le importaba? Su trabajo en el casino no le proporcionaba ninguna satisfacción, los que frecuentaban las mesas de juego sólo tenían ojos para su cuerpo semidesnudo y apenas se fijaban en la danza... Y, en cuanto a la película, Manuela ya se había dado cuenta de que se trataba de una astracanada, una especie de comedia con la que los productores esperaban ganar lo más posible reduciendo al mínimo los gastos. Ella serviría sólo como reclamo publicitario, su retrato andaba ya en todas las revistas...

Allí estaban las revistas, en una mesita al lado del diván. Manuela las mira con asco. ¡Era todo tan diferente de lo que había soñado cuando conoció a Paulo, cuando empezó a estudiar baile, cuando Shopel hacía proyectos para su lanzamiento...! Todo tan diferente y tan aparte de su amor con Paulo...

Últimamente andaba él un poco frío y apartado, y aunque prodigaba las caricias cuando veníaa verla y le repetía que la amaba cada vez más, y que un día, después del ascenso, se casaría con ella, Manuela notaba que había cambiado, que no era el mismo de antes, que no había ya calor en su voz, que se enfadaba fácilmente, que aquel aire de hastío dominaba de nuevo su rostro escéptico. Antes vivían prácticamente juntos, como casados, y él iba raramente al apartamento que Artur tenía en Rio. Pero en los últimos tiempos vivía siempre allí, con el pretexto de que allí tenía sus libros, sus objetos más necesarios, y que todo aquello no cabía en el reducido apartamento donde vivía Manuela. Allí iba sólo a cenar ya dormir, y eso no todos los días... Antes no la dejaba un momento, iban juntos al cine y al teatro, a la playa, y daban largos paseos por el barrio. Y fue él mismo quien se empeñó en alquilar aquel pequeño apartamento en Copacabana, sacándola de la pensión de Flamingo donde ella había vivido al principio, diciéndole que así ahora podrían estar juntos sin esperar los formalismos jurídicos para iniciar su vida matrimonial. Manuela había aceptado jubilosa, a pesar de la reprimenda de Lucas, que ya no tenía la menor semejanza con aquel empleadillo de comercio de zapatos de tacones torcidos y camisa de cuello deshilachado. Ahora se vestía en sastres caros, con las mejores telas, viajaba en avión, y hablaba, él también, de alquilar un apartamento en Rio.

Manuela le había hablado a Paulo de sus temores, pero él los alejó con un gesto despreocupado:

—¿Y por qué tiene que saber que vivimos juntos? Oficialmente viviré en el piso del viejo, como siempre. Si tu hermano me encuentra, por casualidad, en tu apartamento —se encogió de hombros— pues vinea verte, de visita, ¿qué tiene eso de particular?

Miró a Manuela a los ojos:

—Dime una cosa, ¿crees realmente que él no lo sabe?

—¿Lucas? No, no lo sabe. ¡Dios me libre! Sabe que nos queremos, que pensamos casarnos. Y nada más... Si lo supiera, sería capaz de matarme...

Paulo sonrió, irónico e incrédulo:

—Puede ser, pero lo dudo, pequeña. Creo que está cansado de saberlo, y que cierra los ojos...

—No, no. Tú no conoces a Lucas como yo...

—En fin, no tiene importancia. Alquilamos el apartamento, oficialmente será el tuyo. Eres una artista, comienzas a ser conocida, no puedes vivir en un cuartucho de una pensión. Se lo dices a tu hermano, y él lo entenderá. Y yo viviré oficialmente en el piso del viejo, pero en realidad estaremos los dos juntos, en nuestra pequeña guarida...

Eran buenos tiempos aquéllos, cuando Paulo no podía estar sin ella... Durante días vivió la alegría de todos los instantes: juntos recorrieron las tiendas comprando muebles. Era un pequeño apartamento, con un salón, cuarto de baño y una minúscula cocina. No era difícil amueblarlo, pero Paulo quería muebles especiales, quería un apartamento original. Juntos eligieron las cortinas, los floreros, la vajilla. Manuela se sentía como una novia en vísperas del casamiento. Tal vez aquéllos habían sido sus días más felices.

Se trasladaron una tarde, al fin. «Se trasladaron», se repetía Manuela, porque al principio Paulo vivía allí: había llevado alguna ropa, pijamas, las zapatillas. Durante unos meses ella se sintió enteramente feliz. Lucas había aprobado el alquiler del apartamento y no le preguntó siquiera quién iba a pagarlo. También él opinaba que debía aceptar el contrato en el casino y un puesto en el reparto de la película.

—Has empezado con el pie derecho... Y creo que yo también. Parece imposible que aún ayer nos pudriéramos en aquella casa inmunda, en un suburbio de São Paulo... Ha salido el sol para nosotros...

Para ella, el sol era el amor de Paulo, su cariño, la esperanza de tenerle toda la vida. Si estaba a su lado, le era fácil olvidar aquellas sórdidas proposiciones insultantes, el lujoso y podrido ambiente del casino, el horror de aquel escenario en el que exhibía sus danzas entre chistes verdes de teatro de revista, se sentía a su lado llena de un entusiasmo renovado, se entregaba con ardor al estudio (continuaba estudiando baile en Rio, con una profesora del Teatro Municipal. Había comprendido que no le bastaban la vocación y los pasos improvisados si quería aprender su arte). Pero cuando él no venía, cuando sonaba el teléfono y él le decía —Manuela lo había adivinado ya por el tono— que aquella noche tenía cualquier compromiso, entonces se sentía humillada y solitaria, y los números que bailaba en el casino le pesaban como fardos insoportables, bailar allí le parecía una traición al baile, a la danza, a sus inquietos pies. ¿Por qué tenía que prostituir su arte? ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué, Dios mío? Paulo estaba en una recepción cualquiera, o visitando a una familia amiga, y ella se entregaba a los más diversos pensamientos. Si estuviera casada, podría ir con él... ¿Cuándo, al fin, sería su esposa, y no tendría que bailar en el casino, y esperarle allí, llena la hermosa cabeza de pensamientos pesimistas, llenos de tristeza los ojos azules? Pero Paulo se alejaba de ella cada vez más, ¿en qué acabaría todo aquello?

Y ahora, para colmo, había ido de vacaciones a Santos, con su padre y los Costa Vale, dejándola allí sola, entregada a sus dudas, a sus incertidumbres melancólicas. Manuela sentía una instintiva repugnancia hacia Marieta, a quien sólo había visto una vez, en la recepción de la Comendadora da Torre, cuando bailó ante el presidente. Pero había leído en sus ojos la enemistad, el desprecio, un profundo rencor. En Santos ¿qué no diría Marieta a Paulo para arrancarle de sus brazos?, y ella, sola y distante, sin poder siquiera defenderse...

Veía claro que Paulo jamás se casaría con ella, que su pasión se estaba extinguiendo, que allá, en Santos, no encontraba siquiera tiempo para responder a sus cartas y a los telegramas cargados de tristeza. Le había mandado sólo dos o tres postales con unas palabras rápidas y la eterna promesa de una carta nunca recibida.

Y ella, que había hecho tantos y tan hermosos proyectos para aquellas vacaciones de Paulo: al fin iba a poder tenerle a su lado todo el día, había proyectado paseos, rápidas huidas al campo, largas horas en la playa, sin pensar en nada, felices con el placer de estar juntos. Sólo el día anterior a su partida le dijo que no iba a poder pasar las vacaciones con ella: Artur le llamaba urgentemente desde São Paulo, donde complicados negocios de familia exigían su presencia durante varios días. Negocios importantísimos, había dicho. Y Manuela le creyó. Le dejó marchar sin una palabra de protesta, esforzándose por no echarse a llorar al despedirle. Pero ahora dudaba ya de aquellos importantes negocios que se trataban en las playas de Santos, en un hotel de lujo... Quién sabe si no era el fin, aquel temido fin que ella sentía aproximarse, inevitable.

Su vida transcurría monótona en aquellos últimos días de verano. Casi no salía del apartamento, a no ser para actuar de noche en el casino, y dos veces por semana a la clase de ballet, su única alegría. Ni siquiera Shopel —«mi único amigo», pensaba Manuela—, estaba en Rio. Andaba por Mato Grosso, metido en la selva...

Manuela se quedaba por las mañanas esperando impaciente el correo, llamando una y otra vez a la portería para saber si había pasado ya el cartero, tragándose las lágrimas cada día que pasaba sin recibir carta, esperando por las tardes el ansiado telegrama que le anunciara el regreso de Paulo. Le amaba con el mismo loco amor de antes, ponía en el tocadiscos los discos que a él más le gustaban, leía los libros de versos que él solía leer —y que ella no entendía, una poesía sin puntuación y casi siempre de exotérico sentido— y confesaba sus quejas a su retrato colocado al lado del diván.

Cuando más sola y triste se sentía, leyó en un periódico la noticia de la vuelta de Shopel, «el gran poeta que ha soñado con llevar la civilización a las regiones ignotas del interior», como escribía el cronista que narraba las peripecias del viaje del autor del «Navío ciego», «hombre que es al mismo tiempo poeta místico e industrial progresista, como exige este siglo nuestro, dominado por la técnica y las máquinas». Manuela no terminó siquiera de leer la crónica y se precipitó al teléfono. El poeta se deshizo en halagos al reconocer su voz, y le trató como siempre de Pavlova y de Isadora Duncan, le pidió noticias de Paulo, pero cuando Manuela quiso contarle sus penas, preguntarle si había visto a Paulo a su paso por São Paulo, Shopel dijo que lamentaba no poder atenderla en aquel momento, que estaba ocupadísimo. No obstante, iría a cenar con ella el lunes, día en que el casino estaba cerrado y ella tenía la noche libre. Tenía que hablarle del ballet proyectado en homenaje al presidente. Y se despidió, disculpándose una vez más por su mucha prisa.

Manuela esperó al lunes impaciente. Había encargado una cena espléndida en un restaurante próximo. Shopel apareció tarde, pasadas las ocho, tirando de un enorme puro, con aire próspero en su rostro fláccido, muy afectuoso con Manuela:

—¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Cómo va la viudita?

—Triste... Hasta los amigos como tú llegan de viaje y no tienen tiempo siquiera para llamarme...

—Joven orgullo del arte brasileño: ¡No admito reproches injustos! Acabo de rechazar una invitación del ministro de Justicia, que quería que cenara con él, ya sabes, el homérico poeta de la Nueva Ilíada, porque yo, antes que la política coloco el arte, principalmente cuando el arte tiene una cabellera y unos ojos como los tuyos. Ante todo, los sagrados deberes de la amistad...

Manuela no podía dejar de reírse. Aunque a veces Shopel le causara una incómoda sensación de repugnancia con su cinismo y su hipócrita adulación a los poderosos, había acabado por estimarle. Notaba, inconscientemente, que él la utilizaba en sus ambiciosos proyectos, pero al menos jamás había intentado conquistarla... Y era un amigo de Paulo, su mejor amigo... El poeta continuaba con aquella voz artificiosa de declamador, con su verbosidad, con sus hipérboles:

—¿Por qué estar triste si es hermoso el día, si ha disminuido el insoportable calor, si el éxito continúa acompañándote, si la hermosura ideal es tu vestido? ¿Por qué estar triste si todo va bien en este bendito país, bajo el paternal reinado de Su Majestad Gegé I el Magnánimo?

—Paulo no acaba de volver...

—Anda por Santos ¿no? —El poeta se sentó, abandonó aquel tono declamatorio con que siempre saludaba a los demás, había un puntito de despecho en su voz—. Allá están todos: el padre, Costa Vale y la vaca de su mujer, la detestable Comendadora da Torre y sus detestabilísimas sobrinas, divirtiéndose todos, y sólo yo, el esclavo, tengo que andar por Mato Grosso, entre mosquitos y mestizos armados... Y cuando vuelvo, es para quedarme todo el día en el despacho, velando por los intereses de esa maldita Empresa de Valle de Rio Salgado, tratando con funcionarios públicos, a cual más devorador, pidiendo todos sin parar... Nunca podrás imaginar la voracidad de esa gente, Manuela... Y cuando me libro de los funcionarios es para caer en manos de los yanquis, que son más estúpidos que la misma estupidez, más burros que toda la Academia Brasileña de Letras reunida en sesión solemne, que sólo entienden de negocios y que no acaban de entender por qué no hemos echado a patadas a los cultivadores de las márgenes del río... Trabajo como un condenado, y ellos andan por Santos en juergas y bacanales... No te entristezcas, Manuelísima, porque entonces también yo me pondré triste y va a ser el cuento de nunca acabar. Terminaríamos los dos nadando en un océano de lágrimas...

Manuela se divertía con las lamentaciones de Shopel:

—¿Y quién te mandó abandonar la poesía por los negocios?

—Hay que vivir, hija mía, hay que vivir. Y no he nacido para vegetar en la miseria. La poesía no da de comer a nadie. Y si algo odio, Manuela, es la pobreza. Este mundo está dividido en dos partes: de un lado, los pobres, con su inmundicia, su mal olor, su insoportable mala educación; de otro, los ricos, su limpieza, sus perfumes, la gran vida. Para estar a este lado hay que tener dinero, Manuela. O, por lo menos, una belleza como la tuya... La belleza es también una moneda...

—Moneda sin valor, Shopel. Con ella no se compra la alegría... —Manuela hojeó distraída una revista—. ¿Fiestas en Santos? ¡Pero si allá andan todos en huelga! Lucas me contó...

—La huelga es en los muelles, joven bailarina, y ellos están en la playa... ¿No te has enterado de la fiesta en honor del ministro de Trabajo, del Gabrielinho ese? Dicen que fue algo divino... Bacanal sin par en la historia... Paulo me lo contó todo en una carta...

—¿Te ha escrito? Pues a mí, ni una carta. Tres postales con unas frases de circunstancias y nada más... No sé, Shopel...

Pero el poeta, que veía venir la escena, le interrumpió:

—Vamos a cenar. Luego hablaremos de todo eso. Tengo un hambre de león.

Ella obedeció, pero no comió apenas. Casi no probó el vino francés traído por el poeta. Éste devoró la cena, se bebió él solo dos botellas, le explicó que estaba ya compuesta la música para el ballet, y que el «gran maestro Cidade» le esperaba para hablar juntos de todo. Era una oportunidad única para Manuela: el maestro, una de las glorias artísticas del país, un nombre conocido en el extranjero, había compuesto un ballet para ella. Era el triunfo definitivo. El maestro estaba muy interesado en el éxito de su ballet, esperaba obtener con él el pago de un viaje a Europa; el presidente no podía negárselo. Y ella, ella también, Manuela, podía empezar a pensar qué pedir: Getúlio, dueño absoluto de Brasil desde la implantación del Estado Novo, era el nuevo mecenas distribuyendo dádivas entre sus protegidos...

Pero Manuela no se animaba con esta perspectiva. Se había abismado en un silencio que inquietaba al poeta. Al llegar del Mato Grosso, Shopel se había encontrado una larga carta de Paulo que le hablaba de la fiesta de disfraces y de su nuevo amor: «Tenías razón, estaba ciego, no veía el amor ante mí. Es algo delicioso, con su carga de picante, con el gusto alucinante del incesto...» La carta se detenía en el relato de la noche en la playa, las locas frases de Marieta, pero hablaba también de la continuación de sus relaciones con Rosinha da Torre. El noviazgo se haría oficial a la entrada del invierno, lo más tardar, y la boda sería por Navidad. «El problema —iba a escribir el negocio, viejo amigo— está completamente resuelto. Me caso con los millones de la Comendadora y ella me asegura además el ascenso y la designación para la Embajada en París». Y, para terminar, le rogaba que le hiciera un favor: ir preparando a Manuela para la noticia: «Trata de preparar el terreno. Quiero evitar una escena. Va a ser molesto, pero la culpa es mía, por dejar que este asunto se prolongara demasiado. Demuéstrale que, con nuestra "asociación", al fin y al cabo salió ganando. Hoy está lanzada, y si sabe aprovechar la ocasión...»

El propio Shopel, acostumbrado al cinismo de los jóvenes literatos, cínico él mismo, quedó sorprendido con el final de la carta: el egoísmo de Paulo le exasperaba. ¿Por qué no lo hace él mismo? ¿Era trabajo ese para pedírselo a un amigo? Y tenía cierta envidia del otro: había nacido en cama rica, de familia aristocrática, los fáciles caminos de la vida estaban abiertos para él, no tenía que adular, humillarse, escribir elogios babosos a los políticos y a los industriales, como él se veía obligado a hacer.

Como poseía un nombre sonoro y antiguo, se le ofrecían las herederas de millones, como Rosinha, y las pobres doncellas fascinadas, como Manuela. Y, para colmo, estaba en brazos de Marieta, a quien Shopel había mirado siempre con ojos suplicantes, inútilmente... «No voy a mover un dedo. Que se las arregle cuando venga», pensó.

Pero el mismo día en que recibió la carta, Manuela le había telefoneado. Y el poeta empezó a rumiar proyectos: quizá, si sabía llevar el asunto con tacto, acabaría por heredar a Manuela. Podría ser que ella terminara en sus brazos ávidos. La gran tragedia de Shopel era la indiferencia con que las mujeres le miraban, su fracaso absoluto con las mujeres. Aquellos ciento veinte kilos, las grasas ridículas, la papada inmensa, hacían que las mujeres se rieran de él y, cuando alguna se le entregaba, sabía que no la movía el amor y sí cualquier otro interés. Era novio, desde hacía años, de una huérfana criada por sus tíos, amigos de Shopel. Era una gente pobre, y el matrimonio de su sobrina con Shopel les parecía un regalo del cielo. Pero Alzira, la novia, introducida por él en los medios literarios, habituada a sacarle todo lo que necesitaba para vestir bien y divertirse sin demasiadas consideraciones, iba aplazando el casamiento como podía, con la esperanza de encontrar un candidato tan ventajoso como el poeta y con mayor atractivo. Shopel organizaba de vez en cuando tremendas escenas de celos: empezaba acusándola y terminaba por llorar como un niño, amenazando con suicidarse. Alzira se ponía en el papel de víctima indignada: ¿es que no podía ser amiga de nadie sin provocar sus sospechas? En cada escena repetía las mismas frases, se declaraba dispuesta a romper el noviazgo, no quería ser su esclava. Era Shopel quien cedía siempre, a cambio de una promesa de felicidad y de una afirmación de amor. En compensación, llenaba a Alzira de regalos, le dedicaba poemas, con el miedo de que ella, que hasta entonces le había aceptado, le plantara.

La idea de «heredar» a Manuela fue tomando cuerpo en su pensamiento. De todas sus «invenciones» con Paulo —la pintora Sibila, el crítico literario Armando Rolin, el poeta esquizofrénico Germano d'Anunciaçao—, Manuela era la única que tenía una verdadera vocación. Hacía mucho ya que Shopel había dejado de considerar aquello como una broma. La trataba en serio y hasta le gustaba el candor de la muchacha, sus sentimientos púdicos de pequeña-burguesa, que le recordaban el ambiente de su propia familia, en el interior de Paraná. Aquella fidelidad, aquel amor abnegado (Paulo lo calificaba de «pegajoso»), aquella modestia, eran para él cualidades, las cualidades que Alzira no tenía. Si Manuela llegara a interesarse por él y le dejara ocupar el vacío de Paulo, sería una delicia, tendría la mejor de las mujeres, la más hermosa también... Pero ¿cómo conseguirlo?

Pensó que había encontrado la solución. En las mujeres como Manuela, el amor nace de la gratitud. Hasta en su amor por Paulo, pensaba Shopel, había mucho de gratitud. Paulo le había sacado del ambiente mediocre donde la muchacha languidecía, le había abierto la perspectiva de otra vida. Manuela le pagaba con amor, con aquel amor ilimitado. Verdad es que Paulo era elegante, y que no pesaba ciento veinte kilos. Pero, en cambio, Shopel tenía su poesía, su nombre consagrado. Rumió proyectos para la visita del lunes. Era necesario obrar con tacto.

Ahora, al verla inmersa en su tristeza, no sabía cómo empezar. Bebió el café silenciosamente. Se sentó luego en el diván. Lo peor es que se sentía pesado después de la comida, no debía haber comido tanto...

—¿Tienes coñac?

Manuela fue a buscar la botella. Lo sirvió en las grandes copas panzudas, de cristal, compradas por Paulo. Acercó una silla. Shopel habló:

—Siéntate a mi lado. Es mejor... Vamos a hablar en serio. Ábreme tu pequeño corazón, cuéntame tus tristezas, sin temor... Soy tu amigo, lo sabes bien... Este coñac es magnífico...

Hizo restallar los labios gruesos.

—¿Qué te puedo contar que tú no sepas? Sabes cómo empezó todo y lo que pasa ahora. Tal vez sepas incluso más que yo... Estoy llena de dudas, de preguntas...

—Pregunta, pues, y yo te responderé.

—Esa ida de Paulo a Santos... Teníamos tantos proyectos para estas vacaciones... Me contó que tenía un negocio importante... Y ahora resulta que está allí, en Santos, de fiestas...

—¿Nunca te dijo de qué negocio se trataba?

—No. No se lo pregunté. No entiendo nada de negocios.

Shopel se sirvió más coñac. Se acercaba el momento más difícil. Después vería cómo aprovecharlo. Empezaba a sentirse un poco embriagado.

—Paulo te prometió casarse contigo, ¿verdad?

—Cuando le ascendieran... —Manuela esperaba ansiosa.

El tono poco solemne del poeta, el abandono de sus frases sonoras, la asustaban. ¿Qué iría a contarle?

Shopel movió la cabeza con aire de reprobación:

—Paulo es un chiquillo, y todos los chiquillos son egoístas. ¿Cuántas veces le habré dicho que no prometa nada si no puede cumplir? Pero él sólo veía su deseo. Mal hecho.

—¿Y por qué no se va a casar conmigo?

—Manuela, esa gente de la alta sociedad, no se casa: firma un contrato comercial, ¿comprendes? La hija del banquero Fulano, contrata casamiento con el hijo del industrial Zutano. Un negocio como otro cualquiera...

—Pero Paulo me ama...

—Por lo menos, te amó. O te deseó, lo que para él es lo mismo...

Manuela suplicaba, con las manos tendidas:

—Cuéntame de una vez lo que sepas; no me tortures...

Shopel le cogió las manos, la acercó más, su voz se llenaba de tonos afectuosos:

—¡Pobre chiquilla! No debería decirte esto. Paulo se va a poner furioso. Pero yo te aprecio mucho, no puedes imaginar hasta qué punto... Aprecio también a Paulo, pero él no ha obrado bien contigo... Se lo dije más de una vez: «No hagas sufrir a Manuela... No es como las otras...»

—Pero ¿qué pasa? ¡Por el amor de Dios...! Shopel engulló otro trago de coñac, como para darse valor:

—Paulo es novio de una de las sobrinas de la Comendadora da Torre... Rosinha... Fue a Santos a concluir las negociaciones... Un buen negocio...

El sollozo de Manuela era doloroso. Shopel le pasó el brazo por los hombros, hizo que ella reposara la cabeza en su pecho gordo al tiempo que tendía la mano libre hacia la copa de coñac. Manuela murmuraba entre sollozos: «¡No puede ser... No puede ser...!»

Entonces el poeta, con la voz un poco torpe por la bebida, sintiéndose terriblemente sentimental, le habló largamente. Procuró consolarla: ¿Por qué sufrir por quien se había portado tan mal con ella, por quien la había engañado, por quien había jugado con sus sentimientos? Paulo no era el hombre que ella necesitaba: era un egoísta, un escéptico, un calculador, un juerguista inveterado, hombre de vida escandalosa. ¿No sabía la historia de Bogotá? Ella, Manuela, necesitaba a alguien que la amara con amor verdadero y profundo, que se consagrara a ella, que supiera valorar debidamente su dedicación, su cariño, alguien que no le llamara «pegajosa» como Paulo.

Ante estas revelaciones crecían los sollozos de Manuela, y Shopel aprovechó la ocasión para demostrarle su amistad, para mostrarse solidario con ella. Continuó hablándole, y poco a poco fue revelándole el rostro verdadero de Paulo, al tiempo que le insinuaba la alegría de otro amor: había, sin duda, muchos que la amarían, y entre ellos no faltaría un hombre digno de ella.

—Jamás —dijo Manuela.

Pero Shopel no se turbó. Era muy pronto aún para esperar otra reacción. Tenía tiempo por delante. Al despedirse, avanzada ya la noche, prometió volver. Hizo que Manuela le prometiera que le llamaría otro día para contarle cómo iba todo, y le dijo finalmente:

—No te entregues a la tristeza. Tienes tu arte y tus amigos...

—¿Mi arte? Bailar en el casino para borrachos y jugadores... Y amigos no tengo ninguno...

—¿Y yo? —El poeta parecía ofendido.

Manuela estaba parada ante él, en la puerta.

—Perdona. Es verdad. Has sido un buen amigo. Mi único amigo. Ahora, es necesario que no me dejes sola... Soy capaz de volverme loca...

Él deseó besarla, pero se contuvo. Le acarició el rostro.

—Puedes contar conmigo. Te quiero mucho más de lo que imaginas. Mucho más, realmente...

En la calle, tomó un taxi, indicó la dirección de Telégrafos. «El terreno estaba preparado. Preparado, para Paulo y para él». Lo importante ahora era no echarlo todo a perder por precipitación. Era preciso que ella se sintiera aún mucho más agradecida, y que esa gratitud se transformara en amor. Dejar que las cosas maduraran...

Ya en Telégrafos, envió un despacho urgente para Paulo: «Terreno preparado stop lágrimas secas sollozos contenidos recriminaciones terminadas stop puedes volver inconstante corazón alma de bronce pecador stop.»

Leyó el texto ya redactado como quien declama un poema. Se rascaba la barbilla con la estilográfica, con tentaciones de añadir una frase picaresca sobre los amores de Paulo y Marieta Vale. Pero ¿y si un día se enteraba ella del telegrama? «Con la mujer del banquero lo mejor es no andar con bromas... Vamos a dejar a la patrona en paz; con el marido que tiene, hasta sus amores seniles son respetables...», pensó. Firmó el telegrama; pagó.

El taxi se había quedado esperando. César Guilherme encendió su último puro, dio la dirección al conductor, se arrellanó en el asiento, con un suspiro de alivio. «Deliciosa Manuela...» Una expresión de contento se extendió por las grasas de su rostro moreno.

2

En el avión, Paulo recordó el telegrama de Shopel. Ese César Guilherme tenía ingenio, y, además, era útil. No debía de haber sido fácil la entrevista con Manuela. Paulo imaginaba la explosión inicial de dolor y, sólo con imaginarla, se sentía incómodo. Afortunadamente ahora ya todo debía de estar en otra fase: su encuentro próximo no le amedrentaba tanto. Lo peor de la tempestad ya habría pasado, y podrían hablar más o menos tranquilamente. Habría aun algunas lágrimas, sin duda, pero las primeras, las más difíciles de soportar, habían caído sobre Shopel. Manuela iba a llorar aún, le pediría que no le abandonara. Paulo estaba preparado para aquellas últimas lágrimas inevitables y para aquella trémula petición. Todo podía arreglarse, le diría, conciliador, acariciándola: él aún la amaba y la amaría siempre, pero no podía casarse con ella; ese casamiento sería un absurdo. Lo podría comprender sin dificultad cuando pensara un poco en eso, más serena ya... No es que no la creyera digna de él, nada de eso. Pero él, Paulo, a pesar de la elegancia, del padre famoso y senador, de su carrera diplomática, era un pobretón, último retoño de una arruinada familia de los tiempos del Imperio. Lo que ganaba en el Itamarati no le llegaba ni para los gastos más inmediatos. Realmente, vivía casi a costa de su padre...

Tenía que pensar en su futuro, y la única puerta para la riqueza era la boda, aquella boda con la sobrina de la Comendadora da Torre que aportaba, en principio, una dote de varios millones... Trataría de explicarle aquello teatralmente para que Manuela se convenciera de que él era víctima y no verdugo. ¿Continuar con ella? Pero si eso era lo que más deseaba en el mundo. Pero no podrían continuar como hasta ahora, exhibiendo su amor a plena luz. Tendrían que tomar ciertas precauciones, se había acabado la vida en común, tendrían encuentros más o menos clandestinos, pero eso daría un encanto aún mayor a aquel amor inmenso, que se veía obligado a ocultarse... Una amante oficial podría echar a perder su noviazgo ¿comprendía? Pero, en el fondo, nada habría cambiado entre ellos, y sería incluso mejor, un velo romántico de misterio envolvería esta pasión... Y la veía, de acuerdo en todo, cayendo en sus brazos, en una reconciliación. Y así él estaría libre, y, además, la tendría a su disposición cuando la deseara.

Desde luego, no era esto lo que había prometido a Marieta Vale, pero la mujer del banquero se equivocaba si creía que iba a permitirle dirigir su vida como si él fuera un muñeco de marionetas. Ahora, cuando había perdido aquella especie de respeto filial que ella le infundía, se preguntaba hasta qué punto no estarían sus consejos dictados por los celos...

Incluso después de haberle conquistado, Marieta seguía manteniendo ante Paulo, en las largas conversaciones que seguían a sus encuentros delirantes, el aire de persona práctica y experta que guía a una criatura caprichosa por los meandros complicados de la vida. Se sentía feliz, había alcanzado el bien que más deseaba, y como no se hacía ilusiones sobre Paulo, como no le idealizaba, como lo quería tal como era, egoísta, escéptico y hastiado de todo, sus esfuerzos se dirigían en un sentido único: conservarle para siempre. Sin él, sería de nuevo la angustia, el deseo incontrolado, la vida despojada de atractivo, todo perdería su encanto... ¿Y qué mejor medio para conservarle que no ser para él sólo la amante fácilmente sustituible, sino también la amiga, la consejera que vela por sus intereses, que evita los tropiezos en su camino?

Un día habían hablado de Manuela. Paulo se sorprendió al ver que Marieta conocía el caso en todos sus detalles.

—¿Pusiste a Barros tras mis pasos? —comentó burlón.

Ella le cogió las manos para decirle:

—Lo que me sorprende es que te hayas enamorado hasta ese punto de una pavisosa, una muchachita del suburbio, sin la menor clase, y que le hayas montado un piso y que hayas vivido públicamente con ella...

—Una artista... —intentó defenderse Paulo como si el hecho de que Manuela fuera bailarina la elevara de su medio pequeño-burgués.

—Artista... Inventada por ti y por Shopel para divertiros... Que la llevaras a tu piso alguna vez, por hastío, se entiende, pero convertirla públicamente en tu amante, ligarte a ella de ese modo, es algo que te disminuye a los ojos de cualquiera... No puedes imaginarte los comentarios. Y puedo decirlo yo, que tuve que oírlos día tras día. Te defendí como pude, dije que era una aventura sin importancia, pero cuando llegaba alguien de Rio, lo primero que hacía era contar que te habían visto en el teatro, en la playa o en un restaurante con la pavisosa esa... Henriqueta Alves Neto, que también te vio con ella (Paulo lo recordaba perfectamente, había sido en el vestíbulo de un cine, y Henriqueta iba acompañada por Hermes Resende, su último «caso»), me dijo que le dieron ganas de vomitar —Marieta se echó a reír al contarlo, imitando la voz melodramática de la mujer del abogado—: «Con tantas mujeres interesantes que podría encontrar entre las de su clase, y va a liarse con la primera señoritinga...» —Dejó de reírse para añadir—: Y tenía razón...

—Henriqueta es una histérica. Anduvo detrás de mí...

—Es verdad. Pero no por eso tiene menos razón. Aun ayer fue la Comendadora quien me habló. Y eso es más serio, ya sabes...

—¿La Comendadora? ¿Y qué dijo?

—Paulo, amor mío, tú sabes que no soy celosa. No soy ya una chiquilla, para pensar que no vas a engañarme nunca. Todo lo que quiero es que me quieras tú también, que sepas que te adoro y que siempre seré tuya. Pero velo por tus intereses...

Paulo la atrajo hacia él, la besó. Pero ella esquivó su abrazo, tenían que hablar en serio.

—Y, realmente, la responsable de tu noviazgo con Rosinha soy yo. Cuando aún estabas en Bogotá, antes incluso de que volvieras, ya andaba yo amañando la cosa con la Comendadora. Así que llegué de Europa y la vi buscando marido para su sobrina, insinué tu nombre... Y para que veas lo que son las cosas, por aquellos días los diarios sólo hablaban de ti. Te trataban de correfaldas, de juerguista, de calavera, de no sé qué más... Pero como tu escándalo fue con una mujer de clase, con la esposa de un embajador, nada de aquello tuvo importancia. Creo incluso que fue precisamente eso lo que inclinó a la Comendadora en tu favor... En cambio, ese caso tuyo con la muñequita de arrabal, la tiene preocupada. Aun ayer vino a hablarme: que era un escándalo, que no podía admitir tal cosa, y que si quieres realmente casarte con Rosinha tienes que romper antes con esa aventurera... Me pidió que te hablara... Naturalmente, al principio, me negué. Pero me dijo que si no te hablaba yo, lo haría ella misma...

Paulo se sobresaltó:

—Sería lamentable...

—Lo sé. Por eso le dije que iba a hablar yo contigo, pese al miedo que me da el que pienses que son celos míos... Pero tú me conoces, no va a ser de una chiquilla así de quien yo tenga celos...

Lo que Paulo temía era la entrevista con la Comendadora da Torre. La vieja, con sus millones, sus joyas, su arrogancia y su rudo lenguaje de verdulera, le infundía verdadero pavor. Ella le trataba como si fuera cosa suya, un muñequito decorativo de su palacete, autoritaria, irónica. Verdad es que Paulo parecía gustarle, le había regalado un coche, pero no admitía réplicas cuando hablaba en serio. No era posible discutir con ella. Estaba dispuesto a prometerle a Marieta todo lo que deseara con tal de evitar la desagradable entrevista con la Comendadora. Empezó explicándole:

—Tú sabes cómo son esas cosas... Lo de Bogotá me había dejado asqueado de todo. La culpa fue de Adela, la mujer del chileno... Estaba borracha, y yo también...

—Lo sé. Me lo contaste ya...

—Pues fue eso. Hubo aquel escándalo. Los diarios ya ves como lo explotaron, el viejo Artur estaba furioso. Y a mí, con todo eso, se me metió en la cabeza que necesitaba un amor romántico, una doncellita dulce... Pero hace ya mucho tiempo que estoy harto...

No le gustaba hacerle teatro a Marieta:

—Y ahora que te tengo a ti, claro está que no voy a seguir con ella...

—¿Vas a romper? ¿De verdad?

—Me juzgas mal. Yo estoy enamorado de ti...

Fue entonces cuando escribió la carta a Shopel. Al recibir el telegrama del poeta, le comunicó la noticia a Marieta:

—Ha acabado todo con Manuela. Le pedí a Shopel que fuera a verla... Me ha puesto ayer un telegrama...

Vio la alegría victoriosa, incontenible, de la mujer. Y fue aquello lo que le hizo desear de nuevo a Manuela. Marieta anunció:

—Cuando vayas a Rio, le vas a llevar una docena de corbatas a Shopel, regalo mío...

«Piensa que va a hacer conmigo lo que le dé la gana», rumiaba Paulo. «Vamos a ver quién es más fino, vulpeja del diablo...», y recordaba la desbordante ternura de Manuela.

Antes de ir a Rio, de vuelta ya en São Paulo, fue a cenar a casa de la Comendadora, para despedirse. Bostezaba en el gran salón donde Rosinha y la hermana tocaban el piano a cuatro manos, unos acordes de principiantes, «¡Ignominioso!», murmuraba Paulo. De repente entró la Comendadora, hizo un gesto ordenando a sus sobrinas que continuaran, se sentó al lado del muchacho. Oyó por unos momentos, atentamente, la maltratada melodía, sonrió orgullosa:

—Estas chiquillas están educadas a la perfección... No hay otras como ellas en São Paulo. No ahorré dinero...

Paulo tejió unos breves elogios a las pianistas: «ejecución segura, sentimiento...» Cuando él representaba un papel de éstos, recordaba a Artur posando para el Parlamento y para el mundo. La Comendadora le miraba con sus ojuelos increíblemente jóvenes y maliciosos:

—O sea, que el mozuelo ha decidido plantar a su bailarina ¿eh? ¡Pues ya era hora...! —indicó a la sobrina mayor con su dedo cargado de anillos—. Ya sabes: o la bailarina, o la pianista. No se puede repicar y estar en la procesión...

— Es un dilema artístico... —Paulo intentaba hacer como que lo tomaba a broma.

—No empieces con literaturas, muchacho; eso déjalo para el salón de Marieta Vale, para las librerías... Tu lío con esa muertadehambre es una vergüenza, una afrenta a nuestra clase.

—Bueno, pero ya está todo acabado... —afirmó Paulo para cortar la conversación. La brutal franqueza de la vieja acababa con sus nervios. Ni siquiera se preocupaba de dorar la píldora.

—Y a tiempo, muchacho, a tiempo. Por una vez has pensado con la cabeza. Ahora ya podemos hablar en serio de tu noviazgo con Rosinha... Voy a distribuir entre las chiquillas unas acciones, unas casas y dinero para cada una... Alina es aún muy joven para casarse, pero como le doy a la otra, le doy también a ella, así acabo de una vez... Y va a ser una dote de princesa...

Paulo afectó gran dignidad, se colocó aquella máscara de honradez que tan bien le iba a Artur:

—Amo a Rosinha, Comendadora. No me caso por su dinero. Aunque fuera pobre...

La Comendadora le observaba como si fuera un fenómeno de circo, divertida. La risa se le escapó tan violentamente que las muchachas pararon de tocar. Paulo se sentía humillado. ¿Cómo diablos se le había ocurrido decir aquella estupidez? ¿Cuántas veces no se había reído, también él, ante los arranques de afectada dignidad de su padre? Cuando la Comendadora pudo controlarse, dijo:

—Igual que tu padre... Esos aristócratas... No pueden hacer nada con naturalidad, sin ponerse su disfraz de honradez —movió la cabeza, como en una triste comprobación—. Sois una calamidad, hijo mío, pero tenéis esos nombres largos y sonoros, que aún valen algo... Vamos a cenar.

Se levantó repitiendo: «No es por su dinero... Aunque ella fuera pobre...», y se partía de risa. «¡Qué manera de dárselas de caballero...!»

Paulo jamás se había sentido tan humillado. Todos querían mandar en él, dirigir su vida, sus actos, hasta sus palabras: el padre, ansioso de que aquella boda se realizara, Marieta con su pasión, el banquero Costa Vale como un pariente interesado, la Comendadora con su insoportable falta de educación. Pero mostraría a todos quién era él, lo que valía. Al volver hacia casa iba rumiando su revuelta: iban a ver de qué era capaz. Sin embargo, ni por un momento pensó en liberarse de Marieta y de Rosinha, en romper con el proyectado noviazgo, en irse a vivir de nuevo con Manuela. Estos pensamientos ni siquiera le pasaban por la cabeza. Sus planes de venganza se resumían en continuar sus relaciones con Manuela, a escondidas, naturalmente. Le parecía que de este modo mantenía intacta su personalidad, y le bastaba esto para sentirse en paz consigo mismo. Y, en el avión ya, se preparaba para la escena que veía venir, iba estudiando sus argumentos.

Artur duerme en el sillón de al lado. Viajan entre una espesa niebla sobre las montañas. Paulo se abisma de nuevo en sus pensamientos. Aquel mes de fiestas casi sin interrupción, pasado en São Paulo y Santos, divertido con los rumores despertados por la huelga de los estibadores, con el descubrimiento del amor de Marieta, con la obligación de acompañar a Rosinha a los tes, al cine, de hacerle la corte, le había dejado agotado y ve ya el pequeño apartamento de Copacabana como el lugar ideal para reposar de todo aquello. Los brazos de Manuela le parecían como el tranquilo remanso donde olvidar, por unos momentos, la risa sin fin de la Comendadora, agresiva como una burla, la constante repugnancia ante Rosinha, con su educación («asquerosa») de colegio de monjas, el ansia sexual devoradora de Marieta y sus interesados consejos maternales... Manuela le había pedido que volviera. Él va a consentir, pero con las necesarias limitaciones... El avión desciende, deja atrás la neblina, y entre las montañas y el mar aparece la ciudad de Rio de Janeiro resplandeciente, vestida por la luz de la tarde. Paulo despierta a Artur:

—Estamos llegando.

Artur se despereza, se ajusta la ropa:

—Voy al despacho directamente. Lleva mi maleta al apartamento...

Mientras acompañaba al mozo de equipajes hasta la salida, Paulo vio de lejos a Lucas Puccini. Artur había desaparecido apresurado entre los grupos de gente, en busca de un taxi. Paulo intentó evitar el encuentro con Lucas: quién sabe si no estaría ya informado de la ruptura y vendría a pedirle cuentas de la honra de la hermana... «No conoces a Lucas... Es capaz de matar...», recordaba estremecido las palabras de Manuela. Los tipos como Lucas son unos bárbaros elementales, llenos de prejuicios. Era capaz de una escena violenta en pleno aeropuerto. Procuró evitarle, pasar sin que le viera, pero Lucas se dirigía ya hacia él, con una amplia sonrisa en los labios, la mano tendida. Paulo lo saludó sin entusiasmo:

—¿Cómo va eso?

—He llegado esta mañana y ya estoy esperando el avión de vuelta. Un negocio a medio resolver. Tenía que hablar con unos individuos... —se daba aires de personaje importante—. Ni tiempo tuve para ir a ver a Manuela. Si la ves, dile que dentro de una semana volveré por aquí unos días e iré a verla —reía, disfrutando de su propia importancia—. Los negocios le absorben a uno de tal manera que ni tiempo le dejan para dar un abrazo a la familia, pero ¿qué hacer? La obligación ante todo...

Y, como en la sala de pasajeros el altavoz anunciara ya la salida del avión de São Paulo, Lucas se precipitó con su maleta:

—Hasta la vista...

—Buen viaje...

Paulo respondió, ahora definitivamente aliviado. «No conoces a Lucas... Es capaz de matar...» ¿Ése? ¡Qué iba a ser capaz! No mataría a nadie. Estaba demasiado ocupado en ganar dinero... Buscó con los ojos al mozo, que ya le esperaba al lado de un taxi. Iría a dejar las maletas en el apartamento de su padre. Luego, cenaría en un restaurante del centro, y después se metería en un cine, para matar el tiempo. Iría luego al apartamento de Manuela, poco antes de que ella llegara del casino (tenía las llaves del portal y del piso). Ni le daría tiempo de decir nada, de murmurar una queja, le cerraría la boca con un beso cuando ella entrara, y así sería más fácil luego la charla que iban a tener...

Cuando abrió la puerta vio que la sala estaba iluminada. ¿Por qué no había ido al casino? Manuela levantó la cabeza al oír el ruido, y Paulo retrocedió al vislumbrar la palidez de su rostro, como si estuviera gravemente enferma, abandonada sobre el diván, desgreñada, tumbada como un fardo. Manuela lo miró sin decir nada y las lágrimas empezaron a fluir de sus grandes ojos matinales, a resbalarle por el rostro. Ni siquiera intentó secarlas. Él desvió la mirada, vio el apartamento desordenado: «¡Y era así como Shopel veía el terreno preparado...!»

—¿Estás enferma? —y avanzó hacia ella, tendiendo los brazos.

Manuela se encogió en el diván, su voz sonó severa, una voz desconocida para Paulo:

—¿Qué haces aquí? Ya he mandado todas tus cosas a tu casa...

Él había visto el bulto de papel pardo en el apartamento del padre, colocado en una silla por el portero, pero ni lo había abierto. Pensó que sería ropa que llegaba de la lavandería.

—¿Pero qué tienes? ¿Qué es eso?

—Lo sé todo. Vete, déjame en paz... —No gritaba, como si fuera incapaz de excitarse, pero su voz ordenaba, imperiosa.

—Shopel te contó...

—¿Qué te importa quién fue? Vete...

—Fui yo quien le pedí que te lo contara.

—¿Tú? Eres peor aún de lo que pensaba. Ni siquiera tuviste valor para hablar conmigo. Enviaste a otro...

La escena no se iba desarrollando tal como él había previsto en el avión, pero Paulo aún no había perdido las esperanzas de transformarla de acuerdo con sus intereses y con su vanidad: no quería retirarse expulsado por la muchacha, quería verla pidiéndole que se quedara. Lo que más le impresionaba era el rostro dolorido de Manuela, su aire de abandono, aquella voz severa.

—Sí. No tuve valor para venir a contártelo. —Su voz no parecía salir todo lo triste que él deseaba—. Te quiero tanto, tanto, que no podía verte sufrir... —Ahora le parecía que había dado con el tono necesario—. ¿Pero qué puedo hacer? O esta boda o pasar la vida entera entre estrecheces, privaciones, una vida gris, miserable...

—¿Quién, tú?

—Soy pobre, Manuela, a pesar de las apariencias. Mi padre nunca ha sabido ahorrar dinero; aunque gana mucho, gasta mucho también... Todo lo que tiene es su bufete de abogado, la casa de São Paulo, unas cuantas acciones de ferrocarriles... Y yo soy sólo un segundo secretario de Embajada... Si no me caso bien, nunca llegaré a ser nada. Ni siquiera puedo pagar el alquiler de tu apartamento. Para pagar estos meses he tenido que pedirle dinero al viejo...

—Nunca te lo he pedido... Y si lo acepté fue porque dijiste que nos íbamos a casar. Lo aceptaba como si viniese de mi marido... —Y al recordarlo enterró el rostro en el almohadón.

—¿Y cómo iba a casarme contigo si no tenía con qué...?

—Los pobres también se casan...

Se quedó un momento silencioso buscando nuevos argumentos:

—Ya sabes... Cosas de familia...

Se sentó al borde del sofá, alargó la mano hacia los revueltos cabellos de Manuela como para reforzar la frase con una caricia. Pero ella lo apartó con un gesto brusco, levantaba la cara y erguía el cuerpo, era otra Manuela, Paulo nunca la había visto así:

—Sal de aquí... Sí, lo sé... No soy digna de pertenecer a tu familia. Soy una cualquiera, indigna de entrar en casa de Costa Vale, de ir a una recepción. Sólo sirvo para la cama, para eso sí que sirvo... Como una prostituta, ya lo habíais dicho... Y yo aquí pensando que no podía haber hombre mejor, más sincero... Me deshonraste porque me prometiste casarte. Tonta de mí que me lo creí... —retrocedió hasta el fondo del sofá.

—Ahora sales con tus tonterías de la honra perdida... ¿Cuántas veces te he explicado que eso es una tontería que sólo existe en este país de analfabetos? —Paulo empezaba a irritarse.

—Para mí es importante. ¿Por qué me lo prometiste? Me has engañado. Te has reído de mí, ¿qué más buscas aquí?

Paulo procuraba contener su irritación:

—No seas boba... ¿Qué impide que continuemos como antes? Tú hablas de amor... ¿es que para ti el amor sólo es el matrimonio? ¿No somos felices sin él? ¿Por qué no continuar como hasta ahora? —Se dio cuenta de que era él quien pedía quedarse y se irritó de nuevo—: Casarse... Casarse... Sólo piensas en eso. Y llamas a eso amor... Quien ama de verdad no pone precio a su amor...

La voz de Manuela sonaba ahora sin aspereza, casi la misma que Paulo conocía:

—¿Quieres continuar? ¿Como antes? ¿Viniendo aquí a comer y a dormir?

La partida estaba ganada, pensó él. La tristeza de la chica se debía seguramente a que creía que la iba a dejar para siempre... Se puso muy tierno:

—Seremos los mismos con nuestro amor... Tendremos que tomar algunas precauciones, no vamos a exhibirnos tranquilamente por ahí. Incluso para ti, para tu futuro, no conviene que se sepa... Si se te presenta una boda, comprendes...

—Tu amante...

¡Otra vez la voz de cólera, una voz salvaje como él jamás hubiera imaginado en aquella figura de porcelana antigua!

—Tu fulana... Venir aquí a comer y a dormir de vez en cuando... ¡Qué asco, Dios mío!

—¿Pero, por qué? ¿Qué tiene de horrible? ¿No lo hemos hecho hasta ahora?

—Eres aún peor de lo que pensaba... Me alegro de que hayas venido aquí. Estaba desesperada, desesperada por haberte perdido.

—Por haber perdido una boda. Lo único que quieres es casarte.

—Humillada por no casarme, es verdad. Pero desesperada por perderte porque yo te creía diferente, porque no te veía aún como eres. Me alegro de que hayas venido y de que hayas hablado. Ahora sólo me queda la humillación, ya no tengo por qué desesperarme más. No vales la pena...

Se levantó, Paulo continuaba sentado al borde del sofá y le veía los pies desnudos, aquellos nerviosos pies de bailarina. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Ya no lloraba:

—Quiero que sepas una cosa: ahora que sé como eres, no sólo me niego a ser tu querida. Ni que me pidieras de rodillas que nos casáramos aceptaría. La única cosa buena que me has hecho ha sido precisamente no casarte conmigo... —Señalaba la puerta—. Ahora, vete...

«Un último esfuerzo», pensó Paulo:

—¿Por qué este teatro, este dramón pasado de moda? ¿Por qué no hablamos como dos personas normales? —Y, en su interior, sabía que era él quien representaba, ella era sincera en su cólera, en su desprecio, en sus gestos dramáticos.

—Vete...

Se encogió de hombros, la cosa no había salido como había previsto. En fin, fuera como fuera, se había librado de ella, eso era lo más importante. Había otras por ahí. Se levantó con una media sonrisa en los labios:

—Parece un folletín... Es ridículo... Pero si lo quieres así, paciencia. Adiós, querida Manuela, gracias por todo —se quedó sin saber si tenderle o no la mano.

Ella le dio la espalda, fue hacia la gran ventana abierta sobre el mar. Oyó el ruido de las llaves que Paulo dejaba encima de la mesa. Después el de la puerta al cerrarse. Unos instantes después vio a Paulo andando por el paseo en dirección a la parada de taxis. Todo había acabado, acabado para siempre. Deshonrada, rotos a la vez todos sus sueños... ¿Todos? Incluso antes de conocerle había soñado con danzar, librar sus pies sobre un escenario, decir con ellos lo que su corazón sentía. ¿Por qué no continuar con su carrera? Shopel la apoyaría, parecía un buen amigo. El estudio y el trabajo la ayudarían a olvidar. Pero, se hacía tan difícil olvidar, no al que acababa de irse, sino a aquel otro Paulo que ella había conocido meses antes, en un parque de atracciones, en São Paulo. El carrusel giraba en una confusión de luces, ¿cómo era aquella melodía antigua de la anticuada pianola?

Vuelve que la noche es larga,

triste por tu ausencia,

mi infinito amor...

Hacía pocos meses, había sido el último día de octubre del año pasado, en vísperas del golpe de estado, y, sin embargo, parece que hacía tanto tiempo... ¿Era otro Paulo o ya era el mismo, sólo que entonces sus ojos no lo sabían ver? Era ella la que era otra Manuela, ahora se daba cuenta de cómo había cambiado en esos meses. ¿Qué quedaba de la tímida jovencita encerrada en la casa húmeda de los suburbios? Su foto en los periódicos, su inocencia perdida, su sueño de hogar terminado para siempre, sólo le quedaba la danza, la misma que la había acompañado en los tiempos melancólicos de la casa en los suburbios que olía a moho, la misma a la que se apegaba ahora cuando las noches eran largas, largas y tristes por la ausencia de amor...

3

Saquila hizo un gesto de desprecio al leer la octavilla de la regional que anunciaba su expulsión del Partido. A su nombre seguían otros, calificados todos como «traidores trotskistas, sectarios, elementos colocados al servicio del latifundio paulista, enemigos de la clase obrera». La octavilla se refería a la caída del taller y a la muerte de Orestes y Jofre. Había una referencia especial al ex tesorero de la regional, Heitor Magalhães, joven médico sin clientes, acusado de haber robado dinero de la organización: «aventurero de la peor especie». Saquila empujó a un lado la octavilla, tenía otras cosas en qué pensar. Estaba redactando el manifiesto del Partido Comunista Obrero y estudiaba la composición de su ejecutiva. Los políticos armandistas le daban prisa, el momento del golpe se acercaba.

No podía, sin embargo, dejar de pensar en el trozo de la octavilla dedicado a Heitor Magalhães. Aunque no fuera verdad la acusación —y Saquila temía que lo fuese— era, como mínimo, desagradable. Y él no podía separarse de ninguna manera de «Luis» (éste era el nombre de guerra del ex tesorero), tan conocido en el seno de la organización, un nombre que había tenido un momento de celebridad y cuyo prestigio entre muchos simpatizantes le convertía en uno de los valores más serios de su grupo. Realmente, Heitor aparecía como el más responsable e importante de los secesionistas, después de Saquila. Activo y ambicioso, sabiendo hacerse el simpático, utilizando hábilmente su pasado —el proceso ruidoso que había sufrido cuando era estudiante— Saquila le veía a veces como un contrincante. Sin duda, el médico tenía también sus planes, y Saquila los imaginaba bastante más turbios que los suyos. Había en la personalidad del médico algo que molestaba al periodista: Heitor no sabía encubrir sus propósitos, hablaba demasiado, se vanagloriaba de su falta de escrúpulos. Saquila cuidaba mucho su fama de «hombre de bien», de «tipo honesto» repetida en los círculos intelectuales y políticos por los tipos más distintos. Incluso en el Partido esta fama de honestidad personal, de decencia intelectual, consiguió que durante mucho tiempo los compañeros le tuvieran confianza y atribuyeran todos sus actos a errores enmendables de visión política. Con Heitor no pasaba ya lo mismo: incluso los políticos armandistas que como Antonio Alves Neto, escondían bajo el rótulo «realismo» su falta de escrúpulos, notaban en él la ausencia de cualquier convicción, la sordidez de las pequeñas ambiciones inmediatas. Una vez Saquila le había llevado a una entrevista con el jefe armandista, después de la escisión del Partido. Alves Neto no le había ocultado la desagradable impresión que el joven le había producido:

—Muy frívolo... Es preferible que no esté al tanto de los detalles importantes de nuestros planes. No tiene cualidades de político, como usted...

Pero de cualquier forma era imposible pensar en librarse de Heitor, al menos inmediatamente. Después del triunfo del golpe, sería otra cosa... Habría que ver cómo librarse de él, era una compañía incómoda y tal vez perjudicial... Saquila no podía evitar una cierta sensación de terror al pensar hasta dónde podía llegar el médico en su deseo de «vengarse de esos desgraciados del Partido», como le había dicho Heitor al leer la octavilla. Era la misma sensación incómoda que le causaba Camaleão cuando aparecía por la redacción para darles un sablazo de diez o veinte mil reis... Al abandonar el Partido, Saquila se había trazado una línea de acción que debía llevarle a grandes triunfos políticos, a altas posiciones, y para eso era necesario conservar aquella aureola de hombre honesto, de «revolucionario puro», víctima de los «métodos implacables de los estalinistas». Tipos como Heitor y Camaleão, ambiciosos de pequeña ambición, capaces de cualquier vileza, podían echarlo todo a perder. Saquila no deseaba que se le confundiera con ellos, pero sabía que le era igualmente imposible prescindir de ellos, al menos en esta fase inicial de su nuevo «partido».

Y ahora debía colocar los cimientos de este partido. El plan de la conspiración armando-integralista estaba prácticamente maduro y, aunque Antonio Alves Neto no había querido revelarle los detalles esenciales, le había encargado de ciertos sectores intelectuales. Pero lo que los armandistas esperaban de él, ante todo, era la utilización de la influencia del Partido Comunista entre los sargentos, cabos y soldados. También entre la masa obrera, para impedir que se opusiera al golpe.

—Mientras hable sólo en su nombre, por mucho prestigio que tenga —no discuto su prestigio...—, no tendrá éxito. Esa gente confía en el partido... ¿Dónde está la nueva ejecutiva? —le preguntaba Antonio Alves Neto, después de la escisión.

Saquila temía ver flaquear su posición, su prestigio de líder popular, temía comprometerse ante los «políticos importantes». Explicaba al abogado que estaba contactando con elementos de otros estados para poder formar una ejecutiva nacional, para extender el prestigio del «partido» a todo el país. Realmente había mandado gente a Rio, a Rio Grande do Sul, al Nordeste. Y Heitor Magalhães se preparaba para partir hacia el Mato Grosso y Goiás, donde era conocido por haber estado antes en una misión de partido. Sólo unos días más —prometía Saquila— y la nueva ejecutiva sería presentada a toda la base del partido y la masa sería influenciada por él. Le había profetizado al «armandista» una ejecutiva nacional con nombres respetados, capaz de obtener el apoyo total de la inmensa mayoría para la nueva línea política. La huelga de Santos, según él, había demostrado a la clase obrera que el único medio de derribar a Getúlio era un golpe de Estado, que esa historia del frente popular para impedir la implantación del fascismo era un error histórico, un absurdo político.

Se esforzaba en probar a Alves Neto su importancia como líder, su fuerza en los medios obreros. El golpe —garantizaba— contaría con la solidaridad de la clase obrera: durante los últimos días él y sus compañeros habían realizado una intensa labor de difusión. Miles de octavillas circulaban por el estado y por Rio. Si por casualidad, después de estallar el golpe, la lucha armada se prolongase y fuese necesario movilizar a la gente, él podría proporcionar miles de hombres.

Alves Neto se llevaba las manos a la cabeza alarmado:

—Nada de eso, nada de eso... Ni pensarlo... Ya le he dicho que lo que deseamos es un golpe inesperado y decisivo. Y rápido, sobre todo rápido. Una lucha larga, señor Saquila, sabemos cómo comienza pero no como va a terminar. Acuérdese de 1932. No vamos a repetir aquella tontería. El plan actual es simple y perfecto: un levantamiento en los cuarteles de Rio y São Paulo, apoyado por la Marina, que obedece a los integralistas, como ya sabe... Se toma el palacio de Catete y el de Guanabara en Rio, y el de los Campos Elíseos aquí, y todo habrá terminado. Preso Getúlio, los demás estados caerán como fruta madura, sin necesidad de movilizar a las tropas...

—¿Y en Rio Grande do Sul? Es tierra de Getúlio...

—Eso está previsto también. Flores da Cunha, que es mucho más popular que Getúlio, atravesará la frontera, llegará a Porto Alegre en triunfo, ya lo verá...

Resumía con voz convincente:

—Todo pasará en una noche. Cuando Brasil despierte al día siguiente, Getúlio estará en la cárcel y Armando Sales en el Gobierno. Eso es lo que queremos. Nada de lucha larga y mucho menos armar a los obreros. Nada de desórdenes, no vamos a perturbar la vida económica del país. Nada de huelgas, nada de manifestaciones de trabajadores. Hay que evitar la anarquía...

Bajaba la voz para darle nuevas explicaciones:

—Esas agitaciones obreras sólo serían útiles a los integralistas. Ellos se aprovecharían de la confusión para intentar gobernar solos... Guarde a sus obreros, ellos pueden sernos muy necesarios después, si los integralistas intentaran traicionarnos. Pero, en el momento del golpe, lo que deben hacer es mantenerlos tranquilos para no causar perturbaciones al nuevo gobierno. Como ve, es urgente que su partido empiece a hacer algo...

Saquila prometía darse prisa pero, en realidad, no esperaba gran cosa de los viajes de sus enviados. La confusión causada por su escisión casi no repercutía en las otras regiones. Se había limitado a São Paulo e, incluso allí, estaba siendo rápidamente dominada por la enérgica actuación de la regional. El secesionista comprendía que su influencia en el Partido estaba definitivamente comprometida, había sido aislado en los meses siguientes al golpe estado-novista, sus errores y su actuación como dirigente habían sido discutidos por la base, y gran parte de ella pedía, incluso antes de escindirse, su inmediata expulsión.

La idea inicial de Saquila, al lanzar, con Heitor Magalhães y otros, su manifiesto denunciando a los dirigentes de la región de São Paulo, era constituirse con sus amigos en ejecutiva regional y obtener, si fuera posible, la aprobación de la ejecutiva nacional, colocada ante una situación de hecho. Por eso su primer manifiesto estaba lleno de juramentos de fidelidad al Partido, a la Unión Soviética, a Lenin y a Stalin. La respuesta fue su expulsión y la de sus compinches. Expulsión aprobada por la ejecutiva nacional, que trataba de hacer llegar a todas las regionales la verdad sobre los acontecimientos de São Paulo. Por eso los viajes de sus enviados habían sido inútiles. Al mismo tiempo que ellos, llegaban los materiales de la ejecutiva nacional con la noticia de la expulsión de Saquila y su grupo. Y, en São Paulo, en el seno del Partido, había una atmósfera tensa contra él. En los días siguientes a su primer manifiesto, buscó a algunos obreros a quienes conocía desde su época de militancia. La gran debilidad de su grupo, veía Saquila, estaba en la falta de elementos obreros realmente ligados a la masa. Él había soñado obtener adhesiones valiosas, había contado con su antiguo prestigio. Pero había sido recibido con hostilidad casi en todas partes, algunos se negaban incluso a hablar con él, a darle la mano. Uno de ellos, un obrero de Santo André, reclutado por Saquila para el Partido hacía dos o tres años, y que por eso mismo siempre lo trataba con deferencia y amistad, le había echado de su casa:

—No hablo con traidores...

Y había añadido cerrándole la puerta en las narices:

—Sólo eres bueno para hablar con Camaleão, sois de la misma ralea...

Caminando en dirección a la parada de autobús, Saquila pensaba en Camaleão. Desde que se había difundido la noticia de su rompimiento con la ejecutiva, el ex tipógrafo había vuelto a aparecer por la dirección del periódico, a buscarle. Camaleão, después de ser puesto en libertad, acostumbraba ir al periódico de vez en cuando, por la noche, a darle un sablazo. Casi no hablaba, se sentaba en silencio en una silla al lado de la mesa de Saquila, éste ya sabía de qué se trataba: le extendía el billete de diez mil reis, cambiaba con él unas rápidas palabras, le despedía pretextando trabajo. El otro se tocaba el ala del sombrero en un gesto de despedida, desaparecía durante una semana por lo menos. Después desapareció del todo, sin dejar rastro. Decían los miembros del Partido que andaba liado con la policía, que había intentado «vender» a algunos militantes, y a sus denuncias habían sido atribuidas las detenciones de ciertos camaradas que él conocía. El Classe Operaria había publicado una advertencia a todos los militantes, responsabilizando a Camaleão de la caída del taller de tipografía y del asesinato de Jofre y Orestes, denunciándole como traidor al servicio de la policía. Aunque Camaleão, cuando el periodista le apretó para arrancarle la verdad, lo negó y se declaró totalmente inocente de cualquier actividad policial, Saquila estaba seguro de que el tipógrafo estaba ligado a la Delegación de Orden Político y Social. Camaleão, durante la conversación, casi había llorado, juró que sólo había dado la dirección de la imprenta después de haber sido bárbaramente torturado, y aun así la había dado porque creía que no había compañeros allí... Saquila echaba una parte de la culpa de aquellos sangrientos acontecimientos a la regional: los responsables no habían sabido controlar a Camaleão, le habían tratado con absoluta falta de tacto, con una rudeza innecesaria, facilitando el trabajo de la policía... Con eso intentaba disminuir la culpa de Camaleão, pretexto bajo el cual se excusaba él por recibirle y darle dinero, pero no liberaba a Saquila de la certeza de que Camaleão trabajaba para la policía. Así, cuando el ex tipógrafo dejó de buscarle, respiró aliviado.

Sin embargo, apenas empezó a circular su manifiesto de ruptura, Camaleão volvió a aparecer. Esta vez no se contentó con el billete de diez mil reis, no aceptó la disculpa del periodista: «El trabajo de la imprenta está atrasado, tengo mucho que hacer, vuelve otro día». Dijo que podía esperar, deseaba hablar con Saquila. La manera fue llevarlo a un café frente a la redacción, ¿qué diablos quería?

En la tarde de aquel mismo día, Barros había llamado a Camaleão a su despacho de la Delegación de Orden Político y Social. De una cartera, sacó las octavillas de Saquila, aquellas octavillas bien impresas; las dejó en la mesa frente a él.

—Eras hombre suyo, ¿no?

Camaleão movía la cabeza, asintiendo:

—Ya se lo he contado todo a usted...

Barros estaba interesado en identificar a los otros tres nombres que firmaban el manifiesto de ruptura de Saquila. Camaleão explicó otra vez las diferencias entre Saquila y la ejecutiva, habló de las promesas que el periodista le había hecho. Según él, aquella ruptura había tardado más de lo que esperaba.

—Ese Luis, es un médico, el doctor Heitor...

—Heitor Magalhães, lo sé...

—Un tipo listo... Hay quien dice que se llevaba una parte del dinero del Partido...

Sobre los otros dos nombres no sabía nada: eran nombres de guerra que había oído muchas veces pero no los podía identificar. ¿Los camaradas que apoyaban a Saquila? Citó varios nombres que le había dicho el periodista en los días de confidencias, en la imprenta...

Barros tomó nota, después le explicó:

—Debes ir a buscar a Saquila... Has continuado viéndolo como te dije ¿no?

—Hace algún tiempo que no aparezco por allá...

El delegado se estaba hartando:

—¿Y por qué? ¿No te dije que estuvieras en contacto con él? Eres un inútil, no sirves para nada...

Camaleão se disculpaba: le habían dado otros trabajos en la delegación, durante la huelga de Santos había estado vigilando la carretera, había sido por eso...

—Pero, al menos, ¿él sospecha que trabajas con nosotros?

—No. Ni mucho menos... Pensaba que andaba buscando trabajo...

—Pues le dices que has encontrado un empleo y que por eso no has ido a verle últimamente... Vamos a ver... —Y pensaba en la historia que Camaleão debía contar a Saquila.

Después de haber aleccionado al traidor, le dijo:

—Arráncale todo lo que puedas. Luego ve a buscar al otro, al médico, a Heitor... Hazte el amigo, el aliado. Tienen mucho que contar y, si tienes cabeza, puedes hacernos un buen servicio. Especialmente sácales todo lo que puedas sobre los otros...

—¿Los otros?

Barros se levantaba, la colilla del puro prendida en los labios:

—Sí, sobre los otros. Saquila debe de saber mucho sobre ellos, Heitor también... Sobre João, el Rubio, los demás, sobre el Partido. ¿Comprendes? Esos son los que nos interesan, métetelo en la cabeza...

Le explicaba cómo actuar:

—Di que quieres trabajar con ellos. Están conspirando con los armandistas, puede que también descubras algo sobre esto. Lo más importante, sin embargo, es lo que te puedan contar sobre los otros...

Por eso Camaleão había vueltoa la redacción y, en el café, contó a Saquila la historia que Barros había inventado: había conseguido un empleo en una pequeña imprenta de los suburbios, donde imprimían recordatorios, tarjetas de visita y porquerías de ésas. Mal pagado, pero daba para vivir. En los primeros tiempos había estado muy ocupado con la mudanza, por eso no había aparecido. Ahora que tenía un descanso había venido a saber noticias de Saquila, no olvidaba que el periodista fue el único que le ayudó a salir de la cárcel. Los otros lo primero que hicieron fue acusarle de ser de la policía, decir que estaba trabajando como espía. Precisamente cuando él, sin trabajo, se veía obligado a vivir de «sablazos» de cinco y diez mil reis, como Saquila sabía muy bien...

En una mesa al fondo del café semidesierto, el periodista escuchaba en silencio. Se daba cuenta de que Camaleão había sido enviado por la policía para «sonsacarle», pensaba cómo librarse de él. Camaleão se refería ahoraa la ruptura de Saquila:

—Un compañero me ha enseñado tu manifiesto... Es justo lo que debías hacer. Y aquí estoy, para ponerme a tus órdenes...

Y recordaba las palabras del secesionista prometiéndole un puesto dirigente cuando asumiese la dirección, prometiéndole incluso la secretaría sindical. Pero él no tenía ambiciones: lo que quería era trabajar, poder rehabilitarse, probar que no era un traidor como decían por ahí. Procuraba llevar la conversación hacia el asunto que Barros le había encomendado: la verdadera ejecutiva del Partido. Gritaba contra Carlos, contra João, esperando que Saquila soltara algo. Sin embargo, el periodista, amedrentado por aquella visita inesperada y sospechosa, respondía con monosílabos, de una manera tan reticente que Camaleão se ofendió:

—¿No será que tú tamban crees que soy de la policía?

—No, no es eso...

—Si fuese policía, al primero que entregaría sería a ti, que eres el hombre de quien sé más...

Saquila notaba en la voz del ex tipógrafo una nota desagradable de amenaza; había que contemporizar si no quería echarlo todo a perder.

—Nunca dudé de tu lealtad. Pero ellos dijeron públicamente en la Classe que estabas trabajando para la policía...

—Esos perros...

—...Y mucha gente lo ha creído. Es necesario explicar a los otros tu verdadera posición antes de ponerte a trabajar...

Ahora hablaba mucho, intentando convencer a Camaleão de que nada estaba aún resuelto sobre el Partido, que estaba cansado de todo aquello, dispuesto a abandonar toda actividad, a dedicarse sólo al periódico.

—Eso de la política sólo da dolores de cabeza y desilusiones...

Pero Camaleão le recordaba trozos del manifiesto, de las octavillas que Barros le había hecho leer:

—¿Ahora que has formado una nueva ejecutiva?

—Sólo es un intento... Aún no sé si va a resultar. Si resulta, te busco. No me voy a olvidar de ti, naturalmente...

Camaleão se había despedido al final, prometiendo volver para saber las novedades; quizá entonces Saquila ya tuviera tareas para él:

—Puedo organizar una base allí en mi zona...

No sólo Camaleão aparecía ahora, constantemente, en busca de octavillas para distribuir, sino que Saquila le había encontrado con Heitor Magalhães, hablando los dos animadamente, en el apartamento del médico. Aquella intimidad le había inquietado y le dijo a Heitor una vez estuvo fuera el tipógrafo:

—Este tipo no es de confianza. Todo indica que trabaja para la policía.

Heitor dudó:

—Todos los que son expulsados del Partido son luego tachados de soplones... Dentro de poco lo dirán también de nosotros... ¿No dicen de mí que soy un ladrón? —Y se reía como divertido por la acusación.

—No sé, pero no tengo confianza en él.

—Pero tú mismo le encargas misiones... le das trabajo...

—Sólo le doy octavillas. No puedo romper con él de repente. Sería peor...

—Es lo que hago yo también. Si es de la policía, es mejor tenerle vigilado...

—De todas formas no debe saber nada de nuestras relaciones con los armandistas.

—Claro que no. Además, sólo se interesa por los tipos del secretariado. Se la tiene jurada... Como yo...

Se arregló el pelo y continuó:

—Esos tipos creen que tienen todos los derechos: llamar policía a uno, ladrón a otro... Necesitan una buena lección...

Todo esto preocupaba a Saquila: gente como Heitor y Camaleão podían crearle dificultades, eran unos tipos temibles que esperaban obtener de la ruptura pequeñas ventajas inmediatas, no tenían las ambiciosas perspectivas del periodista. Por otro lado, sabía que era imposible mantenerse en la posición inicial sostenida tras la ruptura: presentarse como la verdadera ejecutiva regional del Partido Comunista. El hecho de que la ejecutiva nacional hubiera aprobado inmediatamente su expulsión, le separaba definitivamente del Partido. Y ahora, sólo podían fundar otro partido; aceptar la alianza con los elementos trotskistas conocidos desde mucho antes como tales, y que habían ido a buscarle cuando se hizo público su manifiesto.

Los trotskistas, unos cuantos intelectuales esparcidos por el país, «revolucionarios de biblioteca», como muchas veces les había definido el propio Saquila, buscaron un contacto con él, inmediatamente después de la escisión. Y ahora Saquila ya empezaba a llamar a la ejecutiva del Partido «gangsters stalinistas», usando el lenguaje de los trotskistas, el crítico literario Lauro Chaves, el dibujante Abrunhosa, el poeta João Pequeno, eran citados como ejemplos de honestidad, de pureza revolucionaria. En el pasado, Saquila les había criticado varias veces, diciendo que así era fácil ser revolucionario: unos revolucionarios que se contentaban con las discusiones teóricas y las conversaciones, distantes de cualquier actividad, nunca molestados por la policía, limitándose a hablar mal del Partido, a combatir la actuación comunista. No rehusaba, sin embargo, los contactos podría necesitarlos en un futuro. Aún no era el momento de aliarse con ellos, pues eso liquidaría de una vez sus posibilidades de influencia sobre la masa obrera. Pero, en un futuro, ¿quién sabe si esos intelectuales no podrían estar con él, en el partido legal que surgiría después del golpe, bajo el rótulo de socialista o izquierdista...?

Desaparecidas sus posibilidades de presentarse como ejecutiva regional del Partido, y de acuerdo con Heitor y otros escindidos, había decidido la creación del Partido Comunista Obrero: como cosa provisional, para que existiera sólo antes del golpe, transformándose luego en otro partido al entrar en la legalidad, después de la victoria. Lo peor era la ejecutiva: aparte de Heitor y de él mismo, los demás poco o nada significaban para la masa obrera y menos aun para los intelectuales y políticos burgueses. La falta de un elemento obrero de prestigio y de un elemento intelectual de fama reducía la posible influencia de «su» partido, debilitada su posición ante Alves Neto. Había sido una pena que Cícero d'Almeida, con quien Saquila contaba, se hubiese negado a acompañarle.

Cícero era el nombre ideal: conocido no sólo en el Partido, sino también fuera de él, escritor de fama, respetado por todos, incluso por sus enemigos políticos. Su valiente comportamiento en la cárcel, tras la revolución de 1935, le había hecho popular entre los militantes de São Paulo, y sus libros de historia le habían dado un nombre prestigioso en la vida cultural del país. Por otro lado, había demostrado también, durante la campaña electoral, ciertas divergencias con la línea política seguida por el Partido. En varias ocasiones se había mostrado de acuerdo con Saquila, incluso a veces le había apoyado en sus discusiones con los dirigentes. Se conocían desde hacía muchos años, procedían los dos del movimiento de vanguardia, sus gustos coincidían en literatura, en pintura, en poesía. Ciertamente Cícero estuvo de acuerdo con la regional cuando Saquila fue criticado, pero sus relaciones personales no se habían roto, aun no hacía mucho habían hablado largamente durante una comida sobre la cuestión agraria. Saquila pensaba así que podría conquistar fácilmente el apoyo de Cícero para el nuevo partido, especialmente si le ofrecía un puesto dirigente. El propio Alves Neto se impresionaría: en la alta sociedad paulista, Cícero, hijo de una familia importante y antigua, era considerado una «oveja negra» y había quien afirmaba que era, después de Prestes, la figura más importante del Partido Comunista.

Saquila le había telefoneado, había ido a cenar a su apartamento. El periodista no tenía mucho tiempo, debía volver a la redacción, trató de cortar la conversación sobre el informalismo —en el Salón de Mayo se exhibían algunos cuadros de informalistas ingleses, los primeros vistos en São Paulo—, trató de llevarla hacia los recientes acontecimientos del Partido. Comenzó criticando ásperamente la actuación del Partido en la huelga de Santos, «inútil prueba de fuerzas; unos cimientos en el vacío... Aquella gente de la ejecutiva había perdido la cabeza, estaban enterrando el movimiento...»

Cícero defendió la huelga, pero Saquila no encontraba en sus argumentos una sólida convicción, como si también el escritor tuviese dudas sobre la justicia del movimiento. Se sintió lleno de esperanzas y empezó a explicarle a Cícero las perspectivas del nuevo partido: «El verdadero partido comunista, con una línea realmente revolucionaria, capaz de terminar con Getúlio y con el Estado Novo... Un partido que consiguiese la legalidad después del golpe antigetulista, y cuya línea equilibrada, la única justa en las condiciones semicoloniales de Brasil, le abriese las puertas del parlamento, de la prensa legal, de la existencia a cielo abierto». Habló midiendo las palabras, convincente y entusiasta. Lo que exponía eran sus proyectos políticos, y al hacerlo los veía ya realizados: se veía ya en la Cámara, tratando con los políticos de todos los sectores, hablando en nombre de «su» partido, siendo tratado de «Su Excelencia»... Hablaba como abriendo para Cícero las mismas posibilidades, dispuesto a asociarle a tan prometedora empresa. El escritor escuchaba en silencio, con aquel serio interés con que escuchaba a todo el mundo. No le interrumpía, pero tampoco perdía palabra. Saquila entendía aquel silencio como una tácita aprobación y se alegraba de que fuera así: necesitaba a hombres como Cícero, no como Heitor y Camaleão... Entró en detalles, se refirió a las garantías de éxito que ofrecía el golpe armandista y le confió finalmente, que estaba encargado, «por compañeros de todas las regiones», de invitarle a participar en la ejecutiva del nuevo partido, del «verdadero partido comunista»...

—No puedo aceptar... —contestó Cícero con su voz calmada, un poco suficiente—. El Partido es el Partido, Saquila, no existen dos partidos comunistas. Cuando esto sucede, uno de ellos termina siempre sirviendo a los enemigos —atajó con un gesto la objeción que el otro iba a formular—. Yo te he escuchado en silencio, escúchame tú a mí también: quizá tengas razón en algo de lo que dices, en ciertas críticas que haces. Reconozco que no siempre estoy de acuerdo con ciertas posiciones de los compañeros. Sin embargo estas cosas se discuten en el seno del Partido, las divergencias sobre la línea a seguir no se solucionan fundando un Partido paralelo... Así sólo se debilita el movimiento, nuestras propias fuerzas.

Saquila consiguió interrumpirle:

—Sabes que es imposible discutir con esa gente. Totalmente imposible... No admiten ninguna discusión.

—No es verdad. Tú mismo discutiste cuanto quisiste, defendiste tus puntos de vista.

—Ya sabes lo que pasa: una mayoría de ignorantes vota contra nosotros y se ha terminado la discusión... Los hombres capaces de pensar y de dirigir son ahogados por esa mayoría.

—Despacio, despacio: la gente sólo vota después de discutir. Si alguien es vencido en la votación es porque sus ideas y sus argumentos no han convencido a la mayoría. El principio de la mayoría es un principio democrático, amigo mío. ¿Qué debe hacer entonces un comunista?

—¿Inclinarse ante la mayoría? —interrumpió de nuevo Saquila, agitando las manos—. ¿Aceptar tesis falsas sólo porque la mayoría tiene los ojos cerrados? ¿Errar porque los demás persisten en el error? Lenin mismo, querido Cícero, se colocó contra la mayoría cuando ésta se equivocó...

—¿Cómo? ¿Dónde has descubierto esta novedad? ¿Cuándo rompió Lenin con el Partido para imponer una idea suya? ¿Cuándo dividió el Partido?

—¿Novedad? ¿Y la división entre mencheviques y bolcheviques? Lenin no vaciló...

—Naturalmente, Lenin se quedó con la mayoría o, mejor, la mayoría estaba con Lenin. ¿O es que no sabes, docto Saquila, que bolchevique en ruso quiere decir partidario de la mayoría?

Miraba al periodista al otro lado de la mesa:

—No, Saquila, no tienes razón. Has discutido tus divergencias, la mayoría no te ha apoyado, tu deber era aceptar la decisión y, si no estabas convencido, tratar de encontrar la manera de continuar discutiendo. Eso era lo justo, lo demás es dividir el Partido, unirse a los enemigos.

—Pero ¿cómo iba a seguir discutiendo, si empezaron por expulsarme?

—Tampoco eso es cierto. Sólo fuiste expulsado cuando rompiste la unidad del Partido, cuando tomaste una postura pública contra la ejecutiva, contra la línea política. Ya te he dicho que yo mismo no estoy siempre de acuerdo con todo lo que la ejecutiva decide, durante la campaña electoral no estuve de acuerdo con la línea seguida. Pero de ahí a meterme en un movimiento contra el Partido... No, amigo mío, muchas gracias por tu ofrecimiento, pero no lo acepto.

—Estás aplicando mecánicamente ciertas fórmulas y ciertas tradiciones de la rutina del Partido. Y eso no es admisible en un hombre de tu cultura marxista... ¿Quién te dice que estoy haciendo un movimiento contra el Partido? Para mí, para nosotros, los que nos apartamos de la ejecutiva regional, el partido somos nosotros, somos nosotros los que defendemos realmente los intereses del proletariado, somos nosotros los que tenemos una concepción justa de la línea táctica.

—Vosotros sois los que defendéis los intereses del proletariado —sonrió Cícero—, pero el proletariado está con los otros, contra vosotros... ¿Dónde se ha visto, maestro Saquila, un Partido Comunista sin obreros? Puedo contar uno a uno los elementos que están contigo: no hay ningún obrero...

—Simeão y Adalberto...

—Simeão es un artesano, un zapatero. Y Adalberto es funcionario de la Prefectura. ¿Es obrero sólo porque un día trabajó en una fábrica? Es el tipo de mentalidad más pequeño-burguesa que conozco. Basta con decir que obliga a sus hijas a que os traten de usted... —Sonreía levemente, después se ponía serio para continuar—. Saquila, te digo una cosa: exceptuándote a ti y a un par más, el personal expulsado ahora tenía que haberlo sido hace ya mucho tiempo. Ese Heitor, por ejemplo... Un ladrón.

—Calumnias... Es todo lo que esa gente sabe hacer: calumniar a todos los que no obedecen ciegamente. Fueron precisamente cosas como ésta las que me hicieron tomar la decisión que tomé... Para estar en paz conmigo mismo, con mi conciencia.

—Eso no son razones políticas. Saquila, soy amigo tuyo, creo que eres una de las personas más capaces que ha habido en el Partido. No dudo de tus escrúpulos, de la honestidad de tus propósitos. Pero te has equivocado y ahora no sabes soportar las consecuencias, estás hundiéndote. Te daré un consejo: deja todos esos proyectos, vuelve a tu redacción, apártate de esa sarta de aventureros, trata de rehabilitarte ante el Partido por el trabajo de masas. No te quedes ahí comentando tu expulsión, conquista el derecho a volver al Partido. Eso es lo que debes hacer.

—No he venido a pedirte consejo.

Cícero se irritó también, pero su voz continuó educada, aquella voz de hombre de mundo:

—Es todo lo que puedo darte. Nada más...

Saquila se arrepentía de su pronto. ¿De qué le servía romper con Cícero d'Almeida?

—Perdona. No vamos a pelearnos por eso... Tú piensas de una manera, yo pienso de otra y el tiempo dirá quién tiene razón. Yo no soy sectario y el día en que te des cuenta te recordaré esta conversación. Aparte de esto tenemos muchas cosas de las que hablar... —Y empezó a elogiar una serie de artículos de Hermes Resende sobre la psicología de los mestizos de Valle de Rio Salgado y la civilización rural brasileña, artículos aparecidos en A Noticia. «Es un maestro», afirmaba Saquila, y sus ensayos, aunque eclécticos en sus métodos de análisis, aunque faltos de conclusiones, eran lo más importante que había producido la cultura nacional en los últimos años, y, en conjunto, la obra de Hermes Resende poseía un inestimable valor revolucionario.

Con estos elogios a Hermes Resende, Saquila esperaba vengarse de Cícero d'Almeida, ya que los críticos literarios se dividían entre Hermes y Cícero al señalar al mayor ensayista brasileño vivo... Sin embargo, Cícero no pareció darse por aludido y empezó a discutir los artículos citados, con el mismo aire serio con que había discutido antes la posición política del periodista. Saquila miraba el reloj, se sorprendía: la discusión continuaría otra vez, ya llegaba tarde a la redacción.

La negativa del escritor a participar en la ejecutiva del nuevo partido había afectado a Saquila más de lo que él daba a entender. Contaba con aquel nombre prestigioso para impresionar a Antonio Alves Neto y para la posible conquista de algunos obreros. Ahora estaba obligado a componer una ejecutiva con aquellos pocos elementos que poseía, en realidad aquello no era ni siquiera un partido, ¿por cuánto tiempo le sería posible disimular ante los armandistas? Después del golpe, todo sería más fácil; para un partido legal contaría con mucha gente, los buscaría entre los muchos izquierdistas de todo tipo existentes en los medios intelectuales. Para un Partido así, podría contar incluso con Hermes Resende... Pero, para un partido ilegal, en vísperas del golpe...

Aquella noche Camaleão volvió a aparecer por el periódico, acompañado por Heitor Magalhães. El médico estaba a punto de salir hacia Mato Grosso y Goiás para ver si era posible ganar adhesiones entre los compañeros de allí. Quizá no hubiera llegado aún a aquellos lugares la noticia de la expulsión de Saquila y de su grupo. Venía a concretar las cuestiones monetarias y parecía no tener secretos para Camaleão. Éste estaba al corriente del viaje que se proyectaba, se había metido de lleno en el nuevo partido... Tan dentro estaba que Saquila ya no podía pensar ni siquiera en apartarle. Lo importante, pensaba, era neutralizarle. Después del golpe todo sería distinto, en el partido legal sabría evitar a tipos como Camaleão y Heitor.

4

Sí, estaba metido de lleno en el nuevo partido, y, aunque Saquila se mostrase aún desconfiado y prudente, Heitor, al contrario, se había hecho amigo suyo en aquellos días y le había contado muchas cosas sobre el golpe proyectado. Camaleão se sentía triunfante cuando esperaba, en plena noche, el regreso de Barros a su despacho en la comisaría. El delegado había salido a cenar, pero iba a volver pronto, eso le habían dicho. Camaleão esperó, mientras escuchaba interesado la narración hecha por otro policía de un lío en una sala de fiestas. Pero, apenas el delegado entró en el despacho, Camaleão abandonó el animado grupo, e insinuó a través de la puerta semiabierta su largo cuerpo:

—¿Da usted permiso, jefe?

—Entra.

Se quedó de pie ante la mesa, con el sombrero en la mano.

—Bien. ¿Has conseguido algo en esos días? ¿Los hombres han hablado?

Una sonrisa victoriosa se abrió en el rostro verdoso del traidor. Se frotaba una con otra las manos sudadas:

—Va a estar usted contento...

—Veremos. Siéntate.

Se sentó. Aceptó rápidamente el puro que el delegado le ofrecía.

—Estoy metido en el partido... Saquila quiso echarme, dejarme de lado. Pero me agarré fuerte y ahora cada día voy allí a buscar octavillas. Están todas ahí...

Contaba sus conversaciones con Saquila y, principalmente, con Heitor, las revelaciones que le había hecho el médico sobre la proximidad del golpe, las perspectivas posteriores. El jefe de la conspiración era por lo visto el doctor Alves Neto, el que había sido candidato a gobernador del Estado antes del 10 de noviembre...

—Estoy metido en el partido, un día de éstos me llamarán para la ejecutiva...

Barros golpeaba con el lápiz en la mesa. ¿Dónde estaban los elogios entusiastas que Camaleão esperaba? El delegado no parecía conceder gran importancia al hecho de que estuviera metido en el partido, a sus revelaciones sobre el golpe.

—Eres medio idiota, Camaleão. Te voy a explicar lo que pasa... —Barros gozaba de aquel momento en que iba a demostrar su superioridad, su «finura» como policía. Había quien decía que sólo servía para la violencia; los que ambicionaban su puesto hablaban siempre de su escasa inteligencia. Desearía que pudieran estar allí en aquel momento—. Has hecho un buen trabajo, estás en una buena pista. Pero si crees que ese partido donde estás metido es el Partido Comunista, te equivocas rotundamente...

—Pero Saquila...

—Está conspirando con los armandistas, es cierto. Está con Alves Neto, también es cierto. Están preparando un golpe. Hace mucho tiempo que lo sé todo, y nada de lo que me has dicho es una novedad para mí. Saquila quería que el Partido se metiese en la conspiración, pero los otros no aceptaron, no creen que el golpe pueda resultar. Por eso Saquila decidió romper y fundar su propio partido. —Se levantó, abrió un armario, sacó una cartera—. Tengo aquí todo lo que ha publicado, sé dónde está la imprenta. Sé mucho más que tú, Camaleão, sobre esa gente, sobre Alves Neto y lo que están tramando. Y, ¿por qué no me meto y dejo a Saquila en paz? ¿Por qué dejo que publique y distribuya sus boletines? Porque él con ese partidito de nada, nos ayuda contra el otro, contra el verdadero Partido Comunista, el que tenemos que liquidar... ¿Comprendes? Esta historia del partido de Saquila causa confusión entre los comunistas y nosotros nos aprovechamos... Pero ese partido no avanza, terminará como todos los que han querido fundar los trotskistas. Por falta de gente...

—¿Quiere decir que debo irme?

—No, no quiero decir eso. Debes continuar con ellos. Porque así puedes tenernos al corriente de sus actividades y, tal vez, si eres hábil, descubrir algo más sobre el golpe, sobre la gente envuelta en la trama. Están conspirando desde hace mucho tiempo, estamos hartos de saberlo. Pero, quizá, por medio de Saquila consigas algunos detalles. Pero no es eso lo que nos interesa más. Lo importante, pon atención, es sacarle a esa gente todo lo que saben sobre los otros, sobre los del Partido, del verdadero, al que habías pertenecido... Ya te lo dije una vez. Eso es lo que nos interesa, métetelo en la cabeza —subrayaba sus palabras con golpes de lápiz sobre la mesa—. ¿Quién es João? ¿Dónde están el Rubio y Zé Pedro? ¿Quién es Carlos? ¿Dónde está la nueva imprenta? Esto es lo que necesitamos saber. Saquila tiene que estar al corriente de mucho, era un dirigente. Heitor también, era el tesorero regional... Ese Heitor... Trata de sobornarle, ¿quién sabe si no se interesaría por un buen pellizco? O quizá podamos hacerle un lavado de cerebro aquí. Sondéalo, hazle hablar de Saquila, de los otros también. Trata de sacarles todo lo que puedas sobre el otro Partido... Ese es el que tenemos que liquidar... Los integralistas, los armandistas, Saquila, se mueven, conspiran, pero el peligro, el verdadero peligro son los otros, los «rojos»... ¿Entiendes?

Camaleão movía la cabeza asintiendo, Barros encendió un nuevo puro, fanfarroneaba:

—Para ser un buen policía, para hacer frente a los comunistas, hay que tener el brazo fuerte, pero también se necesita cerebro. Yo tengo las dos cosas... —cerraba el puño, lo enseñaba—. Muchos comunistas conocen la fuerza de esta mano... Pero tengo cerebro también, sé pensar... Una cosa es Saquila con su partidito y su conspiración con Alves Neto. ¿Qué quieren? Derribar a Getúlio. Naturalmente no les vamos a dejar. Si se mueven, les daremos hasta que se nos canse la mano... Pero aprende a distinguir: todo lo que quieren es eso... Los otros, los otros quieren subvertir el orden —pronunciaba la expresión lentamente, como para revalorizarla—, quieren destruir la sociedad, implantar el comunismo... Son ellos los que nos interesan ante todo, y para combatirlos nos dan el poder que tenemos. Son ellos sobre quienes debes sonsacar a Saquila y a los otros todo lo que puedas, lo máximo que puedas...

Camaleão dijo, con voz aduladora:

—Realmente tiene usted cerebro, señor... Barros sonrió...

—Es necesario... Te voy a dar un cheque, una gratificación por tu trabajo, cobra en caja. Pero el día en que me traigas algo concreto sobre João, sobre el Rubio, sobre Carlos, sobre Zé Pedro, algo que me permita meter mano en la ejecutiva del Partido, te garantizo un ascenso. Ese Heitor... Trabaja directamente con él, puede contarte mucho. Depende de que trabajes con inteligencia. Cerebro, muchacho, cerebro...

5

—Cerebro, amigo mío, materia gris, fósforo... —se reía al afirmarlo Lucas Puccini, ajustándose el cinturón de los pantalones, sentado en un sillón frente a Eusebio Lima. Estaba en el gran edificio del Ministerio de Trabajo, en Rio de Janeiro, en el despacho de Eusebio, después de una copiosa comida en un restaurante del Mercado, célebre por sus platos de pescado.

—Yo siempre lo he dicho: inteligencias como la tuya no hay muchas... No sólo lo he dicho —recordaba Eusebio— no me he contentado con eso. Te he echado una mano, estabas empleado en la tienda de unos turcos, ¿no es eso?

—En O Barateiro... —recordó Lucas—. No soy ingrato, Eusebio, no temas. Llegue hasta donde llegue, suba hasta donde suba, nunca olvidaré que fue mi amigo Eusebio Lima quien me tendió la mano.

—Y que aún manda un poco en este país, Lucas... Que tiene a sus órdenes el Ministerio de Trabajo, las cajas, las ricas cajas de ahorros y pensiones... y que goza de la simpatía de nuestro jefe, del ilustre doctor Getúlio.

Lucas participaba del entusiasmo del oficial de despacho:

—El presidente es un hombre bueno de verdad. Lo que yo más admiro en él es su sencillez. Trata a todos como a sus iguales. No es como ciertos tipos de São Paulo que parece que tengan un rey en el cuerpo. —Lucas estaba aún indignado con Costa Vale que, en la víspera, le había hecho esperar, en una antesala del banco, en São Paulo, más de media hora antes de recibirle, y cuyas primeras palabras habían sido: «Tengo diez minutos para usted. Exponga su asunto brevemente...»

Había buscado a Costa Vale para proponerle un proyecto comercial, una verdadera mina de oro. Desde el negocio del café, que le había proporcionado su primera cantidad fuerte de dinero, Lucas Puccini se había lanzado a los negocios. Dos o tres pequeños golpes, seguros y rápidos, habían duplicado su capital. Pero ambicionaba ahora algo más sólido, más estable, más permanente. Había descubierto de esta manera el negocio del algodón. Los norteamericanos dominaban el mercado a través de unas cuantas firmas exportadoras. Dejaban a los campesinos debatiéndose en la miseria para poderles comprar el producto a precios ridículos. Después de largas reflexiones, Lucas había decidido financiar la siembra de algodón en el estado, monopolizar la producción, imponer los precios después. Registró en Santos una firma comercial: «L. Puccini, exportador». Pero su capital era pequeño para la enorme envergadura del proyecto. Para eso había ido a ver a Costa Vale, símbolo para él de todo aquel mundo de los negocios, a quien tantas veces había admirado y envidiado desde la puerta de la tienda, dueño de fábricas y bancos. Costa Vale había alcanzado la meta que él, Lucas Puccini —ex-empleadillo de comercio, funcionario subalterno del Ministerio de Trabajo iniciándose en la vida financiera, deseaba un día conseguir.

Pero Costa Vale, preocupado por la Empresa de Valle de Rio Salgado, con sus ferrocarriles, sus industrias, su banco, no tuvo oídos para el proyecto del joven desconocido de voz intimidada que tenía enfrente. («Una vez nos presentaron. Yo me trato con Shopel y con Paulo Carneiro Macedo da Rocha...», había recordado Lucas, y aquello no era ninguna recomendación comercial para el banquero.) Antes de que hubieran pasado cinco minutos, Costa Vale le despedía, mandándole a ver a uno de los subgerentes del banco:

—Eso de los créditos no es cosa mía. El Sr. Fonseca le atenderá —cerraba la conversación, tocando la campanilla para llamar a un botones—. Acompaña a este señor al despacho de Fonseca...

Lucas siguió por el frío pasillo del banco; el entusiasmo con que había llegado había desaparecido con el desinterés de Costa Vale. Y con voz débil y poco convincente expuso otra vez su proyecto al subgerente, un tipo flaco y tieso, vestido como un maniquí de sastrería. Éste tomó algunas notas, le dijo que estudiaría el asunto, Lucas debía volver unos diez días después. Era una lástima que no hubiera traído ninguna recomendación comercial, aquello dificultaba el éxito de su petición. «Era», pensó Lucas, «la despedida clásica. No valía siquiera la pena volver...»

Incluso cuando pasó a dedicarse casi por completo a los negocios, Lucas no abandonó su empleo en el Ministerio de Trabajo. Aparecía muy raramente, el jefe cerraba los ojos, no iba a llamarle la atención a un amigo íntimo de Eusebio Lima. Gracias a Eusebio, Lucas había conseguido un empleo para su cuñado, un lugar en la Prefectura de São Paulo, le había hecho venir desde el interior, le había dado un poder para cobrar su sueldo en el Ministerio. Era su contribución a los gastos de la casa, a donde iba, por otra parte, muy pocas veces, incapaz de soportar el aire de víctima de tía Ernestina, la tos del abuelo, el barullo de los niños.

Al salir del banco, desanimado, entró en el Departamento situado al otro lado de la calle. Los compañeros le saludaron, envidiosos de sus prerrogativas. Lucas entró en el despacho del jefe para darle las «buenas tardes». Éste le recibió muy cordialmente, le preguntó por su familia y le pidió que cuando viera a Eusebio Lima no olvidara saludarle en su nombre... Eusebio Lima... Y ni siquiera había pensado antes en él, había ido directamente a ver a Costa Vale. Era su manía de tener en cuenta sólo a los hombres de negocios, aquella atracción suya por los industriales, por los banqueros... Pasar media hora esperando en una antesala, soportar las frases groseras de Costa Vale, las frías disculpas del sub-gerente tieso como un maniquí, cuando tenía a mano la solución más práctica, más fácil, la mejor de todas. Se despidió del jefe, salió casi corriendo del Departamento, fue a reservar un pasaje para el primer avión del día siguiente. ¿Qué mejor socio para su proyecto que Eusebio Lima? Tanto dinero de los empleados y obreros depositado en los bancos, el dinero de las cajas de ahorros y pensiones... Con él había hecho el negocio del café. Con él haría el negocio del algodón. Tendría que dar una participación importante a Eusebio cuando el asunto se realizase, pero, aparte de que sería menos que los intereses que tendría que pagar a un banco, había la ventaja de que así él sería el único jefe de su empresa, no tendría un banquero que controlase sus pasos. Y él, que ni siquiera había pensado en Eusebio Lima...

El jefe del despacho del ministro de Trabajo tenía una confianza ilimitada en la inteligencia de Lucas Puccini desde aquel negocio de la cosecha de café (con el dinero que había ganado, Eusebio se estaba construyendo una casa en Gávea). Escuchó durante la comida el nuevo proyecto. Las cifras de la posible ganancia le asombraban:

—¿Tanto, Lucas?

—Quizá mucho más. Con todas esas amenazas de guerra, comprendes, el algodón vale oro... Los americanos pagan lo que quieren porque compran a uno y a otro pequeños stocks. Pero, cuando la cosecha esté en manos de uno solo, éste impone el precio. Y si no lo quieren pagar, se lo vendemos a los alemanes. Imagina que los campesinos quieren abandonar el cultivo debido al bajo precio del producto. Este es el juego de los americanos. Pero nosotros entramos en el mercado comprando...

—Hace falta mucho dinero, Lucas. ¿Y si no resulta? ¿Y si no podemos reponer el dinero?

—No hace falta tanto dinero. Lo bastante para adelantárselo a los campesinos bajo promesa de la venta posterior de la cosecha. Para pagar el resto después, negociaremos con el propio algodón.

—Aun así, es peligroso...

—El riesgo es mínimo...

Pero Eusebio no quería correr ni siquiera ese riesgo, tenía experiencia en negocios de ese tipo:

—En esos negocios, viejo, lo mejor es cubrirse las espaldas. Aunque tengamos que dar pasta a los otros, lo mejor es liar a un grupo de gente importante en el negocio. Déjame que piense... Entiendes: si la cosa no resulta, es necesario que estemos a cubierto. ¿Quién puede echársenos encima si está otra gente involucrada, gente importante, Lucas? Ese es el sistema... ¿Te acuerdas del negocio del café? Di dinero a mucha gente: pero, con aquella historia de la huelga, nadie se atrevió a gritar contra nosotros. ¿Por qué? Porque había peces gordos en el negocio, gente con las espaldas bien cubiertas... Déjame a mí, voy a pensarlo y a poner la cosa en pie... Unos días más y tendrás el dinero a tu disposición.

Ya de vuelta al ministerio, Eusebio, después de desabrocharse el chaleco para liberar la barriga —pescados suculentos, vino blanco portugués delicioso— se admiraba:

—¿Dónde vas a buscar tantas ideas? ¿Dónde descubres tantos negocios?

—Cerebro, amigo mío, materia gris, fósforo...

Ahora, Lucas Puccini, solucionado su negocio («¡mi gran negocio!»), proclamaba su lealtad al jefe del Estado Novo:

—Para servir al doctor Getúlio soy capaz de todo... Como tú. Y además, mi hermana Manuela, va a danzar en un espectáculo para él... Un ballet compuesto especialmente por el maestro Cidade. Dicen que es el no va más de la música.

Eusebio estaba ya enterado del espectáculo que se proyectaba. Preguntó:

—¿Es cierto que tu hermana ha roto con Paulinho da Rocha?

Lucas Puccini no sabía nada:

—Cuando estuve aquí la semana pasada no pude verla. Para mí es una novedad. Incluso —recordaba— encontré a Paulo en el aeropuerto. Él llegaba y yo me iba...

—Fue Shopel quien me lo dijo. Hace bien Manuela, ese Paulinho no vale nada, es un borracho con aires de intelectual. Si no fuese por el nombre de su padre, ya habría perdido incluso el empleo en Itamarati...

—Para mí esa noticia es una sorpresa. Hoy mismo iré a ver a Manuela. Debe de estar triste, pobrecilla.

—Hace dos días la vi en el Casino. Pero naturalmente no hablamos del asunto. Además, sólo la saludé cuando terminó de bailar. Shopel también estaba allí, salió con ella. Ese Shopel, muchacho, es una novedad —añadió cambiando de tema—: Cuando empezó a forrarse de dinero con Costa Vale, se hizo insaciable. Y pensar que hace tres años era un don nadie, que garabateaba versos lacrimosos y adulaba a Dios y a su madre... Y ahora nada le basta: acaba de fundar una compañía de seguros. Naturalmente no es cosa suya, es Costa Vale, con gente de Minas Gerais, quien está detrás. Pero con eso Shopel va forrándose, sólo con dar su nombre para lanzar las empresas... Ya es director de unas cuantas compañías... Con su panza, con esa cara de haber tenido meningitis de pequeño... Se dice muy amigo del Dr. Getúlio, pero anda conspirando con los armandistas y es uña y carne con los integralistas. No me resulta de confianza... —Balanceaba la cabeza.

—¿Entonces es verdad que están conspirando? En São Paulo se habla mucho del golpe... —preguntaba Lucas, queriendo apartar de su cabeza la pelea de su hermana con el pseudo-novio.

—¿Quién? ¿Los armandistas? Claro que están conspirando. Ellos y un sector de los integralistas. Incluso gente que ocupa cargos en el gobierno está metida en la cosa. Pero el Dr. Getúlio los espera en la esquina...

—Pero ¿cómo?

—Los deja que se metan bien en la conspiración, y de repente los mete a todos en la cárcel, con pruebas; y su prestigio sale reforzado. Ya verás...

—Es gato viejo... —comentó Lucas con admiración.

—Lo es... —No estaba menos llena de admiración la voz de Eusebio Lima—. Inteligente y audaz como él solo. Ese Getúlio es todo un tipo, Lucas. No hay quien pueda con él. Del Palacio do Catete ya no sale si no es para ir al cementerio. Y quiera Dios que sea dentro de muchos años...

—Amén —asintió Lucas Puccini, recostándose en el sillón—. Que los ángeles te oigan.

6

La dirección de Cuiabá, dejada por Carlos para un caso de necesidad urgente, era la de un profesor de escuela primaria. Gonçalão, después del trabajo en la aldea de Tatuaçu, cuando tuvo sentadas las bases para una primera organización del Partido en las tierras de Venancio Florival —una pequeña célula de cuatro hombres, con Nestor como responsable—, ante la continuada falta de noticias desde São Paulo, decidió viajar hasta la capital del Mato Grosso para entrevistarse allí con gente del Partido. Durante muchos y muchos días había discutido la idea consigo mismo y terminó por considerar indispensable su viaje. Había empezado un trabajo de organización, debía, por lo tanto, hablar con los camaradas de la regional; era a ellos a quienes competía dirigir y controlar aquella primera célula de campesinos. De ella podían nacer muchas otras: aquellos campos estaban abonados con el dolor y la miseria de los hombres, aquella semilla inicial podría dar con el tiempo un amplio movimiento de lucha por la posesión de la tierra, una lucha que fuera más allá de las palabras, que se desplegase en acciones prácticas. La idea de la división de las tierras encontraba eco incluso entre los campesinos más incultos. La dificultad residía en hacer llegar hasta ellos la política del Partido: una inmensidad de tierras donde era urgente implantar el Partido.

Gonçalo se lo pensó mucho antes de emprender el viaje a Cuiabá. Había vuelto al valle, donde los mestizos, tras la precipitada marcha de la caravana, se preguntaban qué iba a suceder. El árabe Chafik, al volver de un viaje, contó que la Empresa de Valle de Rio Salgado había iniciado un proceso en la capital para apoderarse de aquellas tierras. Había llegado de São Paulo un gran abogado para dar comienzo a la causa. Gonçalo decidió aprovechar aquellos días de calma en el valle para ir a Cuiabá. El riesgo no era tan grande así: la policía del Mato Grosso, como la de los demás estados, debía de tener fotografías suyas, copias de su expediente, de sus antecedentes, órdenes de captura expedidas por la policía de Bahía. Pero de eso hacía casi tres años, su rastro se había perdido, tomaría todas las precauciones, sólo una mala suerte absoluta podría provocar su caída. Por otro lado no podía él sólo con el trabajo de implantar el Partido en las haciendas, no podía tampoco lanzarse a él sin el conocimiento previo de los camaradas. Ese trabajo era competencia de la regional del Mato Grosso. Y, sobre todo, él, Gonçalo, debía quedarse en el valle, esperar allí la vuelta de los americanos, de los hombres de la empresa que tenían orden de desalojar a los mestizos... Esa era su tarea, para eso habían venido a aquellos lugares: «No van a tardar en extender sus garras sobre las riquezas de ese valle. ¿Por qué no los esperas allí?», le parecía oír la voz de Vitor definiendo su tarea.

Carlos le había recomendado mucho cuidado, le había explicado que sólo en caso extremo utilizase aquel nombre y aquella dirección. Le advirtió que el compañero de Cuiabá no sabía la verdadera identidad de Gonçalo. Carlos le había dicho solamente que un camarada de São Paulo había ido a establecerse en el valle y que le prestase ayuda si él le buscaba. Si aparecía por allí, debía presentarse como Manuel. Pero debía evitar hacerlo tanto como pudiese, la organización del Partido no era fuerte en aquel estado, por esa época, y Gonçalo no debía jugar con su seguridad. Estado casi completamente sin industria, y como consecuencia sin proletariado, los pocos cuadros del Partido eran gente entusiasta y abnegada, pero sin gran capacitación ideológica, y el trabajo poco amplio se reducía casi a la capital y a Campo Grande.

A Gonçalo, sin embargo, le parecía que había llegado el momento de utilizar el contacto: Carlos no le había dado más noticias y se encontraba frente a una serie de problemas. Debía preparar la resistencia —armada, si era posible— de los mestizos del valle ante la invasión de sus plantaciones por la empresa imperialista. Eso exigía su permanencia en las márgenes del río, distante de las tierras de Venancio Florival. ¿Quién ayudaría así a Nestor, a Claudionor, a los recientes camaradas surgidos en el campo? ¿Quién organizaría la solidaridad de los peones, de los aparceros con los mestizos, cuando la cosa se pusiera al rojo vivo en el valle? Y, además, no podía desencadenar esa lucha que él sabía imposible de llevar adelante sin que su repercusión entre los campesinos estuviera garantizada. Sería sacrificar inútilmente a los mestizos, si la lucha no servía como ejemplo capaz de despertar la conciencia de miles de hombres curvados sobre la tierra de los señores en los campos de Mato Grosso. Y ¿quién podría encargarse de ese trabajo, más que los compañeros de Cuiabá? Valorados los argumentos, le pareció indispensable el viaje a la capital del estado. Y cuanto antes mejor. Los técnicos e ingenieros norteamericanos no tardarían en ponerse en camino otra vez hacia Valle de Rio Salgado, y Gonçalo debía estar de vuelta antes que ellos. Se puso en camino hacia Cuiabá, haciéndose pasar por un buscador de diamantes sin fortuna.

Se alojó en una pensión barata, donde se hospedaban pequeños negociantes venidos de pueblos y aldeas, campesinos pobres, gente en busca de trabajo. Esperó la noche para ir a buscar al camarada, era más seguro encontrarle entonces. En la pensión se informó de la situación de la calle indicada en la dirección y por la noche salió, procurando pasar inadvertido en la ciudad pequeña, donde casi todos se conocían y donde se reparaba fácilmente en un extraño.

Un hombre delgado de unos cincuenta años, cuyos cabellos empezaban a blanquear, gafas de oro montadas sobre una nariz de loro, la voz cantarina, abrió la puerta de la casa pobre, en la calle mal iluminada:

—¿Qué desea?

—Busco al Sr. Valdemar Ribeiro...

El hombrecillo procuraba ver, en las sombras de la calle, el rostro del forastero:

—Soy yo mismo. ¿Qué desea? Gonçalo aproximó su cuerpo gigantesco:

—Mi nombre es Manuel. Vengo de parte de Carlos.

—Entre... —vaciló el otro.

En el pasillo, Gonçalo le vio cerrar la puerta con llave. Después el hombrecillo le dio la mano:

—Mucho gusto, camarada. Espera aquí un momento.

Entró en la sala, cerró las ventanas. Desde el pasillo, Gonçalo veía la mesa de trabajo sobre la que descansaban cuadernos escolares, una estantería vieja al lado, con libros y revistas de Rio y de São Paulo. En las paredes, las clásicas ampliaciones coloreadas de las fotografías de dos viejos, sin duda los padres del profesor o de su esposa, un cuadro del Corazón de Jesús, y una pequeña fotografía enmarcada, de un hombre barbudo, vestido de soldado, con botas. Desde el interior de la casa una mujer quiso saber:

—¿Quién es, Valdo?

—No pasa nada, querida. Un amigo mío...

Gonçalo oía el remusgar de la mujer en el comedor. El hombrecillo volvió, le dijo con una tímida sonrisa:

—Entra, por favor. —Señalaba las ventanas cerradas—. Una precaución... Puede pasar alguien por la calle, mirar adentro, ver a un desconocido. Todo el mundo se conoce aquí...

Gonçalo miraba ahora de cerca la pequeña foto descolorida, en la pared junto a la reproducción católica:

—¡Pero si es el viejo!...

El hombrecillo asentía a su lado:

—Es él mismo, nuestro Prestes... Es un retrato del tiempo de la Columna, cuando andaba por aquí. Él mismo me la dio, tiene su firma detrás. Yo acompañé la Columna un tiempo, cuando pasó por el estado. Pero mi salud es débil, no pude continuar... Tuve que quedarme aquí, aguantando persecuciones. Me echaron, viví de dar clases particulares, hasta 1930 no me readmitieron en mi cargo...

Gonçalo parecía fascinado por la fotografía: nunca había visto ningún retrato de Prestes de aquellos tiempos heroicos y legendarios de la larga marcha a través de Brasil. Allí estaba, joven de veintiséis años, la barba negra cayéndole sobre el pecho, la guerrera sencilla, los ojos profundos. La fotografía era la ampliación de una instantánea tomada en plena selva. Detrás del general revolucionario se veían los troncos sarmentosos de los cipós, la bravía naturaleza de la meseta. El hombrecillo continuaba hablando:

—Soy profesor del Grupo Escolar. Sería el director si no fuese porque desconfían de mí —enseñaba los cuadernos sobre la mesa—. Ahora mismo estaba corrigiendo los ejercicios de los alumnos...

Pero, como Gonçalo seguía mirando la fotografía, le dijo:

—Mucha gente me aconseja: «Valdo, saca esa fotografía de la pared. Un día te va a dar un disgusto...» Hasta mi mujer me importuna: «¿Por qué no la cuelgas en la habitación, para qué exhibirla en la sala?» Pero yo no doy mi brazo a torcer. La casa es mía, tengo derecho a tener en la pared el retrato de quien quiera. ¿O es que voy a esconder la foto de Prestes sólo porque está en la cárcel? No, no lo haré... Se va a quedar aquí mismo en la sala, y a quien no le guste que no mire...

Desde el fondo de la casa, llegaba la voz de la mujer:

—¿Quieres café, Valdo?

El profesor sonrió a Gonçalo:

—Está muriéndose por saber quién hay aquí... La mujer es un animal curioso. —Gritaba respondiendo a la pregunta de su esposa—: No hace falta que lo traigas, voy a buscarlo. —Seguía con Gonçalo—: Siéntate, voy a buscar el café, ahora hablamos.

Le dejó solo en la sala, tardaba en volver. Gonçalo se sentó: ¿Hasta dónde podría ayudarle Valdemar? Si los demás compañeros de la región eran como él, iba a ser difícil. Parecía un buen hombre, sincero; aquel entusiasmo por Prestes había conquistado las simpatías del gigante. Pero el mismo hecho de que, siendo comunista, colgara el retrato de Prestes en la pared de la sala, en esos tiempos difíciles de clandestinidad, demostraba su poca experiencia. En fin, ya que había venido, debía discutir con el camarada.

El maestro volvía, con una bandeja y dos tazas de café; la colocó sobre su mesa de trabajo cerrando la puerta que daba al corredor:

—Ahora podemos hablar tranquilamente —tendía una taza de café a Gonçalo, admiraba la estatura del compañero.

—Fue formidable la huida de los americanos de esos canallas de Costa Vale y de Venâncio Florival. Naturalmente nadie sabe que estuviste metido en eso. Nadie sabe siquiera que existas. Sólo yo y el compañero que ha llegado de São Paulo...

—¿Un compañero de São Paulo? —interrumpió Gonçalo, interesado por la noticia. «Un compañero de São Paulo, naturalmente responsable, podría ayudarle a solucionar todos los problemas que le habían traído a Cuiabá». Era una noticia magnífica.

—Sí, llegó hace unos tres días. Te lo cuento porque él mismo quiere hablar contigo. Me pidió que te llamara. ¿Pero cómo mandarte llamar? Si Chafik estuviese aquí, aún habría algún modo, enviarte una nota... ¡qué sé yo!

—No creo que valga la pena mandar cosas por Chafik. Él no puede saber por qué estoy en el valle.

—¿Qué estás pensando, camarada? ¿Que iba a mandar un recado, así sin más ni menos? No hay mejor solución que utilizar a Chafik. Cuando Carlos te mandó aquel material no tuve otro recurso. Pero Chafik no sabía lo que llevaba... Y esta vez, aunque hubiese querido, no hubiera podido utilizarle. No estaba por aquí... Pero si tuviese que servirme de él, sabría tomar mis precauciones.

Zé Gonçalo cortó la conversación; no servía de nada discutir ahora aquel detalle:

—¿Y el compañero de São Paulo?

—¡Ah! Sí... —Pero el profesor estaba aún picado por la observación de Gonçalo y volvía al asunto anterior—. Es que no pareces muy satisfecho de que haya utilizado a Chafik. Pero...

—No tiene importancia. Luego veremos cómo podemos establecer otro contacto. Sigamos...

El maestro dijo aún algunas palabras, pero terminó por dejar de lado el asunto:

—Es un camarada dirigente. Como te dije, te cuento esto sólo porque él me dijo que quería hablar contigo... Sólo por eso, no por ligereza... —Flotaba aún en su voz un aire de resentimiento.

—¿Dirigente de la regional de São Paulo?

—Dirigente de la nacional. Ha venido a explicar en la región los cambios en la ejecutiva y en la línea política. Cosas muy serias... Una transformación radical.

Zé Gonçalo estaba cada vez más interesado: ¿qué significaba todo aquello? Cambios en la ejecutiva, nueva línea política. Un dirigente nacional trasladándose hasta allí, arriesgándose a un viaje tan peligroso, debía tratarse de algo muy serio.

Si ya antes dudaba de hablar de sus problemas con el maestro —¡tan simpático, pero tan inexperto!— ahora había decidido no hacerlo antes de hablar con el dirigente. Él le diría cómo actuar, con él podría profundizar la discusión no sólo sobre el trabajo iniciado en el campo, sino también sobre sus proyectos para cuando los americanos volviesen al valle. Había valido la pena venir, estaba contento.

—¿Cuándo podré hablar con él?

—Dependerá de él... Quizá mañana mismo. Mañana por la mañana le comunicaré que estás aquí.

Gonçalo le avisó:

—Cuanto menos tiempo esté aquí mejor...

—Hoy es ya muy tarde para ir a verle. Y yo aún tengo que corregir todos estos ejercicios para mañana temprano. Pero, antes de ir al Grupo, pasaré por el hotel.

—¿Está en un hotel? —se sorprendía Gonçalo—. ¿Un dirigente nacional? ¿No es peligroso?

—Nadie le conoce. Es un médico, ha dicho a todo el mundo que está estudiando la posibilidad de abrir un consultorio aquí. Incluso ha visitado el hospital... Es muy fino: elegante, nadie imaginaría que es un camarada...

—¿Y cómo sabré la respuesta?

Quedaron de acuerdo para el día siguiente, después de la comida. Gonçalo se levantó, preparándose para salir. El profesor casi se ofendió.

—¿Ya quieres irte? Pero si no has dicho lo que te ha traído aquí. Quería contarte aún lo de Chafik...

Zé Gonçalo no pudo por menos de echarse a reír:

—No te preocupes. No tenías otra posibilidad. Pero, antes de que me vaya, buscaremos otro contacto.

—Pero ¿por qué has venido desde el valle, por qué has venido a verme? No habrás venido así como así...

—Óyeme, camarada: tengo unos asuntos que discutir. Quería hacerlo con los camaradas de la región, por eso he venido. Pero si hay aquí un dirigente nacional y quiere hablar conmigo, es mejor que hable primero con él. ¿No es verdad?

—Bueno, si es así, no digo nada.

El gigante volvió a mirar el retrato de Prestes, incluso en aquella vieja fotografía descolorida podía ver la firme decisión en los ojos del revolucionario, ojos profundos y ardientes. Se volvió al maestro, señaló con el dedo:

—Creo que tu mujer tiene razón. Esa fotografía en la pared de la sala es una invitación para la policía...

—Prestes debe estar en el lugar de honor... —Su tímida voz se levantaba casi indignada.

Era simpático, pensaba Gonçalo. Le puso en el hombro la mano enorme:

—Tengo la certeza de que el propio Prestes te diría lo mismo, camarada —le sonrió amistosamente—. Sé que tu intención es buena, pero puede traerte los peores resultados...

Miró una vez más la fotografía de la pared:

—Basta con que le llevemos en el corazón...

7

«Te espera en el hotel a las cuatro», le dijo el maestro, y le explicó rápidamente que se trataba del camarada Heitor Magalhães, cuyo nombre de guerra era Luis, uno de los cuadros más conocidos de São Paulo. Estaba en la habitación n.° 6, en el primer piso, lo mejor era que Gonçalo entrara sin preguntar nada a nadie, tenía que subir por la escalera, la habitación estaba en frente. A aquella hora habría poca gente en el hotel, habría terminado la siesta, podrían hablar tranquilamente, sin riesgos.

El nombre de guerra nada le decía a Gonçalo; él nunca había militado en São Paulo, y de los camaradas de esa región sólo conocía a Carlos que en su visita al valle le había causado una impresión excelente. Pero el verdadero nombre del médico le recordaba una gran campaña de masas, desencadenada hacía unos cinco o seis años, por la libertad de un estudiante detenido, acusado de haber disparado contra un policía en un mitin. La policía había atacado un mitin relámpago de la Juventude Comunista, había habido lucha, un inspector recibió tres balas, la policía acusaba a un estudiante y lo procesaron por «causar heridas graves». El Partido levantó en todo el país una gran agitación en torno al caso: no había ninguna prueba contra el estudiante, cuyo nombre y cuya fotografía se hicieron famosos por aquel entonces: Heitor Magalhães. Gonçalo recordaba aún las fotografías en los periódicos: un joven de ojos románticos, pelo negro bien peinado, parecía un galán de cine. Su juicio fue sensacional, con los estudiantes manifestándose en las calles. Fue absuelto; sus compañeros de Facultad le llevaron en triunfo al ser puesto en libertad; durante un tiempo se habló de él como de un héroe. Después, Gonçalo no supo más de él, otras campañas ocupaban el Partido. «Había llegado rápidamente a la ejecutiva, aquel muchacho, ¿cuántos años hacía de su proceso? Cinco... No, un poco más, seis o siete tal vez...», pensaba Gonçalo camino del hotel.

Una voz soñolienta respondió a sus llamadas a la puerta de la habitación:

—Entre...

La puerta estaba entreabierta, Gonçalo la empujó; la cerró tras de sí. Un joven se levantaba de la cama, le tendía las manos:

—Mucho gusto, camarada Manuel...

«¿Sabe o no quién soy?», se preguntaba Gonçalo. Los altos cargos debían estar informados de su paradero, por lo menos algunos, los más responsables. Examinaba al mismo tiempo al guapo muchacho que tenía en frente. No había cambiado mucho en esos años, era el mismo de las fotografías publicadas por la prensa cuando su juicio: los ojos muy grandes y húmedos, las pestañas y el cabello negros, las manos bien cuidadas, de uñas manicuradas.

«Soy un sectario», se acusaba Gonçalo, refrenando la sensación de desagrado que le producía la visión de sus uñas tan brillantes, de su pelo aplastado con brillantina. ¿Cuántas veces los compañeros habían criticado su sectarismo? Creía haberse corregido con el tiempo, y sin embargo no podía vencer una cierta repugnancia por la figura del médico que le tendía las manos muy cordial. «¿Qué importan las apariencias? Quizá todo aquello fuese artificial, una máscara para engañar a la policía». Gonçalo sonrió con su sonrisa bonachona, apretó la mano que se le tendía.

—Mucho gusto, camarada...

Heitor sonreía también, y, al soltar las manos del gigante, le dio amigables palmadas en la espalda, rebosante de simpatía:

—¿Y los americanos, eh? Una buena paliza, buen trabajo.

Heitor había leído en los periódicos los reportajes sobre las aventuras de la expedición de técnicos y periodistas a Valle de Rio Salgado. Había comentado con Saquila y otros la valentía de los mestizos y, a cambio, había oído del periodista una larga explicación política sobre el asunto, crítica violenta a una octavilla del Partido donde se denunciaba a la Empresa de Valle de Rio Salgado como un vehículo de penetración imperialista en Brasil.

—Esos tipos del secretariado son primarios... —le había explicado Saquila—. Viven asustados con el fantasma del imperialismo norteamericano. No ven nada, ni las verdades más evidentes. ¿Cómo pensar en una revolución proletaria en un país sin industria, en un país semifeudal? Y ellos van y se colocan contra cualquier esfuerzo de industrialización...

—Pero, Saquila, nuestro objetivo es la revolución democrático-burguesa... Nadie habla de revolución proletaria... —atajó uno de ellos.

—Ya lo sé. ¿Pero qué es la revolución democrático-burguesa sino la industrialización del país? Esa es la primera etapa. Una vez industrializado el país, creado un proletariado, podremos entonces pensar en la reforma agraria, en el problema del campo, y en la lucha contra el imperialismo. El Partido desconoce la existencia de una burguesía nacional, de tipos como Costa Vale, que están iniciando la industrialización...

—Pero el capital es extranjero, Saquila...

—Sólo en parte. Es imposible, en la práctica, industrializar un país como Brasil, inmenso, sin la colaboración del capital extranjero. Mientras éste no prevalezca sobre el nacional, la cosa no es grave. Ésta es hoy la tendencia de la burguesía nacional, una tendencia progresista. Nuestro papel es apoyar la industrialización, dejar de lado las románticas ideas de reforma agraria, ésta vendrá a su tiempo. En un país semicolonial como el nuestro, sólo la burguesía nacional puede realizar la revolución democrático-burguesa. Ella es nuestro aliado fundamental.

—Pero, en China... —objetó otro.

—Ahora me sales con China... Amigo mío, vamos a confesar la verdad: el Partido chino ha enterrado la revolución. La ha enterrado para siempre. Con su sectarismo, rompiendo la alianza con Chang Kai-Chek, ¿qué ha conseguido? Está aislado en una región perdida, y ahora los japoneses terminarán con todo rápidamente. Esto es lo que pasa por aplicar mecánicamente ciertos conceptos... Y es lo que está pasando aquí. Ya lo dije una vez: quieren romper un muro de piedra a cabezazos. Para romper este muro feudal tenemos que construir antes el ariete del capitalismo... O sea: aliarnos con la burguesía progresista, con los capitalistas nacionales, como Costa Vale, para industrializar el país...

—Para romper el muro del feudalismo hay que construir el ariete del capitalismo... Una bella frase, Saquila —había aplaudido Heitor.

No había vuelto a pensar más en la Empresa de Valle de Rio Salgado hasta que aquel camarada de Cuiabá, para quien Saquila le había dado un contacto, le habló de la existencia en el valle de un hombre del Partido, el organizador de la fuga de los americanos. Con la naturalidad que le caracterizaba, Heitor dijo que sabía de la existencia de aquel compañero y afirmó que tenía necesidad de hablar con él. El maestro quedó en encontrar una manera. Y, de repente, el hombre aparecía en Cuiabá inesperadamente. Al principio, al saber la noticia, temió que el otro fuera enviado por el Partido para esclarecer en la región su verdadera posición y la de Saquila. ¿Pero cómo era posible eso, si el hombre estaba enterrado en el valle más allá de las montañas, en el fin del mundo? Decidió hablar con él.

Lo que llevaba a Heitor a desear conocer a ese camarada del valle era el interés de conquistarle para su grupo, para el «nuevo partido comunista». Poco le importaba a él ese partido de Saquila, al que se encontraba ligado porque le habían confiado las rentables funciones de «encargado de finanzas», y debido a las perspectivas del golpe: si la gente de Alves Neto tomaba el poder, bien podría él conseguir un enchufe en cualquier departamento que le garantizara un fácil sueldo mensual sin trabajo. Los vastos proyectos políticos de Saquila le dejaban escéptico y desinteresado: no creía en la posibilidad de un partido legal, que consiguiera diputados y senadores, ¿dónde irían a buscar la masa que debía votarles? Además era un aventurero de baja ralea, de corta imaginación, sin altos vuelos, un vulgar mentiroso, y sus proyectos eran mucho más inmediatos. A través de las conversaciones con Camaleão se había afirmado en una convicción que tenía ya hacía mucho: el conocimiento de la vida del Partido, de sus secretos, de la clandestinidad, constituía un capital precioso para un hombre como él. Bastaba con saber utilizarlo y podía producirle un buen dinero. Por ejemplo: ese hombre del Partido confinado en el valle, misteriosamente, organizando incendios de los campamentos de las expediciones de la Empresa de Valle de Rio Salgado, qué excitante capítulo para un libro, qué reportaje sensacional para un periódico anticomunista. Heitor acababa de leer la edición argentina de un libro que causaba furor: Desde el fondo de la noche, de Jan Valtin, un renegado del movimiento comunista al servicio de la Gestapo. La lectura le había apasionado y había hecho nacer proyectos en su cabeza.

En él existía un único sentimiento profundo y decisivo: su horror al trabajo. Hijo de un pequeño funcionario de pocos recursos, había oído durante toda su infancia las lamentaciones del padre, quejándose de las injusticias del despacho, del sueldo magro, despotricando contra el trabajo, elogiando a aquellos que habían sabido «solucionarse la vida». Fue el padre quien le escogió la carrera: un médico siempre se las apaña, se va al interior, se casa con la hija de un rico hacendado, «ha hecho algo en la vida». Sobraban los abogados sin pleitos, no había trabajo para los ingenieros. Había hecho la carrera de medicina luchando contra las dificultades financieras y contra la falta de vocación. Su padre murió súbitamente de un ataque al corazón cuando él estaba en el segundo año. Mientras acompañaba al pobre entierro, Heitor enjugaba unas pocas lágrimas, jurando construirse una vida muy distinta de la del padre, una vida fácil. En sus primeros años como estudiante, sus únicas preocupaciones eran el agenciarse chuletas para pasar los exámenes y el frecuentar los burdeles, donde su negra cabellera engomada y sus ojos románticos obtenían un éxito inmediato. De aquellas infelices criaturas sacaba el dinero para sus gastos.

Un compañero le habló de la Juventud Comunista, un día en que él, recordando a su padre, despotricaba contra los ricos. Su espíritu de aventurero le llevó a unirse a los jóvenes comunistas. Y en seguida vinieron el lío del mitin, el proceso, la celebridad momentánea que rodeó su nombre. Le fue agradable posar como un héroe y, al salir de la cárcel, ascendió rápidamente en el Partido. Se reveló como un excelente activista en los trabajos de finanzas. En los últimos años de Facultad se había dedicado casi exclusivamente a aquel trabajo: recoger dinero entre los simpatizantes. ¿Quién iba a sospechar siquiera que él se quedaba una parte considerable del dinero dado por médicos, escritores, abogados, estudiantes, por los varios círculos de simpatizantes que él había organizado?

Ya licenciado, había ido a São Paulo, se había asociado al consultorio de un médico de enfermedades venéreas donde de vez en cuando aparecía algún raro cliente. En compensación, había montado rápidamente toda una red de contribuyentes para el Partido. Su nombre aún sonaba en los oídos de muchos simpatizantes, rodeado de aquella aureola que el proceso le había dado. Le era más fácil que a cualquier otro recoger dinero para la organización. Entregaba mensualmente al Partido una buena cantidad, más que varios encargados de finanzas juntos. En las condiciones difíciles de la clandestinidad no era fácil para la ejecutiva controlar la vida de todos los militantes, especialmente de ciertos intelectuales como Heitor. Mucho menos sus cuentas, ese dinero venido de decenas de simpatizantes, dado sin recibo, muchas veces anónimamente. Todo descansaba sobre la confianza y durante mucho tiempo Heitor fue considerado un excelente cuadro en el trabajo financiero. Y así, cuando detuvieron al antiguo tesorero de la regional —un antiguo obrero, despedido de la fábrica por su militancia, al cual muchas veces faltaba comida para la familia y que ni así tocaba el dinero de la organización, ni siquiera como adelanto sobre su pobre salario—, Heitor fue designado para el cargo a propuesta de Saquila, de quien se había hecho amigo. Primero provisionalmente, después, en una reunión de la regional, de forma definitiva. Pasó entonces a controlar las finanzas de la regional y no tardó en dejar el cuarto de la pensión donde vivía por un pequeño apartamento en un rascacielos.

Como tesorero, sin embargo, estaba mucho más a la vista. Incluso antes de que la tesorería fuera colocada bajo el control de Carlos (Saquila fue su primer contacto con la regional, antes de que se radicalizaran las diferencias del periodista con la ejecutiva), ya el viejo Orestes, responsable en aquel tiempo del Socorro Rojo de su barrio, manifestó sus dudas sobre las cuentas de Heitor. Su vida confortable empezó a llamar la atención de Carlos. Heitor trató de explicarla mediante la clínica, pero podían comprobar fácilmente su falta de clientela. También João se interesó por el asunto y empezaron a apretar a Heitor por todos los lados, en una investigación que no tardó en dejar patente su falta de honestidad. Heitor estaba alarmado: toda la financiación de la huelga de Santos se hizo a sus espaldas, otros habían sido encargados. Empezó desde entonces a prepararse para cuando las cosas saltaran y él perdiera «su fácil medio de vida». Necesitaba asegurarse otro aún más fácil y más rentable. Tejía proyectos. Fue entonces cuando Saquila le buscó para la escisión. Heitor se adhirió entusiasmado a la idea.

A pesar de que desde hacía un tiempo la regional estaba retirando de las manos de Heitor gran parte del trabajo de finanzas (las finanzas orgánicas habían sido encargadas a otros desde hacía meses), fue éste el sector más perjudicado por la decisión de Saquila. Heitor había establecido la mayor parte de los «círculos de amigos», era él quien conocía a la mayoría de los simpatizantes más distantes, aquellos cuya única prueba de solidaridad con los comunistas era el auxilio monetario. La ejecutiva no conocía a muchos, sólo Heitor tenía contacto con ellos. Recuperar todos esos elementos era tarea ardua y, en los primeros tiempos, tras la expulsión de Saquila, las finanzas de la región sufrieron un rudo golpe.

Heitor veía con escepticismo los planes de Saquila, pero se guardaba bien de decirlo: le habían hecho responsable de finanzas del grupo secesionista, y eso significaba dinero durante algún tiempo: además de la red de contribuyentes que no habían sido alertados por el Partido sobre sus fraudes, estaba el dineral que Alves Neto había soltado para los gastos iniciales de sus aliados. Por eso, para controlar este dinero de los armandistas, Heitor se había quedado en São Paulo lo más posible. Sólo se decidió a salir hacia Mato Grosso y Goiás cuando Saquila le insistió:

—Estos estados son la única posibilidad de extender la influencia de nuestro partido... Y, si no vas ahora, los otros mandarán gente allí y se habrá acabado todo...

Le interesaba menos ganar aquellas regiones para la organización de Saquila que ponerse al corriente de la actividad del Partido en aquellos estados. De Goiás sabía algo, había estado allí una vez para organizar las finanzas. Pero no sabía nada sobre el Partido en el Mato Grosso y, por poco que descubriese, ya era algo para añadir a sus conocimientos sobre las regiones de Rio y São Paulo. Y, además, el Mato Grosso sonaba a la gente de la costa como un país lleno de misterio, la mejor atmósfera para una historia como las de Jan Valtin, un buen capítulo...

Porque no tenía dudas sobre la necesidad de recurrir en breve a sus conocimientos sobre la vida del Partido. Ese «arreglo» del partido de Saquila no podía durar mucho. Los simpatizantes, unos primero, otros después, acabarían por descubrir la verdad, por ser recuperados por el verdadero Partido. ¿Y él de qué iba a vivir? Si el golpe armandista tenía éxito, muy bien. Pero ¿y si fracasaba? Si fracasaba, los planes de Saquila se hundirían totalmente, y él, Heitor, se quedaría con las manos vacías. Por eso, cuanto más supiese sobre el Partido, mejor... Y estaba de suerte: lo primero que le sucedía en el Mato Grosso era ponerse en contacto con el militante que dirigía la lucha de Valle de Rio Salgado.

Heitor estaba contento del viaje: los camaradas de la región habían aceptado sin desconfiar la sarta de mentiras que les había contado: los errores cometidos por la regional de São Paulo, la expulsión de los principales responsables como el Rubio, João, Pedro, Carlos, el alejamiento de algunos elementos de la nacional que les habían apoyado, la formación de una nueva ejecutiva, homogénea, la discusión de la nueva línea política... Él había sido enviado para poner a los compañeros al corriente de la situación, para impedir cualquier tentativa de engaño por parte de los expulsados, que continuaban diciendo que eran de la ejecutiva regional... El profesor y tres compañeros más admitidos a la reunión abrieron la boca asombrados.

Uno de los participantes, un ferroviario, expuso ciertas dudas sobre la nueva línea política. Manifestó algunas objeciones con voz vacilante de hombre poco habituado a hacer discursos. Pero, poco a poco, se fue animando, los argumentos le venían naturalmente, dictados por su misma condición de clase. Heitor le dejó hablar, descargó después sobre él una fulminante tormenta de citas, la mayor parte de ellas inventadas en aquel momento y atribuidas a los líderes mundiales del movimiento obrero. El ferroviario movía la cabeza ante tantos nombres célebres y tantas palabras complicadas:

—Camarada —dijo, cundo Heitor terminó—, yo apenas sé leer y escribir mi nombre, sólo fui dos meses a la escuela cuando era niño. Pero hay una cosa que yo sé, y esa nadie me la va a sacar de la cabeza, la aprendí viviendo: el obrero y el burgués son enemigos. ¿Dónde se ha visto decir que el obrero debe juntarse con el patrón? Los que dicen eso son los capitalistas, para arrancarnos mejor la piel.

El maestro, deslumbrado ante la «cultura» de Heitor, reprendía al ferroviario:

—La ejecutiva nacional ha estudiado el asunto, no nos corresponde a nosotros discutir la nueva línea...

—¿Y por qué no? —preguntaba el trabajador—. ¿Cómo no voy a discutir una cosa que no entiendo? ¿Quién ha puesto esa novedad en el Partido? Para mí es una novedad...

Pero terminó callándose ante una nueva avalancha de «teoría» descargada por Heitor, y se cerró en un mutismo interpretado por el médico como una tácita aceptación de sus argumentos. En verdad, el ferroviario, lejos de estar convencido, miraba cada vez con más desconfianza a aquel joven elegante y hablador. «Qué diferente es de Carlos», a quien él había conocido cuando su estancia en Cuiabá y en la reunión con la regional...

«Qué distinto era de Carlos, de Vitor, de los otros camaradas dirigentes que conocía», pensaba ahora también Gonçalo al sentarse en la silla que el otro le ofrecía. Heitor sonreía, se sentaba en la cama, ¿cómo iniciar la conversación? El compañero que tenía enfrente le era completamente desconocido, a pesar de que él había tratado a la mayor parte de los camaradas de São Paulo durante su época de tesorero. Éste no sabía quién era, pero debía convencerle de lo contrario, debía ganarse su confianza, descubrir su historia (un capítulo sensacional para su libro, si llegaba a escribirlo...):

—No te conocía personalmente, pero sé quién eres. Los camaradas me dijeron, antes de salir de viaje, que estabas por aquí. Y me encargaron que te pusiera al corriente de las novedades y que recogiese un informe de tu trabajo...

Esta frase vaga confundió a Gonçalo. El gigante, lejos de imaginar los sucesos de São Paulo, creyendo que Heitor era un dirigente responsable, pensó que se refería a su verdadera identidad.

—Los camaradas de aquí no saben nada. Creen que he venido de São Paulo. Mi opinión es que es mejor que continúen sin saberlo...

—También es la mía —aprobó Heitor conteniéndose ante la inesperada revelación del otro. «No era de São Paulo. ¿De dónde había venido, quién era? Quizás era un tipo de la ejecutiva nacional. Había que descubrirlo. La cosa se estaba poniendo más interesante de lo que había imaginado»—.

—Esos compañeros de aquí son de una debilidad que da pena. El responsable de la organización es un ferroviario más burro que una piedra...

—Sólo conozco al maestro...

—Un pobre diablo... Pero al menos con él se puede hablar, al menos sabe dónde tiene la nariz.

Gonçalo no estaba satisfecho del comienzo de la discusión, ¿por qué diablos no se le iba de la cabeza aquella tendencia a comparar al muchacho que tenía enfrente con Vitor y con Carlos? Aquel desprecio hacia los camaradas de Cuiabá... Las uñas brillantes, el pelo cuidado, el perfume de la brillantina esparciéndose por el cuarto, nada de todo aquello le gustaba. El gigante procuraba sacarse de la cabeza aquellos pensamientos. Todo le llevaba a depositar su entera confianza en Heitor: sabía quién era, conocía sus antecedentes, la historia del proceso y, además los camaradas no le revelarían jamás que estaba en el valle si no fuera un compañero totalmente seguro. ¿Por qué entonces aquella mala voluntad inexplicable? Era su aspecto de galán de Hollywood lo que chocaba a Gonçalo, el desprecio con que se refería a los camaradas del Mato Grosso. «Lo que pasa es que soy un sectario...», se repitió a sí mismo. Heitor bajaba la voz, conspirativo:

—Sabes quién soy, ¿no?

—Sí.

—Pero quizá no sepas que después de los últimos acontecimientos he entrado a formar parte de la ejecutiva nacional...

—¿Qué últimos acontecimientos? No sé nada. Vivo en el fin del mundo, las noticias no llegan allá. Es la primera vez que vengo a Cuiabá.

—Luego te lo contaré todo minuciosamente. Pero primero quiero oír tu informe. Sé que Carlos estuvo contigo, pero... Carlos ha sido expulsado y no sabemos hasta donde dijo la verdad.

—¿Expulsado?

—Trotskista... Desviacionista de izquierda... —Heitor lo decía con voz pesarosa—. Enterró el Partido en São Paulo.

Carlos era el elemento de la regional que él más odiaba. ¿No fue él el que empezó a controlar su actividad, a meter las narices en su vida?

Gonçalo no escondía su sorpresa:

—Es increíble... Me causó tan buena impresión. Parecía tan dedicado al Partido, tan capaz.

—A mí también me costó creerlo. Pero tuvimos las pruebas en la mano. Trotskista de los peores... Pero, ahora, vamos a oír tu informe. Después te daré el mío...

Gonçalo empezó a hablar aún bajo el efecto de aquellas revelaciones: durante el tiempo que vivió solitario en las márgenes del Rio Salgado, en medio de la selva, entre los mestizos, Carlos fue el único camarada que vio. Guardó de aquel encuentro una impresión inolvidable. Luego se hicieron amigos, se habían comprendido con mucha facilidad, juntos habían trazado los planes para la llegada de la expedición de técnicos y periodistas. Y ahora aquella noticia espantosa: era un trotskista, un enemigo del Partido. Si era así, hasta su propia seguridad estaba amenazada: de un trotskista puede esperarse de todo, son el camino de la policía... Tenía que discutir eso con Heitor.

Inició su informe diciendo cómo se había enterado de la formación de la Empresa de Valle de Rio Salgado, como había empezado un trabajo de proselitismo entre los mestizos. Pero Heitor le interrumpió para ordenar:

—No. Me han pedido un balance completo de tu actividad. Empieza desde el principio, desde tu llegada aquí.

—Después de mi condena, los camaradas de Bahía decidieron que viniera aquí... —Aquella desconfianza persistía y fue sobrio en su narración, hablando sólo de cosas generales, guardando los detalles.

Pero aun así, desde el principio de la narración, Heitor había adivinado la verdadera identidad del gigante: una referencia a los indios de Ilhéus había sido suficiente. No había historia más conocida en el seno del Partido que la de la lucha de los indios del Posto Paraguaçu, presentada siempre como un ejemplo de las perspectivas del trabajo en el campo. ¿Quién podría ser este camarada encargado de una misión tan importante sino aquel famoso José Gonçalo, desaparecido hacía años sin que nadie supiese su paradero?

—Creo —dijo cuando el gigante terminó su narración, después de haber expuesto a Heitor los problemas que le afligían— que la nueva línea política aclarará todas tus dudas, camarada Gonçalo... —soltó el nombre como si se le hubiese escapado por casualidad.

—Es mejor que sigas llamándome Manuel.

—Es verdad, ha sido un descuido. —Ahora sabía quién era el otro, y era un descubrimiento que valía su peso en oro. Aunque no escribiese el libro, ¿qué no darían por esa revelación Costa Vale o los que dirigían a Camaleão? (Era necesario no dejar de lado totalmente a Camaleão, también él contaba en sus proyectos)—. Bien, escúchame ahora atentamente, te voy a explicar lo que sucede en el Partido. Y, después, sacaremos juntos las conclusiones necesarias para tu trabajo. Además, si he venido aquí ha sido principalmente para entrevistarme contigo, para dar una orientación justa a tu trabajo... Escucha...

Esta vez se abstuvo prudentemente de hacer citas falsas. Con un camarada como Gonçalo podría ser peligroso. Se contentó con la historia de la expulsión de los elementos de la regional de São Paulo, de las modificaciones en la ejecutiva nacional, en la que habían entrado él y otros cuadros que se habían opuesto a la política «estrecha y sectaria» del Rubio, Carlos, João y Zé Pedro.

Hasta allí Gonçalo no encontró nada que objetar. A excepción de Carlos, los otros nombres citados no significaban nada para él, no los conocía. Pero cuando Heitor empezó a criticar extensamente la línea política seguida por el Partido y a exponer las ideas de Saquila sobre industrialización a cualquier precio, sobre la alianza con la «burguesía nacional» (y como ejemplo de burgués progresista citaba a Costa Vale), sobre la necesidad de abandonar la consigna de «reforma agraria», de la repartición de tierras, la inevitabilidad de la colaboración del capital extranjero para el establecimiento de la industria, Gonçalo sintió que se resquebrajaba en su cerebro todo el edificio de conceptos en el cual había basado hasta entonces su actividad revolucionaria. Heitor seguía, y afirmaba que había fracasado del todo la estrategia de un frente democrático para impedir la fascistización del país. El Partido había decidido, según él, que sólo un golpe de Estado podía derribar a Getúlio y terminar con el Estado Novo.

A Gonçalo todo aquello le parecía extraño. Aquella nueva concepción de la revolución democrático-burguesa, aquella alianza con la burguesía para industrializar el país sin poner en primer lugar la reforma agraria, y, sobre todo las ideas sobre el golpe, estaban en contradicción no sólo con lo que había leído en los libros, sino también con la realidad cotidiana. Cada una de aquellas tesis le parecía discutible, los argumentos de Heitor no lograban convencerle. El médico sacaba, al final, las conclusiones para el trabajo de Gonçalo: debía abandonar aquel trabajo con los aparceros de Venancio Florival —«Eso queda para después, cuando hayamos puesto los cimientos de nuestra industria»—, debía sacarse de la cabeza la idea de actuar violentamente contra la entrada de la Empresa de Valle de Rio Salgado en el valle rico en manganeso. El establecimiento allí de una empresa industrial poderosa significaba, según Heitor, un gran paso hacia la revolución democrático-burguesa. Y además, añadía, significaba la formación de un núcleo obrero: Gonçalo tenía que esperar que llegaran esos obreros para trabajar con ellos; debía introducirse desde ahora en la primera expedición de la empresa que apareciese en el valle, y empezar el trabajo para organizar el Partido en base al nuevo programa, que era amplio y adaptado a la realidad económica de Brasil, un país semifeudal.

—Para romper el muro del feudalismo, camarada, aprende esto, hay que construir primero el ariete del capitalismo...

Gonçalo no estaba convencido. Una serie de preguntas, de dudas, le llenaba la cabeza. Pero la primera pregunta que salió de sus labios fue la que le llenaba el corazón:

—¿Y los mestizos? Lo esperan todo de nosotros. Están dispuestos a defender la propiedad de sus tierras sea como sea. Aunque tengan que morir con las armas en la mano. Como los indios de la Colonia Paraguaçu. ¿Vamos a abandonarles ahora? Los campesinos de los alrededores empiezan a confiar en nosotros. ¿Cómo podemos hacerlo?

Heitor sonrió, con gesto de superioridad:

—Sentimentalismo...

—Vamos a discutirlo, camarada. Ten paciencia conmigo, soy un hombre rudo, no he tenido ocasión de estudiar mucho. Pero todo lo que dices me parece que está en contradicción con lo que he aprendido y con las condiciones de vida del pueblo. Vamos a discutirlo. No adelantamos nada si salgo de aquí sin estar convencido. —Había en la voz del gigante un tono tal de sinceridad que por un instante, un solo instante, Heitor sintió que vacilaba.

—Vamos a discutirlo, pero de todos modos, debo decirte que se trata de una decisión de la ejecutiva nacional. Estés o no convencido, tu deber es acatarla y cumplirla.

—Y el de la ejecutiva es convencerme, es explicarme, es capacitarme. —Nuevamente aquella mala voluntad hacia el muchacho, aquella desconfianza inexplicable, se apoderó de Gonçalo. Aquella manera de imponer las teorías le parecía muy lejana de la democracia interna del Partido, del espíritu fraternal al que se había acostumbrado en el trabajo con Vitor y con los demás camaradas de Bahía.

Heitor notó la reacción del gigante:

—Vamos a discutirlo, naturalmente. No es fácil convencerse al principio, estábamos acostumbrados a la vieja línea. Incluso en la ejecutiva hubo mucha gente a la que le costó entenderlo. A pesar de que la nueva línea es resultado de un documento de la Internacional...

—¿De la Internacional?

—Sí. Un estudio hecho por la Internacional debido al fracaso de la revolución china. Lo hemos recibido ahora... —Heitor mentía con facilidad, le resultaba más fácil que buscar argumentos, ya había agotado el stock de frases de Saquila oídas en las conversaciones de São Paulo.

El viento de la tarde levantaba una polvareda roja en las calles de la ciudad y cubría con ella los cristales de la habitación. El gigante intentaba comprender. En su ancho pecho latía un generoso corazón. Todo lo que él deseaba era servir al pueblo y a su país, a los trabajadores de todo el mundo, sirviendo al Partido Comunista. Por eso abandonó un día la tranquilidad, el trabajo seguro, la novia nunca olvidada, por eso se había levantado en armas con los indios y había sido condenado a cuarenta años de cárcel, por eso había atravesado después la selva y los pantanos y había construido su cabaña en las selvas desconocidas hacia las que estaban vueltos los ojos codiciosos de los extranjeros millonarios, de los señores de la guerra y de la desgracia del hombre. Frente a él, encendiendo un cigarrillo, otro hombre sonreía levemente: su corazón estaba lleno de deseos mezquinos, había sido en el seno del Partido el inevitable arribista, el aventurero que acaba siempre siendo expulsado, y para él la suerte de los mestizos del valle, el hambre de los aparceros de Venancio Florival, la esperanza encendida en las cabañas, el valor indómito y la dedicación ejemplar de Gonçalo, significaban sólo secretos descubiertos que podían ser vendidos a los periódicos, a las editoriales, a Costa Vale o a la policía. Y se sentía orgulloso de sí mismo, de la habilidad con que había descubierto la real identidad del gigante, de la manera como le había mentido y en aquel momento él ya sabía, sin ningún tipo de duda, que acabaría trabajando para la policía.

Gonçalo miraba a través de los cristales, veía levantarse en la polvareda roja traída por el viento los rostros de los mestizos del valle, Nhó Vicente con su carabina de caza, los aparceros de la hacienda de Venancio Florival, Nestor con su apasionado entusiasmo. Ellos le llamaban Amigo, veían en él al Partido Comunista, el futuro y la esperanza. Su voz se elevó severa:

—Vamos a discutirlo, camarada. No estoy convencido ni mucho menos...

8

La límpida noche de los campos, más allá de la ciudad, cálida noche de infinitas estrellas, le acogió, apaciguadora y maternal. Los estrechos límites de las paredes mal encaladas de la pensión no podían contener la tempestad desencadenada en la cabeza del gigante del Valle. Había salido, en el silencio de la ciudad adormecida, había tomado el camino de los campos que la rodeaban, necesitaba aire, grandes espacios libres, para no ahogarse con el peso de sus extraños pensamientos, de su enorme angustia nacida de la duda persistente y dolorosa como una espina inflamada.

Se sentía como si le hubiesen vaciado el corazón de sus sentimientos cotidianos, que lo alimentaban, y en su lugar hubiesen colocado la amargura de la duda más lacerante, que le ahogaba. Gonçalo amaba los refranes, en ellos se reflejaba la segura sabiduría popular, y uno de ellos decía que «saco vacío no se tiene en pie». Así estaba él, vacío de todo lo que había dirigido hasta entonces su vida, y esa duda que ahora le dominaba era extraña a su franca naturaleza, a su carácter claro como una mañana de sol. Esas sombras densas de angustia, que le habían quedado tras la discusión con Héctor, le rodeaban en la noche afligida del cuarto de la pensión, de repente era como si la tierra le fallara bajo los pies. Todas aquellas teorías y argumentos con que el joven elegante y seguro de sí había llenado el resto de la tarde en una discusión sin fin, le parecían absurdas a Gonçalo, estaban en oposición con la vida que le rodeaba, con el hambre y la miseria de los aparceros y mestizos, con el dolor esparcido en aquellas tierras explotadas. «Sin embargo era la ejecutiva del Partido quien afirmaba tales argumentos y tesis, venían éstas de la misma Internacional, luz que iluminaba desde Moscú el camino de los comunistas de todo el mundo». Su angustia nacía de no poder comprender y, al no poder comprender, no poder aceptar. Y, sin embargo, debía aceptar, levantarse contra el Partido fue algo que ni se le pasó por la cabeza. El Partido sabía más que cualquier hombre solo, había aprendido, con la experiencia cotidiana, que la razón está siempre con el Partido. ¿Cuántas veces habían sido vencidas sus opiniones en las reuniones de célula? Después comprobaba en la práctica que la decisión era justa, que su idea no era la mejor. Si el Partido había deliberado, y después de deliberar había decidido, entonces debía ser justo. Era él, Gonçalo, quien no estaba capacitado para comprender. «Dos cerebros piensan mejor que uno», solía repetir. ¿Cómo pensar entonces que él, aislado de todo y de todos en las selvas de Rio Salgado, podía tener razón en contra del Partido? Y una vez más pasaba revista a los argumentos de Heitor, analizándolos uno por uno, buscándoles una solidez convincente, y desesperaba al comprobar que eran cada vez más frágiles, incapaces de resistir a cualquier análisis. ¿Qué pasaba?, ¿por qué no podía comprender la nueva línea política? Dudaba de ella, dudaba a pesar del esfuerzo que hacía para asimilarla, para convencerse de su verdad, de su justicia. Y esa duda le llenaba de una angustia jamás sentida, era como una criatura a quien de repente faltaran el padre y la madre.

La gran noche de los campos le acogió cuando, sintiéndose ahogado en la pequeña habitación de la pensión, atravesó los caminos con largos pasos y empezó a andar al azar. Y la paz de la noche, el silencio perfumado de la tierra, el distante croar de las ranas en un zarzal, la música de los grillos, le fueron calmando, como si trajeran de nuevo a su corazón el equilibrio perdido. El joven se rió, casi con risa de escarnio cuando él le habló de Nhó Vicente y de los mestizos del valle, de Nestor y de los agregados de las haciendas, de Claudionor y de los campesinos de Venancio Florival. «Sentimentalismo...», había dicho, cargando la palabra, dándole un tono de acusación. Pero aquel sufrimiento, aquella miseria de los mestizos, de los trabajadores del campo, Gonçalo la llevaba en el corazón, y, de repente, en la noche de grillos y silencio, sintió toda la falsedad de la frase con la que Heitor había apartado a los mestizos y a los aparceros de la discusión. «La política se hace con la cabeza...» Pero no, los comunistas no hacen política sólo con la cabeza, como si la política fuese sólo cálculos inmediatos y fríos objetivos. Para ellos la política era vida, y la vida se vive con la cabeza que piensa y con el corazón que ama.

Sí, aquel nombre le era familiar, sabía de su proceso, de la campaña por su libertad, había oído hablar mucho de Heitor Magalhães. Había llegado a él mediante un responsable de la región y el muchacho hablaba en nombre de la ejecutiva nacional, pero en aquel momento, andando sin rumbo por los campos bajo las estrellas de un cielo distante, Gonçalo comprendió la verdad. No la adivinó por arte de magia, no conoció sus detalles. Pero la descubrió, como puede hacerlo un militante dedicado al Partido: «¿Y si este tipo fuera un agitador? ¿Si estuviera aquí, no por orden del Partido, sino de los enemigos del Partido?» ¿Y por qué no podía ser? Gonçalo sabía de otros que habían entrado en el Partido por los más variados motivos y un día lo habían dejado o los habían expulsado, y trabajaban luego para los enemigos. Nada de Heitor le gustaba: ni sus cuidadas uñas, ni sus argumentos, ni su pelo lustroso de brillantina, ni su forma muda de discutir, ni sus ojos de seductor, ni el modo como hablaba de los camaradas... La noche de los campos le rodeaba, esparcía las nubes pesadas que oprimían su corazón, se llenaba de nuevo aquel vacío hecho de dudas, le llenaba otra vez la alegría de vivir.

Sin embargo, si fuese verdad, si él tuviese razón, un peligro enorme se cernía sobre el Partido en aquella región, sobre la lucha de Valle de Rio Salgado, sobre mestizos y aparceros, sobre el propio Gonçalo. Ante todo era necesario saber la verdad, pero ¿cómo hacerlo? Y después de haberlo aclarado todo, ¿cómo proteger la región, su trabajo en el valle y entre los campesinos?

Nuevos problemas y nuevos pensamientos llenaban su cabeza. Pero, a pesar de la gravedad de la situación creada por la llegada de Heitor a Cuiabá, Gonçalo se sentía leve como el fino aire de la noche, aspiraba a pleno pulmón el perfume poderoso de la tierra, escuchaba el rumor musical de los grillos y de la brisa que anunciaba la madrugada. No temía aquellos problemas concretos: su único temor era no entender la voz de su Partido, no sentir latir su corazón con aquel mismo ritmo con el que, sobre el dolor y la miseria, el Partido construye la vida, el mañana feliz de los hombres.

9

Cuando Gonçalo le fue a buscar por la mañana temprano, para preguntarle cómo había aparecido Heitor por allí, qué credenciales traía, el maestro se quedó asombrado. No había dudado ni un momento de que Heitor pudiese ser otra cosa que lo que él afirmaba: un dirigente nacional. Había traído una presentación de Saquila, a quien el profesor conocía de un viaje a São Paulo. Ese nombre no era totalmente desconocido para Gonçalo, Carlos le había hablado de ese tipo cuando había estado en el valle. Y lo que le había dicho del tal Saquila confirmaba ahora sus sospechas sobre la verdadera personalidad de Heitor. El maestro se llevaba las manos a la cabeza, no lo podía creer. ¿Qué hacer para descubrir la verdad?

Era un hombre crédulo y bueno, conservaba algo de la infancia en sus ojos alegres tras las gafas, y no intentaba esconder su desconcierto, el confuso mundo al que le arrojaban las categóricas declaraciones de Gonçalo.

—¿Y si no fuera un provocador? Si todo eso no pasara de sospechas sin fundamento? Después de todo, él es conocido... ¿Qué dirá la ejecutiva nacional de nuestra actuación?

—Dirá que somos prudentes, es todo lo que puede decir. Yo asumo la responsabilidad.

—Trajo una presentación de Saquila.

—Saquila tenía problemas con el Partido. Lo sé, estaba a punto de ser expulsado...

—¡Dios mío, qué confusión! Y nosotros que le entregamos anoche todo el dinero que teníamos y el que conseguimos recoger en estos días como contribución de la región para la nacional.

—¿Este tipo va a estar aquí aún mucho tiempo?

—Debe seguir hoy o mañana hacia Goiás...

El maestro iba y venía por la habitación con pasos nerviosos. Gonçalo se levantó de la silla, su cuerpo de gigante pareció llenar la sala, había en él algo tan sustancialmente honesto que el profesor creía en sus sospechas a pesar de la ausencia de pruebas contra Heitor:

—Sólo podemos hacer una cosa. Tú u otro camarada responsable debéis salir inmediatamente hacia São Paulo. Debéis contactar con el Partido para poner las cosas en limpio. Si el hombre está en orden, si ha venido enviado por el Partido, yo asumo toda la responsabilidad. En cuanto al dinero, si es un agitador como creo, el dinero está podrido... Pero eso es lo de menos. Lo importante es salvar la región, los compañeros, el trabajo. ¿Has pensado en el peligro que corre toda la región? Es preciso que alguien vaya cuanto antes.

—Yo no puedo ir; me es imposible. Pero Paulo, el responsable de la organización, conoce São Paulo y a los camaradas de allí. Tampoco él creyó la nueva línea política...

—¿Quién es?

—Es un ferroviario, un buen camarada. Discutió mucho con Heitor.

Gonçalo se alegró de la noticia:

—¿Ves? No soy el único que desconfía. Envíale a él entonces.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

—Dejé la pensión de madrugada. Era peligroso seguir allí. Consígueme un lugar donde pueda esperar el regreso del enviado a São Paulo. No voy a volver al valle sin saber la verdad, sería imposible trabajar. ¿Sabes de algún lugar seguro donde pueda quedarme?

—Creo que sí. La misma casa donde estuvo Carlos. Es una granja en las afueras de la ciudad. Es de un camarada que militó en el Partido. Después se casó, dejó de militar, pero es un buen sujeto, muy fiel. Y es una casa segura.

Sí, era segura aquella pequeña granja en los límites de una gran hacienda, sin vecinos. Gonçalo ayudaba a su huésped en los trabajos del campo, la mujer no hacía preguntas, curvada ella también sobre la tierra.

Una noche, dos días después de su llegada, el dueño de la granja entró en la habitación donde habían colgado una hamaca para que durmiera Gonçalo; era la habitación donde guardaba las herramientas de trabajo, las palas y los azadones, los arreos para el caballo también:

—Valdemar está aquí, con otro. Quieren hablar contigo.

Gonçalo saltó de la hamaca. ¿Qué significaba aquello? Sólo hacía un día desde la salida del ferroviario, debía estar aún viajando rumbo a São Paulo, no esperaba su regreso hasta dentro de una semana. Fue a la sala casi corriendo. Dos hombres se levantaron a su entrada: el profesor y un joven delgado, de rostro serio, que avanzó en su dirección:

—Me llamo João, vengo de São Paulo y te traigo una presentación de Vitor —y le enseñaba su credencial en la mano entreabierta.

Gonçalo miró el pequeño trapo de paño rojo; su rostro se abrió en una sonrisa:

—¡Ah, camarada! ¡Has llegado a tiempo! Yo lo sabía, sabía que el Partido no tardaría en llegar...

Se abrazaron largamente, Gonçalo sintió que su corazón latía más rápido y abrazó al camarada, como para comprobar la verdad física de su presencia.

—No, no he llegado a tiempo, he llegado muy tarde, ese bandido lo ha liado todo en la región, y lo peor es que sabe que tú existes.

—¿Es de la policía?

—Si no lo es, va en camino de serlo.

El profesor se frotaba las manos una contra otra:

—Tenías razón. ¿Pero cómo iba a desconfiar?

—Va hacia Goiás —avisó Gonçalo.

—La gente de allí ya está alertada, lo van a recibir como se merece. Es un agente de Saquila, el peor de ellos. Son una verdadera cuadrilla de bandidos...

—No sé nada... —sonrió Gonçalo.

—Es verdad... —João dejaba escapar su breve sonrisa—. Pero vamos a hablar...

El profesor se retiraba hacia el interior de la casa:

—Voy a charlar un rato con Quincas mientras habláis. Cuando terminéis, llamadme.

Cuando la narración terminó, después de que Gonçalo hubo leído los materiales, el número de Classe Operaria con la noticia de la expulsión de Saquila y su grupo, la denuncia de los fraudes de Heitor, las características de la «línea política» de los secesionistas que era el más sórdido reformismo al servicio del latifundio y del capital extranjero, le dijo a João:

—Me sentía como si tuviese todo el peso del mundo en el corazón. Ahora me siento aliviado... En este momento lo único que quisiera es tener a este canalla aquí, frente a mí, para darle una lección.

Cerró la mano enorme; después la dejó caer como si no valiese la pena. Continuó:

—Camarada, ante todo quiero autocriticarme: he sido poco prudente. Ni siquiera le pedí una credencial a ese tipo; tampoco le pregunté al camarada Valdemar qué credenciales tenía. Fui inmediatamente a hablar con él. Sólo desconfié cuando empezó a decir aquellas estupideces. Sólo después de haberle contado todo sobre el valle.

—¿Sabe tu verdadera identidad? ¿O cree que tú eres Manuel de São Paulo?

—Sabe quién soy. Me pidió un informe completo de toda mi actividad. Entonces lo supo...

—Es más grave de lo que creía.

—Hasta la noche no se me ocurrió que podría ser un agitador. La verdad es que actué con frivolidad.

—Los camaradas de aquí también deben ser criticados. Y nosotros, los de São Paulo, también. Debíamos haber mandado a alguien aquí para hablar con los camaradas y contigo. Nos olvidamos con el trabajo enorme que había por allí. Pero eso no explica ni disculpa el descuido, es una falta grave. Nos hemos jugado la seguridad de la región y de un trabajo importante. Este asunto debe discutirlo la ejecutiva nacional.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntaba Gonçalo—. Él sabe que estoy aquí, sabe que estoy preparando a los mestizos para actuar contra una nueva expedición al valle, sabe que hay una célula fundada en el campo...

—Vamos a mandar a alguien para ese trabajo del campo y para ayudarte.

—¿Crees que puedo seguir allí? No deseo otra cosa en el mundo. Les gusto a los mestizos, no sé si acogerían a otro con la misma confianza. Llevo allí tiempo, ¿sabes? se han acostumbrado a mí...

João sonrió nuevamente, aquella modestia le gustaba:

—Claro que debes quedarte. Nadie puede llevar a cabo este trabajo mejor que tú. Pero no puedes continuar como hasta ahora, como un habitante del valle, cultivando tus tierras. Ha llegado la hora de que pases a la clandestinidad, de que desaparezcas oficialmente del valle y de las haciendas, de que seas un fantasma en los bosques... —Y su breve sonrisa se ensanchaba llena de simpatía.

El gigante se levantó, su rostro cubría la luz de keroseno, la sala se oscureció:

—Te voy a contar cómo están las cosas en el valle y en las haciendas... Aún no sé cómo va a evolucionar la situación, quiero hablar de esto contigo.

—Muy bien, hablemos. Debo volver pronto, y explicaré a la nacional lo que hayamos hablado, y el camarada que va a venir aquí te traerá instrucciones concretas...

Hizo una pausa y añadió antes de que el otro comenzase:

—Te vamos a mandar a un camarada activo, con experiencia en la lucha, pero que conoce poco el campo y que acaba de pasar por una crisis grave: su mujer fue asesinada en la huelga de Santos. Por eso le enviamos aquí: para apartarle de aquel ambiente lleno de recuerdos y para librarle de la policía. Está buscado como uno de los responsables de la huelga. Es un negro, su nombre aquí va a ser Ezequiel. Es de toda confianza.

La luz de keroseno proyectaba la sombra de los dos hombres en la pared, sombras enormes. Gonçalo comentó antes de exponer sus problemas:

—Es bueno que venga. Vamos a plantar el Partido en estas tierras como si fuese café. Y vamos a hacer imposible la entrada de los americanos en el valle... Te voy a decir cómo veo la situación...

Las sombras crecían en la pared, la voz del gigante era como el eco de las selvas vírgenes, de los ríos enormes, de los pantanos donde habitaban las fiebres, de las haciendas donde gemían los esclavos, del hambre y de la miseria, pero, ¡ah!, ¡también de la esperanza!

10

Cuando João despertó, con los músculos aún doloridos por la incómoda noche en el asiento de tercera clase, reconoció la estación del suburbio: una hora más y estaría en la capital. Había tomado el tren hacía dos días en Campo Grande; nunca había necesitado tanto un baño en toda su vida. Tenía polvo por todo el cuerpo, sus manos estaban negras, el pelo pegajoso. Miró a su alrededor y vio a los pasajeros en la estación disputándose los periódicos matutinos de São Paulo. A través de la ventana leyó un titular: «TENTATIVA DE GOLPE DE ESTADO INTEGRALISTA». Se levantó, se precipitó fuera del vagón, consiguió comprar un ejemplar, arrancándoselo casi al vendedor. Leyó los titulares, volvió al vagón, cogió su maleta: «La estación de São Paulo debe de estar infestada de policías. Es más seguro bajar aquí y continuar en autobús.»

Encontró, cuando llegó a São Paulo a media tarde, la ciudad en calma, la vigilancia de las calles se limitaba a unas patrullas a caballo. Había comprado las ediciones extraordinarias de los periódicos, sabía ahora que los integralistas, aliados con los armandistas, habían intentado la noche anterior un putsch contra el gobierno. Habían atacado por sorpresa el Palacio Guanabara, residencia del presidente de la República, y poco había faltado para que mataran a Vargas. El dictador, con ayuda de sus guardaespaldas, había conseguido resistir hasta la llegada de los refuerzos. Se habían producido luchas en otros lugares, especialmente en el Arsenal de Marina, donde los soldados del Batallón Naval abortaron la tentativa de los oficiales integralistas. El golpe había fracasado, había mucha gente detenida, dirigentes integralistas y algunos políticos ligados a Armando Sales. Uno de los periódicos había publicado que el ex-candidato a la Presidencia de la República estaba detenido en su residencia. Se habían efectuado detenciones también en São Paulo, donde el periódicoa Noticia había sido ocupado por la policía. En la relación de detenidos, João leyó el nombre de Antonio Alves Neto. El paradero de Plinio Salgado parecía, según otro periódico, desconocido por las autoridades, que buscaban al jefe de la Accâo Integralista para saber hasta qué punto estaba implicado en el golpe. João sonrió sarcásticamente al leer esta noticia: cómo no iba a saber la policía dónde estaba Plinio Salgado... ¿Y por qué dudar de que estaba implicado en el golpe? Naturalmente, no le pasaría nada; la prisión sería para los integralistas de base. Los jefes, bien relacionados con los peces gordos, no tardarían en ser puestos en libertad. Acabarían entendiéndose con Getúlio... De todas maneras, aquél era un acontecimiento de considerable importancia, y João estaba ansioso por encontrar a sus compañeros del secretariado.

Mariana no estaba en casa cuando él llegó. Su madre le dijo que había salido por la mañana, después de leer el periódico, y aún no había vuelto. João estaba acabando de bañarse cuando Mariana regresó. Al salir del baño, la encontró en la cocina, comiendo algo. Aún no había comido, había salido del taller para ir a abrazarle, cada vez que se iba ella no sabía si le iba a ver volver con la misión cumplida. Procuraba vivir preparada para la noticia de su caída en manos de la policía. Por eso, cuando él volvía, era incapaz de pronunciar ni una sola palabra en el primer momento, enteramente dominada por la alegría de verle de nuevo, de abrazarle y besarle nuevamente.

—Así que... —dijo João—. Los integralistas han armado el lío y han recibido palos como habíamos previsto. Y Saquila quería liarnos en esa aventura...

—Hay una reunión del secretariado mañana por la noche —le notificó ella—. Van a alegrarse de tu llegada. Nadie sabía cuándo ibas a volver...

Miró el rostro bienamado una vez más, enternecida, y le hizo, sólo entonces, la pregunta acostumbrada:

—¿Ha ido todo bien?

—Debía de haber ido antes. Ese cínico de Heitor ya había pasado por allí y había creado una confusión brutal entre los compañeros. ¿Por qué es mañana la reunión? —cambiaba de tema—. ¿Por qué no hoy? Debemos estudiar inmediatamente la situación creada por el golpe integralista.

—Zé Pedro cree que debe llegar hoy o mañana alguien de la ejecutiva nacional.

—Claro, pero no podemos perder tiempo. Hay que explicar a la masa el significado del golpe, llevarla a pedir el castigo de los integralistas, la detención de Plinio Salgado. Y, al mismo tiempo, exigir a Getúlio medidas democráticas, la anulación de la Constitución de Noviembre, la amnistía para los presos del 35. Debemos aprovechar la oportunidad para acentuar el combate al integralismo y conjuntamente, al Estado Novo. Hay que tomar algunas medidas prácticas inmediatamente.

—Ya han sido tomadas. Hoy mismo hay una manifestación anti-integralista. La base ya ha recibido instrucciones...

—Eso está bien. Ahora vuelve y avisa a Zé Pedro de que he llegado. Puedo encontrarme con él hoy mismo para empezar a trabajar. Mientras vas, yo me quedo escribiendo un informe sobre el viaje. Pero ve rápida, por favor...

Mariana terminó de comer:

—Ahora mismo voy.

Se secó la boca con la servilleta, se levantó: él la miraba y se sentía orgulloso de ella, de esa compañera valiente y abnegada, y se conmovía con su silenciosa comprensión. Tenían poco tiempo para ellos, pero jamás la menor queja había salido de los labios de Mariana. Ninguna ausencia conseguía distanciarles, aquel amor nacido en la lucha, crecía con el crecer del movimiento revolucionario y, como éste, se hacía más profundo cada día.

—Cuando vuelva por la noche, hablaremos.

Mariana se rió dulcemente:

—Ya será mucho si vuelves de madrugada... Prométeme que me despertarás cuando llegues. Tengo una noticia para ti...

Se ruborizó sonriente:

—Es mejor que te lo cuente ahora. Tal como están las cosas, es posible que empalmes esta noche con mañana y que no te vea hasta la hora de la reunión. No es algo que se pueda decir ante todo el mundo.

—¿Qué es?

—Creo que... que otra vez... estoy...

Su sonrisa confusa decía más que las palabras. João la interrumpió, adivinándolo:

—¿Un niño? ¿Estás esperando un niño? —Vibraba la esperanza en su voz ansiosa.

Mariana asintió, y su rostro aparecía colmado de una nueva belleza. João la atrajo hacia sí, la cabeza de hermosos cabellos castaños descansó en su pecho.

—¡Qué bien, Mariana! Qué bien.

La llevó después hasta la puerta, pasándole el brazo por la cintura, como amparándola:

—Hasta luego, madrecita... Ten cuidado.

11

¿Confiarle la terrible verdad? ¿Decirle, escondiendo la cabeza de radiantes cabellos rubios en su ancho pecho: «Lucas, estoy embarazada»? ¿Qué voy a hacer? ¿Dónde encontrar el valor para la frase, para mirarle después a la cara, para oír el reproche seguro, las frases amargas de ese hermano cuyo amor es el único bien que ella posee? Más de una vez, en ese atardecer de policías, lleno de noticias contradictorias, las palabras le habían llegado hasta los labios para ser nuevamente devueltas a su doloroso corazón. Le faltaba coraje para pronunciarlas. Sin embargo, necesitaba abrirse a alguien, buscar un consejo, un consuelo, oír una palabra de cariño, algo que iluminara las confusas tinieblas a que la lanzaba la ya indiscutible certeza de su gravidez.

Semitendido en el diván, Lucas habla, con un torrente de frases entusiasmadas, narra los acontecimientos de la noche anterior, los acontecimientos que le habían llevado a la intimidad con el jefe de gobierno, que habían dado nuevas y grandes perspectivas a todos sus proyectos. Vuelve a veces atrás en su narración para relatar un detalle olvidado, para citar una palabra pronunciada en los dramáticos momentos del asalto integralista:

—Casi me olvidaba... En el momento peor, cuando parecía que ellos dominarían la situación, el presidente dijo...

Imitaba el acento gaucho de Vargas y terminaba cada frase con la afirmación:

—El presidente es un macho, Manuela. Nunca he visto tanta sangre fría...

Manuela le sonreía con su cara de tristeza, y a lo menos aquella angustia que la torturaba desde la llamada de Lucas por la mañana, ya había desaparecido. Su hermano se encontraba sano y salvo frente a ella. A pesar de la llamada matutina con que la había despertado, se mostró inquieta hasta que él apareció al atardecer, risueño y glorioso. Al abrazarle, Manuela le había palpado los brazos y el pecho buscando imaginarias heridas. Había respirado al encontrarle intacto, después del barullo de la noche del putsch. Le besaba en lágrimas, se abrazaba a él murmurando:

—¡Gracias a Dios!

Al menos eso. Aquella mañana había sido como una pesadilla. Lucas la había despertado de madrugada por teléfono. Su intención había sido tranquilizarla, pero sólo había logrado lanzarla a la mayor de las inquietudes. Le hablaba desde el Palacio Guanabara, le decía que los integralistas habían intentado un putsch, habían atacado el palacio y él, Lucas, había ido con Eusebio Lima para defender al Presidente. Aunque le había dicho que todo había terminado, que el golpe estaba totalmente aplastado, y que la llamaba para que no se inquietase con las noticias de los periódicos y la vigilancia policial en la ciudad, para que se quedase tranquila en el apartamento («lo mejor es que no salgas hoy, iré a verte por la tarde»), Manuela había vivido algunas horas alarmada. ¿Por qué se había metido Lucas en aquel lío? ¿Y si volvía a empezar durante el día, si le alcanzaba una bala, si perdía hasta su hermano?

Como si no bastasen los sufrimientos acumulados desde aquella tarde en que había ido al médico para un examen (había escogido un médico a través de un anuncio de un periódico: «con gran práctica en los hospitales de París»). Desde ese día vivía inmersa en una confusión de sentimientos producida por la afirmación perentoria del médico:

—Puede dar la buena noticia a su marido, señora. Está usted embarazada de dos meses...

La cortés frase del doctor la había hecho palidecer: su marido... No tenía marido a quien dar la noticia, aquella noticia que sería maravillosa en otra situación, si en casa, ansioso, la estuviese esperando Paulo con las palabras de ternura con que los maridos acogen la noticia del primer hijo. Su marido.., no tenía marido, ese hijo suyo no podía usar el nombre del padre... Su reacción fue tan fuerte que el médico comprendió, bajó los ojos y miró los dedos sin alianza de Manuela. Era un viejo de cabello blanco, una fugaz sonrisa atravesó su rostro bondadoso. Manuela, al notar su mirada, había intentado primero esconder sus manos, después cubrió con ellas su rostro avergonzado. La sonrisa desapareció del rostro del médico: miraba a la muchacha tan bella y tan triste, le dio levemente un golpe en la espalda, para animarla:

—Quizá ahora, con esa noticia, decida casarse... He conocido muchos casos así...

Las lágrimas pasaban entre los dedos de Manuela, tenía ganas de abrir su corazón a aquel médico desconocido, tenía ganas de contarle todo sobre Paulo y sobre el mundo de sentimientos que la agitaba, como los vientos de tormenta arrebatan a un frágil barco sin timón, ¿pero qué adelantaba con eso?

Oía, sin escucharlas, las recomendaciones que le hacía el doctor: andar un poco cada mañana, evitar ciertos alimentos, volver todos los meses para un nuevo examen. ¿Cuántas veces había soñado con el día alegre de la noticia del primer hijo? ¿Cuántos proyectos había hecho? Hubo un tiempo en que todos los sueños parecían estarle permitidos, cuando creía que cada acontecimiento sería una fiesta más en su existencia maravillosa de felicidad. Y ningún día sería más bello, más profundo de armonía y claridad, que el del anuncio del primer embarazo: ni siquiera el día tan soñado de la boda. Hubo un tiempo, ciertamente, pero ese tiempo había terminado, de Paulo sólo le quedaba un amargo recuerdo, una desilusión humillada y aquella soledad en su vida únicamente consagrada a la danza. Había un verso de Shopel donde el poeta decía ser «solitario como el espinoso cactus del desierto», y así se sentía Manuela después de la ruptura con Paulo. Todo lo que le quedaba era la danza y a ella se había dedicado afanosamente, buscando olvidar aquel pasado reciente y doloroso, sus sueños perdidos, sus ilusiones hundidas. La profesora de ballet le había tomado cariño y, al saber el fin de su romance con Paulo, le había dicho algunas verdades que antes no se había atrevido a revelarle: le dijo que ella había sido «una aficionada», que le faltaban conocimientos técnicos, que tenía mucho que aprender antes de convertirse en una verdadera bailarina. Le sobraba vocación, había nacido para aquello. Pero si continuaba como hasta el momento viviendo de los elogios de la prensa —debidos sin duda a su éxito inicial, pero debidos también a su belleza y al prestigio de Paulo y Shopel en los medios artísticos—, creyéndose señora de su arte, no le sería posible seguir adelante, llegaría el día en que su falta de conocimientos prevalecería sobre su vocación, y entonces no pasaría de ser una bailarina de casino, nunca llegaría a dominar los secretos del verdadero ballet. Manuela escuchó y comprendió. La actitud de Paulo, al abandonarla para comprometerse con la sobrina millonaria de la Comendadora da Torre, le había abierto los ojos, no sólo sobre él y su verdadera personalidad, sino que también le mostró de golpe la inmensa suciedad que se encubría bajo el brillo de los juegos de palabras y de las teorías divertidas de los medios literarios y artísticos, todo el egoísmo y la cínica ambición que la rodeaban. El mismo Shopel a quien ella se había confiado como a un amigo, ¿acaso no se hacía cada vez más insistente, rondando también él su cuerpo, intentando suceder a Pablo en su lecho, al principio con insinuaciones, después con retóricas declaraciones de amor, con promesas de organizarle tournées por Europa, financiadas por el Gobierno?... Solitaria, encerrada en sí misma, en su herido orgullo de tímida, incapaz de mirar a su hermano a los ojos cuando él iba a verla en sus viajes a Rio.

¿Acaso no había deshonrado el nombre de la familia al entregarse a Paulo como una loca? ¿No estaba acabada para siempre para el amor? Sentimientos diversos le agitaban en esos días: si una gran parte de su sufrimiento venía de una sensación artificial de deshonra, resultado de la educación familiar, su decisión de aislarse de todo, de cerrarse en su arte, de entregarse al estudio, de no utilizar nunca su belleza como una escalera hacia la fama, de abandonar aquel ruidoso y fácil éxito de su lanzamiento para conquistar, con el trabajo y el estudio, los secretos del ballet, era fruto de una decencia innata en su carácter. Y de su orgullo humillado: enseñaría a Paulo que era capaz de vivir y de hacer algo sin él, sin las «facilidades» con que él la había programado y había comprado su cuerpo. En los días siguientes a la última entrevista con el joven, había recordado momento a momento su vida a partir de la noche de su encuentro, aquella noche alucinante de las luces en el parque de atracciones. Y se había dado cuenta fácilmente de lo artificial de todo aquello: su deseo de danzar, su vocación de bailarina, aquel sueño profundo que había iluminado su vida mediocre en la casa húmeda del suburbio de São Paulo, habían sido sólo el pretexto para una diversión, para uno de los descubrimientos más sensacionales de Paulo y Shopel con los cuales deseaban, en frase del poeta, «romper la desoladora estupidez de nuestra vida literaria y artística». Para reírse de los lerdos siempre capaces, como explicaba Shopel, «de aplaudir todo lo que les fuera bien presentado, bajo cualquier etiqueta». Para eso y para que Paulo la consiguiese, engañándola con la comedia de una pasión delirante. Todo estaba clarísimo y era muy fácil darse cuenta, sólo ella, ingenua y ciega ante la claridad que había iluminado de golpe las sombras de su melancólica existencia, no se había enterado y había creído en todo, en el éxito y en el amor.

En sus repetidas visitas después de la partida de Paulo, Shopel había terminado por contárselo todo, detalladamente, echando sobre el otro toda la culpa del aspecto sórdido del caso, guardando para sí la responsabilidad del lado bueno: el estreno de Manuela en la recepción de la Comendadora da Torre al jefe del Gobierno, su lanzamiento en Rio, la gran publicidad. Según él, desde que había conocido a Manuela había abandonado totalmente la idea infantil de divertirsea su costa, jamás le había confundido con los «descubrimientos anteriores», la ridícula pintora Sibila, el pobre loco Germano d'Anunciaçâo, el provinciano Rolin, transformado en un abrir y cerrar de ojos, en crítico literario del periódico más poderoso de Rio, dictando normas a novelistas y poetas. Se había dado cuenta del talento de Manuela, de su vocación, y se había dedicado a abrirle camino, generosamente, sin esperar ninguna recompensa, pues Manuela estaba loca por Paulo y no tenía ojos ni siquiera para darse cuenta de la devoción de Shopel. Lo decía mirándola con sus grandes ojos bovinos, como sugiriéndole que el momento de la recompensa había llegado; ahora ella sabía ya quién había jugado con sus sentimientos y quién le había sido siempre fiel y devoto...

Pero Manuela ya no se dejaba engañar. Los meses de vida en aquel medio habían transformado a la chica ingenua del suburbio en una mujer herida y desconfiada. No tardó en darse cuenta de las intenciones de Shopel —incluso antes de que él empezara la fase de las grandilocuentes declaraciones de amor— y tomó una viva repugnancia al poeta, empezó a huir de él, a evitarle cuanto le era posible. Durante unos días le había considerado aún como su amigo —su único amigo—, pero ahora Shopel representaba para ella a toda aquella gente que había conocido: Paulo, Artur, Marieta, la Comendadora, Costa Vale, Eusebio Lima, el maestro Cidade, lleno de ambición y vanidad, y todo lo que ellos pensaban, todo lo que deseaban; una gente para la que sólo contaba el dinero, un mundo donde era necesario prostituirse a cada instante, como había dicho una vez el mismo Shopel.

Había decidido dedicarse por completo a la danza, estudiar, transformarse en una verdadera bailarina, entrar por su propio esfuerzo en el conjunto del Teatro Municipal, poder dejar un día el Casino, las películas musicales llenas de intrigas, los espectáculos de homenajes políticos, aquella falsificación del arte por cuyos caminos la habían conducido Paulo y Shopel. Al mismo tiempo se sentía débil e incapaz de vencer los obstáculos, de resistir al éxito fácil, las fotos en los periódicos, los elogios de los cronistas, incapaz de entrar en el camino difícil de un esfuerzo silencioso y de lejanos resultados. En medio de estos conflictos, que no la dejaban dormir cuando volvía del Casino, sintió los primeros síntomas de gravidez. Deseó al principio que fuese una equivocación. ¿Qué iba a hacer si era verdad?, se preguntaba enterrando el rostro en la almohada, tirada sobre la cama como incapaz de soportar esa última prueba. Cuando el médico confirmó sus sospechas, fueron días de lágrimas y aflicción.

Un hijo... Cuánto lo había deseado, cómo había soñado con él en los días de la ilusión de su boda con Paulo, de un hogar, de una vida feliz. Y ahora esa ansiada noticia era una noticia terrible, era para Manuela, la más terrible de todas: ese hijo que no llevaría el nombre de su padre, un bastardo que sufriría durante toda su vida las consecuencias del error cometido por Manuela... Tan desgraciada se sentía, tan incapaz de saber cómo actuar, que llegó a pensar en matarse. Pero a aquella vida que latía en su vientre, a aquel ser en gestación, ella no tenía derecho a matarle. Tenía que luchar por él, hacerse fuerte y conseguirle el nombre del padre, debía buscar un Paulo y...

Buscar a Paulo... No había sabido nada más de él. Shopel le había contado las borracheras continuas del joven diplomático, sus amores escandalosos con Marieta Vale. Ella no sabía nada más y tampoco lo deseaba. No guardaba de él una imagen que le hubiese gustado volver a ver, y cuando le había dicho que no lo aceptaría ni siquiera como esposo, Manuela era sincera. Pero ahora piensa en su hijo que va a nacer y se dispone a buscar a Paulo, a decirle que sólo deben casarse para que esa criatura pueda usar un nombre, pueda tener un padre que la proteja, para que no sea uno de esos marcados para toda la vida...

Frente a ella, Lucas continúa su relato, habla ahora de la liquidación de los grupos asaltantes integralistas, de los camiones cargados de muertos que habían salido por la mañana del Palacio Guanabara. Manuela escucha pero su pensamiento está lejos, no le interesa el asunto desde que ha comprobado que Lucas está vivo y sano. ¿Debería confiarle la terrible noticia? ¿Interrumpir esa narración de tiros y muertes para contarle su desgracia, para pedirle un consejo? Pero su hermano parece tan alegre y feliz contándole las misiones importantes que el dictador le encomendó durante el día, los elogios que de él hizo, la estima que le demostró, que Manuela no se siente capaz de perturbar su tarde triunfal, envolviéndole en su tristeza, en su desesperación. Para Lucas todo va bien, ¿por qué romper su alegría con esa noticia, con ese problema? ¿Cómo podría él ayudarla? Sólo ella puede ir a buscar a Paulo, explicarle, exigirle la boda, que dé un nombre a su hijo, suplicarle incluso si fuese necesario... No, Lucas no podía hacer nada... Era mejor mantenerle aparte de todo eso. Tampoco antes le había contado nada, no le había contado como se había dejado engañar y como se había entregado; y al final no le había dicho nada, esforzándose en reír como si hubiese sido la ruptura de una relación banal, de esas que toda joven tiene antes de comprometerse... También Lucas parecía dispuesto a evitar las confidencias, le decía que no diese mucha importancia al hecho, un día u otro aparecería un novio digno de ella, mejor que Paulo.

—En fin... —había concluido aquella vez despidiéndose—, después de todo te ha sido útil, te ha ayudado a empezar. Lo que debes hacer ahora es continuar, no debes quedarte triste por ahí como si Paulo fuese el único hombre de la tierra. Ocúpate de tu carrera, eso es lo importante. Novios sobran por ahí, y dentro de un tiempo Manuela, podrás escoger al que quieras... Tendré dinero para comprarte un marido con un nombre mucho más largo que el de Paulo...

Le acarició el rostro en un apresurado consuelo y después se fue. Manuela se quedó sin entender la actitud de Lucas. Había estado durante toda la visita como temiendo que ella le hiciese una narración detallada del caso, intentando evitar una confesión, la revelación de toda la verdad. ¿Lo sabría todo o preferiría no tener la certeza? Era como si las complicaciones sentimentales de su hermana perturbasen el ritmo victorioso de sus negocios. Manuela se sorprendió, pero luego acabó por atribuir la actitud de Lucas a una gentileza, al deseo de evitarle la humillación de tristes confidencias. Seguramente sospechaba lo sucedido y le había dadoa entender que aquello no afectaría para nadaa sus relaciones fraternales, al cariño que él le tenía. «Seguramente era eso», pensaba Manuela, mientras aumentaba su ferviente admiración por Lucas. Su hermano no era como ella, era fuerte y decidido, sabía conseguir lo que quería.

Nuevamente se halla ante él, oyéndole hablar, admirándole, pero otra vez con el corazón lleno de amargura. ¿Dónde está el valor para contárselo todo, lo que no le había dicho antes, y esa última noticia, al mismo tiempo maravillosa y terrible...? ¿Cómo romper esa excitación entusiasmada de Lucas con aquel problema que la afligía? Seguramente acabaría por no decirle nada, debía buscar ella misma la solución, como hacía Lucas. Buscara Paulo, exigirle en nombre del hijo que ibaa nacer...

Lucas ha terminado de contar y Manuela siente que debe decir algo, demostrar un interés, no puede quedarse callada así. Pregunta:

—¿Y por qué estabas en el palacio?

—¿No te lo he dicho? Eusebio Lima fue a buscarme al hotel. Le habían telefoneado del palacio cuando empezó el asalto para que reuniera gente segura y fuese allí. Entonces fue a buscarme, conseguimos algunos más y fuimos. Pero, para abrirnos camino hasta el interior del palacio, fue una ratonera... Dos de los que iban con nosotros, pobres...

—¿Murieron?

—Uno murió entonces; el otro está en el hospital, pero no creo que se salve, tiene una bala en la columna vertebral. Por momentos pensé que todo estaba perdido, que ibana liquidar al presidente ya todos nosotros...

—¡Qué horror!

Lucas encendió un puro:

—Pero todo acabó bien, y ahora, Manuela, estoy dentro del palacio, el presidente sabe bien quién soy. Ahora voy a tener los créditos que necesito, facilidades por todas partes, ahora voy a empezar a ganar dinero de verdad. Con la protección del presidente no vaa haber adonde no llegue. Me voy a meter a todos los Costa Vale en el bolsillo, ya verás...

Tomó la mano de Manuela, una sonrisa de triunfo cruzaba su rostro bronceado. Dijo con una mirada afectuosa:

—Prepárate a desear y a tener todo lo que desees... Llegará el día en que podré darte todo lo que desees, aunque sea algo que parezca imposible. —Y era la misma voz llena de ambición desmedida que Manuela había oído en los días de pobreza, cuando él le hacía confidencias en la casa del suburbio de São Paulo.

Manuela se da la vuelta rápidamente para que su hermano no vea las lágrimas que brotan de sus ojos. La tarde cae dulcemente sobre la playa y el mar, sobre los rascacielos, sobre los soldados que patrullan por las calles. Los vendedores de periódicos vocean los titulares de las ediciones extraordinarias de los vespertinos. Lucas emerge de sus sueños de riqueza ante el ahogado sollozo de Manuela:

—¿Estás llorando? ¿Será que aún no has olvidado a Paulo?

Ella niega con la cabeza, tragándose las lágrimas.

—¿Por qué lloras entonces? ¿Qué te pasa?

¿Dónde está el valor para contárselo, para desahogarse con él, para compartir con él su sufrimiento?

—Es que estoy tan contenta de que no te haya sucedido nada. Tan contenta... —Y de nuevo explotaron los sollozos, un llanto desamparado de criatura perdida.