—Aquí, por favor —dijo el maître indicando una mesa vacía a Marcos de Sousa en aquel animado restaurante.
Pero alguien le llamó desde otra mesa:
—¡Marcos! ¡Marcos! ¡Ven aquí con nosotros! —y Susana Vieira levantaba el brazo para que la localizara mejor.
—¡Ah! Susana... y Paulo...
El arquitecto habló sin entusiasmo. Cuando iba a Santos se alojaba normalmente en aquel hotel, pero esta vez habría buscado otro al informarle el portero de que estaba allí Su Excelencia el ministro de Trabajo, si el botones no se hubiera llevado ya en el ascensor su pequeña maleta. Bajaba ahora a cenar, y la atmósfera festiva del restaurante, la profusión de luces y de flores, la calidad espléndida de la orquesta, las bandejas de bebidas que llevaban los camareros, las parejas que bailaban entre plato y plato, todo aquello le parecía sorprendente y casi ofensivo. Pensaba en el Rubio, quemado por la fiebre, el pecho corroído por la enfermedad, escondido bajo el asiento del coche para pasar los controles, pensaba en los obreros en huelga, en el pueblo español en armas, en el café depositado en los almacenes del puerto, en el estibador asesinado aquella misma tarde. Y él, Marcos de Sousa, solidario con aquella lucha áspera y desigual, se hallaba en este lujoso hotel turístico de la playa, donde le esperaba una espléndida cena en compañía de los amos de aquella policía, de aquel café, de aquellas balas, de los aliados de Franco. Y, encima, se encontraba con aquellos conocidos suyos, «con sus clientes». «Mis amos», pensó. Había construido el palacete de los padres de Susana Vieira, la casa de campo de Artur Carneiro Macedo da Rocha, había colaborado en los planos del palacio de Costa Vale y había sido el arquitecto director de las obras de su banco. «Vivo de ellos, ellos me dan de comer, pagan mi confort, mi tranquilidad», pensaba mientras se dirigía, esquivando las parejas de bailarines, a la mesa donde Susana Vieira, en compañía de Paulo, de Bertinho Soares y de Rosinha da Torre, le llamaba agitando la mano. «Por eso sin duda no pensé jamás en el arte más que en función de una élite, de una casta de privilegiados. En el fondo, estoy vendido a ellos, y nunca me había dado cuenta.» Le parecía oír la voz del Rubio, en el coche, clamando contra la pintura abstracta, hablando de un arte —incluso de una arquitectura— nacida del pueblo y a su servicio. «El ciudadano y el artista, un único ser —había dicho el dirigente—, y no se puede pensar en términos socialistas sobre la propiedad de la tierra y en términos capitalistas sobre la pintura. Eso es absurdo.» Durante años y años no le había parecido absurdo a Marcos de Sousa ceder su casa para reuniones ilegales, cotizar mensualmente para el partido y, al mismo tiempo, sostener, en materia de arte, las mismas ideas que el poeta Shopel y el diplomático Paulo Carneiro Macedo da Rocha, gustar de la misma música atonalista que lo apasionaba al afeminado Bertinho Soares. Sólo ahora súbitamente, en este salón iluminado, lleno de flores, de bebidas, de risas alegres, donde pontificaba el ministro de Trabajo de la dictadura, se daba cuenta de que había algún error en todo aquello, y empezaba a tener dudas, y no se sentía satisfecho. No se le iba de la cabeza la idea de que aquella misma tarde había sido asesinado un obrero, como no se iba de su retina la imagen del Rubio quemando de fiebre y obligado a hacer parte de su viaje bajo el asiento del automóvil, y tan satisfecho de la vida, tan lleno de alegría de vivir. Marcos siempre se había juzgado un hombre honrado, pero ahora, ante la dignidad, ante la plenitud humana del otro, su «decencia» no significaba gran cosa. El Rubio le había dicho, en el momento más animado de la discusión: «Querido amigo, hay mucha gente, especialmente entre los intelectuales, que quiere estar con un pie en el campo del proletariado y otro en el de la burguesía. A eso se le llama oportunismo.»
«¿Un hombre honrado?», se preguntaba Marcos da Sousa. «He sido sólo un oportunista», se respondía a sí mismo al tenderle la mano a Susana Vieira.
Su llegada fue una alegría en la mesa. El maître trajo una nueva silla, los comensales se apretaron para hacerle sitio.
—¡Salve a nuestro gran arquitecto! ¡A nuestro Le Corbusier! —dijo Paulo, cuyos ojos acechaban en la mesa central a Marieta Vale, sentada al lado del ministro de Trabajo.
—Aquí, a mi lado... —decía Susana Vieira al maître, que buscaba sitio donde poner la silla.
—¿Has venido para el baile de mañana, Marquinho? —preguntó Bertinho Soares.
—¿Qué baile?
—¡Ah! ¿No lo sabías? En honor del ministro... Va a ser un acontecimiento. Un baile de disfraces. No se habla de otra cosa. Es la sensación de Santos...
Marcos se sentó. Recibió casi maquinalmente la carta que le tendía el camarero. Un sentimiento extraño, mezcla de asco y odio, iba creciendo en él. Detrás, el camarero esperaba, lápiz en mano. Susana sacó una flor del florero para ponérsela en la chaqueta. ¿Por dónde andaría el Rubio a aquellas horas? ¡Si pudiera hablarle, decirle todo lo que sentía, discutir de nuevo con él! Pero no sabía siquiera dónde se alojaba. El comunista había hecho parar el coche en medio de la calle sin permitirle que lo dejara ante la puerta; no tenía confianza en él. ¿Y por qué iba a tener confianza, si no era más que uno de aquellos oportunistas, con un pie en cada uno de los campos de lucha? Ese Bertinho Soares, inmoral y sórdido, con todos los rasgos de la degeneración marcados en el rostro, le trataba como a uno de los suyos, y se sentía con derecho a considerarle parte de toda aquella miseria moral que le rodeaba. Y Marcos sentía la profunda distancia, la inmensa diferencia de los dos mundos en lucha. De un lado, Bertinho Soares, «podrido como un charco de pus», pensaba Marcos, y Susana Vieira, semivirgen y semiprostituta, frotándose contra él al colocarle la flor en el ojal, exhibiendo, al inclinarse, los senos en el amplio escote del vestido de noche, y Paulo Carneiro, cortejando a Rosinha da Torre, con aquel cínico aire de hastío; en la otra mesa, la mirada fría y calculadora de Costa Vale, la babosa adulación de Eusebio Lima, la ministerial euforia de Gabriel Vasconcelos, inclinado sobre Marieta Vale con palabras susurrantes. Un mundo que él veía de repente en toda su desnudez, tan abyecto que hasta le daban ganas de vomitar. Y del otro lado, una abnegación sin límites, una dedicación a la Humanidad que parecía imposible de tan grande, una pureza de sentimientos, una honradez capaz de todos los sacrificios. Veía a Mariana siempre alegre, y tan bella en la sencillez de sus vestidos pobres, al camarada João con su rostro severo, su mirada ardiente, el buen humor constante de Carlos, la solidez de acero de Zé Pedro, las mejillas del Rubio, quemadas por la fiebre, sus palabras sabias. Tenía ganas de abofetear a Bertinho Soares. «Si lo hiciera, me mancharía las manos de pus», pensó.
—Cualquier cosa —le dijo al camarero—. No tengo hambre...
Los otros hablaban del baile. Susana Vieira le pidió su opinión, quería saber de qué se iba a disfrazar.
—No me quedo para el baile. Vuelvo a São Paulo mañana por la tarde.
—No es posible... —parecía sorprenderse Bertinho Soares—. Eso es una traición. Y yo, que contaba contigo para discutir lo de la decoración del salón... Para hacer una cosa bien parisién...
—No, no cuentes conmigo para esa porquería —sintió la necesidad de insultarle.
—¿Porquería? ¿Por qué?
Todos se volvieron hacia él. Paulo dejó de mirar a Marieta Vale. La irritación del arquitecto les había impresionado. ¿Por qué aquella salida tan crispada? Susana Vieira, con gesto amistoso, le cogió el brazo con las dos manos, lánguidamente. Hasta Rosinha da Torre, habitualmente tan silenciosa, salida del colegio de monjas para el noviazgo con Paulo, abrió la boca con una sorpresa estúpida.
—¿Pero es que no sabéis que hoy la policía ha asesinado a un estibador? ¿Que hay huelga en el puerto? ¿Que hay miles de hombres que no tienen qué comer? ¿Y aún tenéis valor do hablar de fiestas, de bailes? Eso es ya demasiado miserable...
—¡Bah! —exclamó Bertinho, como si no encontrara palabras para manifestar su asombro.
—Pero son comunistas... —susurró tímidamente Rosinha da Torre, mirando para Paulo como en busca de su aprobación—. Los comunistas no son como nosotros. La hermana Clara de la Bondad Divina nos decía en el colegio que los comunistas son enemigos de Dios... No nos deben dar pena los enemigos de la religión...
Paulo encendió un cigarrillo y atajó con un gesto la réplica de Marcos:
—Un momento, Marcos. ¿No conoces la teoría de Shopel? ¿La grande, la monumental, la genialísima teoría de Shopel?
Nadie en la mesa la conocía, y todos estaban ansiosos por saber de qué se trataba. Aquel Shopel era extraordinario, inventaba cada cosa...
—La teoría de Shopel es un resumen del manual del buen vivir de nuestro tiempo. Responde a todas sus reservas sobre el baile de nuestro amigo Bertinho y al mismo tiempo acaba con ellas. Es la teoría de los «inocentes de Leblon». Surgió contemplando a la nueva generación de Copacabana, Ipanema, Leblon y Leme, pero se aplica a todos nosotros. «Inocentes de Leblon» son todos los que, como Bertinho, Rosinha, Susana, y yo, no leemos las primeras páginas de los periódicos, las páginas de política internacional, de política interior, de guerras, de huelgas, de esas cosas materiales y mezquinas que preocupan a la mayoría de la población. Nosotros estamos por encima de todo eso. En los periódicos, sólo leemos las páginas de literatura, de arte, las crónicas de sociedad, las críticas de los conciertos, las carreras de caballos. Nosotros vivimos para los grandes sentimientos eternos, para lo bello, para lo espiritual. Planeamos por encima de la mezquindad de los acontecimientos cotidianos. No nos dejamos perturbar por ellos, vivimos la vida, extraemos de ella todo lo bueno que puede ofrecernos... Somos los «inocentes»...
Marcos bebió un sorbo de su cóctel. Susana aplaudía la teoría de Shopel dando palmaditas. Bertinho Soares parecía sumido en un sueño de delicias, sólo Rosinha da Torre disentía:
—No podemos dejar de pensar en ellos, en los comunistas. Mi tía dice siempre que hay que acabar con ellos, que si no, un día hasta nos quitarán el camisón...
Paulo se levantó para ir a bailar con Marieta Vale, y se echó a reír ante la objeción de su novia:
—¿El camisón? Con este calor no es necesario, querida. Lo mejor es dormir desnudo...
—Es formidable la teoría de Shopel, ¿verdad? —preguntó Susana Vieira a Marcos—. «Los inocentes», como los ángeles del Señor... Somos los «inocentes de Santos»...
A Marcos no se le ocurrían como respuesta sino tacos rotundos. Se calló. Sentía que le iba a ser imposible continuar allí, en aquella mesa, al lado de aquella gente. Bertinho sacó a bailar a Rosinha. Susana Vieira propuso:
—¿Vamos a bailar?
—No. Tengo que irme inmediatamente. Tengo pendiente un asunto importante. —Y miró la hora en el reloj, para resultar más convincente—. Ya me he retrasado.
—Pero si ni has cenado...
—Es igual. No tengo hambre. Me esperan...
—¿Una mujer? —preguntó Susana, confidencial.
—¿Quién sabe? —le tendió la mano. Ella sonrió murmurando: «Buenas noches, calavera...».
Marcos pasó entre las parejas que bailaban. Paulo y Marieta pasaron a su lado. Ella tenía los ojos cerrados, él la abrazaba estrechamente. Bajó las escaleras casi corriendo. Sentía la necesidad de aire libre. Estaba casi ahogado, y mayor su irritación contra sí mismo. Se consideraba peor aún que aquellos «inocentes de Leblon». Él conocía el otro lado y, sin embargo, jamás había tenido valor para decidirse... Oscilaba entre aquellos dos mundos, con un pie en cada uno de ellos. Era un oportunista.
La noche le acogió en la puerta del hotel. La brisa del mar le envolvió. Respiró profundamente. Veía, en la acera de enfrente, a los policías que vigilaban la calle y el hotel, defendiendo contra imaginarios ataques de los huelguistas aquella cena, las bebidas, el baile de las gentes de arriba, guardando su sordidez, defendiendo las teorías de Shopel y los preparativos de la fiesta de Bertinho. Defendiéndole a él también, a Marcos de Sousa... Era horrible todo aquello, ¿cómo no lo había pensado nunca antes? Necesitaba apartarse de allí. Le pidió al portero que le trajeran su coche.
Atravesó las calles de la ciudad a una velocidad de loco. Al principio dio unas vueltas por las playas de la ciudad, pero al cabo de un momento sintió la necesidad sentimental de ir al muelle, de pasar por el lugar del choque con la policía, y se dirigió hacia el centro. Con la noche había disminuido la vigilancia policíaca, pero aun así, cuando se acercó a los grandes almacenes del puerto, una patrulla le cerró el paso. Tuvo que detener el coche y exhibir la documentación. Le dijeron que diera la vuelta por otra calle, que estaba prohibido circular por allí. Salió lentamente. Aquel muelle silencioso y vigilado por los soldados, le parecía el símbolo y el resumen de toda la lucha que se reñía en Brasil y en el mundo. Lo miraba y se sentía cada vez más próximo a los hombres que la dirigían desde los profundos subterráneos de la ilegalidad. Con ellos, pensaba, estaba la honradez y la decencia, la dignidad.
Entró por la calle que los soldados le habían indicado, perdió de vista el muelle. Iba sin rumbo, entregado a sus pensamientos. En un momento, al doblar una esquina, oyó un silbido repetido, como una señal. Y luego, los faros del coche iluminaron una extraña escena: dos hombres que parecían desprenderse de una pared, echaban a correr, desaparecían en una esquina de la calle. ¿Ladrones? A distancia se iba repitiendo el silbido. Marcos disminuyó la velocidad del coche, lo paró en el lugar de donde parecían haber huido aquellos hombres. Las luces de los faros iluminaron las latas de alquitrán, las brochas, la inscripción inacabada en la pared:
¡VIVA LA HUELGA! ¡MUERA LA POLIC...!
Comprendió el significado del silbido. Había interrumpido el trabajo de un equipo de pintadas. ¡Cuántas veces, al leer en las calles aquellas inscripciones nocturnas, al ver a la policía borrándolas durante el día, había pensado en aquellos hombres que ponían en peligro su libertad para propagar las consignas, para sostener con aquellas letras anónimas el valor de las masas! Y él había perturbado, interrumpido su tarea.
Ni siquiera apagó los faros del coche. Agarró una brocha, la metió en la lata y terminó la inscripción. Mientras escribía las últimas letras oyó pasos en la bocacalle, pero ni siquiera se volvió. Sabía que, si llegaba la policía, le detendrían, el Tribunal de Seguridad la condenaría y habría prácticamente acabado su carrera de arquitecto mimado por la gente rica. Pero ¿qué le importaba? Casi deseaba que le detuvieran, que le procesaran y le condenaran. Así terminaría con la insoportable situación moral en que se hallaba. Los pasos tomaron otro rumbo. Marcos dibujó, al lado de la inscripción, la hoz y el martillo.
Guardó en el portaequipajes del coche la brocha y las latas. Llevaba sucios los pantalones y la chaqueta, y también las manos. Pero sonreía. Ahora estaba contento de sí mismo. Miró, una vez más, la inscripción terminada:
¡VIVA LA HUELGA! ¡MUERA LA POLICÍA!
«Mañana —pensó mientras entraba en el coche— iré al entierro del estibador asesinado.» Pisó el acelerador. Sentía ganas de ponerse a cantar.
Avanzaba la noche, de los barrios obreros, de las casas pobres van llegando los compañeros del muerto. Pero el cadáver aún no está, la ambulancia ha de traerlo de un momento a otro, así lo habían prometido en el depósito. El hermano del muerto, cantero en una construcción de la playa, había ido a la policía a reclamar el cuerpo. Lo retuvieron allí durante varias horas, haciéndolo ir de un lado a otro, en repetidos interrogatorios. Por fin fue llamado a presencia del delegado de Orden Político y Social del Estado, y Barros le dijo con voz amenazadora:
—Ahora vais a aprender a hacer huelgas, a escuchar a esos comunistas. Ahora, a porrazos y bajo las balas de las ametralladoras...
—No tengo nada que ver con eso, señor delegado. No trabajo en el muelle. No estoy en huelga. He venido aquí porque el muerto era hermano mío, y estoy cumpliendo con mi obligación.
—¿Y para qué diablos quiere el cadáver?
—Para darle un entierro de cristiano...
—¿De cristiano? —escupió Barros—. No sé por qué no le parto el alma a porrazos... ¿Dónde se ha visto que un comunista necesite un entierro de cristiano?
—Mi hermano no era comunista.
—¡A callar! Le voy a decir una cosa: si pretenden aprovechar el entierro para hacer una manifestación, les advierto que pasado mañana tendrán que enterrar a muchos más. Van a aprender de verdad qué es eso de un entierro...
Al fin le permitieron hacerse cargo del cadáver. Fue al depósito y le dijeron que lo llevarían en seguida, pero ya amanecía y aún no había llegado. La casita del barrio mal iluminado estaba llena de gente. En la sala de entrada, discutían animadamente estibadores, ensacadores y trabajadores del muelle. Alguien había traído aguardiente y bebían en un vaso de vidrio grueso que pasaba de mano en mano. En el cuarto de al lado, estaba preparada la cama de matrimonio para recibir al cadáver. Habían llevado a la cocina, donde estaban la esposa y la madre del muerto, al hijo de cinco años, que dormía sin darse cuenta de la agitación que había a su alrededor. La vieja sollozaba, pero la viuda tenía los ojos secos, sentada en una silla, sin moverse, sin responder a las palabras de consuelo murmuradas por los que entraban a darle el pésame. La negra Inácia iba y venía en la cocina atendiendo a las visitas, cuidándose de todo.
El pequeño dormía en el suelo, envuelto en trapos. Los sollozos de la vieja se elevaban de vez en cuando acallando la conversación de la salita de entrada.
—Por qué tanta desgracia... —repetía monótona, al lado del nieto huérfano.
En las inmediaciones de la casa, en las esquinas oscuras, rondaban policías. La discusión de la sala seguía en voz baja, puntuada de exclamaciones contra la policía y contra el ministro de Trabajo. La conversación giraba en torno de las propuestas hechas tras el choque de aquella tarde, por Eusebio Lima, en nombre del ministro; acabar de inmediato con la huelga; cargar el barco alemán. En este caso, no se tomaría ninguna medida punitiva contra la masa de huelguistas, sólo se procesaría a los responsables del sindicato y a los detenidos. Se abriría de nuevo la sede del sindicato, pero en vez de la antigua dirección, considerada «extremista», lo llevaría una junta gubernativa, nombrada por el Ministerio. El ministro concedía a los huelguistas veinticuatro horas para decidir sobre la propuesta, y en caso de que no fuera aceptada, se tomarían nuevas medidas para acabar con el movimiento: despedida en masa de los huelguistas, y proceso contra todos por el Tribunal de Seguridad. Y que no olvidaran que la Constitución del 10 de Noviembre prohibía la huelga, que era un delito penado por la ley. Si sus propuestas no fueran aceptadas, el Gobierno actuaría sin consideración alguna y usaría de la violencia necesaria.
—Como si hasta ahora nos hubieran tratado a cuerpo de rey... —comentó Doroteu.
Un tipo pecoso alzó el pescuezo.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer? ¿Cómo vamos a comer y dar de comer a la familia? El dinero del sindicato ya no puede tocarse... Y así no se puede aguantar... Mañana estaremos todos despedidos, sin trabajo y con un proceso encima. ¿Qué es lo que sacamos con todo esto?
El negro Doroteu paseó la mirada a su alrededor. Algunos hombres estaban asustados, escuchaban atentamente las pesimistas palabras del pecoso. Y todos se repetían para sí la pregunta lanzada por el otro: ¿Cómo seguir en huelga, si dentro de unos días no tendrían ni un pedazo de pan para los hijos? ¿Y la amenaza de perder el trabajo, del juicio y de la cárcel? Ahora, con el Estado Novo, no podrían utilizar ningún recurso legal. ¿Cómo continuar la huelga? Un mulato gordo dijo:
—Podríamos hacer una contrapropuesta. Volvemos al trabajo, pero no se carga el barco alemán.
Doroteu saltó en la silla:
—¿Y los compañeros detenidos? ¿Los vamos a dejar ahí, sin luchar por su libertad? ¿Por qué están presos y procesados? ¿Por qué los cazaron como perros? ¿Por qué murió hoy Bartolomeu? Estamos aquí, en su casa, esperando su cuerpo, ¿y tienes valor para proponer que volvamos al trabajo? ¿Eres un estibador o un vendido al Ministerio?
El mulato gordo se defendía:
—Sabes que no soy un esquirol. Sabes que estoy siempre donde hace falta, que no me escondo cuando hay follón. Pero, la verdad, es que a esto no le veo salida. Aún si no estuviéramos solos, si hubiera más huelgas que la nuestra, qué sé yo...
—No estamos solos... —dijo una voz en la puerta.
Era Osvaldo, de la célula de la estiba, que llegaba en compañía de Aristides y de otros compañeros. Su prestigio era grande entre los trabajadores del muelle, tenían confianza en él, y sabían que no mentía jamás.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó el de las pecas—. ¿Tienes alguna noticia?
Osvaldo entró, dio la mano a algunos:
—La policía anda rondando por ahí. Es conveniente que se quede alguien de vigilancia para que no vengan a meter las narices mientras hablamos. Voy un momento a la calle, y luego vuelvo...
Después de dar el pésame a la viuda, de entregar al hermano del muerto el dinero que llevaba para ayudar a la familia, volvió a la sala, se sentó entre los otros, aceptó el trago de aguardiente que le ofrecían. Después de beberlo, se metió la mano en el bolsillo, sacó un papel garabateado con cifras:
—Veintiséis mil reis nos han mandado los compañeros de São Paulo. Y es sólo el comienzo de la campaña de solidaridad. ¿Que el gobierno se queda con el dinero del sindicato? Pues los demás obreros nos darán dinero para seguir sosteniendo la huelga. En todo el Estado están recogiendo dinero para nosotros. No estamos solos...
Iba posando la mirada en cada hombre, los conocía íntimamente, eran sus compañeros de trabajo, sus amigos, sabía las cualidades y los defectos de todos, sus problemas le eran familiares.
—Lo que me sorprende es ver que hay quien se ha acobardado ya cuando la cosa aún no ha empezado siquiera. Siempre hubo una ley en el puerto de Santos: uno para todos y todos para uno. ¿Cuántas huelgas se han hecho ya en este muelle? Tantas que ni se pueden contar. ¿Y cuándo acabó una huelga dejando a los compañeros en la cárcel? ¿Sabéis que la policía quiere expulsar a Pepe y a los demás compañeros españoles? ¿Entregarlos a Franco? Eso es como condenarlos a muerte. El día en que los estibadores estén de acuerdo con eso, dejo la estiba. Prefiero ser ladrón en un hotel de la playa, o recibir propinas y lustrar zapatos en la calle...
—¿Expulsar a Pepe? —fue una indignación general.
—Más bajo, hablad más bajo... —dijo Osvaldo—. La policía está en la calle. El ministro y Barros piensan que son más fuertes porque tienen la policía y el Tribunal de Seguridad. Pero no estamos solos. Van a empezar las huelgas de solidaridad en todo el Estado.
—¿Es verdad eso?
—Y aquí, en Santos, mañana, después de comer, va a parar mucha gente. Todos quieren venir al entierro...
—¿Sabes lo que le dijo Barros al hermano de Bartolomeu? Que si hacíamos un entierro solemne lo iba a acabar a balazos...
—Eso lo dice para ver si enterramos a nuestro compañero a escondidas, como si fuera un criminal. Pero le vamos a dar el entierro que merece, el entierro de un héroe. Y que ataquen... ¿O es que no vamos siquiera a poder enterrar a nuestros muertos?
—¡Claro! —aprobó un negro alto, que fumaba en la puerta, vigilando la calle.
—Mañana —continuó Osvaldo— van a ver lo que valen los obreros... Tú preguntas —y se dirigía ahora al obrero gordo— cuánto tiempo podemos aguantar. ¿Y ellos, cuánto pueden aguantar? ¿Cuánto tiempo pueden aguantar los muelles de Santos sin trabajo, los almacenes parados, los barcos sin cargar, las mercancías pudriéndose? No te das cuenta de nuestra fuerza...
—Pero amenazan con despedir a todo el mundo...
—¿Y dónde van a encontrar gente para la estiba? Un estibador no es algo que se encuentre a patadas por la calle. Nos amenazan, pero si aguantamos firmes, van a tener que ceder... De todos modos, lo que no podemos hacer es encogernos ahora. Y no tengáis miedo, que no estamos solos.
El mulato gordo se disculpaba:
—Hablé por hablar. Era un decir, hombre. No vais a pensar ahora que soy un amarillo...
—Ni hablar de eso. Pero hay que estar vigilante contra el desánimo. Sabemos todos que hacer una huelga es duro, que cuesta sacrificios, pero si no lo hacemos así, acabarán con nosotros a latigazos... Más duro aún es para los obreros españoles, que están armas en mano...
Un hombre, de centinela en la calle, apareció en la puerta anunciando:
—Viene la ambulancia...
Todos se levantaron. El coche del depósito se paró ante la puerta. Unos hombres bajaron el cadáver. Desde la cocina llegaron la madre y la esposa.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —gritaba la vieja al ver aparecer en la puerta los pies descalzos del muerto.
—¡Está desnudo! ¡Eso es demasiado! —gritó alguien.
—Los policías se han quedado con la ropa... —explicó uno de los empleados del necroterio.
La viuda se desprendió de los brazos de la negra Inácia, corrió hacia el muerto, se abrazó a él y se desplomó en el suelo. Los hombres que llevaban el cuerpo se pararon un momento. Con el ruido, se despertó el pequeño en la cocina, los ojos somnolientos mirando aquel fúnebre espectáculo. La abuela lo tomó en brazos, apretándole contra sí, y dijo entre sollozos:
—Han matado a tu padre, esos canallas... ¡Que Dios les castigue uno a uno, hasta lo más alto de todos! ¡Que toda esa peste muera de una vez!
El mulato gordo que había discutido antes, le dijo a Osvaldo en voz baja:
—Puedes contar conmigo para lo que quieras. Voy hasta el fin.
El negro alto se adelantó hasta la vieja y habló:
—Un día vengaremos a Bartô. Un día acabaremos con esos bandidos todos, les colgaremos de las farolas.
Inácia ayudó a levantar a la viuda caída en el suelo, sin palabras, sin lágrimas, sin sollozos, tumbada como un cadáver ella también. Pusieron al muerto sobre la cama, le cubrieron con una sábana vieja de algodón.
En la madrugada, húmeda de rocío sobre el barrio, va el negro Doroteu con su negra Inácia. Viven en el otro extremo de la ciudad, y a estas horas ya no hay tranvías. No hay más remedio que ir a pie. E incluso es mejor así, para poder desviarse por ciertas calles, evitar encuentros con la policía. Deben de andar a la busca del negro Doroteu. Su negra Inácia se pega contra su cuerpo cuando se le ocurre este pensamiento. Y si lo detienen, ¿qué va a ser de ella? ¿Cómo va a vivir sin su negro Doroteu? Antes de conocerle, era otra cosa, pero ahora no puede pasar sin él, sin oír las melodías de su armónica, sin estar atenta a sus palabras, que le explican cosas. A veces la negra Inácia piensa en la muerte. Cuando era niña, criada en una casa rica, soñaba con el cielo que le describía el padre Vinhas, amigo de la casa. En el cielo se oía siempre música, decía. Pero Sinhá Laura, la patrona de la casa donde había crecido, la decepcionó pronto: los negros no van al cielo, el cielo es sólo para blancos. Y, sin embargo, la negra Inácia soñaba en aquel tiempo con la música celestial, y se preguntaba por qué no había también un cielo para negros, por qué Dios condenaba a todos los negros al infierno, irremediablemente.
Hoy, cuando a la negra Inácia se le ocurre pensar en la muerte, es para desear morir antes que el negro Doroteu. No es que desee morir, que esté cansada de la vida, que la considere una carga pesada o un sacrificio. La música celestial del padre Vinhas ya no la tienta, hoy tiene la música de la armónica del negro Doroteu. Ninguna puede comparársele. No desea morir, muy al contrario: para la negra Inácia, la vida es un precioso bien, la ama. Lo que ganaban los dos, él en los muelles, ella en el hotel, les daba para ir viviendo su vida pobre. No sobraba la comida en casa, tampoco el dinero para lujos, pero sobraba la alegría. Alegre era el negro Doroteu, alegre ella también, la hermosa negra Inácia, flor del puerto.
Pero piensa a veces en la muerte, como en la madrugada del velatorio, al regresar de casa del estibador asesinado, y hace votos para morir antes que su negro Doroteu, porque, sin él, ¿de qué le servirá la vida? Apoya la cabeza en su pecho velludo, y le dice con su cálida, maliciosa voz:
—Quiero morir antes que tú.
Pensaba en la huelga el negro Doroteu, en las tareas urgentes: el entierro del día siguiente, la necesidad de mantener la moral de sus compañeros, de activar la campaña de solidaridad. Se asustó:
—¿Pero a quién se le ocurre hablar de muerte?
—Estamos rodeados de peligros. Sin ti, no quiero seguir viviendo.
—¿Tienes miedo?
El negro Doroteu le pasa la mano por la cintura. Poco tiempo le queda, en esos agitados días, para estar con su negra Inácia, para prestarle atención, para reír con ella, para tocar su armónica. ¿Tendrá miedo la negra Inácia? ¿Ahora, cuando tan contento se siente Doroteu con la actividad de su compañera, cuando ella trabaja tanto como un buen militante?
—¿Tienes miedo? ¿No estás contenta con la huelga? —repite.
—Estoy contenta, sí. No quería decir eso. No creas que quiero que aceptes la propuesta del ministro. Nada de eso. Sé que no vas a hacer nada que no esté bien. Pero tengo miedo de quedarme un día sin ti. Sólo de eso tengo miedo. De nada más en el mundo. Cuando vi hoy a la mujer de Bartolomeu, ¿sabes?...
El negro Doroteu siente el perfume de canela y clavo de su negra Inácia. Y él ¿cómo podría vivir sin ella? Ni quiere pensar en eso, el simple pensamiento basta para desesperarle ¿Por qué hablar de la muerte ahora, cuando están los dos solos, cosa tan rara en los últimos días? Bartolomeu está muerto, es verdad, pero murió por ellos todos, no es muerte que deba ser llorada, es muerte que hay que vengar. Besa el rostro de la negra Inácia...
—¿Sabes? El camarada João...
—¿Ese tan serio?
—Sí. Estuve hablando con él esta noche, antes de ir al velatorio. Su mujer también va a tener un niño, ¿sabes?
—¿Y está contento?
—¡Que si lo está! Tan contento que hasta reía. Hablamos mucho de los dos chiquillos, y de él, y de nosotros. ¿Sabes, Nácia? Mañana no será como hoy, con la policía encima disparándonos, cazándonos como conejos. Cuando los niños de hoy sean mayores, ya no habrá hambre en el mundo, ni explotación, ni policías para matarle a uno.
—Lo sé. Me lo dijiste. Será hermoso.
—Pero ¿sabes? Ese mañana no nace así como los otros días, sólo con el rodar del sol y que la noche se vaya. Tenemos que hacerlo con nuestras manos, y hasta con nuestra sangre. Ahí está la sangre de Bartô. Está haciendo ese mañana para nuestros hijos, también para el suyo. Para eso luchamos, todos nosotros, los pobres...
—¿Y crees que veremos ese tiempo?
—Si uno no muere... así de repente. Te voy a pedir una cosa, Nácia, y tienes que prometérmela.
—¿Qué es?
—Si muero en un encuentro de éstos con la policía, o voy a la cárcel, no quiero que llores. No te pongas luto por mí. En vez de eso, ayuda a los camaradas en su trabajo, como lo estás haciendo ahora. ¿Lo prometes?
—Si tú mueres, yo moriré también. Yo era una negra loca, sólo tenía humo en la cabeza. Fuiste tú quien me enseñó que no era igual que el perro de casa de la sinhá Laura, ¡y yo que pensaba que hasta su gato era mejor que yo, que un negro valía menos que un blanco! Tú me diste todo lo que tengo, hasta el hijo que llevo aquí, en el vientre. Si tú mueres, moriré yo también.
—No, Nácia, negra mía; si yo muero, tú tienes que seguir viviendo, tienes el niño. Y le enseñarás lo que yo te enseñé... ¿Me lo prometes?
La negra Inácia se limpia una lágrima con el dorso de la mano, y le dice a su negro Doroteu:
—Vamos a hablar de otras cosas ¿para qué hablar de tristezas? Tú mismo dices que la muerte de Bartô no debe hacer más que animarnos...
—Vamos a hablar de otras cosas... Hace más de tres días que no me das noticias del pequeño. ¿Lo notas ya?
—Siento su pie, pequeñito...
—Debe de ser aún así, como un dedo, ¿y ya sientes su pie? Eres una negra mentirosa, Nácia.
—Como un dedito... Tú no sabes nada de chiquillos. Sabrás mucho de otras cosas, pero de niños quienes sabemos somos las mujeres. Ya tendrá el tamaño de esta mano ¿ves? y el pie será como este dedo...
Ríen los dos, el negro Doroteu y su negra Inácia. Ella se aprieta más contra su flanco. Si el muelle no estuviera guardado por los policías, podrían ir a ver nacer la mañana azulada sobre el mar. Más de una vez lo hicieron, y vieron la luz rompiendo las difusas sombras de la noche que moría, la lucha del día contra las tinieblas. Doroteu le decía entonces que la revolución era igual: la luz rompiendo las tinieblas de la noche, trayendo para los hombres el calor del día. Y en aquella hora del amanecer, el negro Doroteu sacaba su armónica y tocaba un saludo al nuevo día, música de notas triunfales.
—¿Llevas la armónica?
El negro Doroteu siempre lleva la armónica consigo.
—Toca aquello, lo que tocas sólo cuando se alza la mañana.
—¿Aquello? No puede ser, Inácia, la policía anda por las calles, y aquella música, ¿no lo sabías?, es la música de nuestra lucha, la música de todos los trabajadores. Si la tocase ahora, la policía vendría a la carrera para llevárseme. Aquella música se llama La Internacional. Otro día la tocaré para ti, cuando ganemos la huelga y los muelles sean otra vez nuestros.
—Toca otra, pues.
El negro Doroteu sacó del bolsillo la armónica, la cubrió con sus enormes manos huesudas, la música celestial nació en el rincón pobre de la calle, una suave melodía, canción de cuna que nacía del pecho del negro Doroteu, de su amor sin fin por su negra Inácia, por su hijo aún no nacido, por todos los niños del mundo, por los hombres todos, porque a todos él amaba, a excepción de unos cuantos, los odiosos, la policía, los agentes del Ministerio, los del gobierno, los patrones de los tinglados del muelle. Música para Inácia, para el hijo que ella lleva en el vientre. Música también para Bartolomeu, para su definitivo sueño.
Sobre los tejados pobres, la mañana vino acercándose lentamente para oír la música del negro Doroteu, para enamorar la sonrisa abierta en los labios carnosos de su negra Inácia.
Rumores de mal augurio circulaban por las calles de Santos, haciendo que los comerciantes más timoratos cerraran las puertas de sus establecimientos. Muchos, camino de su trabajo, vieron a los de la secreta retirando de los quioscos los ejemplares de un diario local que publicaba, como inserción de pago, una invitación del Sindicato de Estibadores a sus miembros y a todos los trabajadores de la ciudad y a la población en general, al entierro del trabajador asesinado. A pesar de que el llamamiento estaba redactado en un lenguaje absolutamente habitual, los demás periódicos, prudentemente, se habían negado a publicarlo, temiendo dificultades posteriores con la censura. Hacia las diez de la mañana empezaron a llegar los autobuses especiales de São Paulo cargados de hombres de la policía militar e inspectores de la secreta. En la calle, con cualquier pretexto, detenían a la gente. Habían reforzado la vigilancia del puerto, pasaban a toda velocidad los coches de la policía, y se comentaba, cuchicheando, lo que algunos policías habían dicho en las tabernas, que «iba a correr sangre». En las escuelas, al mediodía, las maestras recomendaron a los niños que se fueran directamente a casa evitando el quedarse en las calles. Los transeúntes se asombraban al ver en los muros de los barrios obreros, e incluso en el centro, inscripciones pintadas la víspera, pese a la vigilancia policial.
—Esos comunistas son el diablo... —comentaban en los tranvías, y muchos sonreían, escondiendo la sonrisa solidaria.
Aquellos comentarios admirativos alcanzaron su punto culminante cuando, a la salida de oficinas, tiendas y almacenes, al mediodía, desde lo alto de un gran edificio, en la plaza principal, empezaron a caer octavillas sobre la gente que esperaba en las paradas de los tranvías. Eran protestas contra la policía y peticiones de solidaridad con la huelga, llamamientos para que acudieran al entierro de Bartolomeu. Los policías que vigilaban la plaza corrieron hacia el edificio, cerraron las puertas de salida y subieron por las escaleras invadiendo las oficinas de los distintos pisos. En un retrete del último piso, cuya pequeña ventana daba hacia la plaza, encontraron aún unos cordeles, resto del ingenioso dispositivo armado allí por un militante cualquiera encargado de lanzar las octavillas. Pero no fue posible encontrar al autor del hecho. Había él tenido tiempo suficiente para desaparecer. Y, como el retrete servía para los despachos de todo el piso, donde se sucedían bufetes de abogados, gabinetes de dentistas y un consultorio médico, era imposible determinar de inmediato cuál de los inquilinos podía ser el responsable del lanzamiento de octavillas. Los policías que los interrogaron no pudieron sacar nada en claro. En la plaza, los guardias arrancaban brutalmente los papeles de las manos de los transeúntes. Muchos, no obstante, habían logrado ocultar los peligrosos papeles para leerlos luego. La hora del entierro se había fijado para las cuatro de la tarde.
Al volver al trabajo, por la tarde, la gente de Santos pudo ver a la policía militar apostada a lo largo del trayecto por donde normalmente debía de pasar el entierro. También iban y venían por aquellas calles patrullas a caballo bajo el mando de oficiales de rostro torvo. Muchos de los habitantes de la ciudad se quedaron en casa tras la comida para no verse envueltos en los acontecimientos. Pero otros, en cambio, se dirigían al centro para ver el entierro desde las ventanas de las oficinas o los consultorios de los amigos. La noticia de que los obreros de varias fábricas habían dejado el trabajo después de la comida a fin de ir al entierro, aumentaba la excitación general. De vez en cuando la sirena de un coche de la policía circulando a toda marcha hacía que las cabezas se arracimaran en las ventanas. A las tres, un piquete de caballería de la policía militar se apostó en la plaza central, mientras otro tomaba posiciones en la avenida que llevaba al lujoso hotel de la playa donde estaba hospedado el ministro de Trabajo.
Marcos de Sousa había dejado su coche en una calle transversal y próxima, y fue a pie hasta la plaza. No sabía de dónde iba a salir el entierro, no tenía ni idea de en qué calle estaba la casa del muerto, y decidió esperar en la plaza el paso del cortejo para incorporarse a él. Después del almuerzo había telefoneado a su despacho de São Paulo, y supo que también en la capital había agitación, y que había paros totales en algunas fábricas. En la gran empresa textil de la Comendadora da Torre la policía dispersó a tiros un mitin relámpago convocado para la hora del almuerzo en la puerta central.
Aquellas noticias repercutían también en el hotel donde estaba el ministro. El delegado Barros había ido después de la comida para ver si se habían cumplido sus órdenes, pues era el responsable de la seguridad del ministro. Aquella mañana había recibido una llamada de Rio de Janeiro, del jefe de la Policía Federal, inquieto ante el rumbo que iban tomando los acontecimientos y recomendándole energía en la represión de la huelga. «No permita ningún discurso, ningún cartel, ninguna pancarta en el entierro. A la menor manifestación contra el gobierno, cargue y entierre usted mismo al tipo ese. No olvide que un muerto les ayuda a ellos y que veinte muertos nos ayudan a nosotros.»
Repitió la frase para Costa Vale, Artur Carneiro Macedo da Rocha y Eusebio Lima (el ministro aún no había bajado de su cuarto. La víspera había estado hasta muy tarde bebiendo). Costa Vale se mostraba de acuerdo:
—Tiene razón. Unos cuantos presos, algunas expulsiones de estibadores, no sirven más que para atizar la huelga. Pero si actuamos con energía, si metemos en la cárcel a medio mundo, si efectuamos expulsiones en masa, si procesamos a unos centenares, la huelga se acaba en un decir amén. Y hay que acabar con ella antes de que se extienda a las industrias.
La Comendadora da Torre vino a unirse al grupo, irritada por las noticias recibidas de São Paulo. Movía su índice seco, de momia (la uña, larga, pintada de rojo) ante las narices del delegado de Orden Político y Social:
—¿Qué es lo que hace usted aquí? ¿Ha venido a rondar por la playa o a escoger disfraz para el baile de esta noche?
Barros quedó sorprendido ante las ásperas palabras de la millonaria, y respondió humilde:
—Pero, Comendadora...
—Ni peros, ni nada. Mientras usted está aquí, sin dar golpe, en mi fábrica, en São Paulo, se ha armado la de Dios. Huelgas, mítines, agitación... No sé para qué gastamos tanto dinero con la policía, si no sirve para nada...
No quería oír las explicaciones de Barros. Fue Artur Carneiro Macedo da Rocha quien la calmó, con su voz modulada, sus gestos aristocráticos:
—El señor delegado está aquí, discutiendo con nosotros las medidas necesarias para poner fin a la agitación subversiva. El centro de todo eso es Santos, es la huelga de estibadores. Aquí está la cabeza de la hidra, la que hay que aplastar antes de nada. Hecho esto, lo demás se calmará rápidamente.
—Pues venga, que lo haga, rápido y fuerte. ¿No es el delegado de Orden Político y Social? Pues que se vea, a ver de qué es capaz. A no ser que quiera perder el puesto...
Barros procuraba conquistar de nuevo su benevolencia. Sabía que era poderosa, que podía hacer y deshacer en la policía, que el dictador atendía todas sus peticiones:
—En cuanto a la fábrica de la señora Comendadora da Torre, acabo de recibir noticias de São Paulo. Todo está en orden. Los comunistas intentaron hacer un mitin relámpago, pero mis hombres llegaron inmediatamente y allí se acabó todo. Los cabecillas están detenidos. No se preocupe... No hay de qué asustarse.
—¿Asustarme yo? No me asusto ni ante el diablo. Pero lo que me deja con la boca abierta es que los comunistas puedan andar liando mítines y huelgas cuando la policía dispone de todos los medios para impedirlo, ¿Para qué hemos hecho esto del Estado Novo? ¿Para que todo siga como antes? Ahora nadie, ni diputados, ni jueces, ni periodistas, pueden pedir cuentas a la policía. Pueden ustedes hacer lo que les dé la gana. Y, sin embargo, ya ve: huelgas, mítines, entierros insultantes... ¿Y dónde está la policía?
Se volvió hacia Costa Vale:
—Eso del entierro es algo absurdo... Acabo de encontrar a Rosinha y a Susana. Las pobrecitas ni se atreven a ir a la playa a bañarse con todo este lío. Están muertas de miedo. Y Bertinho, pobre, se ha encerrado en su habitación... Ya ni las familias pueden tener sosiego...
Barros afirmó que las muchachas podían ir a bañarse sin ningún temor. La policía no podía impedir el entierro, pero a la menor tentativa de convertirlo en una manifestación, lo disolvería. Iba a seguir al pie de la letra las instrucciones del jefe de policía de Rio. Las calles estaban bien guardadas, especialmente las que llevaban al hotel. Si los huelguistas intentaban algo, iban a ver los resultados...
—Si intentan, si intentan... —sarcástica la Comendadora da Torre—. Usted, señor Barros, tiene sus cualidades, no lo niego. Ya me dijeron que sabe tratar adecuadamente a esa gente cuando le pone a uno la mano encima. Lo que le falta es inteligencia. Tiene usted en sus manos una ocasión como la de hoy, cuando van a estar todos en la calle, y aún espera a ver si intentan... Si intentan... Repite usted la frase del jefe de policía como un papagayo, sin entenderla.
—¿Cómo que sin entenderla?
—Él no le ha dicho que espere a ver si se atreven a intentar algo. ¿Por qué esperar?
—Es el momento de ser enérgico, incluso violento —dijo Costa Vale—. Hay que darle una lección a esa gente.
Desde el banco donde se había sentado, en la plaza, para esperar al cortejo fúnebre, Marcos de Sousa vio al delegado de Orden Político y Social bajar del coche, dirigirse al oficial que mandaba la patrulla de caballería y discutir con los policías de paisano. Conocía a Barros de vista y se preguntó qué estaría planeando, qué órdenes estaría dando a la policía. Para Marcos, el entierro del estibador desconocido tenía una significación muy especial, era algo que le concernía personalmente desde que la noche antes había completado la pintada de la pared. Sentía que estaba en un momento decisivo de su vida, como si aquel día fuera a enterrar al mismo tiempo al operario asesinado y a un amigo, Marcos de Sousa, muerto también el día antes.
Hacia las cinco de la tarde apareció el cortejo por la entrada de la plaza. Las ventanas estaban llenas de curiosos, atraídos por la marcha fúnebre que tocaba la Banda 15 de Noviembre, compuesta en su mayoría por obreros aficionados a la música, colocada cerrando el desfile. Al frente, por delante de los hombres que se relevaban llevando el ataúd, venía, levantada en las manos de un estibador enorme, la bandera del sindicato portuario. Una gran masa acompañaba al muerto, las cabezas descubiertas, el rostro grave. Al entrar en la plaza el ataúd iba conducido por Osvaldo y Aristides, por representantes de los obreros de las industrias locales y por el hermano del muerto. El ataúd iba cubierto por una bandera brasileña.
El conductor de un tranvía paró el vehículo y se sacó la gorra. Los pasajeros se arracimaron en las ventanillas. Los que iban por la calle se inmovilizaron en las aceras quitándose los sombreros. Una vieja, que llevaba una cesta de verdura, se santiguó y empezó a murmurar una oración por el descanso de aquel difunto. Marcos de Sousa se acercó para incorporarse al cortejo. Algunos hombres apresurados le atropellaron en medio de la calle. También ellos iban hacia el entierro. Eran policías. Marcos consiguió recuperar el equilibrio, miró hacia delante y vio que el cortejo se detenía. Oyó a un policía que gritaba:
—¡Saquen esa bandera de la caja!
Marcos se precipitó hacia adelante, ¿qué iba a ocurrir? Un policía tendió el brazo hacia el ataúd para arrancar la bandera, pero alguien le agarró, al tiempo que una voz decía con odio:
—Respete al muerto, miserable.
La confusión se extendió a todo el cortejo, un rumor de voces se elevó ahogando la marcha fúnebre. Marcos se encontró con los hombres discutiendo junto al ataúd. Vio el gesto de un policía de paisano sacando la pistola. Se tiró sobre él, gritando como loco, ciego de rabia:
—¡Guarda el arma, canalla!
Pero también los otros las habían sacado y empezaron a disparar. El cortejo se convirtió en una turbamulta de carreras precipitadas. Fue entonces cuando avanzó la caballería, cerrando el paso a la multitud que intentaba huir por la plaza. Durante un momento la gente se quedó indecisa, sin saber qué hacer. Había hombres caídos en el suelo, heridos, y salían de las esquinas nuevos grupos de guardias disparando. Calló la música, y se pudo oír entonces la voz de Osvaldo, en un grito:
—¡Adelante!
Algunos de los que portaban el ataúd habían huido, pero otros llegaron a ocupar su puesto. Ahora, la bandera del sindicato iba más atrás. Era el muerto, cubierto por la bandera brasileña, quien abría la marcha. Y por un segundo sólo, los que llevaban al muerto avanzaron hacia los policías a caballo. Pero inmediatamente la masa se precipitó hacia atrás. Había unos veinte metros de distancia entre la cabeza del cortejo y la barrera de policías, mandados por un joven oficial cuyo caballo nervioso intentaba excavar el asfalto. El oficial se pasaba la mano pálida por el bigotito elegante. Una pandilla de policías de paisano, armas en mano, intentó otra vez acercarse al ataúd. Algunos hombres quisieron oponerse. Volvieron a oírse disparos. Osvaldo dijo a los que llevaban, con él, el ataúd:
—¡Adelante!
Se acercaron los policías, uno de ellos agarró una punta de la bandera y tiró de ella. Varios obreros se le echaron encima. La bandera cayó a un lado y se generalizó la confusión. Una parte de los que iban en el cortejo intentaba huir por una calle lateral, pero ésta también estaba cerrada por la policía y algunos hombres cayeron bajo las balas. Se oían gritos, exclamaciones sueltas, insultos, blasfemias. El policía que había arrancado la bandera yacía en el suelo, con la ropa hecha pedazos. Marcos de Sousa, pisoteado y estrujado, intentaba alcanzar la bandera caída para colocarla de nuevo sobre el ataúd. Pero antes que él la alcanzó la negra Inácia, salida de nadie sabe dónde (el negro Doroteu era uno de los que ahora portaban al difunto). La cogió y se lanzó hacia los hombres que cargaban con el ataúd, ya un poco distanciados de la masa, pues habían seguido andando. Marcos se precipitó tras ella para ayudarla. Parte del cortejo huía por la calle por donde habían llegado y en la que sólo ahora aparecían los guardias.
La negra Inácia se acercó al ataúd y alzó la bandera para colocarla sobre las tablas negras. El negro Doroteu la miraba hacer con la mano cerrada sobre el asa de la caja. Aumentaba el tiroteo. Muchos estibadores habían reaccionado y utilizaban como arma el mástil de la bandera del sindicato. También algunas pistolas de los guardias caídos estaban ahora en manos de los manifestantes.
El joven oficial apartó la mano del bigote y dio orden de que cargaran. Su caballo, nervioso, sintiendo el acicate de las espuelas, dio un salto y sus patas se abatieron sobre la negra Inácia, que cayó sobre la bandera mientras las patas traseras del caballo pisoteaban su vientre grávido. Marcos de Sousa la vio caer, corrió hacia ella, al tiempo que lo hacía también el negro Doroteu. Pero los otros jinetes llegaron más rápidos y pasaron por encima de la negra siguiendo al oficial. Osvaldo, parado al lado del ataúd tirado en la calle, gritó hacia los guardias:
—¡No matéis a vuestros hermanos!
Pero ya estaban los caballos en medio de la masa, dispersándola, y sus palabras se perdieron entre los gritos y los gemidos. Hombres y mujeres invadían las tiendas, los edificios de apartamentos. Huían por todos lados. Los guardias de caballería perseguían a los fugitivos. Los policías de paisano la emprendían ahora a culatazos. Marcos de Sousa y Doroteu habían logrado al fin acercarse a la negra Inácia, que aún respiraba. Entre los dos le dieron la vuelta al cuerpo, la pusieron de espaldas, vieron su rostro contraído por el dolor. El negro Doroteu gritó:
—¡Nácia! ¡Nácia!
La negra entreabrió los ojos, pero los cerró de nuevo.
Marcos de Sousa dijo:
—¡Hay que sacarla de aquí!
Sólo entonces el negro Doroteu se fijó en aquel hombre bien vestido y, al principio, creyó que era un policía, y se puso ante el cuerpo de la negra Inácia:
—¡Fuera de ahí! ¡Es mi mujer!
—No soy policía. Soy un amigo... —Había estado a punto de decir «un compañero», pero no se atrevió.
Su voz era tan sincera, que Doroteu no discutió. Marcos le dijo:
—Tengo el coche ahí al lado. Si la llevamos rápido al hospital, puede que todavía...
Doroteu soltó una exclamación de dolor, como si sólo ante aquellas palabras se diera cuenta de que la vida de la negra Inácia estaba en peligro.
—¡Rápido! —pidió.
Cuando Marcos la cogió por los hombros, la negra gimió. Su mano aún sostenía la bandera. Hubo que abrirle los dedos.
Ahora llegaban los coches celulares y nuevos camiones con guardias. Los policías de paisano, con las pistolas apuntadas, obligaban a la gente a meterse en las «lecheras». Pese a todo, la mayoría había logrado huir por las calles laterales. Muchos habían sido ocultados por los empleados de las oficinas, de los consultorios médicos. Osvaldo desapareció en el fondo de un bar. La plaza estaba llena de cadáveres y de heridos. El delegado Barros pasó ante ellos, acompañado por dos inspectores y se paró ante el ataúd:
—Mañana los enterramos a todos juntos...
Después, murmuró para sí mismo mirando los cuerpos:
—A ver qué dice ahora esa vieja bruja de la Comendadora. Si ahora no está contenta, no sé qué más quiere...
Llegaban ambulancias, las sirenas estridentes. Los policías a caballo batían las calles próximas.
El médico no dio esperanzas. La negra Inácia tenía rotas casi todas las costillas y quebrada la espina dorsal. Y una violenta hemorragia acababa con sus últimas fuerzas.
—Si sale de ésta, por un milagro, va a quedar inválida para siempre...
Marcos la había llevado a una clínica particular y explicó que se trataba de una empleada suya que se había encontrado en medio del conflicto por casualidad. Doroteu le dejaba hacer, acompañándole como un autómata. Estaba mudo, cerrado en su dolor. Llevaba la camisa roja de la sangre de Inácia. Los zapatos manchados también. El médico de guardia quedó horrorizado ante la descripción de lo ocurrido.
—Son unos monstruos... —dijo—. No tienen el menor sentimiento humano. Ese gobierno es la degradación mayor que jamás haya pasado por este país.
—Fascistas... —definió Marcos.
—Y esto es sólo el comienzo —se lamentó el médico—. Mucho más vamos a tener que pasar aún...
Se quedaron en un pasillo, Doroteu y Marcos, mientras el médico y dos enfermeras asistían a Inácia. El negro rechazó el pitillo que le ofrecía el arquitecto. Éste pensaba en lo que estaría aún ocurriendo en la plaza. ¿Cuántos detenidos habría ahora? Nunca había creído poder ver tanta brutalidad, tanta saña en su vida. Era increíble. ¡Y tantas veces como él mismo había dudado de lo que le decían sobre las torturas de la policía, de las que Mariana le contaba los detalles oídos a los presos! Ahora, ya no dudaba de nada. Bien áspera y peligrosa era aquella lucha. Sin embargo, más que nunca, se sentía ligado a ella, de una vez para siempre.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un rumor sordo, sofocado. Era el negro Doroteu, intentando contener los sollozos que atenazaban su garganta. Lágrimas gruesas fluían de sus ojos desorbitados, por el rostro desconsolado, los músculos contraídos. Un enfermero pasó ante ellos, miró indiferente a aquel negro que lloraba, y encendió la luz. Marcos hizo un esfuerzo para decir algo, pero qué difícil era encontrar las palabras:
—No pierdas la esperanza. Aún puede salvarse.
El negro ni siquiera levantó la frente abatida:
—Aunque se salve, el niño está perdido...
—¿El niño?
El negro afirmó silencioso con la cabeza, las lágrimas corriéndole por el rostro, las mejillas hundidas. Para Marcos fue como si hubiera recibido un puñetazo en el pecho, sin palabras, sin acción. Sus ojos ardían y le invadió un calor de fiebre. Encendió otro pitillo. Le temblaba la mano al encender la cerilla. De alguna parte llegaba un insoportable olor a ácido fénico. Y el silencio, doliendo.
Salió una enfermera y siguió pasillo adelante, sin hablarles. Poco después se acercó el médico y puso la mano en el hombro del negro Doroteu:
—Quiere verle. Tenga valor.
El negro, al levantarse, casi no pudo tenerse en pie. Parecía embriagado. Se secó las lágrimas en la manga de la chaqueta. En el pasillo, el médico se quedó un momento junto a Marcos. Sacó un pitillo y le dijo:
—Estaba en estado. ¿Lo sabía? Es triste...
Marcos hizo un gesto con la cabeza. Respondió:
—Él acaba de decírmelo. ¿No hay esperanzas?
—Ninguna. Puede durar una hora. Quizá ni eso. Uno más en la cuenta de Getúlio Vargas...
Hizo un leve saludo con la cabeza y dejó a Marcos solo en el pasillo desierto. Después, se oyó una música en el aire. Fue todo tan inesperado, que Marcos se levantó. No había duda, venía del cuarto de la negra Inácia.
Había sido ella, la negra Inácia, quien había pedido a su negro Doroteu que tocara la armónica. En el fondo del cuarto, de pie contra la pared, la vieja enfermera que se había quedado de guardia miraba con asombro. Llevaba muchos, muchos años trabajando en hospitales, había visto morir a tanta gente —demasiada...—, pero nunca había asistido a una cosa igual. La negra Inácia había dicho al verle entrar:
—Doroteu, dame la mano... No quiero que llores. Es mejor que me toque morir antes a mí...
Tenia el cuerpo enfajado, la cubría una sábana blanca. Habían limpiado la sangre de su rostro y estaba hermosa como nunca; jamás se había visto una negra igual sobre el muelle. Él no pudo decir palabra, todas sus fuerzas concentradas en impedir el llanto.
—Me duele mucho, Doroteu.
—¿Dónde? —preguntó él.
—Por todas partes.
Pero luego pareció vencer el dolor, porque dijo:
—Fue hermoso estar casada contigo. Demasiado hermoso.
Su mano intentaba acariciar la del negro Doroteu.
—¿Llevas la armónica?
Buscó en los bolsillos. No, no la había perdido en la batalla.
—Toca. Toca hasta que muera. Así será más fácil.
Y se elevó la música. Jamás el negro Doroteu había tocado así. Su dolor trepaba por las notas de la armónica, su nostalgia, la vida entera.
—No. Triste, no. Una cosa alegre.
Su mano buscaba la del negro Doroteu:
—Aquella tan bonita...
Las notas se multiplicaron, alegre melodía de amor. La enfermera —pensaba que su corazón hacía mucho que estaba endurecido— no pudo más, dio unos pasos, abrió la puerta, con ella salió la música e invadió el corredor. Marcos de Sousa estaba parado, escuchando. Vio pasar a la enfermera, casi corriendo, el delantal sobre los ojos. Miró hacia dentro del cuarto: sentado en una silla, junto al alto lecho de la clínica, el negro Doroteu, inclinado sobre su armónica, tocaba con desesperado esfuerzo. La negra Inácia sonreía, su mano tiernamente posada en su negro Doroteu. Todo sufrimiento parecía haberla abandonado. De vez en cuando su cuerpo se estremecía, sus ojos se cerraban. Inmóvil, de pie ante la puerta, Marcos continuó mirando hasta que el cuerpo de la negra se estremeció por última vez y su mano cayó inerte. La armónica rodó por el suelo, ahora inútil, para siempre inútil.
Los saxofones se elevaron estridentes, la música negra del fox norteamericano arrastró a las parejas de bailarines hacia el centro del gran salón de fiestas del hotel. La voz del cantor de jazz se extendió en el lamento del negro perseguido junto a los ríos de la nueva patria donde sólo los blancos tenían derechos, pero allí, en el baile de disfraces, interpretada por el elegante cantor, la música perdía su sentido inicial y era ahora una excitante melodía para los pisaverdes, como el whisky, el champán, los escotados vestidos de las mujeres.
Bertinho Soares, que había dirigido la decoración de la sala, estaba satisfecho. Para el escaso tiempo de que había dispuesto, hizo verdaderos milagros. Utilizando sólo flores y juegos de luz había dado al salón el aire bohemio de un cabaret de Montparnasse, cálido de intimidad, ocultando con flores y discretas penumbras el pesado lujo de mal gusto del edificio. El propio ministro, al entrar, le había felicitado. Le había felicitado por la decoración y por el disfraz, pues realmente Bertinho estaba irresistible con aquel mono de mahón azul, cubierto de remiendos, sucio de tinta. Era el éxito mayor de la fiesta. Llevaba en la mano un cartelito que exhibía de mesa en mesa: «SOY UN HUELGUISTA PELIGROSO. QUIERO ALGO DE BEBER». Aplausos y felicitaciones le cercaban y todos estaban de acuerdo en que aquél era el disfraz más original.
En la fiesta del hotel se había reunido toda la alta sociedad paulista que descansaba en las playas de Santos, todos los millonarios y turistas de los hoteles de São Vicente y Guarujá. La presencia del ministro hacía del gran baile el «acontecimiento más comentado del mes, la llave de oro de la temporada de verano en el idílico ambiente de las playas de Santos», como escribió, al día siguiente, en la crónica de sociedad de A Noticia, el famoso Pascoal de Thormes, llegado especialmente de la capital para participar en la fiesta. También él informó del «caprichoso y artístico» disfraz de Bertinho Soares, aunque —como se había lamentado luego Bertinho entre los amigos— había dedicado cuatro líneas más a la descripción del espléndido vestido parisién de Marieta de Vale. La crónica de Pascoal de Thormes describía, con lujo de adjetivos y expresiones francesas, el ambiente tres chic y tres Côte d'Azur. Resaltaba la presencia del ministro, en cuya mesa se encontraban altos representantes de «las clases conservadoras y de la aristocracia paulista, el banquero Costa Vale, el ilustre Artur Carneiro Macedo da Rocha, la Comendadora da Torre, figura épatante de nuestra industria, el señor cónsul de los Estados Unidos, fino diplomático que es hoy el enfant-gaté de la alta sociedad paulista. Todos habían escuchado el detallado informe del delegado de Orden Político y Social del Estado sobre los intentos de agitación realizados aquella misma tarde por los comunistas, reprimidos con serenidad y prudencia por nuestra benemérita policía. El señor ministro de Trabajo no regateó elogios para la acción del delegado. El propio cónsul de la gran nación norteamericana, patria de la libertad y del progreso, expresó su admiración con palabras calurosas, que honran a la actual administración pública».
Pascoal de Thormes hacía notar, no obstante, que «los graves asuntos públicos», si bien estaban presentes en la mesa principal, en la que se reunían «los responsables de los destinos de la civilización cristiana en nuestra patria», no monopolizaban el ambiente de la fiesta, donde, entre brindis de champán, se discutía también de literatura y arte, de los últimos figurines de París y Nueva York, sin hablar de los flirts numerosos y encantadores. Había una referencia a una mesa «repleta de alegría y de juventud» donde dominaba la «figura radiante de inspiración del joven y brillante intelectual y diplomático Paulinho Macedo da Rocha».
Realmente, desde el día anterior, Paulo se sentía agitado, en una excitación casi juvenil. El descubrimiento del verdadero interés de Marieta por él le llenaba de deliciosa inquietud. Desde aquella escena inesperada en su cuarto, cuando Marieta le acusó de ciego, ya no había vuelto a calmarse. Aquella aventura, en la que jamás había pensado, le absorbía completamente. Era algo enteramente nuevo en su carrera amorosa: alguien a quien él había mirado siempre con ojos casi filiales se revelaba, de súbito, como mujer ardiente. Durante la cena, por la noche, se disiparon sus últimas dudas. Sus miradas apasionadas se cruzaban constantemente y, cuando empezaron a bailar, Paulo sintió a Marieta casi desfalleciente en sus brazos. Bailaron juntos casi toda la noche, y más de una vez sus labios rozaron las mejillas de la esposa del banquero.
El día de la fiesta, en la playa por la mañana, en el hall del hotel por la tarde, cuando circulaban las noticias contradictorias sobre los acontecimientos de la ciudad, la disolución del entierro del obrero por la policía, Marieta y Paulo estaban como dos enamorados, lánguidos, intercambiando frases melosas, bebiendo aperitivos en la misma copa. Y cuando apareció el delegado con informaciones detalladas, y todos le rodearon para oírlas y comentarlas, Paulo aprovechó la oportunidad para abrazarla en medio de la confusión.
Ella se dejaba hacer, al tiempo que mostraba una excesiva curiosidad por el relato de Barros, igual que una adolescente que esconde a los demás su primer amor.
Al bajar para la fiesta, Paulo la encontró en la escalera, en compañía de Costa Vale. Se quedaron los dos un poco rezagados mientras el banquero se adelantaba para saludar al cónsul de los Estados Unidos, que acababa de llegar. Marieta susurró:
—Hoy tengo ganas de emborracharme...
—¿Por qué?
—Para poder cometer todas las locuras que se me ocurran...
—Yo también...
—¿De acuerdo, entonces?
—De acuerdo.
Ahora él la veía beber copa tras copa en la mesa del ministro. El delegado Barros hacía una vez más el relato del conflicto. Se sabía ya que había ocho obreros muertos y que el número de heridos graves pasaba de las dos docenas. Tal vez a aquella hora ya hubieran fallecido algunos en el servicio de urgencia y en los hospitales. Un policía —el que había quitado la bandera que cubría el ataúd— había perdido también la vida, y otros tres estaban heridos, uno de bala. Las detenciones efectuadas eran tantas que los calabozos de la policía resultaron insuficientes y hubo que internar a muchos huelguistas en la cárcel local. La huelga había sufrido un rudo golpe, sin duda. Ahora los estibadores sabían el precio de las alteraciones del orden y no se iban a atrever a efectuar nuevos entierros con música y banderas. Y hablando de bandera —decía el delegado— un inspector se había llevado la del sindicato como trofeo. En cuanto a la brasileña, nadie sabía adonde había ido a parar, ni ella ni la negrita que había intentado volver a colocarla sobre el ataúd y que había sido derribada y pisoteada por los caballos. Era un misterio la desaparición de la negra. Barros, desde la ventana del edificio desde el que había seguido los acontecimientos, vio cómo pasaban sobre ella varios caballos. En aquel momento la negra no había muerto, pero debía de haber quedado imposibilitada para andar. Nadie, no obstante, sabía cómo había logrado desaparecer.
—Los negros tienen siete vidas, como los gatos —comentó la Comendadora da Torre.
Costa Vale hizo un ademán, como para acabar la conversación sobre aquel detalle poco importante de los sucesos. Su voz fría ordenó:
—Buen trabajo. Pero no es suficiente. Ahora es necesario completarlo. Hay que machacar el hierro mientras está caliente.
El cónsul norteamericano aprobó en su mal portugués:
—Cinco barcos americanos en el muelle, esperando para descargar. Graves perjuicios, muchos telegramas en el consulado.
El ministro hizo un resumen de las conclusiones a que había llegado en su visita:
—Mañana mismo vuelvo a Rio. El único remedio para terminar con esta huelga es la intervención federal. Hay que enviar tropas del ejército y que ocupen toda la ciudad. Empezar por despedir a los huelguistas. Los soldados cargarán los barcos.
—Y el primero de todos, el alemán, con el café para el general Franco... Cargado ese café, ya no hay motivos para la huelga.
Estaban todos de acuerdo. Se abrieron nuevas botellas de champán. Paulo se acercó a la mesa, invitó a Marieta a bailar. Los saxofones marcaban los ritmos del fox.
—¿Estás ya a tono? —le preguntó al oído.
—Casi... Ha sido un brindis tras otro. Por la policía, por el delegado, por el fin de la huelga, por la muerte de los comunistas... Ya estoy harta de todo eso...
—¿Pero no querías emborracharte?
—No del todo. Sólo atontarme un poco, alegrarme...
—¿Estás triste?
—¿Triste? No... Pero aquí hay demasiada gente.
—¿Nos vamos?
—¿Adónde?
—A la playa... Está hermosa la noche. Hay luna. Nos tenderemos en la arena. Estaremos solos. Nosotros y el mar.
Ella le miró fijamente a los ojos, con una mirada desesperada de deseo:
—Estoy loca... Vamos.
Salieron entre la confusión de las parejas. Junto a la puerta del salón, Bertinho Soares, que pasaba con su cartel, preguntó con su voz pastosa de borracho:
—¿Adónde vais, queridos?
Paulo se rió:
—Vamos a celebrar la derrota de los huelguistas...
—Os acompaño...
—No. Quédate aquí. Tú eres un huelguista, un enemigo...
Cogidos de las manos bajaron la amplia escalinata, atravesaron la puerta del hotel, donde hablaban dos inspectores. En la calle, él la cogió por la cintura, pero cuando llegaron a la esquina, ante la playa y el mar, ella se soltó de su abrazo y salió corriendo por la arena:
—A ver si me coges...
Corrió tras ella: «Está loca. Parece una chiquilla. Pero es deliciosa...»
En el salón de baile, la música rumorosa de una marcha de carnaval había sustituido al fox. Las parejas se separaron para unirse en un cordón colectivo y animado. Poco después no quedaba nadie sentado, todos participaban en la danza, hasta Costa Vale y la vieja comendadora, arrastrados de la mesa por Susana Vieira. La muchacha quiso también llevarse al ministro, y éste cedió, llevándose consigo al delegado Barros:
—Venga, delegado, venga a divertirse un poco. Se lo ha ganado.
—Es usted el héroe de la fiesta —dijo Susana Vieira con su sonrisa más coqueta—. Y me gustan los hombres valientes...
Pero, un poco más allá le dejó plantado. —«Qué horrible mulato. Ni bailar sabe»— y confraternizó con Bertinho Soares, ahora completamente borracha:
—¡Qué bacanal, Bertinho! Esto hoy va a terminar en una orgía monstruo. Algo de delirio, como a mí me gusta...
Bertinho Soares dejó el cartelito, para protestar mejor, la voz difícil:
—No digas eso, chiquilla, no digas eso. Bacanal, no. Esto es una fiesta histórica, la conmemoración de nuestra victoria sobre los huelguistas.
Adoptó una pose oratoria, equilibrándose a duras penas sobre sus piernas torcidas, amenazando con caer sobre Susana:
—Victoria contra las fuerzas del mal, contra los agentes de Moscú, contra los bárbaros orientales que quieren destruir los fundamentos de la sociedad, de la moral, de la civilización cristiana...
No pudo más. Cayó de repente sobre un sofá, la boca hecha un infierno: vomitó las exquisitas comidas, el champán francés, la civilización cristiana.
Desde lo alto de la montaña, cruzándola para alcanzar la pequeña aldea de Tatuaçu, José Gonçalo vio los restos de la caravana acampados en las tierras de Venancio Florival. El gigante se echó a reír al verlos lejos, en el más improvisado campamento. Ya nada quedaba de aquella impresionante caravana montada en fogosos caballos, alzando a cada parada sus modernísimas tiendas de campaña, última palabra de la técnica norteamericana y creciendo, más como turistas en una excursión de vacaciones, en un viaje de placer, que como gentes que hacían una «entrada» en aquel inhóspito sertón.
Los cultivadores mestizos habían acabado con toda aquella fastuosidad, con la sórdida arrogancia de los gringos, con aquel aire superior de señores con que admiraban el salvaje esplendor de la naturaleza y despreciaban al nombre brasileño hundido en la miseria. Habían salido a la carrera, en una fuga ignominiosa, cuando las llamaradas vengativas empezaron a lamer las tiendas modernísimas, haciendo que los gringos saltaran llenos de pánico de los confortables lechos de campaña. Asustados por los gritos de los indios, los caballos —elegidos entre los mejores de las cuadras de Venancio Florival— salieron huyendo por la selva, perdidos para siempre. A la desbandada, los técnicos norteamericanos y sus acompañantes brasileños tomaron el camino de vuelta, «con el rabo entre las piernas», como había comentado Nhó Vicente, el más antiguo de los habitantes de las márgenes del río.
Había sido una victoria, sin un plan elaborado y hábilmente desarrollado. «Pero ¿y luego?», se preguntaba el gigante, atravesando las montañas por el camino inexistente de la aldehuela de Tatuaçu. No había sido difícil expulsar del valle a aquella caravana custodiada sólo por algunos guardaespaldas del ex-senador. Pero ¿y después?
Escondido en casa del viejo vendedor de aguardiente, su amigo agradecido («seré su deudor para toda la vida», le había dicho cuando Gonçalo, con sus hierbas indígenas, le curó la herida de la pierna, vieja de años), Gonçalo envió a Nestor en busca de noticias. El ayudante había vuelto, avanzada la noche, con los pies cubiertos de barro, la boca llena de novedades. Las noticias circulaban de choza en choza, por las haciendas de Venancio Florival. El ex-senador se encontraba en la capital del Estado. En su compañía habían ido el poeta Shopel, el sociólogo Hermes Resende, el periodista de A Noticia, el profesor Alcebíades de Morais y algunos técnicos e ingenieros. Al tomar el avión que iba a llevarles a São Paulo, el profesor había resumido en una consideración global sus impresiones sobre el valle:
—Sólo los japoneses podrán vivir en aquel infierno. En cuanto a sanear ese valle, no vale la pena ni pensarlo. Es tarea imposible. Y además, sanearlo, ¿para qué? —concluía.
El poeta Shopel no había cogido el avión con los demás. Se había quedado en Cuiabá, para iniciar, en su calidad del promotor de la Sociedad Anónima Empresa Industrial de Valle de Rio Salgado, un proceso ante la justicia estadual para expulsar de las tierras de las márgenes del río, tierras cedidas a la empresa por el gobierno en reciente concesión, a aquel atajo de mestizos que las ocupaban ilegalmente. Para acompañar y apresurar los trámites del proceso, se esperaba en la capital de Mato Grosso al doctor Artur Carneiro Macedo da Rocha. En cuanto a Venancio Florival, anunciaba a sus amigos de Cuiabá proyectos violentos para «dar una lección adecuada a esos mestizos sin vergüenza: liquidarles para enseñarles a respetar a sus superiores». Y preguntaba, para demostrar mejor la necesidad de acabar con aquellos cultivadores:
—¿Qué van a pensar de nosotros los norteamericanos, esos ingenieros y doctores? Pensarán que ésta es una tierra de bandidos. Se van a llevar una impresión desastrosa. Y les necesitamos. Y necesitamos también su capital para incrementar el desarrollo del país...
De Cuiabá llegaban también rumores sobre la próxima llegada de varias levas de inmigrantes japoneses destinados a los trabajos del valle. Se sabía también que el interventor del Estado había puesto a disposición de la caravana a un destacamento de la policía militar para protegerla en su vuelta a las márgenes del río. Pese a todo, los técnicos habían dicho que era inútil volver de inmediato a la selva antes de haber recibido, de los Estados Unidos y de Rio de Janeiro, nuevo material e instrumentos necesarios para sus estudios. El incendio del campamento, la fuga precipitada en la noche, habían provocado la pérdida de todo el bagaje de la expedición. No podrían volver, pues, al valle, antes de dos o tres meses. Por eso habían ordenado al resto de los técnicos e ingenieros —los que se habían quedado al pie de las montañas, en los confines de las tierras de Venancio Florival— que levantaran el campamento y que esperaran nuevas órdenes en la hacienda. Fugitivos de Venancio Florival habían llegado con la noticia; a estas horas, los hombres que José Gonçalo había visto desde lo alto de la montaña debían de estar en marcha hacia la casa del latifundista.
Nestor, tras darle las noticias recogidas en su larga caminata durante el día, se calló esperando a ver qué decía el «Amigo». Estaba en cuclillas ante él, fumando su cigarro de paja de maíz, los ojos pequeños inmersos en admiración hacia aquel hombre gigantesco, que para él, Nestor, representaba toda la sabiduría del mundo. Ya le había dicho antes que había llegado a dominar la ciencia de la escritura y que era capaz ahora de dibujar las letras correctamente y de deletrear las palabras de los periódicos. Pero el gigante seguía callado, pensativo. «Sí, había sido una victoria, una hazaña, el incendio del campamento de los norteamericanos. Algo para alegrar el corazón de cualquier patriota. Pero, ¿y después?»
Dentro de algún tiempo, mes y medio, dos meses como máximo, realizarían una nueva incursión en el valle. Y esta vez no vendrían sólo técnicos e ingenieros, periodistas y unos pocos guardas jurados del ex-senador. Llegaría para protegerles la fuerza armada de la policía militar, conocedora ya de la actitud de los cultivadores y protegida por el decreto de expulsión contra los habitantes del valle. ¿Y qué podían hacer entonces?
En la aldehuela adormecida, sentado en la hamaca en medio de la cabaña, con Nestor en cuclillas ante él, y el viejo vendedor de aguardiente durmiendo en el cuarto del fondo, Gonçalo se sentía solo ante un montón de problemas terriblemente difíciles de resolver. Problemas de los que dependían la vida y el futuro de aquellos hombres. Y estaba solo, y tenía que tomar una decisión. Se inclina, con los ojos perdidos en la noche, más allá de la ventana abierta. La pobre lámpara de petróleo vacila en el techo dilatando la sombra del gigante.
¿Resistir con los cultivadores? Seguro que la mayoría de aquellos hombres le seguirían en una resistencia armada. Pero ¿cuáles serían los resultados? Acabarían dominados por la superioridad numérica y el armamento de los soldados y los guardas. Ellos eran sólo un puñado de indios y mestizos armados con escopetas de caza. Muchos encontrarían la muerte en la refriega, y los que fueran detenidos, se pudrirían en la cárcel de Cuiabá, condenados a penas de treinta años de prisión. ¿Tenía derecho a arrastrar a aquellos hombres a la muerte y la prisión? ¿No sería mejor dejarles partir, expulsados de sus tierras, hacia una miseria aún mayor en el trabajo esclavo en la plantación de un latifundista cualquiera? ¿Cómo iban a poder impedir de manera definitiva la entrada de los hombres de la empresa en el valle? Pero ¿no era también verdad que de la suma de aquellas luchas locales y parciales se formaba el conjunto de cólera y decisión de donde nacería la gran lucha final? Recordaba las palabras de Carlos, oídas en las márgenes nocturnas del río, cuando el compañero vino desde São Paulo para avisarle de la próxima llegada de los yanquis.
—Es preciso que la lucha de aquí sea un ejemplo para todos los campesinos.
Veía también alzarse ante él, surgida de entre sus preocupados pensamientos, la figura del camarada Vitor, hablándole en aquella sala de Bahía, el dedo apuntando a un lugar perdido en el mapa del Brasil —el Valle de Rio Salgado— y diciéndole casi con voz de mando:
—Tienen los ojos clavados en esas tierras ricas en manganeso. Más tarde o más temprano llegarán. ¿Por qué no vas ahí a esperarles antes de que lleguen?
Ellos, los gringos, los norteamericanos, los odiados yanquis de ojos ávidos y rapaces y garras asesinas. Gonçalo inclina más el tronco de gigante, como bajo el peso de la responsabilidad que el partido había dejado caer sobre sus hombros. Nestor fuma tranquilo ante él, acompañando con un silencio de respeto el pensamiento del «Amigo», y preguntándose qué sería lo que le inquietaba y preocupaba tanto.
Gonçalo recordaba ahora una reunión de crítica y autocrítica a la que había asistido una vez, tras la insurrección de 1935. Se esfuerza por recordar con todo detalle la discusión, las conclusiones de los camaradas responsables. ¿No habían dicho que los choques armados de los campesinos por la posesión de la tierra, por pequeños que fueran, por poco que durasen, eran como los primeros brotes de una revolución agraria y antiimperialista? ¿No se levantaban los obreros en huelga, en las ciudades, en las condiciones más difíciles, cuando estaban contra ellos las leyes, la policía, los tribunales, la fuerza armada? ¡Ah!, si tuviera allí, a su lado, a los camaradas de la dirección del partido, para discutir con ellos, para exponerles sus problemas, para poder oír una opinión esclarecedora...
Cuando lo de la lucha de los indios en la colonia de Paraguaçú, en las tierras del cacao del sur de Bahía, tenía tras él a la dirección del partido, dirigiéndole, aconsejándole, orientándole. Todo había sido discutido por los compañeros durante días y noches, el camarada Vitor había estudiado todos los detalles, en ningún instante había estado Gonçalo solo, el partido le rodeaba desde Ilheus, desde Itabuna, desde la capital del Estado. Pero ahora estaba en aquel extremo del mundo, distante de todo y de todos, y no se trataba sólo de luchar contra un latifundista ambicioso y cruel, ahora se levantaba contra el imperialismo norteamericano, al frente de aquellos indios y mestizos aún más atrasados y desarmados que la indiada mansa de Ilheus. Y no encontraba junto a él, para ayudarle a solucionar los problemas, al partido, a los compañeros, a la dirección responsable. Muy lejos de allí estaba Vitor con su rapidez de raciocinio, su cultura marxista, su amplia visión en perspectiva. Y Carlos no había vuelto a dar señal de vida, absorbido tal vez por otros problemas (habían llegado a la aldehuela de Tatuaçu las noticias sobre la huelga de Santos, ampliadas y deformadas). En cuanto a los compañeros de Cuiabá, Gonçalo no sabía nada. Carlos había decidido mantenerle ligado a la región de São Paulo, a causa de la debilidad del movimiento en Mato Grosso. Le había dado una dirección en Cuiabá, pero sólo para que la usara como último recurso. Al marcharse, Carlos le había prometido ayuda, le había dicho que enviaría compañeros entre los trabajadores llegados para iniciar las obras en el valle. Pocos días después de su partida, Gonçalo había recibido, traído por el sirio, de vuelta de uno de sus viajes, un paquete de octavillas sobre temas del campo que le había entregado un desconocido en la capital del Estado (hasta donde había ido el sirio), pidiéndole que se lo entregara a Gonçalo de parte de Carlos. Eso era todo. Después, el silencio y la llegada anticipada de la caravana de estudios, sin trabajadores, sólo técnicos e ingenieros. Gonçalo había decidido pasar a la ofensiva, empezar la lucha inmediatamente, expulsando de las márgenes del río a aquella primera vanguardia del imperialismo. Pero ahora, tras oír las noticias transmitidas por Nestor, piensa si era aquélla realmente la mejor decisión que podía tomar, y se pregunta qué debe hacer después, cuando tenga lugar la nueva «entrada» en el valle.
Gonçalo se rompe la cabeza contra los problemas que se alzan ante él. Pero esa sensación de abandono y de soledad le impide raciocinar. Le parece que, alejado de los camaradas, aislado del partido, no será capaz de llegar a una conclusión justa, y teme equivocarse, teme arrastrar a aquellos mestizos que confían en él a una aventura sin resultados prácticos. El deseo de salir, de cortar los caminos del Estado rumbo a São Paulo para reunirse con los compañeros responsables, se va apoderando de él. ¡Si pudiera hacerlo! Todo sería fácil entonces, vería claro en medio de sus problemas, su responsabilidad estaría salvaguardada por una decisión del partido. Su responsabilidad...
Los indios de Ilheus, los campesinos del sertón del Nordeste, los cultivadores del valle, decían de él que no había hombre más valeroso, ¿y dónde estaba ahora aquél su tan comentado valor, si estaba allí temblando ante la responsabilidad? Valor no es sólo —pensaba— enfrentarse con la policía, tomar las armas contra los señores de la tierra. Valor es también asumir responsabilidades, es decidir por sí solo cuando uno se encuentra aislado.
Una vez, Vitor le había mostrado la copia de una carta de Prestes al partido, enviada desde su lóbrego calabozo, estrecho como un sepulcro. En medio de la más rigurosa incomunicación, aislado, no sólo de los camaradas sino de cualquier contacto humano, el jefe revolucionario examinaba la situación internacional y nacional, y trazaba perspectivas para la lucha del pueblo brasileño. En aquella ocasión, Vitor había comentado:
—Es un análisis perfecto, una visión de los acontecimientos como si estuviera en medio de la lucha, al frente del partido, reunido con los camaradas de la dirección, rodeado de libros, de material de información. Esta carta, amigo, tiene una significación mucho mayor que el análisis que contiene. Esta carta nos enseña a todos nosotros, comunistas, al partido entero, que un verdadero comunista jamás está solo, aunque esté aislado en las más terribles condiciones. Lleva al partido dentro de sí.
Tras la figura enérgica de Vitor, Gonçalo ve ahora, a la luz de las sombras y la humareda del candil, la figura de Prestes jamás vista por él, pero que le es tan familiar como la de su propio padre. Y la sensación angustiosa y perturbadora de soledad se aleja de él, y de súbito se siente rodeado de todo el partido, capaz de analizar los problemas, de encontrarles soluciones, de cargar con las responsabilidades más pesadas, más difíciles. Se yergue. Nestor sonríe al ver cómo se alegran los ojos del gigante.
Su presencia allí, en el Valle de Rio Salgado, significa que el partido está presente, y la presencia del partido debe demostrarse con la acción. Si los camaradas le enviaron allí no fue sólo para esconderle de la policía, para impedir que le metieran en la cárcel. Le habían enviado para que esperara a los gringos, para preparar a los ribereños para la lucha contra los invasores extranjeros. Y le habían elegido precisamente porque tenía ya experiencia en ese tipo de lucha, porque había dirigido la resistencia de los indios de la Colonia Paraguaçú. ¿Por qué vacilar, pues, por qué sentirse solo y abrumado por el peso de la responsabilidad?
¿Cuántos otros, desde el Amazonas a Rio Grande del Sur, se encontrarían en este momento en la misma situación que él, ante problemas complicados y difíciles, teniendo que tomar decisiones al instante, sin poder discutir con la dirección, sin poder consultar con los camaradas? Gonçalo sabe que los cuadros del partido no son muchos, apenas mil hombres en la inmensa extensión del país, y unos millares de militantes para atender a la multitud inconmensurable de problemas, para mantener encendida la lucha en todos los rincones de la patria, separados por distancias colosales, venciendo obstáculos infinitos, perseguidos y cazados como fieras por policías especializados, torturados, presos, asesinados. Un puñado de hombres, su partido. Pero ese puñado de hombres es el corazón de la patria, su fuente de fuerza vital, su cerebro poderoso, su potente brazo. Y cada uno de esos hombres era el propio partido cuando hacía nacer la acción de su esfuerzo, cuando mostraba a los enemigos la fuerza del pueblo, incluso en aquellas luchas aún pequeñas y parciales, explotando una huelga aquí, un tiroteo de campesinos más allá, o simplemente en las pintadas ilegales de la noche. Su labor ahora era decidir, y no lamentarse de no tener con quién discutir, con quién aconsejarse. Era un comunista, era la presencia del partido en aquel pedazo del Brasil.
Aunque cometa algún error, aunque no encuentre las soluciones más adecuadas para todos los detalles de su problema, lo importante es hacer algo, y no quedarse con los brazos cruzados cuando surge el imperialismo dispuesto a devorar una porción entera del país. Todo lo que hiciera ahora, sería útil como ejemplo. La sangre derramada fructificaría en luchas mayores, prolongaría las dificultades para los norteamericanos en el futuro. Si esperaba que ellos se establecieran para comenzar la lucha, todo iba a ser luego más difícil para los compañeros llegados de las filas de los trabajadores. Él tenía que sembrar la simiente de la lucha en un movimiento que fuera «ejemplo para todos los campesinos de la región». Para eso le había mandado allí el partido.
¿Para qué estaba allí, sino para preparar y sembrar de antemano de obstáculos el camino de los gringos que iban a llegar? Su ida a la selva era fruto de la previsión del partido, que vigilaba las riquezas del país, que daba la alerta para defenderlas de la rapacidad de los hombres de Wall Street, educando al mismo tiempo a las masas atrasadas del campo, enseñándoles a luchar, preparándolas, a través de aquellos choques parciales, para las grandes batallas del mañana. Él, José Gonçalo, debía llevar a los mestizos del valle directamente perjudicados por la nueva empresa, a una lucha que ayudara a elevar la consciencia política de todos los campesinos de las haciendas de la zona, que ayudara a afirmar la alianza entre la clase trabajadora, que él representaba, y el campesinado, alianza indispensable para la revolución. El partido, al decirle aquellas cosas, por la voz de Vitor y luego por la de Carlos, le había entregado los datos fundamentales del problema, le había abierto todas las perspectivas. Lo que tenía que hacer ahora era pensar como comunista, actuar como comunista, decidir como comunista, consciente de sus responsabilidades ante el pueblo y ante el futuro de Brasil.
José Gonçalo, ante este pensamiento, se levanta y murmura para sí mismo como un comentario a su vencida sensación de aislamiento: «Ése es el resultado de la falta de vida orgánica, de tanto tiempo lejos de la célula, lejos del contacto con los compañeros, de la falta de discusiones, de autocrítica.»
Oyéndole hablar, Nestor pregunta:
—¿Hablas conmigo, Gonçalo?
Gonçalo mira al joven campesino, allí, en cuclillas, tirando sosegadamente de su pitillo, y sonríe. ¿Por qué creerse solo, si el partido está con él en todo Brasil, si allí mismo, a su lado está aquel muchacho cuya consciencia ha despertado a la lucha hace tan poco tiempo, pero cuyo entusiasmo no tiene límites? ¿Por qué no discutir con Nestor, por qué no discutir con Claudionor, por qué no exponerles los problemas?
—¿Podrías venir con Claudionor mañana por la noche? Tendríamos que discutir algunas cosas. Una reunión de comunistas...
Una amplia sonrisa rasga la boca de Nestor:
—Claro que sí. Uno lo que quiere es discutir. Y podemos traer algunos más, tres o cuatro... —Y empezaba a contar los nombres con los dedos de la mano.
—Bueno, a ésos puedes traerlos otro día. Mañana hablaremos sólo nosotros tres.
Nestor se fue, pero ahora Gonçalo no se sentía ya solo, ni indeciso, ni aplastado por el peso de los problemas. Ahora sabía cómo encontrar soluciones, cómo decidir el camino conveniente en la lucha del valle. Toma su cuaderno de notas, un lápiz del que ya queda sólo la punta, y empieza a hacer el balance de la situación. «Tengo dos frentes de lucha —piensa—, uno en el valle, otro aquí, en la hacienda de Florival. Ante todo hay que establecer la vinculación entre los dos.» Para que, cuando se precipiten los acontecimientos en las márgenes del río los mestizos puedan contar con una activa solidaridad de los trabajadores de las haciendas, es preciso mostrarles a los aparceros y a los colonos que el establecimiento de los norteamericanos en el valle va a agravar aún más su ya terrible situación de miseria. Las tierras de Venancio Florival se extenderían más allá de las montañas, su poder feudal se acentuaría. No era fácil explicarles, con las palabras más sencillas, el significado de la dominación imperialista, de la alianza esclavizadora entre el capital extranjero y los latifundistas, pero Gonçalo sabía hablarles con aquella lengua de vocabulario reducido de los trabajadores rurales, sabía contar las cosas con imágenes y ejemplos.
Con los mestizos habitantes del valle, era distinto. Para ellos no necesitaba casi explicaciones, pues sabían perfectamente que la constitución de la nueva empresa suponía su expulsión de las tierras donde obtenían el sustento. Cuando José Gonçalo fue de choza en choza en su canoa, para avisarles de la llegada de los técnicos e invitarles a la lucha, les encontró ya en conciliábulos unos con otros, dispuestos a todo para defender aquellos mínimos planteles perdidos, aquella tierra conquistada a la selva, cultivada en medio de la fiebre, los mosquitos, las serpientes venenosas. No les importaba el motivo que había llevado a aquellos hombres rubios hasta allí, ni lo que ellos representaban. Lo que sabían, y eso les bastaba, era que su aparición en el valle quería decir la ocupación de las tierras, la expulsión de sus habitantes. José Gonçalo había visto una firme decisión en el brillo del odio que quemaba los ojos casi siempre apagados de los cultivadores.
Nhó Vicente, establecido en el valle desde hacia muchos años, con mujer e hijos crecidos allí, arrastrado hasta aquel valle nadie sabía por qué, se acariciaba la barba rala sobre el mentón, diciéndole:
—Amigazo, hace un montón de tiempo que eché raíces en esta tierra. Antes, con mi padre que en paz descanse, teníamos unos campos allá por Minas Gerais. Nada, un rincón de tierra, pero uno la trabajaba a gusto porque era tierra de uno. Daba gusto ver cómo crecía todo allá. Daba gusto. Tanto gusto que el coronel Benedito se me quedó con todo.
José Gonçalo podía casi adivinar el resto de la historia, mil veces repetida en el interior de Brasil, historia de robo de tierras a los pequeños campesinos, brutal e injusta. Nhó Vicente iba contando con voz monótona, en cuclillas ante el brasero donde cocinaba su magro condumio.
—El viejo fue a la capital a pedir justicia. La tierra aquella era suya, que la había pagado con su dinero, pero ahora el coronel inventaba que no, que era de él. Mi padre tenía razón, que me lleve el diablo si no la tenía. Fue a la ciudad, a ver al juez. Pues bien, le metieron un pleito y acabó sus días en la cárcel. Si no fuera por mi madre, viva aún, y sin nadie más que la mantuviera sino yo, te juro que me iba al sertón y me liaba con una de aquellas pandillas de bandidos de por allá, para vengarme. Cuando murió mi madre, decidí venirme aquí, talar unos árboles y plantar un campito, en este fin del mundo, pensando que aquí nadie iba a meterse conmigo. Ya estoy viejo, pero esta tierra no me la quita nadie. Prefiero morir en ella. Me hago bandido, no me importa. Y quien sea hombre, que se venga conmigo. Gonçalo, aquí la gente trabaja en paz. Esto que tenemos no es nada, un rinconcito, ¿por qué van a venir a quitárnoslo? Esta vez voy a morir en mi tierra antes que entregarla, pero primero me llevaré a uno por delante. ¡Vaya si me lo llevaré! ¡Así Dios me salve!
No fue difícil reunirlos a todos, incendiar el campamento. No sería difícil llevarlos de nuevo a la lucha. Pero era necesario estudiar, planear, calcular. Era la manera de que, interior adentro, conocieran esta lucha oscura, desarrollada en un sertón perdido, conviniéndola en ejemplo para todos los campesinos de la región. Para eso había que trabajar con los hombres de la hacienda. ¿Por qué no organizar aquí, con Nestor, Claudionor y algunos otros, la primera célula del partido? De ella nacerían otras en las haciendas próximas, se formarían militantes, cuadros para sustituirle si caía en la lucha por el valle. Células del partido que hicieran difícil la vida de los norteamericanos aquí, incluso después de que acabara la acción de los cultivadores. José Gonçalo decide quedarse unos días más en la aldea, echando la semilla para el partido. La semilla que fecundará con las primeras luchas próximas, y mañana, cuando los obreros lleguen para extraer el manganeso del valle, cuando empiecen las huelgas, podrán surgir nuevas luchas en las haciendas para conjugar la acción de los obreros con la de los campesinos, y ya no serán pequeñas luchas parciales, serán las grandes luchas precursoras de la alborada. Y entonces, el recuerdo de estos mestizos del valle, de su primera lucha inicial, será ejemplo e incentivo. José Gonçalo cierra su sobado cuadernillo de notas, guarda cuidadosamente la preciosa punta de lápiz. Apaga el candil, se tiende en la hamaca, cierra los ojos. La noche de los campos vela su sueño de gigante.
Por la puerta abierta de la salita donde la criada le había mandado que esperara, Saquila vio a Antonio Alves Neto cruzar el corredor acompañando a una visita. Y reconoció en ésta a un jefe integralista, médico de Rio, una de las personalidades más destacadas de las huestes fascistas, uno de los hombres más próximos a Plinio Salgado. Antonio Alves Neto iba sonriente, muy cordial con el integralista, le entregó el sombrero en mano, la despidió calurosamente. Saquila pensó que ya estaba definitivamente establecida la alianza entre integralistas y armandistas, y el «jefe» entrevisto en el pasillo debía de haber venido a ultimar detalles de la conspiración. Saquila estaba convencido, incluso más que el propio Alves Neto, de las inmensas posibilidades de triunfo para el golpe. Desde niño se había acostumbrado a ver a aquellos señores paulistas como gentes del gobierno, dirigentes de la política nacional, y jamás había podido liberarse de cierta admiración por ellos, jamás había podido dejar de oírlos con cierto respeto. Incluso después de haber ingresado en el partido, cuando, pasado ya el auge de los movimientos artísticos de vanguardia y sus escándalos, buscaba un nuevo camino para su insatisfacción un tanto aventurera, había seguido viendo a aquellos intelectuales paulistas salidos de la Facultad de Derecho como los hombres más capacitados del país, sin considerar lo que representaban como clase. En el período de su prestigio en el seno del comité regional, se rodeó de intelectuales llegados de aquel mismo medio, abogados, periodistas y médicos, como Cícero d'Almeida. Y era en ellos en quienes naturalmente confiaba, y eran ellos también quienes aceptaban sus teorías tantas veces discutidas por los cuadros obreros. A él se debía el hecho de que la dirección paulista de la Alianza Nacional Libertadora, en 1935, hubiera estado constituida en gran parte por gente de letras, hijos de latifundistas sin relación con la gran masa. Se había puesto furioso cuando, en la campaña electoral de 1937, la dirección nacional del partido no aceptó sus sugerencias en el sentido de apoyar la candidatura de Armando Sales. Y ahora, separado de la dirección regional, rodeado por la desconfianza de la mayoría de los militantes, incluso de antiguos amigos suyos como Cícero d'Almeida, cuyo sentido de la disciplina dominaba sobre su origen, Saquila consideraba con desprecio a la dirección del partido, a la que consideraba incapaz, y no podía esconder su admiración por los políticos armandistas, que conspiraban casi abiertamente.
Saquila tenía prisa. Procedente de una familia pequeño-burguesa, odiaba la pobreza. El hecho de no haber podido terminar su carrera universitaria debido a la falta de recursos, había sido una terrible decepción para él. Y se había hecho periodista pensando en las posibilidades que ofrecía la prensa a un hombre inteligente. Desde su puesto en la redacción pudo ponerse en contacto con literatos, tuvo un momento de gloria en los años de los movimientos de vanguardia, cuando, en compañía de Mário de Andrade y de António de Alcântara Machado, llevaba la moda literaria a los salones más aristocráticos de la ciudad. Por aquella época era considerado uno de los jóvenes intelectuales de más futuro en el viejo Partido Republicano Paulista, partido conservador por excelencia, trabajaba en el Correio Paulistano y esperaba un escaño de diputado estadual. Pero llegó la revolución de 1930 trayendo a Vargas al poder, y él se quedó en la calle, sin empleo. En la confusión inicial del Gobierno Transitorio, cuando todos se presentaban como «izquierdistas», cuando por el mundo triunfaba la política del Frente Popular, Saquila, tras leer algunos tratados teóricos, se acercó al partido comunista. Con el movimiento de la Alianza Nacional Libertadora vislumbró la posibilidad de una victoria inmediata y desarrolló una intensa actividad que le ayudó a conquistar amplio prestigio en la regional del partido. Ya trabajaba entonces en A Noticia, de cuyo suplemento literario se ocupaba también. Después vino la derrota del 35 y estuvo preso algunos meses, pero al ser puesto en libertad recobró su puesto en el periódico de Alves Neto, y pronto fue ascendido a secretario de redacción. Se sentía ahora en un momento crucial de su existencia: no veía ya ninguna perspectiva en la lucha comunista, y al mismo tiempo, sabía que no tenía nada que ofrecer a los conspiradores armandistas, fuera de su influencia en el partido.
Desde que le habían separado de la dirección regional, Saquila decidió abandonar a los comunistas. Pero las propuestas de Alves Neto le impedían hacerlo. De su relación con el partido, de su condición de «comunista conocido» debía obtener el mayor provecho posible. Mucho pensó Saquila en esto, hasta que fue forjando un plan en su mente. En un primer balance de sus relaciones en el partido, comprobó que dieciocho militantes, casi todos de origen pequeño-burgués y llegados al partido en el 35, se disponían a seguirle en cualquier decisión contra la dirección regional. No eran muchos, sólo dieciocho, pero era algo, y no tenía por qué decir con cuánta gente contaba. Bastaba no estar solo para poder hablar de una «división en el partido», para poder hablar en nombre del partido. Era algo concreto que podía ofrecer a Antonio Alves Neto para su golpe de estado. Y, con la victoria del golpe, todos los caminos se abrirían ante él... Más que nunca, los armandistas le necesitarían para luchar contra los integralistas, aliados de la víspera.
Antonio Alves Neto, después de acompañar al jefe fascista, se encaminó a la sala donde esperaba Saquila, y le tendió la mano bien cuidada, donde el rubí de su anillo de abogado relucía rodeado de diamantes:
—Vamos ahí dentro...
Le lleva a su despacho de trabajo, sala amplia y confortable, de sobrio buen gusto, le tiende una caja de puros. Le pregunta:
—¿Whisky o ginebra?
Mientras prepara la botella, explica:
—Perdóneme que le haya hecho esperar. Tenía una entrevista importante, una conferencia quizá decisiva para nuestra causa.
Le entrega un vaso, alza el suyo en un brindis mudo. Se sienta luego en un sillón, frente a Saquila, y deja el vaso en una mesita. Pone las palmas de las manos en los muslos y pregunta:
—Bien, ¿qué tal va de todo?
Saquila enciende el puro, mira de soslayo al abogado:
—Me ha mandado llamar. Aquí estoy.
Antonio Alves Neto se decide a hablar:
—Bien, querido amigo. Usted y su partido se hallan ante la última oportunidad. Ir con nosotros, o no ir. Hay muchas cosas que ni puedo ni debo decirle, pero le daré algunos datos para que pueda juzgar la situación. Contamos con varios generales y con muchos oficiales del ejército, con la policía militar del Estado. Tenemos los voluntarios de Rio Grande del Sur, Flores espera sólo una palabra nuestra para atravesar la frontera otra vez y colocarse al frente de esos hombres. Y tenemos a los integralistas... Ya sabe usted lo que eso significa: tener a la Iglesia, a los alemanes, a la oficialidad, a la Marina de Guerra casi entera. Aparte de millares de hombres, por si fuera necesario prolongar la lucha, cosa que no creo, pues todo debe ocurrir muy rápidamente, todo debe decidirse en una noche. Un golpe inesperado, rápido, definitivo. No hay la menor posibilidad de fracaso. Tengo cierta experiencia —lo decía con voz de falsa modestia— en estos asuntos, y estoy seguro de no equivocarme. Esta vez será el fin de Getúlio Vargas.
Como Saquila se mantuviera silencioso, bebiendo un trago de whisky, él planteó la cuestión:
—Ya le dije, en otra ocasión, que ustedes pueden ayudarnos aquí trabajando a los cabos y sargentos de la Región Militar, y a los hombres del arsenal de la Marina en Rio. Ellos se resisten a ir con nosotros porque ustedes se mantienen en esa posición absurda e incomprensible. Dicen ustedes que están en contra del Estado Novo, y cuando se presenta la ocasión para derribarlo, esquivan el bulto. ¿Qué es lo que van a sacar de esa huelga de Santos, de esos paros de media hora en las fábricas de São Paulo? Ganarán porrazos, y cárcel. Nada más. Sólo consiguen azuzar a la policía aún más contra ustedes, incrementar la persecución contra el partido. Es una política absurda de quien no tiene la menor idea de lo que es hacer política en Brasil. Por última vez, les hago una propuesta concreta: liquidar esas huelgas y marchar con nosotros hacia el gran día de la reintegración de Brasil a un régimen democrático. Me ha costado mucho convencer a algunos aliados, especialmente al amigo que le ha precedido en este despacho, de la utilidad de la colaboración de su partido. Hay mucha gente que no quiere tener nada que ver con ustedes, ni oír su nombre.
Hizo una pausa para beber:
—Querido amigo, en la situación en que nos hallamos ya, no le puedo dar un plazo largo para su respuesta. He de decirle que tenemos todo ya dispuesto, que estamos sólo a la espera del momento oportuno, que puede surgir en cualquier instante. Cuatro o cinco días, ése es el tiempo máximo para obtener una respuesta de ustedes. Es cuestión de tomarlo o dejarlo.
Miró a Saquila, hundido en su sillón, concentrado en sus pensamientos. Bajó un poco la voz para decir:
—Tal vez precise usted de ir a Rio para hablar con sus compañeros de allá. Puede tomarse dos o tres días de vacaciones en el periódico. Y... —su voz vaciló ligeramente— si precisa dinero para los gastos de viaje, puede hacer un vale en la gerencia. Daré órdenes...
Saquila bebió otro trago antes de hablar:
—No. No es necesario. Ya he hablado con los camaradas de Rio, y también con los de aquí...
—¿Y qué han decidido?
Mientras el otro había ido exponiendo sus planes y propuestas, Saquila había superado sus últimas reservas de indecisión, sus últimos escrúpulos. Ahora su voz era clara:
—No hay unanimidad de opiniones. Una parte de los camaradas está a favor de la participación en el golpe de Estado con ustedes, otra parte está en contra, y defiende la línea actual del partido.
—¿Y, entonces...? —dijo Alves, interesado.
—Hay desacuerdo, hay una amenaza cierta de división entre nosotros. La situación es tensa.
El abogado no podía ocultar su interés, aproximó el sillón, se acercó a Saquila para oír mejor. Saquila sentía crecer su interés, estaba contento de sí mismo, hablaba lentamente.
—En la base del partido, entre los militantes, hay mucho descontento con la línea actual. Pero algunos dirigentes, la mayoría de los que deciden, permanecen aferrados a esa línea. Todas las discusiones, tanto en Rio como aquí, han terminado en un callejón sin salida. El descontento de la base crece día a día. Si los dirigentes que, como yo, no están de acuerdo con la dirección actual, toman una posición pública contra los otros, arrastraremos sin duda al partido entero con nosotros...
—Y por qué no...
Saquila le interrumpió con un gesto:
—Primero tenemos que preguntarles: ¿nos garantizan la existencia legal del golpe? Me refiero a un partido que no se llame comunista, que se llame socialista o popular, o izquierda democrática, que defienda un programa progresista, como aquel que...
—¿Como aquel que discutimos en nuestra última conversación? De acuerdo...
—Segundo: ¿Están dispuestos a ayudarnos ahora, en este momento, en la lucha que vamos a mantener contra los elementos recalcitrantes?
—¿Ayudarles? ¿Cómo?
—Le explicaré: tenemos con nosotros, sin duda, a la mayoría aplastante del partido. Pero no olvide que, en nuestro partido, las cosas más importantes quedan siempre en manos de la dirección. Por ejemplo: el dinero, las imprentas... La mayoría de la dirección está contra nosotros. En su poder están los medios de propaganda para llegar a las masas del partido, incluso a los cabos y los sargentos del Ejército, a los obreros del arsenal de la Marina.
—Comprendo. Continúe, por favor.
—El problema de la imprenta, sobre todo, es importante. Necesitamos, para el momento en que rompamos con los cuadros de la dirección actual, hacer llegar nuestro punto de vista a todo el partido, a todas sus organizaciones de base, a la masa trabajadora, a los obreros en huelga, al puerto de Santos, a los soldados y marineros... ¿Dónde imprimir todo el material preciso? Ése es el problema...
—Ustedes necesitan...
—...poder imprimir en los talleres de A Noticia nuestro material. No habrá el menor peligro para usted. Tengo allí hombres míos que pueden hacer el trabajo sin saber siquiera que usted está enterado. Basta con que me dé carta blanca en el taller durante un tiempo. Y además... aun en el caso de que la policía llegara a saber de dónde sale ese material, ¿qué podría decir contra él? Un material impreso en el que se combate a la dirección del partido, que aconseja terminar con las huelgas... Basta con decir que...
—Comprendo. Pero tengo una solución mejor. Sé de una pequeña imprenta que está cerrada. Es de uno de mi partido. Servía para imprimir las fajas para los envases de su fábrica. Creo que podríamos solucionar el problema con ella. No olvide que hay que imprimir material para los cabos y sargentos. De esto no tiene que saber nada la policía...
—Perfecto. Tengo ya donde imprimir el material. En pocos días tendremos la máquina del partido en nuestras manos, habremos aislado por completo a nuestros adversarios. Tal vez necesitemos también algún dinero para los viajes de los camaradas a Rio, al Sur y al Norte, a fin de coordinar nuestra acción en el ámbito nacional.
—Eso no es problema. Podemos sacar algún dinero para ustedes de la caja de nuestro movimiento. Hay sin embargo un detalle que convendría aclarar: ¿quién nos garantiza que van a ser ustedes los que se impongan a la dirección actual?
—Dos cosas: primero que nuestra postura coincide con los deseos de la masa del partido. Segundo, y éste es el argumento más importante, el documento de ruptura será firmado por cuatro nombres que pesan en el seno del partido mucho más que el resto de la dirección: Paulo, Barreto, Luis y Bastos. Si no ha oído nunca hablar de ellos, basta con que pregunte a cualquier obrero o a cualquier policía lo que valen dentro del partido comunista. Un manifiesto con esas firmas, arrastra no sólo a toda la masa del partido, sino a gran parte de los obreros de São Paulo...
—Paulo, Barreto, Luis y Bastos... —repitió el abogado en voz baja—. ¿Es usted uno de ellos? Me dijeron que su prestigio es grande.
—Soy uno de ellos, sí. Y los otros tres no tienen menos prestigio que yo.
Hubo un momento de silencio. Ahora era Alves Neto quien pensaba. Su interés no había hecho más que ir en aumento a medida que se desarrollaba la entrevista. Aquella división del partido comunista le parecía un hecho tan importante que quería profundizar aún en ciertos detalles.
—Y así, ustedes, después de la victoria, están dispuestos a cambiar el nombre del partido y llamarlo socialista...
—O izquierdista, o progresista.
—¿Y si los otros siguen con un partido comunista ilegal? ¿Con el programa de ahora, reforma agraria y todas esas bobadas? Realmente, no estoy seguro, pero si ustedes se disponen a defender un programa realmente aceptable, como discutimos el otro día, tal vez sea mejor que pasen a la legalidad bajo el nombre de partido comunista. Así quedaría liquidada de raíz cualquier tentativa de otro partido comunista...
—También es posible...
—Debemos pensar en todo eso con más calma. Podemos discutir los detalles después. Pero, en lo que se refiere a lo esencial de su propuesta, estoy de acuerdo. Puede ir adelante con su idea. Mañana recibirá la llave del taller de mi amigo, y la dirección. Puede empezar a utilizarlo inmediatamente. Recibirá también dinero para los primeros gastos. Pero tiene que apresurarse. Necesitamos tener la seguridad del apoyo de los cabos y de los sargentos de las guarniciones de São Paulo y de los hombres del arsenal de la Marina lo antes posible. Eso es, de momento, lo más urgente. Después veremos el resto.
En la calle, Saquila miró los titulares de un periódico colgado en un quiosco:
OCUPACIÓN DE LA CIUDAD DE SANTOS
POR LAS TROPAS FEDERALES
Se detuvo a leer los subtítulos:
Los soldados cargarán el barco con el café destinado al General Franco — Dimisiones en masa en la estiba del puerto — Nuevas detenciones de agitadores comunistas — Habla el delegado Barros con nuestro reportero.
Saquila sonrió con desprecio: «Se están hundiendo cada vez más. El movimiento huelguista no va a poder aguantar. No es posible.» Su golpe iba a llegar en el momento más oportuno: los materiales tirados en el taller iban a crear la confusión en la masa y una gran parte, cansada sin duda de la reacción y de la lucha de los últimos meses, se uniría a su grupo. Lograría enterrar a aquella dirección del partido, con sus pruritos obreros, incapaz de comprender la importancia de un hombre como Saquila. Les iba a demostrar...
Poco le importaba que luego, en el curso de los acontecimientos, la masa se apartara de él. Lo principal ahora era aparecer ante Antonio Alves Neto como una fuerza, participar en el golpe, surgir tras la victoria como jefe de un partido ligado al nuevo gobierno, fuera cual fuese el nombre de ese partido nuevo: comunista o socialista, izquierdista o progresista. Un partido suyo, de Saquila, capaz de elevarlo a las alturas para las que había nacido.
Acaba de encender la pipa, apresura el paso en busca de la parada del tranvía. Tenía mucho trabajo que hacer en los próximos días. Lo mejor era pedirle a Alves Neto unas vacaciones en la secretaría del periódico. Así tendría tiempo libre para la actividad política. Sí, esta vez se trataba de «política en grande», la «verdadera», y no la tentativa absurda de derribar un muro de sillares a cabezazos. Por primera vez en su vida, se sentía un político importante, marchando del brazo de Antonio Alves Neto, camino del poder...
Los golpes en la puerta, en medio de la noche, despertaron a Mariana con sobresalto. ¿Sería la policía? ¿Quién podía ser, sino la policía? Sólo los miembros del secretariado conocían su dirección, pero jamás venían a su casa, era ella quien iba siempre a buscarles. João no podía ser, pues la víspera había recibido una nota suya, y no podía alejarse de Santos ahora, cuando el movimiento de huelga atravesaba su momento más difícil.
Saltando de la cama, Mariana no piensa en ella misma. Como no tiene en casa ningún documento, nada capaz de proporcionar una pista a la policía, la prisión apenas le afecta. Sólo un pensamiento le preocupa: ¿Cómo habrán podido dar con su casa? ¿Cómo habrán podido saber cuál es su función? Mariana está segura de que no ha sido seguida en sus idas y venidas, en su trabajo de «buzón» de los compañeros. ¿Habrá caído alguien y tuvo que cantar? Pero, en este caso, tendría que haber sido alguien muy metido en la dirección... Y eso, ella no puede creerlo, pues tiene entera confianza en los compañeros que saben, al mismo tiempo, quién es João, lo que ella hace y su dirección. Otros —ya no tan seguros—, gente ligada a Saquila, saben algo de João y de ella, pero no tienen la menor idea de donde viven. ¿Qué habrá pasado?
Se vistió a toda prisa, metió los pies en las zapatillas, abrió la puerta de la habitación. Vio a su madre que iba por el pasillo y se quedaron las dos mirándose en silencio. Continuaban los golpes en la puerta, insistentes, apresurados. No parecían las llamadas imperativas de la policía, parecía más bien una llamada de socorro. ¿Qué habría pasado? ¿Le habría ocurrido algo a João, en Santos, donde el ambiente se había cargado de violencia, donde la policía estaba matando obreros? Mariana sintió un escalofrío en todo el cuerpo, su corazón casi se detuvo ante este pensamiento. Hizo un esfuerzo para dominarse y oyó a su madre decir:
—Voy a ver quién es...
Mariana le oyó inmediatamente preguntando al final del pasillo:
—¿Quién llama?
Debía mostrarse tranquila, por mala que fuera la noticia. Era necesario pensar en función del partido, de la lucha, dejar para luego las lágrimas y el dolor. Una voz respondió desde la calle:
—Soy yo, Carlos.
Se precipitó a abrir. Sólo un suceso extraordinario podría llevar a Carlos a aquellas horas a su casa, adonde, como medida de seguridad, no debía ir nunca. Algo le habría ocurrido a João. ¿Qué le habría pasado? ¿Estaría detenido, o herido, o muerto? Sintió un dolor en el corazón mientras giraba la llave en la cerradura.
La madre encendió la luz en el pasillo y, apoyada en la puerta, de nuevo cerrada, Mariana miró al rostro del camarada. Carlos, más que preocupado, estaba triste. Él que era normalmente de carácter abierto, alegre, amigo de las bromas, ¿qué terrible noticia le iba a transmitir? Mariana no encontraba palabras para preguntarle, y un súbito sudor le humedecía la frente. Carlos habló, sin dar siquiera las «buenas noches», con voz triste:
—El Rubio está muy mal. Creo que de ésta no sale. Hay que ir a buscar un médico.
—¿El Rubio? ¿Del pulmón? —Mariana se había olvidado ya de sus preocupaciones personales. Aquella noticia era la peor de todas. El Rubio era el camarada de más responsabilidad en la zona, nadie era más necesario que él—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Vino alguien de Santos?
Iban hacia el comedor, en el fondo de la casa. Carlos rechazó la silla que le ofrecía la madre. Habló en pie, abrumado:
—Lo han traído esta noche, en un camión. Desde ayer está muy mal, tuvo un vómito de sangre. Por poco se muere. Estuvo vomitando sangre toda la noche. Y apenas podía aguantar el viaje. Los compañeros creían que iba a morirse en el camino.
—¿Pero por qué lo han traído?
—En Santos, tal como están las cosas, era difícil hasta encontrar un médico. Y si le agarran en este estado, seguro que muere.
—¿Está en casa?
—En otra casa. Olga vinoa llamarme, está como loca, no sabe qué hacer. Yo estuve allá. Está muy mal. Está tan débil que puede morir en cualquier momento. Ya casi ni habla. Fue él quien me dijo que te llamara urgentemente.
—Voy ahora mismo. Espera que me ponga los zapatos.
La madre murmuró, con un hilo de voz, desesperada, recordando tal vez la muerte del marido:
—¿Hasta cuándo va a durar esto? Unos mueren de un balazo, otros de una paliza de los policías, otros de esa vida que llevan...
Carlos sonrió levemente, con una firme dulzura en su rostro de niño envejecido prematuramente:
—La vida está naciendo de estas muertes... La vida alegre llegará mañana. Pienso en esto cada vez que liquidan a uno de los nuestros. Morimos para acabar con las guerras, con el hambre, con la miseria. Morimos unos pocos, pero piense en los millones que mueren en las guerras, que mueren de hambre, de miseria...
—Ya lo sé... —dijo la vieja—. Él (se refería al marido) me decía siempre lo mismo. Hasta cuando estaba muriéndose en la cama: «No llores por mí, ten valor, ya verás cómo luego todo va a ser hermoso...» Pero ¿sabes?, es como si cada uno fuera un hijo para mí, cada uno de vosotros, como si os hubiera paridoa todos, y cada uno que se va, es un hijo que pierdo.
Carlos le pasó la mano por el hombro, la cabeza dolorida de la anciana obrera descansó en su pecho. Él dijo, con la voz llena de un afecto filial:
—Piense que cada día llegan nuevos hijos suyos a reforzar nuestra lucha. Su familia crece, madre, crece con el ejemplo de cada camarada muerto. No se ponga triste, madrecita, tenga valor, ya verá cómo después todo va a ser hermoso, muy hermoso... Y vamos a hacer todo lo posible para salvar al Rubio...
Mariana apareció en la puerta de la habitación. Carlos se dirigió a ella, le dio dinero, le explicó:
—Lleva a un médico allá, y luego quédate con Olga. Más tarde ven a traernos noticias a casa de Zé Pedro. Yo también estaré allí. Vamos a ver lo que dice el médico, encárgate tú de todo. Es lamentable que haya ocurrido eso precisamente ahora, cuando más le necesitábamos.
La acompañaba por el pasillo:
—Saca al médico de la cama. Me quedaré aquí una media hora. Después me voy.
Y cuando ella metió la llave en la cerradura, siguió aún recomendándole:
—Y cuídate de Olga. Necesita a alguien allí, la pobre...
Mariana atravesó casi a la carrera las calles desiertas en busca de la plaza distante donde solía haber taxis esperando. La noche era ya un poco fría y Mariana contraía la boca. Pero era imposible contener las lágrimas que saltaban de sus ojos y surcaban su hermoso rostro. El Rubio se mataba trabajando, para él no había horas de descanso, ni para él, ni para João, ni para Carlos, ni para Zé Pedro. Para esos hombres no existían relojes ni calendarios, horas de sueño regular, domingos ni vacaciones. Para ellos sólo existía el partido y la lucha, la inmensa tarea por realizar. «No morirá —pensaba Mariana—. No puede morir, le necesitamos demasiado...» Le parecía, sobre todo, injusto. Siempre había considerado así aquella enfermedad que corroía el pecho del camarada: una injusticia. Un hombre como aquél, sobre cuyos hombros recaía tanta responsabilidad, debía ser inmune a toda enfermedad, fuerte como un tronco de árbol. Imaginaba cuánto debía de estar sufriendo, no por la enfermedad en sí, sino por verse obligado a estar tumbado en aquella cama, inútil, mientras el partido necesitaba de él más que nunca, cuando el Ejército ocupaba el puerto de Santos y la policía masacraba a los huelguistas. Iba a ser duro verle así. ¿Cómo podría ayudarle?
Con él ha aprendido casi todo lo que sabe. Fue trabajando bajo su dirección como Mariana cobró consciencia plena de su responsabilidad de militante. Él le daba confianza, la modelaba, le infundía valor, corregía sus errores y le indicaba el camino correcto por donde marchar. Y así lo hacía con decenas y decenas de militantes, con dirigentes de zona y de distrito, con todos aquellos que estaban vinculados a él en las tareas de partido. Él los modelaba, y era mucho más que un escultor trabajando la piedra o el barro; él trabajaba con seres humanos y daba un rostro más bello a cada uno, les hacía mejores. Era como uno de esos profesores dedicados por entero a sus alumnos, vertiendo en ellos la ciencia acumulada en largos años de estudio.
El conductor del único taxi detenido en la parada, dormitaba sobre el volante. Al principio no quería llevarla, el recorrido era grande. Pero ella le dijo, deshecha en lágrimas:
—Voy a buscar un médico para mi hermano. Está muy mal.
El conductor le miró con ojos somnolientos y, al ver aquel bello rostro cubierto de lágrimas, se decidió:
—Vamos, mujer, vamos...
Iba inclinada hacia delante, como si quisiera empujar al coche, darle mayor velocidad. Pidió al conductor:
—Lo más rápido que pueda...
—¿Y qué le pasa a su hermano?
—Los pulmones...
—También un hermano mío la palmó así, por el pecho. Era obrero, el dinero no llegaba para dar de comer a los chiquillos. Muere un montón de gente de tuberculosis, por no tener qué comer...
Evitó un bache. Continuó:
—Cuando mi hermano empezó a echar sangre por la boca, el médico dijo que la única solución era enviarle a un sanatorio. Pero ¿con qué dinero? Sólo con el tratamiento aquí, en São Paulo, gasté todo lo que tenía. Tenía un auto, comprado a plazos. Apenas había pagado el último, se puso mal mi hermano. Lo vendí, con pérdida, para pagar al médico y las medicinas. ¡Dios santo, qué precios! Al fin se murió, y aquí me tiene, conduciendo el auto de otros, haciendo dos turnos por día para poder mantener a la familia, a la mía y a la suya... Un día acabo yo también escupiendo sangre. Vida de pobre es sólo esto: trabajo y enfermedades...
Cuando llegaron a la casa del médico, el conductor no quiso cobrar la tarifa nocturna:
—Le diré al patrón que fue carrera de día. Los pobres han de ayudarse, ¿no?
Y se quedó con ella hasta que el portero atendió a la llamada del timbre y la ayudó a convencerle para que la dejara entrar:
—Pero, hombre... Tiene a su hermano muriendo y aún anda poniendo pegas ¿No ve cómo está la chica? Déjela pasar, hombre. ¡Hay que ver qué gente anda por el mundo!
Quería esperarla para llevarla de vuelta, pero Mariana —no quería ir en taxi a casa del Rubio— le dio las gracias y le dijo que el médico la llevaría en su coche.
—Pues, nada: buena suerte y que se mejore su hermano.
El taxista la había consolado con su anónima solidaridad. Mariana iba ya más calmada en el ascensor. El médico se pasaba los dedos por los ojos para acabar de despertarse. Al reconocer, en la puerta entreabierta, a su antigua empleada (Mariana había dejado el consultorio al casarse), pensó inmediatamente en el Rubio:
—Le ha pasado algo a Alberto, ¿no? —era el nombre por el que le conocía—. Era de esperar, con la vida que lleva...
Oyó los pocos detalles que Mariana conocía (la chica se cuidaba de no decir el nombre de la ciudad donde había tenido el vómito de sangre; él tampoco hacía más preguntas que las necesarias), movió la cabeza con reprobación. La dejó un momento para ir a cambiarse de ropa. Hablaba desde el cuarto, su voz llegaba por la puerta abierta:
—Nunca en mi vida he tenido un cliente más difícil... Yo le estaba diciendo siempre: Alberto, una caverna en el pulmón no es un resfriado que se cura con calditos... ¿Pero quién podía con él? ¿Quién podía convencerle? ¿Cómo hacer que obedeciera? Aparecía por aquí de Pascua a Ramos, y siempre por asuntos del partido, cuando quería dinero o cualquier otra cosa.
Cogió la maleta del instrumental, buscó en un armarito unas cajas de inyecciones, al tiempo que comentaba:
—La policía dice que sois unos monstruos, y es verdad, pero en otro sentido: sois unos monstruos para sacrificaros, monstruos de dedicación. Yo, te lo digo con toda franqueza, jamás sería capaz de tanto sacrificio. Por eso no entro en el partido.
—¿Sacrificio? Nunca pensé que me estuviera sacrificando, ni yo ni los otros. No es sacrificio, es un deber. ¿No se levanta usted de noche para atender a sus clientes?
El médico cerraba el maletín.
—Lo peor es que vuestra clientela es muy grande. No deja tiempo ni para comer, ni para dormir...
Hizo un gesto, invitándola a ponerse en marcha:
—Vamos a coger un taxi...
—¿Y su coche? Yo preferiría...
—Está en el taller, recargando la batería...
—Entonces vamos a tener que andar un poco a pie. No puedo llevar un taxi hasta la puerta donde él está...
El médico sonrió:
—Por Alberto, por uno de vosotros, soy capaz de hacer leguas y leguas a pie, pequeña.
Se fijó en la cintura de Mariana, en su rostro:
—Has engordado... —cerró la puerta del piso, abría la del ascensor—. ¿Se trata realmente de unos kilos de más, o es que viene en camino un pequeño comunista? —dijo bajando la voz, a pesar de que toda la casa estaba durmiendo.
Una sonrisa cruzó el rostro grave de Mariana. Bajó los ojos; el médico le dio una palmada en el hombro:
—Pasa por el consultorio cualquier día de éstos. Te voy a dar una recomendación para un especialista amigo mío. Él también piensa como yo, aunque no conoce a nadie del «club». Con esa vida que lleváis es un peligro un embarazo sin cuidados médicos. Él te atenderá, seguirá el embarazo, no te costará nada ni va a hacer preguntas. Es un buen tipo...
—Muchas gracias. Y acepto. Ya había pensado en eso.
—Pero no hagas como Alberto. Tú misma puedes ver los resultados. Y en tu caso, ya no se trata de ti, se trata de un niño, de otro ser.
En el taxi, el médico volvió a preguntarle los detalles ya oídos. Iba haciendo consideraciones:
—Tiene una caverna en el pulmón izquierdo, pero el derecho, al menos la última vez que le vi, estaba sano. Lo peor es si ya ha aparecido algo en el pecho.
Le daba explicaciones científicas sobre la enfermedad, le explicaba que ya había pasado sin duda lo peor, si había resistido la hemoptisis del viaje:
—Fue una locura ese viaje. ¿Por qué no le dejaron en donde estaba? Al menos por unos días, hasta que recuperara fuerzas... Podría haberse muerto en el viaje...
—No había médicos allí, y era peligroso que se quedara. Hubiera sido peor...
Mariana mandó al taxista que parara en una calle aún lejos de la casa del Rubio. Luego anduvieron dando vueltas, atravesaron un campo, llegaron al fin a la callejuela donde vivía el dirigente. Olga abrió la puerta. Era una mujer de rostro sufrido, parecía más vieja que el Rubio y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Era gordezuela y vivaz, pero el golpe le había dejado atónita. Estaba desconcertada, sin saber qué hacer. Mariana le dio un abrazo.
—Valor, Olga. El médico está aquí y todo va a arreglarse, no tengas miedo...
—Ahora está durmiendo. ¿Vale pena de que le despertemos? —miraba con ojos asustados.
—No —dijo el médico—. Cuénteme primero todo lo que sabe. Todo lo que ha ocurrido desde que llegó.
Mariana les dejó en la sala. Olga le contaba la llegada del camión, el estado de debilidad, la respiración difícil del Rubio. El médico oía atento. Mariana se acercó a la puerta del cuarto. La lámpara estaba envuelta en un papel para mitigar la luz. El Rubio tenía los ojos abiertos y volvió la cabeza hacia la puerta al oír los pasos:
—Olga... Vete a dormir, mujer...
Mariana se asomó a la puerta. Susurró:
—Soy yo, Rubio...
Él intentó verla en la luz difusa. Reconoció su voz amiga:
—¿Eres tú, Mariana? Siéntate aquí, en la cama...
Se sentó a los pies de la cama, y podía verle ahora, el rostro descarnado, terriblemente pálido, en el que el pelo rubio, cortado casi al cero, ponía una nota discordante. Se notaba su respiración difícil bajo la sábana.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor. Algunos días más y me levanto. Olga es quien está mal. Peor que yo. Tienes que cuidarla. Oblígala a irse a dormir. —Y luego cambió de tema, con la voz animada, como siempre—: João está bien. Está haciendo un gran trabajo. La cosa en Santos está dura. Una semana de huelgas no es una broma. Mucha gente empieza a desinflarse. La policía está haciendo horrores. Tengo que volver inmediatamente para ayudar a João. Y en seguida...
Una tos angustiosa sacudía su cuerpo flaco, el pecho corroído, el rostro en fiebre. Mariana dijo:
—No debes hablar tanto. Está ahí el médico. El doctor Sabino. Voy a llamarle...
—Espera... —murmuró el Rubio entre los restos de la tos—. Espera...
Mariana se levantó, se inclinó para oírlo.
—¿Qué es lo que sabes de la huelga en la Paulista? ¿Va adelante, o no?
—No sé nada... Es Zé Pedro quien la lleva. Hoy estaré con él, puedo decirle que has preguntado...
—Sí, sí, sin falta. Esta huelga puede ayudarnos mucho allá en Santos. Hay que darle un empujón...
—Ahora, calla. Voy a llamar al médico.
Se quedó con Olga en la sala, animándose y confortándola mientras esperaban el regreso del médico. El doctor Sabino tardaba, y los minutos parecían eternizarse. ¿Qué iba a decir? ¿Habría esperanzas? Daba la impresión de que el Rubio estaba al cabo de sus fuerzas. Jamás había visto a alguien tan pálido y enflaquecido, jamás había escuchado una respiración tan entrecortada y angustiosa. Y, sin embargo, el mismo fuego apasionado mantenía viva su voluntad ardiente, su pensamiento trabajaba lúcido, estudiando las necesidades del movimiento huelguista.
Al fin el médico apareció. Venía sin chaqueta, la camisa arremangada. Traía en la mano una jeringuilla. Le dijo a Mariana:
—Hierve la aguja.
No quiso preguntar nada delante de Olga. Intentó buscar en el rostro del doctor alguna indicación, pero éste le daba ya la espalda, de vuelta al cuarto. Olga fue a buscar la botella de alcohol. Mariana esperó a que hirviera el agua. Después llevó la jeringuilla al cuarto. El médico estaba sentado al pie de la cama, donde ella había estado antes. El Rubio tenía los ojos cerrados.
—Ya está.
Pero el médico pareció no oírla, el rostro pensativo, mirando al enfermo. Ella repitió la frase, y sólo entonces el médico levantó los ojos. También el Rubio abrió los suyos. El médico dijo:
—Vamos a ponerle una inyección...
La caja de las ampollas estaba abierta a su lado, en la cama. El médico empezó a hablar mientras con la jeringuilla iba extrayendo el líquido de la ampollita:
—No puedo decir nada definitivo hasta efectuar un análisis más a fondo, pero tengo la impresión de que el pulmón derecho sigue bien, no tiene nada. En cambio, la caverna del izquierdo debe de haber aumentado mucho. De todos modos, su estado es grave, muy delicado. Voy a dejar aquí unas inyecciones. Mariana te pondrá una al mediodía, otra al cabo de seis horas. Dejo también una receta, para que la preparen en la farmacia. Volveré por la noche.
Puso la inyección. Mariana veía el brazo esquelético del Rubio. El médico le pasó la jeringuilla:
—¿Pero cómo diablos voy a encontrar la casa? No tengo ni idea...
—Puedo ira buscarle —dijo Mariana.
—Muy bien. Entonces, pasa por el consultorio después de las seis. Poco antes de las siete, mejor.
Se sentó de nuevo en la cama, como si aún tuviera algo que decir. Se dirigió ahora a Mariana:
—Cuando esté un poco menos debilitado, hay que llevarle a otra casa, más próxima al centro, donde yo pueda hacer un examen en mejores condiciones. Hay que hacer radiografías, exámenes de sangre. ¿Será posible encontrar una casa en esas condiciones?
Mariana pensó en Marcos de Sousa:
—Tal vez... Es probable.
—Entonces, búscala cuanto antes. Voy a conseguir un coche para llevarle. Si pasa la noche bien, podríamos llevárnoslo mañana.
El Rubio intentó interrumpirlo:
—Pero...
—Y tú, a callar. No hables, no te muevas, descansa. Está terminantemente prohibido hablar. Tú, Mariana, trata de evitar que hable y se fatigue. Una cosa sí es segura: va a tener que abandonar toda actividad durante un tiempo...
—¿Qué? —El Rubio levantó la cabeza de la almohada, los ojos abiertos en una protesta.
—Si no quieres abandonarla para siempre, amigo... Tú eres comunista, y no te voy a engañar: si quieres salvarte, tienes que obedecer mis órdenes a ciegas. Cualquier esfuerzo puede costarte la vida. Si crees que tu muerte le va a ser útil al movimiento, entonces haz lo que te dé la gana, mátate si quieres, y al diablo todo. Pero si es tu vida lo que quieres dar a la causa, entonces tienes que quedarte en la cama, tranquilo.
Mariana habló:
—Explíqueme todo, doctor. Y yo sí que obedeceréa ciegas. Si no le obedece a usted, tendrá que obedecer al partido.
El Rubio pasaba los ojos de uno a otro, parecía hacer un esfuerzo para no hablar. Olga apareció en la puerta, miró al médico, conteniendo las lágrimas.
—Y usted, Olga, vaya a dormir. Su marido sigue bien, no se preocupe. Con tal de que no hable ni haga esfuerzos, vamos a dejarle como nuevo. Ahora le pondré una inyección a usted para ayudarla a dormir. Mañana se hará cargo del enfermo.
—No, no necesito dormir...
—¡Claro que lo necesita! Y lo necesita porque mañana vamos a llevárnoslo a otro lugar y va a tener usted mucho trabajo, y si no duerme no va a poder hacerlo.
Olga se acercó a la cama. El Rubio le sonrió:
—Obedece al doctor, déjate poner la inyección.
Mariana acompañó al médico, de madrugada, en la difícil búsqueda de un taxi. Él le fue dando detalles sobre la alimentación del enfermo, sobre las medicinas:
—Por ahora no puedo arriesgar ningún pronóstico, hasta hacerle un examen completo. Su estado es de extrema debilidad. No sé si podrá resistir. En fin, si podemos mantenerle en reposo e iniciar un tratamiento serio... Trata de buscar una casa... Si no encuentras nada, lo mejor va a ser llevarle a un hospital, a pesar del peligro que eso va a representar...
—Ya tengo pensado un lugar para llevarle. Hoy mismo voy a resolver eso.
—Sois el mismo diablo. Tenéis de todo. Pero mejor así... —concluyó riendo.
Al fin encontraron un taxi, uno que volvía a la ciudad. Lo pararon, el médico se metió en él:
—Y, sobre todo, no dejes que se preocupe por nada.
Mariana volvió a la casa. Se sentía cansada, los nervios deshechos, los músculos le dolían. Era como si aquella noche le hubieran pegado una paliza.
Olga dormía en el sofá de la sala. El Rubio, en su cuarto, dormía también. Mariana fue a la cocina a prepararse un café. Bebió una taza, se encontró mejor. Trajo una silla para el cuarto, la colocó sin ruido al pie de la cama. Después, volvió a la cocina. Conocía aquella casa, sabía donde estaban guardados algunos libros. Cogió de entre ellos la edición en español de un librito de Gorki sobre Lenin. «Siempre había tenido ganas de leer este libro... voy a aprovechar la ocasión». Volvió al cuarto, se sentó en la silla. La luz mitigada por el papel le fatigaba la vista. Mariana cerró el libro, se abismó en sus pensamientos. La respiración del Rubio, en sueños, salía como un silbido agudo, doloroso.
Cuando Olga se despertó, hacia las once, Mariana había barrido ya la casa, puesto la comida al fuego, ido a la farmacia distante para llevar la receta y traer las medicinas.
Olga quiso que se acostara, pero ella se negó:
—Tengo que poner pronto la inyección.
El Rubio se había despertado también, pero Mariana evitaba quedarse en la habitación para que no hablara. No permitió tampoco que Olga se quedara allá, la llevó a la sala.
—Déjalo solo a ese desobediente. Así no tendrá con quien hablar.
Pero se asomaron a la puerta varias veces para ver cómo seguía. Al mediodía, Mariana le puso la inyección y, después de comer, se preparó para marcharse. Fue a despedirse del enfermo. Él le preguntó:
—¿Vas a ver a Zé Pedro?
—Sí.
—No te olvides de traer noticias de lo de la Paulista. Lo más detallado que puedas... Y dile a Zé Pedro que sería conveniente que él o Carlos vinieran aquí. Tengo que discutir con ellos unas cosas de Santos...
—Pues no voy a hacer nada de eso. Ya has oído lo que dijo el médico. Ahora tienes que descansar.
—¡Qué tontería! ¡Pero si ya estoy mejor! Si se cree que me va a tener aquí enterrado, se equivoca.
Y como la viera dispuesta a protestar, añadió:
—Hay enfermos, y no enfermedades, Mariana. lo sabe cualquier médico. Y yo no puedo curarme sin saber si las cosas marchan bien o no. Me quedaría algo royéndome por dentro...
—Bien. Hasta luego. Pero promete estar tranquilo hasta que vuelva. Si no, no te doy noticias...
—Prometido.
Encontró a Carlos en compañía de Zé Pedro discutiendo la marcha de las huelgas de solidaridad con los estibadores de Santos, pero interrumpieron la discusión para oír las noticias traídas por Mariana. Les comunicó la opinión del médico, la sugerencia de trasladar al Rubio a otra casa donde se le pudieran hacer los exámenes necesarios, donde tuviera un poco más de comodidad. Y la prohibición de cualquier esfuerzo, de cualquier actividad del partido:
—Y él, que está empeñado en que le lleve noticias de la preparación de la huelga de la Paulista, y quiere que uno de vosotros vaya a verle para discutir lo de Santos.
—Uno tiene que ir, sí —dijo Zé Pedro— pero para convencerle de que se trate en serio. No podemos perder un dirigente como él.
—¿Y dónde vamos a encontrar una casa para meterle? Y, además, en el centro... No va a ser fácil. Para una reunión, aún se encuentra, pero para meter a un camarada enfermo...
—Tal vez valiera la pena hablar con Cícero d'Almeida... —sugirió Zé Pedro.
—¿En su apartamento? No creo. Allí hay siempre mucha gente por las noches, visitas, escritores, sus parientes. Ni siquiera creo que sea la adecuada para reuniones. Va mucha gente por allá, y su mujer no tiene nada en la cabeza, es una señorita-bien y va a poner el grito al cielo...
—Yo pensé en Marcos... —dijo Mariana.
—¿El arquitecto?
—Sí. Es soltero, tiene una casa estupenda, con muchas habitaciones, en el centro y al mismo tiempo en un lugar tranquilo...
—No está mal... —consideró Carlos.
Zé Pedro vacilaba:
—No es miembro del partido. Es sólo un simpatizante...
—Buen simpatizante —defendió Mariana con calor—. ¿Cuántas veces se ha reunido ya allí el secretariado? ¿Y dónde hicimos la reunión ampliada? ¿Quién llevó al Rubio a Santos la otra vez? Marcos es un tipo cabal...
—Es bueno, sí. Me gusta —dijo Carlos.
—Lo es... —aceptó Zé Pedro—. Y no veo otra posibilidad. Y además es peligroso meterle en casa de un camarada, donde puede aparecer la policía de repente. Tu arquitecto es la solución mejor. ¿Crees que estará de acuerdo?
—Creo que sí. Es un hombre bueno y leal al partido. Voy a hablar con él cuando salga de aquí.
—¿Y Olga? —quiso saber Zé Pedro.
—Irá también, naturalmente. Alguien tiene que cuidar al Rubio, y nadie mejor que su mujer.
—Desde luego. Puedes hablar con Marcos. ¿Cuándo va a ser el traslado?
—Depende de lo que diga el médico. Volverá hoy a las siete. Quizá hoy mismo.
Zé Pedro se dirigió a Carlos:
—En ese caso es mejor que esperemos a verle mañana, en casa de Marcos. Tú estuviste ayer en esa casa. Mariana está yendo y viniendo constantemente. Y, encima, el médico. Es mejor no ir allá. En cuanto le hayamos llevado, iré a verle.
Mariana se despidió:
—¿Y qué le digo de lo de la Paulista?
Zé Pedro sonrió:
—Dile que mañana hablaré con él personalmente.
Antes de salir, Josefa, la mujer de Zé Pedro, apareció con un paquete:
—Dale esto a Olga. Es un gallo, para que le prepare unos caldos al Rubio. Ya está desplumado y limpio...
En el despacho de Marcos de Sousa, Mariana tuvo que esperar. El arquitecto no estaba. Había ido a inspeccionar las obras de un rascacielos cuya dirección le había encargado la Comendadora da Torre. En el estudio, donde trabajaban unos delineantes, Mariana se empezaba a impacientar. Tenía mucho que hacer y nadie había podido decirle con seguridad a qué hora regresaría Marcos. Decidió preguntar dónde estaban las obras y se dirigió hacia ellas.
El arquitecto estaba en medio de la recién iniciada construcción, discutiendo con los aparejadores. Le pidió a un muchacho que mezclaba la cal que fuera a llamarlo. Marcos vino en seguida, con su sonrisa abierta sobre la chalina de amplio lazo bohemio, los rebeldes cabellos en ondas plateadas, mostrándole las manos sucias de cal y cemento. Pero perdió en seguida el aire jovial al verla seria y triste. Mariana dijo al darle la mano:
—¿Podemos hablar a solas un minuto?
—Todos los minutos que quieras. Espera un momento, voy a encargar unas cosas y a buscar la chaqueta. Estaré a tus órdenes en seguida.
Mariana le veía, lavándose las manos bajo un grifo, tras haber cambiado unas frases rápidas con los hombres. Fueron andando por la calle, silenciosos. Entraron en un café medio vacío, tras haber pasado ante otros dos o tres repletos de gente.
—¿Qué hay? —preguntó Marcos tras pedir dos cortos al camarero.
—Ya hablaremos cuando nos haya traído los cafés...
—Te veo tan seria que no sé qué pensar...
—Es algo muy desagradable.
El camarero trajo las dos tazas olorosas de café. Mariana hablaba en voz baja, revolviendo el azúcar:
—El Rubio está muy enfermo... Tuvo una crisis en Santos, y por poco se muere. Lo trajeron ayer. Estaba aún muy grave. El médico, un amigo de confianza, dice que hay que llevarle inmediatamente a una casa del centro, o próxima al centro, donde se le puedan hacer los exámenes necesarios. Lógicamente, no podemos internarle en un hospital aquí en la ciudad. Es peligroso. La policía examina las fichas. En fin: necesitamos una casa donde puedan estar, él y su mujer, durante unos días... Pensamos que...
—Mi casa está a vuestra disposición. Podéis ocuparla cuando lo creáis conveniente. Yo me voy unos días a un hotel, para no molestar...
—Lo sabía. Sabía que iba a responder así.
—¿Lo sabías?
—Sí, tenía confianza en usted.
—Pues te voy a decir que si me hubieras pedido eso antes de llevar al Rubio a Santos, no sé qué te habría contestado. Quizá que sí, pero también es posible que respondiera que no.
—Sería que sí. Lo sé. Como hoy.
—Hoy es distinto, Mariana. Tengo muchas cosas que contarte. Tengo que hablar largo y tendido contigo o con Carlos. Estaba pensando en que iba a hablar con el Rubio, pero como está enfermo, no va a ser posible...
—No es posible, desde luego. Le han prohibido cualquier esfuerzo. Pero puede hablar con otro...
—Lo necesito, sí. Hay algo dentro de mí que tengo que decírselo a alguien. He pensado mucho desde ese viaje a Santos. No te sorprendas si pido el ingreso en el partido...
—Sería una noticia espléndida.
—¿Quién sabe? Tengo que hablar con alguien que me ayude a ver claro dentro de mí...
Mariana se interesaba:
—Vamos a arreglarlo. No va a ser difícil con nuestro amigo en su casa. Irá gente a verle, usted puede hablar con ellos. Y no es preciso que vaya a un hotel. No es usted quien molesta, somos nosotros los que le molestamos.
Tomó el último sorbo de café:
—La pena es que no tenga tiempo de hablar con usted hoy... Y tampoco soy la persona más indicada. Para discutir con un intelectual, con un arquitecto famoso, sólo uno de los responsables... —le tendió la mano.
—¿Cuándo vais a llevarle?
—Quizá esta misma noche. Le avisaré. ¿Estará en casa entre las ocho y las nueve? El médico va a ir a verle a las siete... ¿Tiene usted algún compromiso?
—Nada importante. Iba al teatro, pero queda para otra vez. Voy a mandar que preparen una habitación. Estaré en casa esperándoos.
Mariana, al dejar a Marcos, miró la hora en su reloj de pulsera. Tenía el tiempo justo para ir a casa, tranquilizar a su madre, decirle que no la esperara aquella noche. Y tendría que darse prisa para estar antes de las siete en el consultorio de Sabino.
Cuando llegó, el médico, despachados los últimos clientes, la esperaba leyendo una revista.
—Ya tengo el coche listo. Iremos en él.
Cuando salió del difícil tráfico de las calles del centro, yendo ya por las calles tranquilas, preguntó:
—¿Y la casa? ¿La habéis conseguido?
—Sí.
—¿Dónde? Hay que llevar allá todo el material necesario para los exámenes.
Le indicó la calle y el número. Él se volvió, mirándola:
—¿No es la casa del arquitecto Marcos de Sousa?
—Exactamente.
—Dios santo... —se rió—, le conozco muy bien. Y nunca hubiera podido imaginar que fuera... En fin, que pensara como vosotros. ¿Desde cuándo?
—Desde siempre. Es un viejo amigo. Tomó parte en la Alianza. Si no me engaño, fue incluso del Directorio del Estado.
—No lo sabía... Siempre le vi metido entre esos millonarios, construyendo palacetes y rascacielos para los ricos, citado en los periódicos como una gloria de la arquitectura brasileña. ¡Este mundo nos da cada sorpresa...!
—Es una excelente persona. Muy firme... —Firme como las casas que construye. ¿Sabes que fue llamado para alzar un edificio público en los Estados Unidos? Los periódicos hablaron de eso...
—Lo sé... Le llamaron y se negó a ir. ¿Lo sabía?
—¿Se negó? No lo sabía. ¿Y por qué? ¿Por esa historia del imperialismo? Ya ves lo que son las cosas en este país: uno convive con un hombre, habla con él, tomamos café, hablamos de mil cosas y ni se sabe que piensa como uno... Qué cosa...
Mariana se rió. Era su primera risa desde la vís pera:
—Y así debe ser. ¿Para qué saberlo? En nuestras condiciones de lucha, cuanto menos sepamos unos de otros, mejor. Hay más seguridad para el trabajo...
—De todos modos, está bien saber que somos muchos. Da cierta confianza, ¿comprendes?
—¿Muchos? Somos aún muy pocos para los que serían necesarios. Pero vamos creciendo lentamente, y un día seremos muchos...
—Sí.
—Y ya no será preciso que nadie se mate trabajando, como Alberto ahora...
—Cuantos más seamos, más trabajo tendrán los dirigentes. Piense en Stalin. ¿Quién trabaja en el mundo más que él? Es el responsable de decenas de millones de hombres. El otro día leí un poema sobre él: el poeta decía que cuando ya todos están durmiendo, de madrugada, hay una ventana iluminada en el Kremlin, es la de Stalin. Los destinos de su patria y de su pueblo no le dan reposo. Era más o menos eso lo que decía el poeta, con palabras más bonitas, claro...
El médico no respondió. Una noche, meses atrás, había ido a casa de Mariana a llevar un recado del Rubio. La chica trabajaba entonces en su consultorio, se sentaba en una mesita en la sala de espera y recibía a los clientes. Era una especie de portera. No era siquiera una enfermera que pudiera ayudarle en el gabinete de consulta. Apenas se había fijado en ella. Sabía vagamente que era hija de un comunista muerto por la policía, y le había dado empleo atendiendo la petición de un dirigente. Era una forma de ayudar al partido. Pero aquel día, cuando la fue a ver para darle el recado del Rubio, Mariana le pareció irreconocible. Ya no era la joven silenciosa sentada en la mesita, con las fichas y el cuaderno de las horas de consulta, sino una figura de impresionante belleza, con un sentido de responsabilidad que le hizo comprender a Sabino qué extraños hombres y mujeres se ocultaban en aquellos miserables empleos, modestas y anónimas figuras dispuestas a transformar el mundo. En aquella rápida visión de la muchacha concentrada en sus pensamientos, visión que se había grabado en su cerebro como una instantánea fotográfica, vio concretamente algo que antes era para él una frase sin sentido: la clase obrera. Había oído hablar y había leído más de una vez algo sobre el papel dirigente del proletariado en los destinos actuales y futuros de la humanidad, pero aquel concepto era para él algo literario. Desde su consultorio médico, frecuentado por burgueses, no podía sentir ni entender la fuerza del proletariado. El Rubio, a quien conocía por Alberto, y de quien poco sabía, le parecía una figura excepcional. Pero fue al ver a Mariana, a su tímida empleadita, revestida de una dignidad tan responsable, cuando comprendió la significación exacta de la clase obrera. Y luego, cada día más, esta impresión fue confirmándose en las conversaciones que empezó a sostener con Mariana. La muchacha le asombraba por su firmeza al decir las cosas, por la seguridad de los conceptos, por su confianza inquebrantable. Cuando dejó el empleo para casarse, sintió su falta, la falta de aquellas charlas al rematar el trabajo del día, cuando él hacía de «abogado del diablo» para obligarla a discutir, a argumentar, llenándole de admiración. Y ahora, allí, en el coche, ella le citaba fragmentos de poemas, de una manera tan natural y sencilla como si no fuera sorprendente que una obrera supiera de cosas como la literatura... Y, oyéndola, se dio cuenta de su propia responsabilidad en aquel momento: no era un cliente cualquiera aquel hombre al que iba a atender y medicar, no era uno de aquellos cuyos pulmones se habían destrozado en orgías, en noches de juerga y borrachera, en la disipación. Iba a intentar rescatar de la muerte, en una batalla difícil, uno de aquellos hombres-símbolo de la clase obrera, uno de aquellos constructores de la vida y el futuro, cuyos pulmones se habían roto en un trabajo titánico. No era un enfermo cualquiera, era una vida necesaria, tenía que salvarla, costara lo que costara.
—Vamos a dejar a Alberto como nuevo, te lo prometo.
Mariana volvió a sonreír:
—Tenemos confianza en usted.
Después de comprobar el estado del Rubio, el Dr. Sabino decidió llevarle aquella misma noche a casa de Marcos. Cuanto antes pudiera realizar los exámenes necesarios, mejor. Regresó al centro de la ciudad, pero dijo que volvería por la noche para acompañar al enfermo. Mariana se fue con él para ponerse en contacto con el arquitecto. Olga se quedaría haciendo el equipaje que iba a llevarse. No poseían casi nada. Con el propio Rubio habían decidido realizar el traslado en plena noche, para no despertar la curiosidad de los vecinos. Era casi la una de la madrugada cuando salieron. Mariana había ido antes para esperarles en casa de Marcos. Se rió mucho con el encuentro de los dos simpatizantes, y le contó la historia al Rubio, febril bajo las sábanas del blando colchón, de almohadas de pluma. El dirigente se rió también:
—Lo peor es que van a matarme con estos cuidados. Nunca dormí en colchón blando...
Transcurridos unos días, efectuados los exámenes, Sabino le pidió a Mariana que pasara al consultorio. Quería hablarle del tratamiento del Rubio. Mariana fue por la tarde. El médico no le ocultó su preocupación:
—El estado de Alberto es peor de lo que creía al principio. La caverna del pulmón izquierdo ha aumentado, la enfermedad ha avanzado mucho. Y lo que es peor, hay un pequeño punto en el pulmón derecho. Una cosa de nada, pero que puede ir avanzando y convertirse de repente en una caverna. Aparte de eso, está muy débil, su resistencia orgánica es mínima, lo que le sostiene son los nervios, su voluntad de hierro. Si queremos salvarle, sólo hay un medio...
—¿Cuál?
—Enviarle a Campos do Jordán. Es aconsejable por muchos motivos: el tratamiento que precisa se puede realizar mejor en un sanatorio. Aquí, en cuanto pueda ponerse en pie, desaparece, se lanza otra vez en el trabajo, y eso va a representar fatalmente su muerte. Por otro lado, tenemos el clima: el de aquí es horrible, y ahora va a empezar el frío, esa humedad que mata año tras año a centenares de tuberculosos. Allá el clima es idóneo, y tendrá una vida regulada, sujeta a horario y una alimentación de acuerdo con su estado de salud. En fin, allá es posible salvarle. Si lo dejamos aquí, no puedo asumir la responsabilidad.
—Eso plantea toda una serie de problemas... —dijo Mariana.
—Lo sé. Pero uno de ellos está resuelto ya: el financiero. Conozco un sanatorio de un amigo mío, que piensa como nosotros, donde él puede quedarse. Tengo buenos amigos que trabajan allá, le recomendaré personalmente. Y, en cuanto a los gastos, ya hemos hablado Marcos y yo. Nos responsabilizamos nosotros. Cuando yo les mando un cliente, hacen un precio especial. No va a ser muy pesado para nosotros...
—¿Y Olga?
—¿Crees que ella podría ocupar tu lugar en el consultorio? Aun no he puesto a nadie para sustituirte. Es Marlene —se refería a una enfermera— quien se ocupa de eso. Es un trabajo fácil...
—Creo que sí. Pero ¿aceptará él la idea? A pesar de que le han desligado de cualquier trabajo de partido, está siempre hablando de eso, sólo piensa en el momento en que pueda levantarse de la cama y reanudar su actividad. Se pasa el día preguntando por Santos, por... en fin, por el trabajo. Hasta me da pena.
—Ese no es problema mío. Es problema vuestro, y vosotros tenéis que resolverlo. Yo sólo te digo esto: dejarle aquí, aunque sea sin encargarle ninguna tarea, es jugar con su vida. Y permitir que vuelva a la actividad, es realmente condenarle a muerte. Lo afirmo bajo mi responsabilidad de médico. Campos do Jordán es la única esperanza.
—Va a ser difícil convencerle.
—Te diré más: si se queda aquí, os ruego que busquéis otro médico. No quiero, no quiero que un hombre como él muera en mis manos.
La llegada a São Paulo de un miembro de la dirección nacional facilitó la tarea de convencer al Rubio. Pero fue precisa una dramática sucesión de escenas: todo aquello coincidía con el fin de la huelga de Santos, con el aplastamiento, bajo los golpes de la policía, del movimiento de huelgas de solidaridad iniciado por las fábricas de São Paulo y que se había extendido por Rio, Bahía y Pernambuco, del aborto de la huelga de la Paulista, veinticuatro horas después de su inicio, al verse obligados los obreros a volver al trabajo bajo la amenaza de las ametralladoras del ejército. Por todo eso, cuando Carlos le planteó tímidamente el problema de su envío a Campos, el Rubio se enfureció. Jamás le había visto así Mariana. Entre aquellos hombres tan diferentes entre sí, y, no obstante, animados por una única voluntad, como si algo de común marcara la personalidad de todos ellos dando el mismo tono a voces tan diversas, era el Rubio el que le parecía menos capaz de enfurecerse, de perder la cabeza, de estallar en cólera. Le parecía más fácil que lo hiciera el alegre Carlos o el silencioso Zé Pedro, hasta João, con su austeridad un tanto brusca. Pero en el Rubio, con su blanda alegría sonriente, con su espontánea bondad, como si todo en él obedeciera a una un ritmo armonioso, parecía imposible. Y, sin embargo, aquel día perdió la cabeza, elevó su voz ronca de enfermo, tiró las sábanas a un lado:
—Cuando tú te integraste en el partido yo era ya viejo en la lucha. No necesito que me digas lo que he de hacer, sé dónde está mi puesto cuando están matando a obreros y acabando a tiros con las huelgas, cuando el partido se enfrenta con la reacción fascista. Y no me digas que mi lugar está en Campos do Jordán, porque estás hablando con un comunista...
El médico, presente en la conversación a instancias de Carlos, se apoyaba en la pared, como temiendo la violencia del enfermo. Mariana vio desaparecer del rostro de Carlos la sonrisa, tensos todos los músculos de la cara:
—Ahora no estás hablando como un comunista —Mariana admiraba la suavidad de la voz de Carlos, era como si estuviera intentando convencer a un niño en pleno berrinche—. Lenin dijo una vez que morir por la revolución no es difícil, que lo difícil es vivir para la revolución. ¿Qué es lo que quieres? ¿Continuar tu trabajo en el secretariado? Ya sabes lo que dijo el médico: tu muerte será cierta. Es bonito, es heroico: «Nuestro camarada, el Rubio, murió heroicamente en su puesto de lucha». ¿Y después? Es heroico, es fácil. Lo difícil es ir a Campos do Jordán, obedecer la decisión del partido, pasar allá el tiempo necesario para ponerse bien y poder volver a la lucha, a la tarea de cada día. ¿Cómo debe obrar un comunista? A ver, responde, ya que eres un viejo comunista.
—Hay mil cosas que hacer. Tú sabes tan bien como yo todo lo que tengo entre manos y cuántas cosas dependen de mi presencia, de mí personalmente... —Volvía a elevar la voz. Le fallaba la respiración.
—Nada depende de ti personalmente, y nada depende de mí, todo depende del partido. ¿O es que crees que eres insustituible, que se va a paralizar el trabajo del partido, que todo se va a venir abajo sólo porque tú no estés? No, amigo mío, no. Nada va a detenerse, el partido va a continuar, nadie es insustituible.
¿Por qué Carlos decía cosas tan duras?, se preguntaba Mariana. ¿No comprendía que el otro estaba enfermo, con los nervios a flor de piel? Sin embargo, Carlos continuaba hablando, y su voz ya no era suave y como si hablara con un chiquillo, era seca como la voz de João en algunas ocasiones:
—Prestes está en la cárcel, amigo mío, y nadie discute la inmensa falta que nos hace, pero el partido continúa ¿no? Y tú no eres Prestes. ¿Dónde está tu sentido de la disciplina? No soy yo quien te envía a Campos do Jordán. Es una decisión del partido. Y el deber de un comunista es cumplir las decisiones del partido. Y, de manera especial, cuando se trata de un viejo comunista.
El Rubio levantó la cabeza de la almohada, se apoyó en el codo, había perdido toda su irritación:
—Tienes razón, me he portado como un idiota. Debía de haberme preocupado antes de la salud y ahora no me vería así... Sé que no soy insustituible, no es de eso de lo que aquí se trata. Ni tampoco de buscar la gloria de una muerte heroica. Sabes que no es eso. Lo difícil es acostumbrarse a la idea de quedarse descansando en un sanatorio cuando los otros se matan a trabajar. Me siento como un inútil, es más fuerte que mi voluntad, no puedo apartar esa sensación...
—Cuando un soldado es herido en un campo de batalla, va a curarse antes de volver a la lucha —la voz de Carlos volvía a su suavidad anterior, voz fraterna y cálida—. Es el mismo caso. No veo por qué tienes que ponerte así. Debes emplear tu energía en curarte, y en hacerlo lo más rápidamente posible para volver. Haces mucha falta...
Sonreía al Rubio. La tensión había desaparecido del cuarto, el médico ya no se apoyaba en la pared, Mariana sentía la cálida atmósfera de amistad comunista.
—Comprendo lo que te pasa... —Carlos continuó hablando—. Sé que no es fácil. Pero si somos comunistas no es para realizar cosas fáciles ni para dominar pequeños sentimientos. Tu tarea actual es curarte. Y tienes que enfrentarte con esta tarea con la misma seriedad con que hasta ahora lo has hecho con todo lo que el partido te ha encargado. Es tu tarea: ir al sanatorio.
—Bonita tarea —refunfuñó el Rubio. Parecía convencido, y aquel mismo día el Dr. Sabino se puso en contacto con sus amigos del sanatorio.
Pero al día siguiente, el Rubio estaba de nuevo emperrado en no ir. La noticia de la represión de la huelga de la Paulista había acabado con su sosiego. Cuando Mariana fue a verle, le encontró ardiendo de fiebre, nervioso, pidiendo que revisaran la decisión que habían tomado sobre su internamiento. Estaba seguro —decía— de que con unos pocos días más de cama podría levantarse, ya muy mejorado, y volver al trabajo. Mariana veía, casi con pavor, como se acercaba el día del viaje a Campos do Jordán. Iba a ser, por lo menos, doloroso. Sin embargo, la llegada desde Rio de un miembro de la dirección nacional, vino a facilitarlo todo. Era un negro gordo y bajo, de pelo crespo y canoso, de gestos lentos y voz sonora y pausada. Veterano en el partido, conocía al Rubio desde hacía muchos años. Llegó a casa de Marcos por la noche. Mariana estaba un poco emocionada mientras le acompañaba. Era la primera vez que trataba con un dirigente de la nacional. Hicieron a pie gran parte del camino, y durante todo el tiempo el camarada le estuvo hablando de su mujer y de sus hijos, que vivían en Alagoas, y a los que hacía bastante tiempo que no veía. Siempre hacía planes de llevárselos a Rio, pero las condiciones de la lucha no lo permitían. Mariana acabó por conocer los nombres de los chiquillos y todos los detalles sobre las habilidades culinarias de la mujer del dirigente. Éste quedó asombrado, casi se enfadó, al enterarse de que Mariana no había comido nunca vatapá[4]:
—¿Que no lo has comido nunca? ¡Pero es increíble! No sabes lo que es bueno... Si no tuviera que volverme en seguida, yo mismo iba a prepararte un plato en tu casa. Porque tampoco yo soy mal cocinero, no sólo es ella la que anda entre los fogones allá en casa. Yo aprendí a hacer vatapá allá en Bahía, uno tiene que saber de todo. ¡Ah! ¡Un buen vatapá, eso sí que es comida! ¡Y no esos raviolis que coméis por aquí, comida para chiquillos pequeños...
Y se reía, con una risa amplia y bondadosa, como si no tuviera otra preocupación en la vida.
Tiempo después, João le contó algo de la vida de aquel compañero, y ella se enteró de la sucesión de hechos que la habían marcado, de su heroísmo en la cárcel, donde había sido horriblemente torturado varias veces, de su prestigio entre los ferroviarios. Al saberlo, Mariana se sintió un poco defraudada. ¿Por qué, pues, no había aprovechado aquella larga charla para transmitirle algún conocimiento? Hizo la pregunta a João, y éste le respondió:
—Si lo piensas un poco, verás que te ha enseñado una cosa preciosa.
—¿Qué cosa?
—Que un comunista es un hombre de carne y hueso, como los demás, y no la máquina que muchos creen, que la burguesía dice que somos. Te mostró cómo un militante obrero no se deshumaniza, no se transforma en un autómata, no pierde el amor a la familia ni a las cosas sencillas de la vida.
Sin embargo, desde luego, no fue de aquello de lo que habló con el Rubio, a solas los dos en el cuarto, durante más de una hora. Porque, cuando salió, el otro estaba tranquilo y sonriente, sin oponer la menor resistencia a la ida a Campos do Jordán.
De todos modos, fue triste la partida del Rubio. Había dejado ya la cama hacía unos días y pasaba la mayor parte del tiempo en una tumbona al sol, en el jardín. Daba algunos paseos por la casa, pero al atardecer volvía la fiebre, y estaba en los huesos. El médico le llevó en su automóvil, un domingo.
En el cuarto, antes de salir, el Rubio le hizo a Mariana una recomendación y un ruego:
—Cuida de Olga, está muy abatida. Ven a verla siempre que tengas tiempo —Olga se iba a quedar provisionalmente en casa de Marcos—. Te aprecia mucho, trata de distraerla. Y otra cosa: escríbeme por medio de Sabino, dame noticias, cuéntame lo que ocurre. Si quedo aislado no podré resistirlo, no podré superar la enfermedad. Sabino irá a verme de vez en cuando. Mándame por él copia del material y de los informes. Así no me sentiré tan solo.
Mariana se lo prometió. El Rubio sonrió y dijo:
—En tres meses voy a estar otra vez en forma.
Cuando arrancó el coche, Mariana fue a sentarse un momento en aquel banco donde, una noche, João le había hablado de amor. Olga, llorando, se refugió dentro de la casa. Mariana veía aun la mano del Rubio agitándose en un gesto de despedida a Olga, a ella y a Marcos. ¿Volvería a verle algún día? ¿Regresaría del sanatorio? ¿O tendría que guardar sólo su imagen, como ya guardaba otras, en el fondo del corazón? La de su padre, pidiéndole, en su lecho de moribundo, que ocupara su lugar en el partido; la del viejo Orestes, que hizo saltar la imprenta para no entregarla a la policía; la del joven Jofre, que murió desangrado, cosido a balazos; la de aquella negra Inácia, del puerto de Santos, a quien ella, Mariana, no había conocido, pero de la que tanto le había hablado João, cuando vino de Santos un día para una reunión de la regional. Veía a su padre calándose las gafas de aros rotos para leer sus amados libros, veía al viejo Orestes, con sus bigotes ásperos, riéndose, la cara joven y angulosa de Jofre con su pelo lacio caído sobre la cara; veía la mano de la negra Inácia apretando contra sí la bandera brasileña.
Se volvió al oír pasos sobre la arena del jardín. Marcos de Sousa se detuvo ante ella y dijo:
—Seguro que se cura. Aún le queda mucho por hacer...
Aquellas palabras tranquilizaron a Mariana. Sí, el Rubio, con su extraordinaria fuerza de voluntad, vencería la dolencia, recobraría la salud. No era imposible, el médico tenía esperanzas. Habló en voz baja:
—João dice que debemos extraer una lección de todo. Con esa enfermedad del Rubio he aprendido hasta qué punto es estimado el partido, cuántos sentimientos nobles despierta en los hombres.
El arquitecto jugueteaba en la tierra con un palito. Se había sentado en un banco del jardín al lado de Mariana:
—Eso es lo que yo mismo pienso —murmuró—. Creo que nunca me casaré. Soy un solterón empedernido, y ya se me pasó la edad de hacerlo. Pero si un día me caso y tengo una hija, le pondré Inácia de nombre.
Mariana se volvió hacia él con curiosidad:
—¿Inácia? ¿Por la compañera de Santos? ¿Qué sabe usted de ella? ¡Ah! Claro... estaba en Santos entonces... —añadió al acordarse.
—Más que eso. Estaba presente cuando ella murió.
—¿Usted?
—Te contaré todo.
Dejó el palito, levantó el rostro bondadoso, empezó a contar. Hablaba de violencias, de sangre derramada, de dolor, pero en su narración no se evocaba la muerte, ni la angustia, ni la pesada soledad. En su voz brillaba la vida, la profunda esperanza, la conquistada certidumbre de la victoria, y él mismo no sabía por qué hablaba así.
Santos ocupada por el Ejército. Como una ciudad de un país en guerra, conquistada por fuerzas enemigas. Bayonetas reluciendo al sol, ametralladoras en posición ante los tinglados del puerto, a la entrada de los barrios proletarios. Las escuelas transformadas en cuarteles, y en ellas, no ya la risa alegre de los niños, sino órdenes de los oficiales, gritos. Santos ocupada por las tropas del Ejército. Santos bajo la pesada bota de los soldados.
En el mundo se hablaba de guerra, en España, hogueras encendidas. Los japoneses saqueando China; cadáveres pudriéndose en el Chaco. Por el mundo se arrastraba la guerra. ¿Pero esos soldados, fusiles, ametralladoras, esos clarines, cornetas, tambores retumbantes, esas órdenes del día repetidas, contra qué otros soldados se levantaban?
¿Qué terribles enemigos, qué Ejército, qué tropas invasoras, qué crueles adversarios viene a combatir el ejército brasileño, qué ávidos extranjeros amenazan a la patria que esos soldados han jurado defender? ¿Dónde se esconden esos enemigos extranjeros? ¿Dónde están sus tanques, sus cañones, sus batallones y regimientos? ¿Contra quién se alzan las armas brasileñas, por qué está la ciudad de Santos ocupada, convertida en plaza de guerra, gimiendo bajo la bota de los soldados?
Para el coronel-comandante de la ciudad, nombrado por el gobierno federal, aquellos hombres contra quienes conduce a sus valientes soldados brasileños son los peores enemigos.
No, no son los alemanes de Hitler, hablando de transformar al Sur del Brasil en una colonia septentrional del III Reich. Contra ésos nada tiene el coronel, dirigente de la Acción Integralista, con ellos sueña marchar en guerra contra Rusia, a ganar sus estrellas de general.
No, no son los ricos yanquis masticando chicle y las riquezas minerales de la patria. Contra ésos nada tiene el coronel, americanos somos todos, y este país es grande y rico, sobra espacio y riqueza para todos, para alemanes y para norteamericanos.
No, no son los rubios ingleses, cuyo navío de guerra ha anclado amenazador en el puerto para mejor guardar el capital que les queda en los ferrocarriles, en aquellos tinglados ocupados de los muelles de Santos. Contra ellos nada tiene el coronel, durante mucho tiempo este país fue casi de ellos, vamos a dejarlos con sus restos de riqueza, blancos son ellos también, de nuestra misma familia de arios.
No, no es contra ese navío de guerra, de bandera inglesa e intenciones de desembarco, contra quien el integralista piensa lanzar a sus soldados brasileños. Aún ayer cenó en el barco, hizo chasquear la lengua satisfecha en homenaje al sabor escocés de aquel güisqui delicioso. Cambió unos brindis con los oficiales británicos, bebiendo por la derrota de sus comunes e implacables enemigos.
¿Contra quién, pues, dirige el coronel sus armas brasileñas, contra quién manda a sus soldados?
En las casas pobres de aquellos barrios sucios, sin comida para los hijos, sin dinero para pagar los alquileres, los cinturones apretando las barrigas flacas, ellos son los temidos enemigos contra quienes establece el coronel sus planes de campaña. No visten uniformes, ni calzan botas, ni gorra militar, no tienen pistolas, ni fusiles, ni ametralladoras, no tienen armas los temibles enemigos.
No tienen armas, a no ser una llama interior que crece en sus pechos: la solidaridad que entre sí se deben los trabajadores. Contra estibadores en huelga, descargadores, ensacadores, contra los trabajadores de las fábricas solidarios con ellos, contra los marineros de los remolcadores, contra la hambrienta población obrera traza el táctico coronel sus planes de campaña, dicta el estratégico coronel sus órdenes de mando.
Se llama proletariado el enemigo peligroso, la huelga fue su temeraria acción de guerra; el crimen que hay que castigar con las armas de los soldados fue el no haber cargado un barco con café robado al pueblo para ofrecerlo a un asesino de poetas y de obreros. Su crimen fue amar a otros pobres como ellos, fue amar a su patria oprimida, no querer mezclar su nombre con los crímenes falangistas al otro lado del mar.
Por eso están las cárceles abarrotadas, por eso fueron torturados y corrió sangre abundante por las calles. Por eso dispararon contra ellos los desalmados inspectores de la policía secreta, los técnicos de la lucha contra el comunismo, contra las huelgas, contra los movimientos proletarios. Encerraron entonces a decenas de huelguistas en los calabozos, amontonados como fardos en la bodega de un navío, los cuerpos deshechos a porrazos; y aquellos enemigos temibles no se rindieron.
Mandaron después a la policía militar, a las patrullas a caballo, como refuerzo para la policía. Barrieron a balazos los muelles, y allí cayó Bartolomeu. Lanzaron a los caballos contra su entierro, lo disolvieron aplastando con sus cascos a los obreros, muchos más cayeron junto a su ataúd. En las batallas de esa guerra extraña, sólo uno disparaba, tenía pistolas, ametralladoras, soldados a caballo. Los otros tenían una llama interior que les crecía en el pecho. Una negra cayó bajo los caballos, era la flor del puerto de Santos, la perfecta negra Inácia, y primero asesinaron al hijo que llevaba en el vientre. La sangre corrió por las alcantarillas, centenares y centenares llenaron de nuevo las cárceles, sobre ellos vibraron nuevos latigazos, nuevas porras de goma pesadas como plomo. Tenían sólo la llama de una idea, un solidario fuego, y no se rindieron esos temibles enemigos.
Vino entonces el Ejército, el coronel con sus soldados. Sus objetivos eran claros y precisos: cargar el café en el barco nazi, ayudar al general Francisco Franco, que combatía en España al mismo enemigo alzado en Santos. El coronel integralista obligó a sus soldados a cargar el barco. Cargado el barco, quedaba sólo acabar con la huelga. Bastaba colocar tras cada huelguista irreductible a un soldado con bayoneta calada y, con este argumento respetable, hacerle marchar hasta el muelle a trabajar. Mantener los ojos vigilantes y la mano alerta en el gatillo de la ametralladora para impedir cualquier protesta tras haberles forzado a trabajar. Un soldado con fusil tras cada obrero...
Y terminada la huelga, el coronel volvería a Rio a recibir las felicitaciones, quizá el ascenso. Lo que no habían conseguido el hambre, el látigo, las patas de los caballos, lo había conseguido el coronel integralista. No tenía más que dar unas órdenes, claras y precisas órdenes militares.
Así lo explicó el coronel integralista indicando al joven capitán la relación completa de los domicilios de los huelguistas, trabajo de la policía:
—Los soldados los traerán de sus casas, otros vendrán directamente de las cárceles a los muelles; vendrán todos, menos los jefes y los extranjeros. A esos malditos les llevaremos a la isla Fernando de Noronha. Manos a la obra: ponga a un soldado armado detrás de cada uno de esos canallas.
El capitán no era integralista, era sólo un capitán del Ejército, jamás se había interesado por la política. Tenía el orgullo de sus estrellas y deseaba honrar su uniforme. No le gustaba ver en el puerto aquel barco inglés, sus cañones apuntando a la ciudad, le parecía una afrenta a su patria. No le gustaban tampoco esas órdenes que recibía de arrancar de sus casas a los obreros, de llevarlos al trabajo a la fuerza. Hubo un tiempo, allá durante el Imperio, en que empleaban al Ejército para cazar esclavos. Los oficiales dijeron: «No somos jefes de bandas de facinerosos». Y se negaron a enviar a sus hombres a cazar a los negros huidos de los señores de los ingenios.
¿No pasaba ahora lo mismo? ¿Para eso había ido a la Academia Militar y había estudiado táctica y estrategia, había hecho solemne juramento a la bandera? Había soñado siempre con el fuego de los combates, con el olor a pólvora, con la gloria sangrienta de las batallas. Y ahora se sentía defraudado; iba a verse convertido en un facineroso a la caza de obreros desarmados.
En su honrado rostro se reflejó la repugnancia ante aquellas órdenes que le daba el coronel integralista con solemne voz de mando.
—¿Qué piensa, capitán?
—No es ésta la guerra con la que tanto he soñado. No son soldados enemigos.
—No hay enemigo peor que esos malditos comunistas. Enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia. Enemigos del orden establecido, gente que obedece órdenes del extranjero. Es un honor combatir contra ellos, capitán. Esto es una verdadera guerra.
Se calló el coronel, feliz por su discurso. Se calló el capitán, nada convencido. En el silencio hostil buscó el coronel nuevos argumentos decisivos. Encontró uno, irrebatible:
—Y aquí soy yo quien manda, y su deber es obedecer. Usted es militar y sabe qué es una orden. Le he dado una orden y usted no tiene por qué discutirla.
El capitán se puso firmes. «Un militar tiene que obedecer», pensó.
—Puede irse, capitán.
Eso ocurrió en Santos, ocupada por los soldados como una ciudad enemiga conquistada, al finalizar la huelga de los estibadores. Contra ella se alzaron fusiles, ametralladoras, contra ella se declaró la guerra.
Era una guerra, sí, guerra de clases; era una ciudad enemiga, sí, enemiga de la constitución fascista, del Estado Novo, de las banderas nazis en los barcos, de los regalos de café a Franco. Ocupada por soldados, conquistada, pero no apagada la llama interior que la sustentaba. Así era Santos en aquellos días, aurora de la libertad empedernida, bandera desplegada al viento, roja ciudad comunista.
Blanco soldado Antonio; Manuel, mulato pardo; negro, negro de carbón, era el soldado Romão. Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Antonio, soldado blanco, había sido antes fundidor. Amaba el resplandor del fuego y el calor de la fragua. En el cuartel estaba callado. ¿En qué pensaba Antonio?
Pensaba en su fragua, también en su hija: tenía dos años y medio y los ojos embrujadores de su padre. En su mujer pensaba Antonio con su fusil.
Estaban en Santos tres soldados de bayoneta calada.
Manuel, mulato pardo, escarbaba en tierra ajena antes de convertirse en soldado. En la tropa aprendió a leer, y aprendió otras cosas también.
Soñaba con tener tierra un día, trabajar tierra suya, no labrar tierra ajena. No tenía novia, pero tenía madre en quien pensar. Y en ella pensaba Manuel con su fusil.
Estaban en Santos tres soldados de bayoneta calada.
Negro, negro carbón, era el soldado Romão. Había sido estibador en el largo muelle de Bahía. Grabado en el pecho llevaba el nombre de su novia, María.
En su novia pensaba, y en el verde mar de Bahía. Y por las tardes cantaba sentado, con su fusil.
Blanco soldado Antonio; Manuel, mulato pardo; negro, negro de carbón era Romão. Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Antonio leyó un papel. Circulaba entre los soldados, de mano en mano, escondido. «¿Qué haces, soldado?, les preguntaba el papel. ¿Vas a apuntar tu fusil contra los huelguistas de Santos, tus hermanos trabajadores?»
Había sido fundidor, había participado en huelgas, un día volvería al calor de su fragua. Pensaba el soldado Antonio al lado de su fusil.
Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Encontró la octavilla en su camastro el mulato pardo Manuel. Alguien la había puesto allí, también en los otros lechos. «Soldados y campesinos, obreros, marineros, todos están oprimidos». «Soldado, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a disparar tu fusil contra otros pobres como tú?»
Escarbaba en tierra ajena, era el más pobre de los pobres. ¿Contra los pobres? ¿Disparar? Manuel mira su pesado fusil.
Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Le dieron un papel a Romão. Muchos otros pasaban de mano en mano en el cuartel. «Soldado, ¿vas a obligar a los estibadores de Santos a trabajar para los fascistas? ¿Vas a usar tu fusil para derramar nuestra sangre, sangre de tus hermanos? Soldado, ¿qué haces?»
Había sido estibador en el largo muelle de Bahía. Entre los soldados salió el soldado negro Romão. Dejó el fusil en el suelo.
Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Muchos soldados estaban en Santos, de bayoneta calada.
Empezaron cargando un barco de café. Un soldado es para guerrear. ¿Dónde se ha visto soldados cargando barcos de café? Pero peor sería mañana. Un oficial había dicho: «Ponerles el fusil en el pecho a los estibadores en huelga. Llevarlos al trabajo, vigilarlos en el trabajo.»
Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Muchos soldados había en Santos. Todos leen su papel: «Soldado, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a obligar a tus hermanos a trabajar para los fascistas? ¡Soldado, no lo hagas!»
Hablaron en el cuartel: «¡Soldado, no lo hagas!» ¿Cómo ibana poder hacerlo? «¡Soldado, no lo hagas!». Decidieron no hacerlo, el soldado está para guerrear.
Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada.
Muchos soldados en Santos, todos leen su papel: «¡Soldado, no lo hagas!»
Cuando se enteró el coronel de la resistencia de los soldados, cogió la pistola y se dirigió al cuartel.
Los soldados decidieron sortear entre ellos quién iba a hablar con el coronel. El primero fue Antonio. Manuel fue el segundo. No sortearon el tercero: había sido estibador en el largo muelle de Bahía, y por eso se presentó voluntario el soldado negro Romão.
Ni siquiera empezaron a hablar.
Estaban en Santos tres soldados, de bayoneta calada. Blanco soldado Antonio; Manuel, mulato pardo; negro, negro de carbón, era el soldado Romão.
Estaban en Santos tres soldados, los tres de espaldas a un muro, blanco soldado Antonio; Manuel, mulato pardo; negro, negro de carbón era el soldado Romão. Roja sangre de los tres, de los tres soldados de Santos.
Estaban en Santos tres soldados, roja sangre de los tres...
Tal vez porque los ojos grandes habían quedado abiertos, como espantados ante la muerte, tal vez por el rostro moreno, de belleza meridional, la muchacha caída entre los naranjos le recordó a Apolinario, al mismo tiempo, a su hermana distante, rezando trémula por él en Rio de Janeiro, y a aquella camarada de São Paulo que le había llevado al hotel el falso carnet de identidad y que luego fue a despedirle a Santos. Se llamaba Mariana, ¿qué sería de ella?
Era una noche clara, a pesar de que la luna aún no había salido. Apolinario marchaba con sus hombres, cansados del combate. También él iba cansado, terriblemente cansado. Había vuelto del hospital pocos días antes, con la herida del muslo apenas cicatrizada. A lo lejos, se veían las luces de una aldea, abandonada por los falangistas. Hacia allí se dirigían. A pesar del cansancio y de que llevaban varios heridos, los soldados cantaban en voz baja, satisfechos de la victoria.
Tal vez también procedía de los naranjales aquel obstinado recuerdo de Brasil que asaltaba a Apolinario desde que había encontrado el cadáver de la muchacha, el vientre rasgado por la ráfaga de ametralladora. Consuelo, Encarnación, Dolores, ¿cómo se llamaría, muerta aún tan joven, cuando cogía naranjas en su huerto? Las naranjas estaban a su alrededor, derramadas de la cesta que llevaba, y su sangre había dado tonos rojos a la monda color dorado. Algunas frutas habían sido reventadas por las balas, y su miel sabrosa se mezclaba con la sangre de aquella campesina muerta. Y en los ojos de la muchacha, aquel espanto. Muchas veces, en los días de combate intenso, la muerte había estado al lado del capitán Apolinario y de sus soldados. Había visto a varios hombres caer bajo las balas alemanas de los falangistas, pero sólo había sentido verdaderamente la presencia de la muerte, su gélida realidad, al encontrar a la muchacha muerta caída entre los naranjos, los grandes ojos abiertos, la mano crispada sobre las hojas verdes.
Un poco más allá dieron con la ametralladora abandonada. Era, sin duda, un arma alemana, los nazis mataban indistintamente a soldados y civiles, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Los soldados de Apolinario recogieron la ametralladora. La casita próxima estaba vacía y silenciosa, tal vez los padres de la muchacha habían tenido tiempo de huir y esconderse en alguna parte. Apolinario vio rosas plantadas ante la casita, claveles floridos: como su hermana, la muerta amaba las flores, con ellas adornaría su pelo negro, sin duda... Sin saber siquiera por qué, cogió una rosa y la llevó consigo. No se había apartado muchos pasos cuando encontraron, uno al lado del otro, los cadáveres del viejo y de la vieja. La mujer había recibido la descarga en la cara, y cayó de bruces en la tierra. A los nazis les gustaba no hacer distinciones al matar.
—¡Miserables! —dijo un soldado.
Era un joven paraguayo, venido también del campo. Tal vez tuviera allá, en la patria lejana, a una madre esperándole, una vieja madre como aquella campesina caída de bruces, una hermosa hermana como la muchacha del vientre segado por las balas. La luna empezó a salir, y una ráfaga de luz amarilla saltó entre los naranjos, recordando paisajes brasileños. Uno casi igual había visto Apolinario una vez que fue a ver a un amigo, dueño de un huerto de naranjos en Nova Iguazú: la luna se derramaba en la noche sobre los árboles, aunque allí no había cadáveres dispersos. El capitán pensaba en Brasil, en medio de la guerra, avanzando al anochecer hacia la aldea. Estaba lejos de Brasil, al otro lado del mar, ¿qué estaría ocurriendo allí a esta hora? ¿Cuántos de entre sus soldados, voluntarios llegados de toda América, no pensarían en sus patrias en este mismo instante? El soldado paraguayo recordaría sin duda los campos de hierba mate donde dejó, curvada sobre la tierra en las duras labores de cada día, a su madre india, de sufrido rostro silencioso. La visión del cadáver de la vieja campesina, el rostro destrozado contra el suelo, le había arrancado un grito de animal herido.
A Apolinario, el cadáver de la muchacha le recordó a su hermana, y también a Mariana, morena como ella. Desde aquel recuerdo, su pensamiento divagó hasta el de sus compañeros, al partido y a la lucha. En un diario de Madrid había leído una información sobre el inicio de la huelga de Santos: los descargadores y estibadores se habían declarado en huelga para no cargar el café ofrecido a Franco por el gobierno del Estado Novo. Se hallaba entonces en el hospital, y recordaba la noticia en el periódico. Aún ahora lo llevaba consigo en el bolsillo de la guerrera y se preguntaba cómo habría terminado aquella huelga, la primera desde el establecimiento del Estado Novo fascista.
El recuerdo de la patria persistía en él, intenso, y era raro el día en que sus pensamientos no se volvían a Brasil. Cuando en los días de permiso iba en busca de otros brasileños —luchaban unos cincuenta en España— la conversación no tenía otro tema: hablaban constantemente de Brasil, de donde raramente llegaban noticias. Formulaban hipótesis, hacían cálculos sobre la duración del Estado Novo, se inquietaban por lo que pudiera ocurrirle a Prestes y a los demás presos políticos. Sabían que la mayoría de los presos y condenados por los sucesos de 1935 habían sido enviados a la isla de Fernando Noronha, al terrible presidio en medio del mar, perdido entre las costas de Brasil y de África. Y se interrogaban también, ansiosos, sobre qué trabajos y peligros correrían los demás, los que estaban en libertad y dirigían la lucha ilegal.
Apolinario tenía sed y hambre de noticias de Brasil, y las buscaba impaciente en los periódicos españoles y franceses. Y le irritaba el no encontrar casi nada: sólo de vez en cuando un telegrama en el rincón de una página. Le parecía entonces que la prensa daba poca importancia a Brasil, que los redactores no se daban cuenta de lo que representaba la lucha del pueblo brasileño. El telegrama sobre el inicio de la huelga de Santos era excepcionalmente más amplio. Pero luego no había aparecido ninguna otra información, ¿qué estaría ocurriendo allá?
Cuando llegó a España, desde Montevideo, había vivido días de intensa emoción al encontrar en todas partes, en el país en guerra, en las calles bombardeadas de ciudades y aldeas, en los muros del Madrid irreductible, las pintadas pidiendo la libertad de Prestes. Le rodeaba el calor de la inmensa solidaridad desarrollada por los trabajadores y los combatientes españoles con los antifascistas brasileños presos, y, especialmente, con Prestes. ¿Cómo encontraban tiempo para pensar en los presos brasileños, cuando la guerra era su trágico destino cotidiano, cuando aviones alemanes derramaban bombas sobre las ciudades, cuando los camisas-pardas de Hitler y los camisas-negras de Mussolini invadían España en ayuda de los traidores, cuando los dirigentes socialistas franceses y los laboristas ingleses traicionaban al pueblo español y montaban la comedia de la no-intervención? Sin embargo, en aquellos mismos muros de Madrid, donde se leía la consigna famosa de La Pasionaria: NO PASARÁN, Apolinario encontraba las letras desiguales que reclamaban la libertad de Prestes. Era una sola lucha en todo el mundo, pensaba Apolinario ante aquellas inscripciones, el pueblo español lo sabía y, en medio de sus pesadas tareas y múltiples sufrimientos, tendía su mano solidaria al pueblo brasileño. Apolinario había amado a España desde su primer contacto con la tierra y los hombres españoles, pero aquel amor por el paisaje restallante de color, por el entusiasmo combativo de soldados y civiles, creció y se consolidó al comprobar la popularidad de Prestes y la campaña por su libertad.
Luego, al día siguiente de su llegada a Madrid, se encontró, junto con otros compatriotas, el corazón casi saltándole del pecho, en un acto de protesta contra la prisión de Prestes. Hablaron en él dirigentes republicanos, y célebres poetas recitaron versos. «Todo lo que haga aquí, será poco para pagarles lo que están haciendo por nosotros», pensaba, mientras resonaba en sus oídos la melodía de los poemas dedicados a Prestes.
Sí, el partido sabía bien lo que hacía al enviarle a España. En aquellos meses de combate en el frente, Apolinario había comprendido en la práctica la inmensa significación de aquella guerra. De su resultado iba a depender mucho la suerte del Estado Novo en Brasil, la suerte de la democracia en el mundo, la suerte de la paz amenazada por Hitler. Allí se estaba jugando el destino inmediato del mundo y de la humanidad, allí se estaba decidiendo no sólo el futuro de España, sino también el de Europa y el de los más distantes países del globo. Veía el cerco capitalista sofocando las victorias del pueblo español; los hombres de gobierno de Francia, de Inglaterra y de los Estados Unidos, los mismos que se llamaban demócratas y socialistas, vendiendo a Hitler aquella España gloriosa, y sentía que el pueblo español y los pueblos del mundo entero tenían que ganar aquella guerra. Si la perdían, la paz estaría perdida. Hitler tendía ya sus garras asesinas sobre Checoslovaquia, la cuestión sudeta dominaba las primeras páginas de los periódicos.
Apolinario no se sentía ya inquieto por no estar en su patria, entregado ya por entero a sus nuevas tareas. Había sido enviado al frente con el grado de teniente. Muy pronto fue herido en campaña, de un metrallazo en el muslo, y en el hospital no podía contener su impaciencia. Apenas iniciada la convalecencia quería ya convencer al médico para que lo dejara salir, para que le considerara de nuevo apto para el combate. El médico se reía de sus débiles argumentos, pero aun así Apolinario consiguió abreviar el tiempo de hospital y, poco después de haber regresado al frente, conquistó de manera heroica las estrellas de capitán. Se fue enamorando de España, de su belleza, del heroísmo de sus hijos, de la bravura y la inteligencia de los obreros convertidos en soldados y generales, en hombres públicos y ministros, de la firmeza de los campesinos que tomaban el fusil para defender las conquistas de la República, de las melodías cantadas al partir para el combate, de la capacidad de sacrificio del pueblo, de los grandes dirigentes proletarios, como Pepe Díaz y La Pasionaria. Y a eso se unía su consciencia de la significación de la guerra de España. Se sentiría enteramente feliz allí, combatiendo arma en mano contra el fascismo, si no fuera por el persistente recuerdo de Brasil.
Aún ahora, avanzando entre los naranjos rumbo a la aldea de luces entrevistas, el rostro de la muchacha muerta le había traído a la memoria la figura familiar de su hermana y el recuerdo amigo de la camarada de São Paulo. Y al recordarlas, su pensamiento volvió hacia las preguntas siempre repetidas: ¿Qué ocurrirá ahora allí? ¿Cómo vivirán los compañeros en Fernando Noronha? ¿Cómo marchará la lucha? ¿En qué habrá acabado la huelga de Santos?
Oye a los soldados, que hablan, susurrantes, un poco rezagados. Una variada mescolanza de acentos sudamericanos, algunos duros acentos de hombres de habla inglesa. Son compañeros llegados de los más diversos países para luchar al lado del pueblo español. Hay de todo entre sus soldados, incluso un negro de Trinidad, y en los combates de aquel mismo día había caído un muchacho rubio llegado del Canadá. Había sido un día difícil, habían perdido muchos hombres defendiendo una colina, aislados del grueso de las fuerzas, bajo la metralla permanente de los fascistas. La orden era mantener la cota hasta que los enemigos, vencidos por las fuerzas republicanas, retrocedieran en toda la extensión del frente.
Haciendo y deshaciendo trincheras y parapetos destruidos por la artillería fascista, habían pasado días y noches, prácticamente sin comer, obligados a ir a buscar agua en la ladera, en un descampado batido por los cañones. Un avance parcial de los fascistas aisló a sus hombres del resto de la brigada y quedaron cercados en la colina. Había que esperar la noche para arriesgarse a ir a por agua. Pero no se rindieron: «Moriremos todos aquí, si es necesario, pero no entregaremos la colina», había dicho Apolinario, y sus hombres estuvieron de acuerdo. Parecía una tropa de fantasmas, los uniformes sucios de barro y tierra, desgarrados por las piedras, la barba crecida, los ojos inyectados de sangre por las noches en vela, hambrientos. Muchos habían caído bajo la metralla, pero se mantuvo la posición hasta que, batidos por las fuerzas republicanas, los fascistas retrocedieron. El fuego cesó al caer la tarde, el enemigo abandonó sus posiciones. Pocos hombres le quedaban a Apolinario, y casi estaba sin municiones. En lo alto de la colina yacían los cadáveres de compañeros queridos, y varios de los que avanzaban entre los naranjos estaban heridos y se apoyaban unos en otros. Dos eran transportados en camillas improvisadas. Pero se mantuvo la cota. Los fascistas no habían pasado.
Marchando entre los naranjos, fatigado y somnoliento, sintiendo el agudo dolor del muslo herido, Apolinario piensa en Brasil. ¿Cuándo podrá volver? Desde luego, no antes de que la guerra termine, cuando hayan derrotado completamente a los falangistas, expulsado de la Península a los invasores nazis y fascistas, cuando la bandera de la República ondee en cada ciudad y en cada pueblo de la España liberada. Volverá entonces y tendrá que entrar clandestinamente, pues ha sido condenado en Brasil a ocho años de cárcel por haber participado en la insurrección de 1935. Había sido dictada sentencia cuando ya estaba en España, y se enteró al salir del hospital. Expulsado del Ejército, condenado a ocho años... Tendría, pues, que entrar ilegalmente, vivir bajo nombre falso, escondido de la policía. Tal vez vuelva, ¿quién sabe?, a atravesar la frontera entre Uruguay y Brasil por aquellos campos próximos a Bagé. Pero ¿y si pierden la guerra? ¿Y si España es entregada a Hitler y a Franco? No, más fuerte que la conspiración interna y externa ha de ser el pueblo... Vencerán, y él volverá a Brasil, ¿pero cuándo? Apolinario se interroga avanzando entre los naranjos, en la mano una rosa abandonada, cogida en el pequeño jardín de la muchacha campesina asesinada.
Un ruido próximo, pasos de quien se esconde. Algunos soldados lo habían notado ya, y se detenían a escuchar. Apolinario se acerca.
—Algún falangista que se quedó atrás y anda intentando esconderse...
—A lo mejor es el que mató a los viejos y a la chica...
—Vamos a buscarle.
Los soldados se dispersan entre los árboles, inclinados, silenciosos, con la esperanza de encontrar al nazi asesino de campesinos desarmados. El propio Apolinario se interna entre los árboles. También a él le gustaría encontrar al alemán de la ametralladora, al que había desgarrado el vientre de la muchacha y el arrugado rostro de la anciana, al que había manchado de sangre la monda jugosa de las naranjas. «¡Miserable...!»
El sargento Franta Tyburec, de la brigada Dimitrov, oye el rumor sofocado de los soldados que le buscan. Se detiene, trata de esconderse entre los árboles de tal forma que pueda descubrir si son amigos o enemigos los que avanzan y cuchichean. Le duele la cabeza, ¿cuántas horas habría estado sin sentido? Mucho tiempo, seguro. Al volver en sí, ninguno de sus compañeros de batallón se hallaba en las proximidades. Fue en el último avance contra las posiciones falangistas. Un cañonazo hizo volar las paredes de la casa, y las piedras alcanzaron a Franta, que avanzaba, derribándole y dejándole sin sentido. Al restablecerse del desmayo, comprobó que no tenía ninguna herida grave. Estaba con el cuerpo molido, una piedra le había rozado la cabeza arrancándole un jirón de piel, fue ésta sin duda la que lo derribó. Se levantó y se dio cuenta de que había terminado la batalla. Ya no se oían los truenos de la artillería ni el silbar de las balas. Empezó a andar con esfuerzo, le dolía el cuerpo, tenía una rodilla hinchada.
«¿Habrán retrocedido los fascistas?», fue su primer pensamiento, y no para saber si estaba en territorio dominado por los republicanos o por los enemigos, si corría o no peligro. Se preguntaba esto, porque el sargento Franta Tyburec vivía ansiosamente cada minuto de la guerra, cada victoria y cada derrota, por mínimas que fueran. Sobre su patria pesaban también las amenazas del nazismo, hacia Checoslovaquia dirigía Hitler sus ojos codiciosos, y Franta sabía que en España se estaba decidiendo la suerte de Praga. Los periódicos venían llenos de noticias sobre la tensión creciente en el caso de los sudetes, sobre las conversaciones iniciadas entre los gobiernos de Francia e Inglaterra, de Alemania e Italia. También el sargento Franta Tyburec pensaba en su patria en medio de la guerra. Había que vencer a los fascistas en España para impedirles avanzar sobre Checoslovaquia y desde allí contra la Unión Soviética, contra toda Europa, llevando consigo el luto, el dolor y la muerte.
Encontró él también el cadáver de la muchacha española entre las naranjas, y también a él, aquel rostro moreno, con los ojos abiertos de espanto, le recordó a alguien: a su amada española, Consolación, muerta por los fascistas en 1936. Aquél había sido el gran amor de Franta, nacido y terminado al comienzo del drama español. Se quedó parado ante el cuerpo de la campesina, era como si estuviera de nuevo ante el cuerpo de Consolación. Franta tenía raíces profundas en España, allí había amado y sufrido, le parecía a veces que la mayor parte de su vida había transcurrido en aquellas tierras, a pesar de haber llegado comenzada ya la guerra, como uno de los primeros voluntarios. En los últimos tiempos, sin embargo, las amenazas que se cernían sobre su patria le dividían: era al mismo tiempo soldado republicano y obrero checo, y no siempre podía fundir los dos aspectos en un único ser. Últimamente, el deseo de volver se había intensificado, ¿no estaba Hitler reclamando un pedazo de su patria? ¿Y se detendrían ahí sus amenazas? ¿No había llegado el momento de volver a su puesto de lucha en Praga? Pero cuando se detenía a pensar, comprendía que España era la mejor trinchera para defender a su patria. Después de la victoria, volverá. Entonces ya no pesarán amenazas sobre Checoslovaquia; la derrota de España pondrá coto a los proyectos nazis. Él se irá, pero algo suyo quedará aquí, en tierras españolas, junto a la tumba de Consolación. El recuerdo de aquel amor, lo mejor de su vida, va a acompañarle para siempre.
De entre los árboles, Franta distingue, a la luz de la luna, el uniforme republicano de los soldados que andan en su busca. Sonríe: los fascistas han retrocedido. Para él cada palmo de terreno ganado en España es una barrera levantada en la frontera entre Alemania y Checoslovaquia. Se dirige a los soldados, cojeando.
Apolinario oye ruido de risas y exclamaciones. Desde luego, no es un nazi alemán. Los soldados no se reirían así... Aparecen entre los naranjos. Al lado del joven paraguayo viene el desconocido. Es un sargento que se pone firmes y se presenta:
—Sargento Franta Tyburec...
Rostro de obrero, manos callosas saliendo de las mangas de la guerrera cubierta de polvo. Apolinario responde al saludo. El sargento explica cómo perdió a sus compañeros de batallón. Indica su cabeza herida y sonríe. Una risa simpática de hombre sencillo y bueno. Apolinario sonríe también, sigue con interés la narración del sargento, reconoce su aire eslavo:
—¿Ruso?
El sargento habla español con pesado acento:
—Checo. Minero y comunista. Sargento de la compañía Gottwald, de la decimotercera brigada, la brigada Dimitrov...
—Capitán Apolinario Rodrigues.
—¿Español?
—Brasileño y comunista. Brigada Lincoln. Lo mejor es que vengas con nosotros. Vamos a pasar la noche ahí, en esa aldea.
Reanudan la marcha. El sargento va al lado de Apolinario. De alguna parte llegan distantes melodías de acordeón.
—Están celebrándolo... —murmura un soldado.
Apolinario le cuenta al sargento:
—Cuando oímos tus pasos, creímos que eras el nazi que mató a una muchacha y a dos campesinos...
—Encontré el cadáver de la chica. Esos bandidos no tienen alma. Hay que acabar con todos uno a uno... —Había en su voz una nota de odio que hizo volverse a Apolinario.
El sargento notó que debía dar una explicación:
—No creas que tengo sed de sangre, pero mataron a mi novia, una madrileña que lo era todo para mí. Se parecía a esa que hemos encontrado ahí...
—Es curioso. También me recordó a gente mía, de Brasil... Me recordó a mi hermana por los ojos y, por el rostro moreno, a Mariana...
—¿Tu novia?
—No. Una camarada del partido, allá en Brasil. Una brava chica...
—¿Brasil? —preguntó el sargento—. ¿No es en Brasil donde hay un puerto que se llama Santos?
Y, antes incluso de oír la respuesta de Apolinario, concluyó:
—Sí, es allí, en Brasil, el país del café. Esta misma mañana he leído en un periódico de Barcelona un reportaje sobre ese puerto, sobre la huelga, fue algo formidable...
Apolinario se detiene, agarra el brazo del sargento:
—¿Sobre la huelga de Santos? Perdona —dijo al notar la fuerza con que le apretaba el brazo—, pero todo lo que sé de esa huelga es que empezó, y no volví a tener la menor noticia.
El sargento se echó a reír:
—Pues yo sí sé como ha ido. Uno vive con la mitad de la cabeza en esta guerra y la otra mitad en lo que pasa en su propia tierra. Estoy aquí desde 1936, y a veces tengo la impresión de que he vivido siempre aquí. Las cosas más importantes de mi vida han pasado en este país —su pensamiento estaba otra vez en Consolación—. Pero la mitad de mi cabeza está en Praga, con los compañeros de la mina, con los camaradas del partido checo... Sé lo que es eso...
—¿Y la huelga? ¿Qué decía el periódico?
—Bueno, contaré lo que recuerdo... Qué pena, le di el diario a un soldado, después de haberlo leído.
Apolinario inclinó la cabeza, aflojó el paso, para oír mejor. La voz del sargento sonaba en la noche:
—Si no recuerdo mal, era una huelga para impedir el envío de caféa los falangistas...
—Exactamente. Café que le mandabaa Franco el gobierno brasileño. Los estibadores de Santos decidieron no cargar el barco... Y se declararon en huelga. Eso es todo lo que sé.
—Pues hubo mucho follón allá. La huelga duró más de diez días. La policía hizo horrores. Detuvo a varios huelguistas, otros fueron muertos. Y, a pesar de todo, continuaron la huelga. Hubo que movilizar al Ejército para cargar el barco, y aún tuvieron que obligar a algunos soldados que se negaban...
Apolinario oía en silencio. Todos los recuerdos de Brasil le venían ahora en torbellino, y veía a los descargadores de Santos, cuya tradición de lucha conocía, batiéndose con los policías, veía a los soldados murmurando contra las órdenes reaccionarias. Los soldadosa quienes amaba, sus compañeros de uniforme.
—¿Los soldados? ¿Se negaron a obedecer?
—Parece que sí. Es un gobierno fascista, ¿no? Y así y todo los trabajadores hicieron la huelga para ayudarnos. Es formidable...
El checo sonreía. También su patria estaba amenazada por los fascistas, y el gesto de los estibadores de Santos tenía para él una significación especial.
Anduvieron unos pasos en silencio, entregado cada uno a sus propios pensamientos. Franta volvió a hablar:
—Tenemos que ganar... Tenemos que ganar. Somos decenas y decenas de millones y si nos ayudamos unos a otros en todas partes, no hay fuerza que pueda con nosotros, con los obreros.
—No la hay... No puedes imaginar lo que esa huelga representa. La constitución fascista prohíbe las huelgas y castigaa los huelguistas. La policía es salvaje: aporrea, tortura, mata. Nadie tiene ningún derecho. Declararse en huelga hoy, en Brasil, es tan heroico como estar en una trinchera. No hay diferencia...
Apolinario hablaba con ardor. Franta continuó:
—No sé lo que va a pasar en el mundo. No sé lo que va a pasar en mi patria. No sé como va a acabar esta guerra de España. Pero, cuando leí el reportaje sobre Brasil, sentí que, pase lo que pase, venceremos al fin... Cuando todos los trabajadores lo comprendan... Somos los más fuertes...
—Y tenemos con nosotros a la Unión Soviética.
—Y a papá Stalin... —El sargento sonreía al pronunciar aquel nombre amado—. Tenemos que ganar.
Las notas del acordeón estaban más próximas. Venían de una carretera a donde Apolinario y sus hombres fueron a desembocar poco después. Grupos de soldados republicanos se dirigían a la misma aldea que ellos. El sargento checo salió en busca de sus compañeros de batallón. Pero, al no encontrarlos, volvió junto a Apolinario:
—Voy con vosotros. Tal vez los míos estén en la aldea. Pensarán que me he muerto...
En la aldea, llena de soldados, les fue designada una casa donde un viejo campesino de rostro arrugado, exhibiendo en una amplia sonrisa un único diente enorme, les dijo con voz llena de cariño paternal:
—Pónganse a su gusto. Es la casa de un español. Pónganse a su gusto que voy a buscar vino. De mi vino no beberán esos alemanes asesinos. Cuando estuvieron aquí, lo buscaron por todas partes, pero bien escondido lo tenía yo. Dinero no tengo. Y mi nieto, que es todo lo que me queda, está de soldado con los republicanos.
El sargento checo se despidió, siguió en busca de su batallón. También Apolinario había salido para recibir órdenes del mando, mientras los soldados se quedaban preparando, con ayuda del viejo campesino, una cena de circunstancias. Cuando volvió, ya le esperaban para iniciar el improvisado banquete. El viejo campesino exhibía orgulloso un garrafón de vino.
Apenas habían empezado a cenar cuando el sargento checo apareció en la puerta.
—¿No has encontrado a los tuyos?
—Ven a cenar con nosotros...
—Los encontré, sí, pero he vuelto —y sonreía con su amplia sonrisa cordial— porque un soldado tenía el diario del que te he hablado. Lo había guardado en el bolsillo de la guerrera para leerlo después. Se lo traigo para el capitán...
Apolinario se levantó y cogió el periódico:
—Gracias, muchas gracias, amigo...
Se sentó y empezó a leer. Era un amplio reportaje, enviado desde Santos por un español, relato circunstanciado de la huelga desde sus inicios. Allí se hablaba de las primeras detenciones, cuando los estibadores declararon que no cargarían el café para Franco en el barco alemán. El inicio de la huelga para pedir la libertad de los detenidos, la intervención del ministro de Trabajo, el asesinato de Bartolomeu, la congelación de los fondos sindicales, las huelgas de solidaridad en São Paulo, el ataque de la policía en el entierro de Bartolomeu, la carga brutal contra los obreros, las despedidas y detenciones en masa, la intervención federal, los soldados cargando el barco, el inicio de la revuelta contra las órdenes del coronel integralista, los estibadores obligados luego a trabajar a la fuerza. Y las amenazas que pesaban sobre los que estaban detenidos aún, contra quienes se intentaba iniciar un proceso. Los descargadores españoles habían sido amenazados de expulsión, querían entregarles a Franco, pero, decía el reportaje, la huelga, aunque vencida, era una prueba de que los trabajadores brasileños estaban del lado del pueblo español y lo demostraban en su patria.
Apolinario empezó a leer en voz alta. Los soldados escuchaban en silencio aquellas noticias llegadas de tan lejos, viejas ya. El calor de aquella solidaridad brasileña ofrecida con sangre y sacrificio, les demostraba una vez más la justicia de su causa y les compensaba de aquellos días de duro combate en defensa de la pequeña cota sobre la colina y los alentaba para nuevos combates. Poco a poco habían ido dejando de comer para escuchar. El sargento checo, a quien el viejo campesino había dado también un vaso de vino, escuchaba apoyado en la puerta. Cuando el capitán terminó, con voz emocionada, de leer aquellos sucesos lejanos, el sargento Franta Tyburec, minero checo, alzó su vaso de vino:
—Camaradas, bebamos por los obreros brasileños. A la memoria de los que cayeron en esta huelga.
El campesino paraguayo se levantó:
—Y a la salud de Prestes, nuestro gran camarada.
Apolinario alzó el vaso, sosteniendo aún el periódico con la otra mano. Sí, era una sola lucha la que se libraba en Brasil contra el Estado Novo, en Checoslovaquia contra las amenazas de Hitler, en España contra la reacción en armas. Bajo la guerrera del capitán del Ejército republicano, él seguía siendo un soldado del partido brasileño, como los estibadores de Santos. Allí, en una perdida aldea española, tras el combate, reencontraba de repente a su pueblo, a sus camaradas brasileños, alzados en huelga, aplastados por la policía, pero jamás vencidos.
—¡Salud! —dijo, y su voz salía ronca de emoción.
João había permanecido en Santos durante algún tiempo, tras el fin de la huelga. Así lo habían decidido, a pesar de la falta que hacía en São Paulo, donde el secretariado se encontraba en cuadro tras la marcha del Rubio a Campos do Jordán, y donde aumentaba la tarea, especialmente después de la traición de Saquila. Pero, ¿cómo abandonar Santos, uno de los bastiones del partido, en aquel momento? Era preciso levantar el ánimo de los trabajadores. Varios de ellos se sentían defraudados al ver que, pese a todo, el barco había sido cargado. Fueron los soldados quienes lo hicieron, pues los estibadores se habían negado pese a todas las amenazas. Aún así, el día en que el barco nazi con la carga de café apilada en las bodegas lanzó el pitido de marcha y abandonó el muelle, hubo descargadores que lloraron de rabia. Una atmósfera mezclada de odio y de desaliento, melancólica y pesada, dominaba el muelle. Sentían la rabia de lo que habían sufrido y seguían sufriendo por los compañeros detenidos y procesados, por los españoles amenazados de expulsión del país, por los muchos despedidos del trabajo, pero había sin duda también un movimiento de desánimo, y varios se preguntaban de qué había servido todo aquel tiempo de huelga, con heridos y muertos, los encuentros con la policía, el hambre rondando sus casas, el llanto de los chiquillos sin nada que comer, los presos y torturados, ¿de qué había servido todo aquel sacrificio, si al fin el café había salido en el barco alemán e iba a servir a los falangistas? ¿Para qué?, se preguntaban los grupitos que murmuraban en los muelles aun vigilados por el Ejército.
João se quedó para capitalizar aquel sentimiento positivo de odio y para combatir y liquidar el sentimiento negativo de desánimo. Durante la huelga, la organización del partido había crecido considerablemente, y no sólo entre los estibadores, descargadores y ensacadores del puerto, sino también en todas las empresas de la ciudad, donde se habían desarrollado movimientos de solidaridad con los huelguistas. En fábricas y barrios habían surgido nuevas células, y las antiguas habían ganado nuevas adhesiones. Pero todo este trabajo podía venirse abajo si el desaliento, la sensación de inutilidad, dominaba sobre el orgullo de la lucha y el odio contra la reacción sangrienta. Aquellos días que siguieron a la huelga fueron para João los más difíciles, los de más delicado trabajo. Era necesario levantar el ánimo no sólo de los compañeros, sino de todos los trabajadores, mostrarles concretamente que la huelga,a pesar de haber sido vencida, había sido una victoria, la primera gran victoria de los trabajadores contra el Estado Novo. La constitución fascista que prohibía las huelgas había sufrido su primer gran golpe; los obreros demostraban, con la huelga de Santos, que no estaban dispuestosa permitir que la prohibición se aplicara. El gobierno había intentado negociar y tuvo que recurrira la violencia más brutal para conseguir sofocar el movimiento. El saldo era positivo. La huelga de Santos había animado otras, por todo el país, despertando un profundo sentimiento de solidaridad entre los trabajadores, y de solidaridad también con la España republicana. Debidoa la repercusión de la huelga de Santos, escritores y artistas habían publicado en Rio un manifiesto de apoyo a los republicanos españoles y de repudio a Franco. La huelga había demostrado que la clase obrera no estaba dispuesta a consentir la fascistización del país, que no aceptaba la constitución del 10 de noviembre, que no admitía la política internacional del gobierno de alianza con los regímenes fascistas, de aproximación a Hitler y Mussolini. Al contrario, se levantaba, en una huelga política, para combatir por la democracia. No sólo era João quien lo comprendía así, sino también el gobierno, empeñado en la tarea de aplastar toda actividad de los comunistas.
Pero muchos trabajadores no analizaban la importancia y la repercusión de la huelga, y se limitaban a considerar el hecho de no haber logrado impedir el cargamento del barco y de que varios compañeros estuvieran presos y otros hubieran sido despedidos de su trabajo en el muelle. En primer lugar, pensaba João, es necesario que los compañeros del partido comprendan exactamente el significado de la huelga, porque incluso entre muchos comunistas dominaba aquel sentimiento de frustración y de desaliento. Unas hojas llegadas de São Paulo, muy bien impresas, firmadas por Saquila y sus secuaces, criticaban duramente la política del partido, la forma como la huelga había sido lanzada y dirigida, y empezaban a tener eco en los muelles. Aquellas hojas, que hablaban en nombre de una supuesta nueva dirección regional del partido, condenaban la huelga como táctica de lucha contra el Estado Novo en aquel momento, y predicaban la alianza del proletariado con los elementos «democráticos» de São Paulo para deponer a Getúlio Vargas por medio de un golpe de estado. Muchos compañeros, desconcertados ante el contenido de aquellas hojas, buscaban a los dirigentes de célula para que les aclararan qué significaba aquella situación extraña en la que Saquila aparecía al frente de una nueva dirección y con una nueva línea política. Saquila era muy conocido en el seno del partido, y aún rodeaba su nombre un resto de prestigio. Todo eso hacía indispensable la presencia de João en Santos, incluso después de terminada la huelga.
No era fácil reunir a la gente en aquellos días. La vigilancia policíaca no había disminuido con el fin de la huelga. Santos estaba llena de policías de paisano, llegados de São Paulo y Rio, que, temerosos de nuevos movimientos en los muelles, vigilaban también a los soldados del Ejército que ocupaban la ciudad. No tenían la menor confianza en ellos, y buscaban afanosamente a los dirigentes que habían escapado a la detención, como Osvaldo y Aristides. El trabajo avanzaba lentamente, y João, a veces, pese a ser normalmente tan dueño de sus nervios, se exasperaba. Veía como iban apareciendo, cada vez en mayor número, las hojas de Saquila y su pandilla, provocando confusión creciente en militantes y trabajadores. Veía el peligro que se cernía sobre la labor del partido, sobre su propia organización. Era un trabajo muy distinto del que había realizado antes, en la preparación de la huelga y durante su transcurso, cuando lo importante era sembrar la agitación, ampliar la base, cuando era fácil llevar adelante las consignas, cuando el fuego del combate bastaba para impulsar a los hombres y al movimiento. Ahora era un trabajo de paciencia, de explicación, que no tenía ante él un objetivo inmediato, como la huelga. João se lanzó a la tarea, y en pocos días se fue transformando la atmósfera del muelle. Jamás iba al puerto, jamás andaba por los tinglados, entre los embalajes y los fardos, no oía las canciones nostálgicas de los marineros, pero a él se debía que los muelles se animaran de nuevo y que la ilusión emergiera de aquella atmósfera pesada de confusión y de derrota.
Se reunió primero con los dirigentes locales del partido que permanecían en libertad. Les explicó detalladamente el significado de la huelga, desenmascaró a Saquila y a su grupito, les mostró las perspectivas abiertas por el movimiento huelguista, y no les dejó hasta que notó que estaban convencidos, con la necesaria consciencia para continuar su labor. Luego les envió a discutir con los demás compañeros en las organizaciones de base. Pero no le pareció suficiente, y fue él mismo ante ellos, en un trabajo largo, difícil y peligroso, y allí volvió a discutir, a explicar, a levantar los ánimos, a crear entusiasmo. Con algunos compañeros habló incluso particularmente, en especial con ciertos militantes incorporados al partido durante la huelga, atraídos por la lucha, y que ahora se sentían un poco desconcertados, sin saber qué hacer. Fueron días y días de pacientes intervenciones, de largas charlas. Desde São Paulo, enviado por la regional, había llegado material sobre Saquila, comunicando su expulsión del partido, y con la suya la de todo su grupito. João decidió que aquel material circulara, y no sólo entre los compañeros, sino también entre los simpatizantes y los trabajadores en general. Se hacía necesario hacerlo llegar a toda la masa obrera, pues ya toda la ciudad, y no sólo el puerto, estaba inundada por las hojas de Saquila, aquellas octavillas impresas en buen papel y con buena tipografía. João le dijo a Osvaldo, cuando los primeros textos de Saquila aparecieron en Santos:
—Jamás se vio material del partido tan bien impreso —sonrió con una breve sonrisa en la que aparecía una nota de desprecio hacia Saquila—. Cualquier militante se da cuenta en seguida de que estas hojas no han salido de las imprentas del partido.
—Quizá hayan salido de las de la policía...
—Serán de los talleres de A Noticia. Son los armandistas los que están detrás de Saquila. Y él hace lo que puede para arrastrarlos a esa aventura. En el fondo, Saquila siempre quiso colocar a la clase obrera a remolque de la burguesía de São Paulo... Un cerdo traidor...
—Un policía —clasificó Osvaldo.
—De gente así se puede esperar de todo. Los enemigos usan contra nosotros todas las armas, desde las porras de goma para machacara nuestra gente, hasta tipos como Saquila, infiltrados en el partido.
Su primera gran victoria fue la unanimidad con que las células locales del partido aprobaron la decisión de la regional al expulsara Saquila y sus secuaces. Por otro lado, João estaba consiguiendo poner en marcha de nuevo el trabajo de cada día, encaminando hacia éla los militantes llegados con la huelga. En principio los dedicóa preparar un movimiento de solidaridad con los huelguistas detenidos y procesados, recogiendo dinero para enviárseloa las cárceles.
Poco a poco fue cambiando el ambiente en el puerto, y restableciéndose aquella atmósfera anterior de valentía y decisión revolucionaria a la que Santos debía su título de «ciudad roja». Veinte días después de terminada la huelga, João se dio cuenta de que el peligro mayor estaba superado, y de que se acercaba el momento de mostrar a la policía que no estaban vencidos, que el partido no había sido aplastado en Santos. Estudió con Osvaldo y otros dirigentes la acción que convendría efectuar: llenar los alrededores del puerto de pancartas y pintadas pidiendo la libertad de los presos.
Estaba preparando la manifestación cuando una mañana, un camarada llegado de São Paulo le trajo una nota del secretario regional. Era aquel mismo camionero que había llevado al Rubio al iniciarse la huelga, un camarada de confianza y del que jamás había sospechado nada la policía. Bebió un vaso de agua y se sentó, mientras João leía la nota. Y notó como, a medida que iba leyendo, el rostro del dirigente se cerraba angustiado, cubierto de tristeza.
—¿Cuándo vas a volver, Pedro? —la voz de João era casi dolorosa.
—De madrugada. Sólo espero a cargar el camión. Me dijeron que es posible que vinieras conmigo. De madrugada es mejor, no hay tanta vigilancia en las carreteras...
João se sentó también, volvió a leer la carta. De repente, se decidió, y su voz era otra vez la de siempre. Sólo con mucho esfuerzo podría notársele un leve temblor. Su rostro iba recuperando la apariencia cotidiana, un poco fatigado, un poco severo. Sólo seguían tristes sus ojos, clavados en la pared del cuarto, como si quisieran ver a través de las paredes, en algún punto distante.
—No. No voy a ir contigo. Tengo que hacer aún aquí. Pero, espera, te voy a dar un recado para los de allá.
Tenía ganas de preguntar más al camarada. Las preguntas subían de su pecho, pero sabía que era inútil, que Pedro, desde luego, no sabría nada. Escribió la nota casi maquinalmente. Su pensamiento estaba con el niño perdido, que no llegaría a nacer, el hijo aquel que tanto había esperado, con quien tanto soñara... Y Mariana, pobre, cómo debía de estar sufriendo...
Mariana había abortado a consecuencia de una caída, al saltar de un tranvía en marcha. Había tenido la impresión de que le seguía un policía y, para despistarlo, saltó del vehículo entre dos paradas. Cayó de mala manera, sobrevivió a la hemorragia, pero perdió al hijo. Ya se encontraba mejor, le habían contenido la pérdida de sangre, pero se sentía destrozada. Era Zé Pedro quien le escribía, diciéndole, en nombre de la dirección regional, que volviera ahora, cuando ya lo más duro del trabajo estaba hecho. Pero en el mismo papel en que le escribía Zé Pedro, había unas líneas de Mariana, escritas con letra insegura de enferma: «Si tienes que hacer, no vengas. Estoy bien. Puedo esperar.»
«Buena chica. Y valiente», pensaba João mientras entregaba al chófer la carta para Zé Pedro. Sabía anteponer, también ella, el trabajo del partido a sus intereses personales. João podía imaginar hasta qué punto necesitaba Mariana de él en estos momentos, midiendo la necesidad que él mismo sentía de estar junto a ella, de buscar en su amor el consuelo para soportar la dolorosa noticia. Si estuvieran juntos, sería, sin duda, mucho más fácil. En el primer momento había pensado sólo en volver, en ir a acariciar el rostro amado de la esposa, a consolarla y consolarse con su afecto. Fueron las líneas escritas por Mariana las que le hicieron comprender que el trabajo no estaba terminado en Santos, que aún no había llegado el momento de partir. Por doloroso que le resultara quedarse allí, sólo con aquella noticia, con la pérdida de aquel hijo tan ansiosamente esperado...
Soñaba desde hacía mucho tiempo con aquel hijo. Incluso antes de casarse, de conocer a Mariana, de amar a cualquier mujer, había soñado con aquel hijo, capaz de llenar de vida y de alegría su difícil y peligrosa existencia. Cuando, durante la huelga, el Rubio le habló de la gravidez de Mariana, João se había sentido leve y matinal, despojado de toda fatiga, y el trabajo le había parecido más fácil, y las noches de vela más cortas. En sus raros momentos de descanso imaginaba cómo sería cuando el niño hubiera nacido y él le tomara en sus brazos, viéndole agitarse, articular sonidos ininteligibles, abrir los ojos ávidos a la vida entorno. Le veía después, crecido ya, pronunciando las primeras palabras en la lengua embarullada de los niños, que tanto amaba, dando los primeros pasos indecisos, y era como si ya lo tuviera consigo, de tanto como soñaba con él. Con él y con Mariana, pues en su pensamiento madre e hijo se juntaban en el mismo infinito cariño.
Afortunadamente, Mariana no corría peligro. Sólo estaba destrozada moralmente, y muy triste. ¿Cómo no iba a estarlo? También ella ansiaba aquel hijo, también ella soñaba con aquel niño que crecía en su vientre, y João recordaba aquella noche pasada en casa cuando fue a São Paulo, durante la huelga, a reunirse con el secretariado. Había sido una noche encantada, uno de esos raros momentos en la vida totalmente llenos de alegría: la alegría de volver a verse los dos, tras la separación, y de volver a verse cuando una nueva vida se gestaba, creada por su amor, aquella vida que iba a completar la ternura de João y Mariana. Ella le había mostrado los zapatitos que tricotaba en sus noches libres, las camisitas que le iba haciendo su madre, aprovechando los retales traídos de casa de la hermana. Y hablaron del niño horas y horas, mezclándole en sus sueños, en su esperanza, en su lucha. Cuánto debía de estar sufriendo Mariana, y, pese a todo, su consciencia de militante prevalecía sobre el dolor y la tristeza, y le decía que se quedara mientras tuviera trabajo por hacer. João, tras la marcha del camionero, se quedó algún tiempo entregado a sus pensamientos. Y el recuerdo de Mariana le trajo el recuerdo de un trabajo por hacer y que había ido aplazando días y días por saber que era una tarea dolorosa. Tenía que ir a ver al negro Doroteu, a ayudarle en la crisis que el compañero estaba atravesando. Ya debería haber ido a ver al negro, de quien tenía noticias por medio de Osvaldo. Pero sólo ahora comprendía lo que debía de estar sufriendo su compañero, y qué lógica era aquella crisis en que se debatía. João decidió ir a verle aquella misma noche.
Buscado por la policía, el negro Doroteu estaba escondido en una casa de São Vicente, adonde habían ido algunos compañeros para intentar que se interesara de nuevo por los trabajos del partido, por las noticias sobre el fin de la huelga, por las nuevas tareas que planteaba la ruptura con Saquila. Pero el negro era la imagen misma del desaliento, de la indiferencia ante todo.
En los primeros días, tras la muerte de Inácia, había vivido como atolondrado, hablando solo, con frases sin sentido, queriendo matar a policías para vengarse, y habían hecho lo posible para alejarle del puerto, para esconderle lejos de la atmósfera de la huelga. Osvaldo había estado con él, finalizado el conflicto, para hablarle en nombre del partido. Pero Doroteu oía sus palabras sin entenderlas, no reaccionaba, como si la vida no le importara ya nada. Sólo al saber que el barco alemán había sido cargado por los soldados, murmuró:
—Y para eso murió ella...
João estimaba al negro Doroteu, le gustaba su alegría, su bondad, su dedicación. Tímido y reservado, João amaba la desenvuelta alegría del negro, aquella poesía que parecía embargarle, el agreste lirismo de su armónica. Solía decir que para el negro Doroteu la revolución era una fiesta, que la sentía así. Desde el día de los tumultos del entierro de Bartolomeu, João había decidido ir a hablar con Doroteu, pero había ido aplazando la visita, con el pretexto de que tenía cosas más inmediatas y urgentes por hacer. Ahora, tras la noticia llegada de São Paulo, João se preguntaba si no habría ido aplazando la visita inconscientemente, temeroso de aquel dolor abierto en el negro como una llaga. Comprendía ahora que no había tarea más inmediata y más urgente que la de devolver el ánimo al compañero Doroteu, la de ayudar a aquel camarada tan despiadadamente herido. «El hombre es el capital más precioso», se encontró repitiendo para sí mismo. Debía ir a verle aquella misma noche, ya que no podía estar en São Paulo para consolar a Mariana.
João había aprendido a dominar sus emociones en los largos años de su vida revolucionaria. De él decían sus compañeros que era un «témpano» inmune a las emociones. Pero sintió que se le humedecían los ojos cuando, en la pequeña salita pobre, el negro Doroteu le abrazó, le apretó contra sí, sin intentar siquiera ocultar las lágrimas. También el negro esperaba un hijo, y ese hijo no nacería ya. También Inácia estaba grávida, como lo había estado Mariana. João apretó los dientes, hizo un esfuerzo, pero aún así su voz sonaba trémula cuando le dijo, en voz muy baja:
—Nadie dio más por la huelga que tú, Doroteu, que diste a tu mujer y a tu hijo. ¿Qué te voy a decir? Tú sabes que todos nosotros compartimos tu dolor...
El negro se cubrió el rostro con sus manos enormes. João continuó.
—También en España están muriendo mujeres y niños. Cumplimos con nuestro deber. De esas muertes nacerá la paz para todos. No somos hombres para quedarnos llorando en un rincón. La sangre de los nuestros no pide lágrimas, lo sabes muy bien. No es llorando como nos hacemos dignos de ellos...
De todos los hombres que él conocía, João era el más respetado por el negro Doroteu. Jamás había visto a Prestes, no conocía a ningún dirigente nacional. João era para él el símbolo del partido. Tal vez hubieran sido aquellas palabras las primeras que atravesaron la coraza de dolor que le había cubierto desde la muerte de Inácia.
—Si al menos hubiéramos ganado... Pero allá se fue el café, para España. ¿De qué sirvió todo? ¿Para eso murió ella?
—Sé lo que sientes. Sé que es duro. Pero un comunista es un comunista. Dicen que un gato es un gato y un hombre, un hombre... Y yo te digo que un comunista no es un hombre como los demás. Por algo somos comunistas. Para saber soportar también con más valor que los otros los malos momentos.
—Eso es fácil de decir... Pero cuando uno...
—Mira Prestes: su mujer está en un campo de concentración en Alemania. Y eso es peor que la muerte. Su familia anda dispersa por el mundo. Su hija nació en la cárcel, está en manos de los nazis. Y mira cómo se comporta Prestes.
—Para eso es Prestes... No todos podemos ser como él.
—Él es el ejemplo para todos nosotros, para todos los comunistas brasileños. Nuestra obligación es intentar ser tan valerosos como él.
Doroteu le miró, vio la tristeza en los ojos de João. Recordó aquella noche de la huelga, cuando el dirigente le dijo que también su mujer esperaba un niño. Habían estado riéndose los dos, hablando de los chiquillos que ibana nacer. Ahora ya no nacería ningún hijo de Doroteu, hijo y mujer habían muerto bajo los cascos de los caballos. João podía hablar, porque su hijo estaba creciendo en el vientre de su madre y, pasados unos meses, lo tendría en sus brazos. Una cosa es estar triste por los demás, y otra es perder todo lo que uno tiene en el mundo...
—Perdí todo lo que tenía...
—¿Y el partido? ¿Y la lucha? ¿Y nuestra causa, Doroteu?
—¿Nuestra causa? Lo he perdido todo, João, de una vez: Inácia, el niño, hasta la huelga que perdimos... Si al menos el barco no se hubiera llevado ese maldito café para los fascistas...
—¿Qué es lo que crees? ¿Que la huelga es el objetivo final de nuestra lucha? ¿Que la huelga es un fin en sí? La huelga es un medio de lucha. Nosotros, Osvaldo, yo y los demás, ya se lo hemos explicado a los compañeros del puerto. No somos un partido para ganar huelgas, somos un partido para hacer la revolución. Una huelga que se gana, una huelga que se pierde, son sólo pasos en el camino de la revolución. Y esa huelga, que tú dices que hemos perdido, ha sido un paso enorme...
El negro se iba interesando. João volvió a dar las mismas explicaciones, largas y pacientes, que ya había dado a tantos otros.
De vez en cuando, Doroteu le interrumpía con una pregunta. Osvaldo tenía una media sonrisa en los labios. Veía al negro resurgiendo de su dolor.
—Ahora es cuando empieza el trabajo más duro. Hay mucho que hacer. Capitalizar todo lo que la huelga nos dio, consolidar la organización del partido, alzar un movimiento de solidaridad con los detenidos, preparar las condiciones para un movimiento aun mayor...
João veía a Doroteu debatiéndose entre el interés por la política y el dolor por la definitiva ausencia de Inácia, por aquella brutal desgarradura de su ilusión de tener un hijo. No bastaban las consideraciones políticas. Puso una mano en el hombro del negro, con un gesto solidario:
—¿Qué diría Inácia si te viera así, desmoralizado, entregadoa la desesperación, sin hacer el menor esfuerzo para vencer esa crisis? ¿Qué diría? —hablaba ahora como para sí—. Era alegre y buena, nunca conocí a nadie tan alegre como ella... Tenía más entusiasmo que todos nosotros... ¿Qué diría ella, Doroteu? Inácia no estaría satisfecha, estoy seguro...
—Mi alegría era la suya, camarada...
—¿Qué te diría Inácia si ella estuviera aquí, en mi lugar? Sé que te diría que queda mucho aún por hacer, que un comunista no tiene derecho a dejarse dominar por el sufrimiento cuando luchamos por la causa mayor del mundo...
—Eso es fácil de decir, camarada, cuando uno no ha perdido a la mujer y al hijo, cuando la mujer de uno está esperando un hijo... Es otra cosa...
—No. Puedo decírtelo. Sé lo que es eso. Mi compañera también ha perdido el niño que esperaba —y decirlo le costó un esfuerzo inmenso. Tenía un íntimo pudor de su sufrimiento, no le gustaba exhibirlo.
—¿Qué? —dijeron al mismo tiempo Osvaldo y Doroteu.
—¿Cómo fue? ¿Cuándo?
—Hace dos días, en São Paulo. Cayó de un tranvía. Tenía la impresión de que un policía la seguía y, para despistarle saltó del tranvía en marcha. La caída provocó el aborto...
Y ahora ya no miraba al negro Doroteu. Sus ojos se perdían en una niebla de tristeza.
Doroteu se puso en pie, con las manos tendidas. Pero João no lo veía, y continuó, en voz baja:
—Sé que a veces es difícil...
Doroteu le apretaba la mano:
—¿Y no has ido a São Paulo? ¿No has ido a ver a tu compañera?
—Me he enterado hoy. Pero hay mucho trabajo aquí. Cuando acabe, volveré...
La voz de João recobraba su tono normal:
—La verdad es que cuando recibí la noticia, mi primera idea fue volver. Debe de necesitarme, la pobre. Pero en la misma nota en que me lo comunicaban los camaradas, había unas líneas de ella diciendo que no fuera hasta que no tuviera aquí ninguna tarea por hacer... Si Inácia pudiera, te diría eso también...
La voz del negro era casi un sollozo:
—Perdona, camarada João. Estoy todavía muy lejos de ser un comunista. Estoy aquí, enterrado, con todos mis pensamientos en Inácia y en el niño. Tienes razón... ¿Qué diría ella si me viese así?
Dio algunos pasos por la sala. Hablaba de espaldas a João.
—El día antes de su muerte estuvimos hablando y prometió que, si moría uno, el otro no tenía que llorar. Lo que tenía que hacer era continuar el trabajo en el partido... Y había olvidado todo eso, sólo pensaba en mí mismo, en que ya no la tenía, en que el niño ya no nacería jamás...
Se volvió hacia João:
—Y tú, con el mismo derecho que yo para quedarte en un rincón llorando, ni vas a ver a tu mujer. Te quedas aquí para venir a ayudarme... Ahora sé lo mal que obré con el partido...
Y completó con un susurro:
—...con Inácia...
—¿Qué es lo que se gana llorando? —preguntó João—. Son tantas las mujeres, tantos los niños amenazados... Si no nos damos prisa va a haber mucha gente por quien llorar en el mundo entero. Lo que hay que hacer, es apretar los dientes y meterle duro al trabajo...
—Mañana mismo quiero volver... —pidió Doroteu—. Debe estar difícil aquello en el puerto ¿no? La gente desanimada...
—Ahora va mejor... —explicó Osvaldo—. Pero en los primeros días era terrible. Nos hacías falta. Nos podías haber ayudado mucho.
—Aun nos ayudará mucho... —Y João sonrió entre su tristeza al negro Doroteu—. Pero no sé si vale la pena que se quede en Santos. Está muy marcado por la policía, y además... En fin, quizá sea mejor que Doroteu salga de aquí por una temporada, que vaya a trabajar a otra parte. No puede siquiera volver al muelle, está despedido. Discutiré todo esto en São Paulo, con los camaradas...
—Pero yo quiero un trabajo peligroso. Qué me importa...
—¿Qué? ¿Qué es lo que quieres? ¿Volver al trabajo del partido, o matarte?
—Tienes razón, camarada. Haré lo que me digáis. Aún ando medio alelado y no sé qué digo ni qué hago. Pero os prometo que voy a reaccionar...
João sonrió otra vez. Ahora también él sufría menos. Aquella conversación le había sido útil también a él.
—Uno aprende y se forma a base de vivir... No se nace comunista...
Se levantó para despedirse. Antes de salir, le dijo a Doroteu:
—¿Sabes que los camareros del hotel han dado el nombre de Inácia a su célula? Ahora tienes que ser un militante todavía mejor: por ti y por la memoria de Inácia, que pertenece a todo nuestro partido...
—Era tan alegre... —recordó también Osvaldo.
Y los tres volvieron a ver, como si estuviera allí en la sala pobre, entre ellos, a la hermosa negra Inácia, flor del puerto de Santos. Osvaldo la veía bailando en la blanca arena de la playa, aquella noche en que las linternas saludaban al barco soviético anclado en la rada. João la veía, reciente militante entusiasta, recogiendo dinero entre los camareros y los empleados de los hoteles, colocando una hoja ilegal en la suite del ministro de Trabajo, tirándose entre las patas de los caballos para levantar la bandera brasileña. Doroteu la veía a la hora de la muerte, sonriendo entre el dolor, animándole. ¿Cómo había podido él apartarse de todo, abandonar el trabajo, olvidar al partido, encerrarse en su tristeza, cuando Inácia era la misma alegría, la misma esperanza, la imagen misma de la lucha revolucionaria?
—Estoy a las órdenes del partido, camarada.
Días después, las calles próximas al puerto de Santos aparecían cubiertas de inscripciones en las paredes, banderas rojas en los hilos de la electricidad, una pancarta reclamando la libertad de los huelguistas detenidos, había sido audazmente colgada en una esquina. Los policías iban y venían, invadieron las calles, enviaron un informe a Barros, en São Paulo, se pasaron el día retirando banderolas e intentando cubrir las negras inscripciones de alquitrán. Estibadores, descargadores, ensacadores, marineros de los remolcadores y de los barcos sonreían furtivamente ante las amenazas de los policías, y muchos de ellos, una vez terminado el trabajo, fueron a beber un trago en la taberna, para celebrar aquello. El puerto de Santos resplandecía al sol; sobre el mar volaba una banderola roja arrancada por el viento.
Aquella misma noche, João salió para São Paulo.