16 DE JULIO DE 1808, BURGOS

MI ESTADO MAYOR ardía de impaciencia por llegar a Burgos y tener nuevas noticias de la victoria. Dimos vista a la ciudad a las ocho de la mañana.

El general Rey, ayudante de campo del emperador, tenía a sus tropas haciendo calle desde media legua antes de la muralla. El «buró de propaganda» debe de haber estado también muy activo. Sonaron las salvas entre el repique de campanas a mi llegada. Colgaduras en ventanas y balcones. Todo el ritual. El pueblo, poco numeroso y despegado. Algún «¡Viva el rey!». Mi oído se va afinando al uso del español; no puedo jurarlo, pero me parece que los «vivas» estaban pronunciados con un acento gangoso, que conozco muy bien y que inspira sospechas.

Soy huésped del arzobispo, en su palacio situado al lado de la impresionante catedral. El primer gran monumento que contemplo en España. Sigue el ritual: capítulo de la catedral esperando a la puerta. Entrada bajo palio. Solemne tedéum.

¿No se han enterado aún los españoles de su derrota en Medina de Rioseco? Es imposible que estén dando gracias. El «buró» no puede haberse atrevido a tanto.

La catedral es maravilla de arquitectura, un tanto sombría. Sobrecoge el ánimo del visitante. Sentí una profunda emoción al contemplar el cofre del Cid.

La mente nos juega malas pasadas con la ilación de las ideas. En el recinto sagrado no logré reprimir un grato y pecaminoso recuerdo a mademoiselle Trefoneau. ¿Se llamaba Elisa la hija del Cid Campeador en la escena? Dios, que me ha cargado con tan desmedida afición a las damas, espero que sea benigno al pedir cuentas. He leído en los libros de historia que los confesores de los reyes españoles se esforzaban en desviar los rigores de conciencia de los soberanos de los pecados de la carne, para que concentrasen sus esfuerzos en cumplir las mucho más graves obligaciones de estado. Me conviene tomar uno de esos confesores. Veré si resta alguno de los de Carlos IV y… aprenderé a silbar.

De regreso al palacio del arzobispo, al otro lado de la plaza, encontré a la puerta unos magníficos caballos con arneses a la española, por si deseaba cabalgar. Tras la audiencia, en la que se reforzó mi impresión de que los burgaleses ignoran aún la derrota de Cuesta, almorcé con los ministros. Mi anfitrión no habita su palacio, sino una habitación contigua, espartana, con un colchón en el suelo y un crucifijo en la pared. Nada más. Lo sé porque fui a invitarle personalmente a acompañarme a la mesa. Se excusó con su voto de ayuno que «entibiaría la alegría de los comensales». Los santos son muy desconcertantes; mas esta vez su rigor nos permitió trabajar durante la comida.

La opinión de los ministros está dividida. Todos, apenados por la gran derrota española, lamentan que no hayan llegado a tiempo mis propuestas de paz. En cambio, Urquijo confía que con un solo descalabro en la primera batalla de gran importancia, desinflados los ánimos de los rebeldes, se avengan a razón y eviten prolongar la guerra y las calamidades.

Sin nuevas noticias de Bessiéres, en los postres llegó el correo de Bayona con tres cartas del emperador.

Bayona, 13 de julio, a las seis de la tarde.

Mi hermano:

… el 16 tendréis en Vitoria cuatro millones de francos y cuatro mil caballos, además de mil infantes… Según la situación, marchad con vuestra reserva al campo del mariscal Besières para reforzarle y presidir vos mismo la primera victoria, anunciando a España vuestra presencia por una acción señalada… Quedad tranquilo, nada os faltará… Sed optimista, mantened el ánimo. Llegaos a Madrid.

Viene tarde este consejo del emperador, y en verdad que prefiero que sea así. No me atrae llegar al trono vadeando ríos de sangre de mis súbditos. Prefiero traer la paz y la concordia.

Las otras dos cartas son del día 14, anteayer, una escrita a las siete de la mañana, otra a las once de la noche. Mi hermano vela con celo asombroso por mi triunfo en España. Intenta tranquilizarme en las cartas llegadas hoy:

… sólo hay dos puntos comprometidos, Bessiéres y Dupont. Éste tiene alas fuerzas que necesita. En cuanto a Zaragoza y Valencia, son puntos poco importantes. Zaragoza es útil para la pacificación, para rematar la tarea, mas es nula en el sistema ofensivo. Valencia es de un orden inferior… envío refuerzos a Vizcaya… a Santander…

Me instruye en lo que debo hacer en cuantas eventualidades puedan ocurrir. Sabios consejos de estrategia. No deja nada al azar. En la última carta, añade algo que yo esperaba con impaciencia:

… ASÍ VOS TOMARÉIS REALMENTE EL MANDO DEL EJÉRCITO. Permaneced alegre y satisfecho. Cuidad vuestra salud.

Sin nuevas noticias de Bessiéres, disimulé mi impaciencia durante el concierto que el arzobispo ha hecho dar en mi honor en el salón de su palacio. Ningún voto le impide escuchar música, porque acudió a oírla a mi lado. El palacio es suntuoso. Tuvo ocupantes menos austeros que el actual. Contiene innumerables obras de arte. Es maravilla la colección de instrumentos de música antiguos. Están en uso; con parte se ejecutó el concierto. En el tedéum de la catedral noté sobresalir del coro las voces poderosas y magnificas de dos castrados. Al despedirse el arzobispo, le dije:

—He notado, monseñor, que tenéis castrados en el coro.

—Sé que Vuestra Majestad ha prohibido el canto de los castrados en el reino de Nápoles. Yo encontré los míos al ocupar la diócesis. No quiero condenarlos a la penuria al suprimir su empleo. El daño que sufrieron es irreparable; la admiración y el provecho que suscita su arte son el único consuelo que les queda. He desaconsejado que en mi diócesis se hagan nuevos contratos de capones; sin causar la ruina de los que hay.

—No pude tener tantos miramientos en Nápoles. En su conservatorio se forman todos los que cantan en los teatros e iglesias del mundo entero. Me repugnó que a la sombra de mi corona se cobijase esa vergüenza de la humanidad. Casi me cuesta una sublevación prohibir esas clases en el conservatorio.

—En España no encontrará Vuestra Majestad tanta porfía en el terreno de la música. Ni para el bien ni para el mal.

—No es posible que Dios se complazca en el resultado de una bárbara mutilación de niños, que no tienen más pecado que poseer una voz sobremanera hermosa.

—Señor, lo que a Dios complace no nos es dado saberlo del todo a los mortales. Sí sabemos que le ofende que no cumplamos sus santos mandamientos. En el de no matar va envuelto el no hacer daño, y la castración para que conserven una voz aguda es un daño muy cruel.

—Entonces, ¿me ayudaréis a suprimir esa despiadada complacencia?

—Tal deseo es una muestra más del buen corazón de Vuestra Majestad. Intentaré convencer a los titulares de las demás diócesis.

—De todos modos, como he suprimido en el conservatorio de San Carlos de Nápoles la única fuente, no les pueden llegar nuevos candidatos; pero ayudadme a terminar pronto esta tarea.

—Ya os lo he ofrecido, Majestad. Os ruego que actuéis con mesura. Para lograr un bien futuro se puede hacer mucho daño en el presente.

«Actuar con mesura». Sabía que resulta difícil lidiar con un santo, pero ¡hasta para cumplir un mandamiento! Si algo no deseo son conflictos con la Iglesia en España, pero aprecio demasiado el regalo que el destino nos ha hecho a los varones con las fuentes del placer, para ver con indiferencia cómo se priva de ellas a hombres sin culpa.

Ruido en la puerta, que cortó mi despedida del arzobispo. Han llegado el general Merlin y un ayuda de campo del mariscal Bessières, cubiertos de polvo, rendidos por la fatiga. Al escucharlos interrumpo para escribir de inmediato al emperador:

Sire:

El general Merlin, que llega en este instante del campo de batalla de Rioseco, dice que el enemigo ha perdido en realidad más de diez mil hombres, muertos, heridos o prisioneros…

Enviada la noticia, quedamos hablando largo rato. Los dos bravos soldados, radiantes de orgullo, refirieron esta grandiosa victoria. Los enemigos eran más de treinta mil hombres, los nuestros menos de quince mil. El combate duró siete horas. La increíble ineptitud del mando español hizo que el número superior y el valor no pudiesen impedir la derrota. Convencido el general Cuesta de que iba a aplastar a fuerzas tan inferiores en número, bajó al llano, en lugar de sacar provecho de la posición ventajosa que ocupaba en las alturas.

Este error decidió la batalla. Su caballería inferior en número, y más en calidad, a la nuestra, no pudo detener a los jinetes del general Lasalle en la llanura. Desbordaron a la infantería enemiga por un flanco. Comenzó la huida, y el castigo a las tropas rebeldes ha sido terrible: más de cinco mil muertos, innumerables heridos y mil quinientos prisioneros. Nuestras bajas no pasan de seiscientas.

Al retirarse el ayudante de campo de Bessières, Merlin quedó conmigo y oscureció el semblante.

—La victoria ha sido resonante y demuestra que las tropas españolas, y particularmente las milicias formadas con paisanos, no pueden combatir con nuestro ejército. La caballería francesa penetra en sus masas como un cuchillo caliente en la mantequilla. Los cañones franceses tienen más largo alcance, pueden batir al enemigo desde lugares donde no llegan los disparos de éstos. Sus artilleros son tan ineptos que en Rioseco, igual que ocurrió en Cabezón, han disparado por error sobre sus tropas, precipitando el pánico.

—General, dentro de la crueldad de la guerra, son todas buenas noticias.

—Conozco a Vuestra Majestad y sé que va a disgustaron el epilogo del combate.

—¿Qué ha ocurrido?

—El saqueo y la destrucción de Medina de Rioseco.

—¿No decís que la batalla fue en un llano, fuera de la ciudad? ¿Cómo puede haberse producido el pillaje?

—Majestad, la batalla fue en las cercanías. Nuestras tropas no entraron en la ciudad hasta cuatro horas después de haberla evacuado los restos del ejército español. Algunos campesinos dispararon desde un puente a la entrada de la población. El general Lasalle, irritado, entró como un torbellino en la ciudad indefensa. Sus tropas, enloquecidas por las bajas que sufrieron en la batalla, hicieron una terrible carnicería entre la población. En una sola calle mataron ciento veintinueve españoles. He visto las plazas y calles repletas de cadáveres.

—Leí junto con el emperador la carta que Su Majestad Imperial envió al general Savary prohibiendo los saqueos.

—O el mariscal Bessières no ha recibido esa orden o no la ha cumplido. Los soldados entraron en las casas. Mataron a cuantos pudieron encontrar, sin respetar mujeres y niños; tiraban luego los cadáveres por las ventanas. Tras la carnicería vino el saqueo. Fue inmisericorde, duró toda la noche. Asaltaron viviendas, iglesias y conventos. Violaron a mujeres y niñas. No respetaron ni a las monjas de los conventos de clausura. A muchas las asesinaron después. Todo lo que los soldados no podían llevar consigo, lo han destruido. Incendiaron la ciudad antes de abandonarla.

—Gracias, general. Podéis retiraros.

Merlin salió rendido de fatiga. Quedé sumido en la desolación.

¿Por qué Lasalle ha tenido que transformar la gloria en ignominia?

Estoy de pie desde las dos de la madrugada; son las doce de la noche. Tengo los sentidos embotados por el cansancio y… por el horror.