7. El Eufrasio, desde el otro lado del espejo de sus pupilas
Una de las tragedias mudas del hospital psiquiátrico era la pérdida, sin esperanza, de toda satisfacción amorosa o sexual. La «autogestión» y alguna sórdida escaramuza homosexual hacían de triste sustituto de la fiesta de fuegos de artificio del alma y de los sentidos. Con la falta de libertad, es la privación más dolorosa.
La desesperanza erótica de los manicomios se anestesia paulatinamente con la falta de estímulos. El equilibrio, precario e inestable, se rompía al menor soplo avivador del rescoldo bajo las cenizas. Un buen narrador es un catalizador erótico. Lo es cualquier enfermo recién llegado con anécdotas de mujeres. Los conversadores con chistes o relatos lascivos, como Aquilino o Don Agustín, tienen siempre su corrillo de oyentes con sonrisa embobada. Han oído la historia cien veces, y sin embargo llegan a hacer una dependencia obsesiva de estas torpes expansiones imaginativas, muchas veces preludio de la descarga física.
Al submundo de miseria y aislamiento que era un hospital psiquiátrico de aquellos años apenas llegan noticias del exterior. Las pocas veces que un asilado recibe de su familia una revista con fotografías, porque la envían o la dejan un día de visita, se produce una petición en cadena, con turnos, privilegios y sobornos para contemplarla. Algunas fotos recortadas se atesoran, pese a que la rígida censura hace que vengan ya muy descargadas eróticamente desde la imprenta, pudiendo apreciarse los trazos negros de tinta que suben escotes y bajan faldas.
«Aquilino», «Don Agustín», «El Eufrasio». ¿Por qué a un enfermo se le llama de tú, a otro de usted, a un tercero se le antepone el Don, a un cuarto el «El» y al vecino se le conoce por el apellido? Generalmente porque el interesado lo induce así. Recuerdo una frase reveladora de J. J. Rousseau: «Hay que tener cuidado con lo que se desea, porque se acaba teniendo». Esta máxima sigue vigente dentro del hospital. Los pacientes crónicos se van adaptando a su modo a las realidades en que están inmersos, entre estas realidades figura la personalidad de sus compañeros, en la que cuentan tanto los elementos reales como los patológicos. Si un delirante se empeña en que los demás le llamen marqués, suele conseguir que lo hagan, aunque sea en guasa o como mote.
En otros casos son rasgos personales ajenos a la enfermedad los que marcan la forma de relación: El enfermo que hace los trabajos de ebanistería, siempre activo, atento con los demás, pero distante, es: «el señor Macario». No he oído llamarle de otro modo. En su previa vida extramuros dicen que se le llamó así desde muy joven, pues era excepcionalmente serio y cumplidor. Tan cumplidor que al padecer una paranoia de celos, mató a su mujer con una de las herramientas de la profesión, el mismo oficio que por voluntad propia sigue ejerciendo en el hospital. «Fue muy duro para mí porque la quería mucho, pero volvería a hacerlo, el honor de un hombre…» El motivo de que siga hospitalizado es que su única hija sobrevivió a las heridas, y «siendo el producto del pecado y del deshonor…», está dispuesto a reemprender la tarea. Ya lo hemos dicho, es muy cumplidor. En el hospital es inofensivo y responsable.
Resulta impresionante cómo los criterios sociales deciden el comportamiento de los enfermos delirantes. En los siglos en que ha estado vigente el código de honor calderoniano, los enfermos más peligrosos fueron los que padecían la misma enfermedad que «el señor Macario», pues sistemáticamente «cumplían con su deber». Actualmente ni se les ocurre, se dedican a pleitear contra la esposa intentando no pasarle dinero, quitarle los hijos y perjudicarla. Sigue siendo un drama, pero se desarrolla en otro escenario.
«El señor Macario» andaba aquellos días muy preocupado. Como hombre consciente sabe la responsabilidad que tiene al guardar herramientas tan peligrosas como las que él maneja, cuidando que no caigan en manos de otro enfermo que pueda cometer un desmán. Pese a sus precauciones han desaparecido de la carpintería varios utensilios punzantes y cortantes y, cosa extraña, también papel de lija.
El misterio se desveló poco después, y por fortuna no guardaba relación con ningún proyecto sanguinario, sino sorprendentemente con la «revolución sexual» que iba cociéndose en el manicomio. En los talleres había explotado una bomba erótica.
Las mejores intenciones provocan consecuencias impensadas. En aquel ambiente de penuria no se podía soñar con que nos proporcionasen un taller para «terapéutica de ocupación»; para tener a los enfermos trabajando y adiestrándose, recuperando funciones en vez de embotarlas dando vueltas en la inactividad de los patios, jardines y salas de estar. Denegadas las peticiones de material, herramientas, monitores y dinero, un psiquiatra entusiasta e ingenioso, Ildefonso López Caño, imaginó un sistema para montar el trabajo colectivo de los enfermos sin ninguno de estos elementos. Un ejemplo más de cómo la falta de material se suple con celo, según dicen las ordenanzas militares. En los mercados de Madrid estaba prohibido empaquetar alimentos en papel usado, con una excepción: los huevos. López Caño Llegó a un acuerdo con un proveedor de bolsas de media docena y de docena para los huevos vendidos en Madrid. Eran tiempos de escasez de papel y rudimentaria industrialización. Las bolsas podían hacerse a mano con papel de periódicos usados y salir más baratas que las nuevas. El intermediario se encargaba de proporcionar el papel, cola y brochas que nosotros no podíamos comprar. Los pacientes hacían las bolsas y cobraban en relación con el trabajo terminado. Una miseria, pero cobraban. Algunos por primera vez en su vida. La mayoría tenía dinero tras muchos años de no verlo. Pronto nos dimos cuenta los médicos de que ahora poseían una cosa aún más importante que el dinero: tenían trabajo.
Fue impresionante el cambio provocado en el hospital, en la vida y en la actitud de aquellos psicóticos crónicos por la introducción de este nuevo factor: el trabajo. Aun de forma tan rudimentaria y mal remunerada, dignificó a los pacientes. Se organizaron en equipos para trabajar en cadena, compitiendo con otros grupos en velocidad y rendimiento. Era como un campeonato deportivo. Pacientes mutistas, que no hablaban una palabra desde hacía años se enrolaron. Alguno volvió a hablar, otros en silencio participaban con evidente entusiasmo. Uno de estos silenciosos inventó y construyó una máquina complicadísima, ensamblando una rueda de bicicleta y algunos engranajes de utensilios rotos y abandonados en el almacén del manicomio. Todo sujeto con alambres, cinta aislante y las transmisiones con cordeles. Aquel artilugio estrambótico, que parecía una caricatura de máquina funcionaba divinamente. Doblaba y pegaba las bolsas de papel a una velocidad ocho veces superior a la del mejor operario, pero necesitaba cuatro hombres para atenderla, y los cordeles se rompían constantemente. El inventor pasaba media jornada laboral reparándola ante la impaciente expectación de sus tres colaboradores, todos ellos empeñados en mejorar el rendimiento de los demás equipos. La victoria o derrota dependía del número de averías. Si había suerte y en la jornada se rompían pocos cordeles, ese día barrían.
El beneficio para la salud y el clima humano colectivo de esta rudimentaria terapéutica de ocupación, fue tan importante como el logrado con los nuevos medicamentos.
Nuestros pobres enfermos, mutilados de la mente y abandonados de todos, volvían a tener trabajo, dinero, estímulo y… decisiones que tomar. Hasta ese momento nunca habían tenido voluntad colectiva. Se dejaban conducir pasivamente, como un rebaño. Nada les pertenecía y todo se les daba hecho. Ahora, con el manicomio convertido en industria clandestina y los enfermos trabajando con verdadera «furia española» (que los españoles sanos nunca emplean para trabajar), en unas semanas nos encontramos con una respetable cifra en la caja donde íbamos metiendo los pagos del empresario de las bolsas.
Los médicos, lógicamente, no quisimos intervenir en el uso del dinero, y pretendimos pasar la papeleta al administrador. El administrador nos echó una ducha de agua fría: Todo ese tinglado tan bonito que habíamos montado era ilegal. Cada peseta que entrase en el hospital debía pasar por los libros de administración, y la administración entregarla a Sanidad, que no tenía posibilidad burocrática de devolverla, pues no había precedente. Por tanto si los enfermos trabajaban tenían que hacerlo gratis. Comprendiendo el administrador que esto era un desatino y vistos los beneficios de la «operación bolsas», proponía: no darse por enterado y lavarse las manos.
Insatisfecho, no comprendía que aquello no pudiese tener solución, recurrí a mis distantes jerarquías burocráticas, el jefe provincial y después el director general de Sanidad. Debía de haber una epidemia de limpieza en los despachos oficiales, porque con rara unanimidad se lavaron también las manos, añadiendo que a ver si alguna vez les iba a visitar al despacho, para algo que no fuese antirreglamentario y a la vez un lío de mil pares de diablos. ¡Bolsas para huevos…! De momento no se daban por enterados (era otro rasgo epidémico y al parecer contagioso), que siguiese si quería con mis innovaciones. Si trascendía procurarían ayudarme… «ma non troppo», por que tendrían que hacerse de nuevas y muy sorprendidos.
No muy alentador, pero con inconsciencia juvenil me pareció suficiente. Y tenía razón, porque nunca pasó nada, y en cuanto les fue posible proporcionaron permiso oficial y ayuda económica estable…
Al no recibir solución quedamos abocados a la única agradable: que los propios enfermos decidiesen el destino de sus ganancias. Un efecto terapéutico no buscado inicialmente, pero que surgió con el trabajo y el reparto de beneficios fue la resocialización de los enfermos. Estando el taller en un pabellón, los enfermos de los demás departamentos, hasta entonces incomunicados, se reunían en la tarea común, colaboraban en los equipos, cada uno tenía que contar con la ayuda de otros. Hubo que organizar reuniones, hoy las llamarían asambleas, en las que votar, delegar, asociarse, etc. Todo un remedo de la política, en una congregación de perturbados que tenían que decidir cómo y en qué gastar su dinero.
La primera sorpresa fue la actitud conservadora de los habitantes del manicomio. Casi todos los que eran capaces de emitir opinión eligieron ahorrar. Guardar el dinero para comprar algo útil para todos, que la mayoría decidió fuese un proyector de cine sonoro. Aunque los médicos habíamos pensado no intervenir, no resistimos la tentación de convencerles de que repartiesen al menos la mitad de lo ganado, tanto por hora de trabajo y el resto para el anhelado cine. El «Príncipe de Hernán-Borbón», que no trabajaba pero acudía asiduamente a «vigilar SU fábrica», pretendió cobrar «derechos reales». Con buen sentido desistió al primer abucheo. Era mucha su dignidad.
Compraron un proyector usado, de 16 milímetros sonoro. Funcionaba bien, pero había muy pocas películas de alquiler y caras, con lo que la base de las proyecciones eran films prestados gratuitamente por la Embajada inglesa y la Casa Americana que brindaban ese servicio a centros docentes, (decidimos que éramos «centro docente»), y alguna película del Ministerio de Educación. La población manicomial adquirió una gran información sobre la agricultura en Minesota y el ciclo biológico del gusano de seda, en vez de recibirla sobre el ciclo sentimental de Juanita Reina, que es lo que a ellos les hubiese gustado. El dinero no trae siempre felicidad.
El cumplidor «Señor Macario» no daba a basto, componiendo mesas, haciendo con tableros y caballetes otras alargadas muy útiles para el «trabajo en cadena», el bastidor para la sábana-telón-de-cine, etcétera. Necesitó ayudantes, y eligió como aprendices de ebanista a Bermúdez, por habilidoso, y a «El Eufrasio», por vigor físico. En el taller de carpintería hacia él casi todo el trabajo, sin apenas dejarles meter mano, pero en cuanto salían del recinto invertía los términos. Parecía un safari: en cabeza el «señor Macario» como el bwana, descargado, detrás Bermúdez también con poco peso y en cola «El Eufrasio» llevando a cuestas todo el material.
El equipo del «Señor Macario» funcionaba bien. «El Eufrasio» que fue pastor y llevaba años en el hospital, inactivo y aislado; sintiéndose útil se espabiló. Recordó habilidades de pastor y volvió a hacer bastones tallados y objetos de madera o cuerno con dibujos geométricos trazados a navaja. Los fue regalando a otros pacientes y éstos aceptándole. Todo marchó a las mil maravillas hasta el incidente.
En realidad fueron dos incidentes simultáneos: La aparición de las revistas porno y la desaparición de las herramientas de la carpintería.
Las revistas llegaron mezcladas con las demás que traía el empresario de las bolsas. Debió de comprar un lote a algún diplomático, porque en una carga vinieron muchas revistas en inglés y unos cuantos números de una porno de la época. Francesa, que se llamaba París-Hollywood.
La primera tarea en el taller era abrir los periódicos o revistas por el pliegue central, para quitar las grapas y separar las hojas, pasando éstas a otra mesa donde los «plegadores» hacían los dobleces, que en otra mesa distinta se pegaban con engrudo.
El «desgrapado» era la tarea más fácil, encomendada a enfermos muy deteriorados, incapaces de realizar otra. Todo lo deteriorados que se quiera, pero menudo respingo! al abrir la página central y encontrarse con el póster «obsequio de la semana». Además en color, un color malísimo pero color, con la carne de un rosa cerdito, pero carne a toneladas. Toda la carne del mundo. No llevaban puestos más que unos zapatos de tacón alto. Debía de haber cristales rotos en el cochambroso estudio donde hacían las fotos, porque ese detalle era infalible. Al parecer morían con los zapatos puestos, o quizá el fotógrafo tenía un fetichismo particular. Un joven de hoy, criado entre subpornografía hasta en los anuncios murales, no puede sospechar el impacto causado en aquel ambiente pudibundo.
En el tumulto el único que conservó inicialmente la serenidad fue el silencioso inventor, intentando salvar su máquina del atropello de quienes saltaban sobre sillas y mesas para apiñarse en torno a la del desgrapado, donde cien manos se disputaban las revistas y cien ojos estaban a punto de salirse de las órbitas.
Fuera de peligro el artilugio encordelado, el inventor se unió a la turbamulta, gritando como el que más: ¡mira ésta!, ¡y ésta!, ¡y ésta!… El shock le había curado el mutismo, pero por el momento con una cierta monotonía en los comentarios. Daba igual porque nadie estaba para comentarios. Ni el enfermero que tenia los ojos tan desorbitados y la boca tan seca como cualquier otro; y como todos intentó guardar alguna revista para su uso particular. Había muchas, pero temo que el reparto no fuese de lo más democrático. La desigualdad en el acaparamiento dio lugar a rencillas, intercambios e incluso mercado negro.
Aquilino, que no estaba cuando el hallazgo, se afanó en que le dejasen ver todas, y de vez en cuando comentaba: «Mira, ésta es igual a una de las de Toledo». Comentario inútil, porque nadie le escuchaba. Nadie escuchaba a nadie. Aquilino no quería comprender que los más perjudicados eran ellos, los narradores de obscenidades. La competencia industrial les había aniquilado la clientela.
Ah, qué lección sobre la caducidad de las ambiciones humanas, sobre las pompas y vanidades y lo perecedero del encumbramiento y el prestigio. Podría haberla aprovechado el capellán para un sermón, pero con las monjas fue el único que no vio las fotos, y tardó en enterarse.
La rueda de la fortuna encumbró repentinamente a «Don Nicolás», un viejecito olvidado de todos, que no trabajaba en las bolsas por el temblor de manos y porque no le daba la gana. Remiradas mil veces las fotos, alguien cayó en cuenta de que las revistas además de ilustraciones tenían texto, y ahí debía haber algo interesante. «Don Nicolás» era el único que sabía francés. ¿Puede usted traducir esto, Don Nicolás? Podía. Vaya si podía! Estuvo a punto de ponerse malo del esfuerzo. Después de tantos años abandonado en su rincón ahora le rodeaba, ahogándole con su impaciencia, un círculo apretado de admiradores.
El repentino estrellato de «Don Nicolás» era halagador, pero a la vez aplastante. Los fans son despiadados. La vocecilla cascada de «Don Nicolás» se quebraba con el prolongado esfuerzo. «¡Más alto!» «Darle agua, que se ahoga». «Me parece que ya no le están bien esas gafas, pruebe las mías a ver si puede leer más deprisa». «Apartarse, hombre, abrir el corro y cabemos todos». Esto les parecía muy bien a los de la última fila, no a los de la primera. «Es que si nos alejamos no se le oye».
La fabricación de bolsas pasó por un serio bache de productividad y disciplina. Ahora todos querían estar en el desgrapado, en una violenta fiebre del oro fotográfica. Pero el filón se había agotado y las cosas volvieron a su cauce normal durante las horas de trabajo. No en las de inactividad. El impacto sobre la sexualidad oprimida fue tan brutal que la desbocada autosatisfacción empezó a notarse en los reconocimientos. Muchos enfermos perdieron peso y se supo que uno de ellos había hecho un agujero en un árbol y tenía amores con él todos los días.
Primero encontramos al árbol violado, luego hubo que buscar al enfermo y a las herramientas robadas al «Señor Macario» que tan preocupado le tenían a él, y a nosotros. Unos instrumentos mortíferos rodando por un hospital psiquiátrico, en manos desconocidas, son una bomba retardada que puede explotar en cualquier momento.
Enfermo y herramientas aparecieron juntos. Las tenía «El Eufrasio», el ayudante cargador del «señor Macario». Las utilizó, como un Pigmalión rupestre y elemental para esculpir su amante inmóvil, o al menos la parte que más le interesaba de ella.
Al árbol le ocurrió lo mismo que a «Don Nicolás»: de repente se convirtió en el centro de la curiosidad pública. Todos acabamos pasando disimuladamente a verlo, un tanto intrigados. No parecía tener ningún encanto especial. Había elegido «El Eufrasio» un árbol de tronco grueso y corteza suavecita, creo que un chopo boleana, esbelto y de copa afilada, como todos. El orificio delator perforado a la altura conveniente para «El Eufrasio», que es bajito, y en verdad el agujero lo tenía hecho un asco.
Llegó noticia de una discusión. Un protagonista, el celador nocturno que descubrió al culpable «in fraganti», no sentía simpatía por «El Eufrasio» e intentó desde el principio, quizá para darse importancia como detective, dramatizar el asunto. Frente a él el enfermero, que a quien no tenía simpatía era al celador.
—Mira qué cochino, cómo lo ha lijado. —Hombre, si se clava astillas no puede. Además ha elegido el mejor árbol. —Claro, no va a escoger al más feo. —El árbol se va a secar.
—Pues yo lo veo tan lozano.
Enrabietado el celador por haber llevado la peor parte en la discusión, al día siguiente tapó el agujero con cemento. Todavía no sé si para molestar a Eufrasio o al enfermero. Dijo que era para que los insectos no pudriesen el árbol. Jamás había mostrado tanta devoción forestal. Nunca es tarde.
Todo esto resulta bastante divertido para comentarlo con los otros médicos durante la pausa del cafecito, y me hallaba embalado en el relato del episodio cuando entró sor Domitila y me Llamó aparte: «Doctor, ¿qué vamos a hacer con Eufrasio?» Contagiado del estilo polémico del enfermero se me escapó: «Qué quiere usted que haga, no pretenderá que le casemos con el árbol». Por la cara de la monja comprendí que esta vez el sarcasmo estaba fuera de lugar. Sor Domitila era una mujer inteligente, trabajadora, con verdadero cariño por sus enfermos y abierta a comprender cualquiera de los problemas. Uno de SUS enfermos, Eufrasio, estaba de nuevo en problemas, y lo que pretendía era ayuda, no ironías.
Marché contrito con la monja a su departamento. Era el que ofrecía mejores condiciones de seguridad. Se alojaban allí, mezclados con otros pacientes, los «enfermos judiciales». Por suerte tentamos pocos. Los «enfermos judiciales» son personas que habiendo cometido un delito se demuestra durante el proceso que padecen una perturbación mental que impide la conciencia del acto, y que éste está relacionado con la enfermedad. En ese caso el juez no puede imponer una pena, pues la enfermedad mental resulta eximente, y se les envía a un hospital psiquiátrico para su curación. La única diferencia con los restantes pacientes es que están ingresados por orden judicial, y que bajo ningún pretexto pueden salir del establecimiento sin permiso del juez, quien lo da una vez que los médicos certifiquemos que está completamente curado de la enfermedad que provocó su peligrosidad, y que no hay riesgo de que la patología le lleve de nuevo a delinquir. Son una pesadilla para el director del hospital, que no desea retenerles más de lo indispensable, como a todos, pero que se encuentra con la amenaza de que si certifica la curación y el paciente recuperada la libertad vuelve a cometer un delito, el médico queda responsabilizado. Lógico, a la vez injusto y muy difícil de modificar.
«El Señor Macario» y «El Eufrasio» eran enfermos judiciales, por eso estaban en el mismo departamento, y el primero había elegido al segundo como colaborador. Conocía bien la historia del ebanista, superficialmente la del pastor. Absorto en los primeros meses con las reformas colectivas, con la psiquiatría social del hospital, aún no había tenido tiempo de familiarizarme con todos los pacientes individualmente, y «El Eufrasio» era una de mis lagunas. Sor Domitila trajo la historia clínica.
Cualquier vestigio de comicidad del «caso Eufrasio» se disipó al repasar su historia. Eufrasio estaba en el hospital por la violación de una niña de ocho años, sodomizándola. En el juicio salieron a relucir los frecuentes actos de bestialismo con las ovejas, sorprendidos por vecinos del pueblo en que era pastor.
Durante el proceso, los informes de los forenses mostraron retraso intelectual y perturbación. El tecnicismo aplicado fue «psicosis injertada en una oligofrenia», y el dictamen final: irresponsabilidad. Pasó de la cárcel a un hospital, y de éste al nuestro. Al profundizar en su análisis la figura de «El Eufrasio» adquiría rasgos cada vez más siniestros, pues en la ficha consta que a poco de llegar forzó sexualmente a un subnormal, indefenso frente al hercúleo pastor.
Todo esto ocurrió cuatro años antes de mi arribada al manicomio. Con el tratamiento inicial, según la historia, mejoró de la parte activa de su enfermedad, la desorganización del pensamiento y las alucinaciones, quedando sin modificar la deficiente inteligencia.
Por su talante esquivo, naturaleza huraña y aspecto físico desagradable, se aisló de los otros pacientes, inactivo y embotado. Sin saber qué hacer, pues en el hospital nada guarda relación con su antiguo estilo de vida, con las cosas que un pastor sabe y gusta realizar.
Tras la mejoría inicial con la medicación, no volvió a atentar sexualmente contra otro enfermo. Su turbio pasado, que algunos enfermos conocían pues en aquel tiempo la delincuencia era tan reducida en España que un caso como el suyo salía con carácter sensacionalista en todos los periódicos, fue olvidándose poco a poco, difuminado entre las otras muchas historias dramáticas que albergaba el hospital. Se olvidó su pasado, y en realidad se le tenía también olvidado a él.
Eufrasio fue uno de los más beneficiados con la fiebre laboral de las bolsas. Forzado a salir del aislamiento por el trabajo en equipo, siguió relacionándose en las horas libres. Su inteligencia no era tan pobre como había parecido a los forenses, estaba atrofiada por falta de uso. Tras permanecer hacinado cuatro años entre enfermos, ahora comenzaba a vivir CON hombres, a sentirse útil. Al ser seleccionado por «El señor Macario» tuvo por primera vez en su vida la vivencia de participación. Desperezó el ingenio embotado, y los dibujos con muescas en bastones y tallas se agilizaron con el manejo de nuevas herramientas y las lecciones del ebanista, despertó facultades dormidas, mejoró día a día, empezando a disfrutar de algo que jamás había tenido: amigos. Hasta se permitía pavonearse un poco: «Eufrasio, ¿cómo va el telón del cine?» «Bien, bien, lo estamos terminando».
Ahora el episodio del árbol, que parecía una broma de mal gusto, adquirió matices sombríos al despertar en otros enfermos recuerdos y remover posos amargos: bestialismo, violaciones. Eufrasio empezó a ser visto como un ser salvajemente anormal, fuente de repugnancia y temor… y 61 a notarlo y arrinconarse, como fiera acorralada. Los ojos de Eufrasio, que hablan recuperado transparencia, tornaron a ser impenetrables. En las pupilas, brillantes y aceradas, rebotaba la mirada del interlocutor, como en un espejo. Esto es lo que deseaba aclarar sor Domitila al preguntar: «Doctor, ¿qué vamos a hacer con Eufrasio?» Pero, como me hubiesen dicho en el ministerio: «no había precedentes», era la primera vez que me encontraba ante un caso de esta índole.
Por fortuna mi maestro nos había inculcado a todos sus discípulos que un psiquiatra jamás puede juzgar a sus enfermos. Tenemos que aceptarles como son. Ayudar, sin ningún tipo de rechazo; sin tolerar que brote en nuestro ánimo el menor atisbo de repugnancia, hostilidad o desprecio. Sólo así se puede comprender.
¡Triste vida la de Eufrasio! Se habla mucho de la crueldad deshumanizada de las grandes ciudades, y no se piensa en la crueldad de los villorrios. Qué tragedia sorda encontrarse el más feo, tonto y pobre del pueblo! Caserío que es el principio y fin del mundo, para alguien de tan pocas luces. Sin una sola memoria grata de la infancia. Zagal con un pastor zafio y violento sin el menor apego a un oficio que abandonó, quedando Eufrasio, «El Eufrasio» todavía niño, a cargo del rebaño de los vecinos.
Al regresar a contraluz del ocaso que convierte en polvo de oro, el del camino que levantan las ovejas, éstas van quedando en grupos de dos, tres, cuatro, a veces una, inmóviles ante las puertas de las casas de sus dueños, hasta que al final resta Eufrasio solo, porque no tiene ninguna.
Tampoco tiene con quien hablar. Si alguna vez se ocupan de él es para gastar una broma pesada. Aún no existían las radios de transistores, que han cambiado el mundo interno del pastor, con una comunicación unilateral, pero comunicación. Para «El Eufrasio» sólo las ovejas, el campo, el frío, la lluvia heladora, el calor aplastante, las ovejas, el arroyo refrescante, el soto umbrío verdinegro y acogedor, las ovejas, el día, la noche, la luna, una naturaleza robusta en la que el instinto sexual nunca bien comprendido brota intermitentemente con fuerza arrolladora como un géiser y… las ovejas. El pueblo con la gente como un erizo con las púas amenazando, necesidad de compañía, soledad, desprecios, soledad, burlas crueles, soledad, una niña que aún no envenenada contra él sonríe, habla, no insulta, ríe, juega, corre a cuatro patas… como una oveja…
¡Tiene que haber sido el Eufrasio! ¡¡Ha sido el Eufrasio!! Unidos en justa ira le persiguen, acorralan y también unidos, ¡todos a una!, en una «justicia»por su mano tan irracional y monstruosa como la acción que él ha cometido: garrotazos, patadas en el bajo vientre «para que aprenda», garrotazos, patadas, garrotazos, pérdida del conocimiento. Vive, porque llegó la guardia civil que percatándose de que iba a morir le trasladaron al hospital de la ciudad más próxima. Fractura de cráneo, de maxilar, de húmero derecho, de dos costillas, de tibia, orquitis traumática, lesiones internas…
El traumatólogo del hospital hizo unas cuantas proezas, la naturaleza férrea de Eufrasio las demás, indispensables para su recuperación. Sólo física. En cama con los maxilares cosidos, teniendo que alimentarse por medio de una paja introducida a través del boquete de un diente que hubo que arrancar para este fin, y medio cuerpo enfundado en escayola, arreciaron las visiones y las voces que dieron lugar al diagnóstico de los forenses: «psicosis injertada en una oligofrenia» (enfermedad psíquica que aparece en un cerebro ya tarado por una deficiencia intelectual).
La cárcel, el hospital psiquiátrico penitenciario, el juicio y nuestro hospital…
Cuatro años de encierro “estupuroso” dentro de sí mismo. El trabajo en equipo. Eufrasio empieza por primera vez a ser y sentirse hombre, a tener camaradas, compañeros, incluso amigos. ¿Por qué el árbol?
Eufrasio se encuentra de nuevo fiera acorralada, está a la defensiva y es difícil relacionarse con él, pero poco a poco se confía. Al principio no responde, lo hace con monosílabos después, para abrirse más adelante y acabar buscando las entrevistas, necesitando hacer confidencias. Con ellas se va perfilando el mundo interior, alicorto y atormentado, de un ser humano convertido en anormal peligroso por la crueldad del destino y de los hombres.
En el hospital no hay aún psicoterapeutas. Intentamos sustituir su labor. Eufrasio de la confianza sube al entusiasmo. Muestra nuevas aptitudes, las desarrolla, y pese a las barreras de un distinto lenguaje y diferente visión del mundo, es capaz de comunicarse con sutileza. No sólo se apresta a una nueva vida, remodela la interpretación de su pasado: Eufrasio, ¿por qué un árbol, por qué aquél precisamente? (No voy a intentar imitar su lenguaje, expongo las ideas de Eufrasio en el mío.)
—¿Para qué hablar de eso?
—Es lo único extraño que has hecho últimamente, que alarme, que pueda ser el principio de una vuelta a lo que te trajo aquí. Conviene que lo hablemos, para protegerte enseñándote cómo lo puedes superar.
—No quiero volver a hacer daño a nadie, por eso elegí el árbol.
Reconozco que es triste que hayas tenido que recurrir a un sistema tan raro y tan incómodo.
—No, si no es sólo para eso. Aquí encerrado me empecé a acordar de mi vida. A echar de menos cuando estaba solo en el campo. Los recuerdos buenos se separan de los malos, y se quieren repetir los buenos.
—¿Por qué precisamente ese árbol?
—Está al lado de la fuente. Abriendo el grifo, el ruido recuerda en el silencio de la noche el arroyo del soto. El mismo fresco con la brisa que mueve las hojas, entre las que se filtra la Luna. Ya se lo dije, no era sólo para eso.
Singular revelación. Un acto anormal y abyecto, visto desde su protagonista puede presentar un aspecto insospechado. La mejoría de Eufrasio se consolida. La psicosis ha remitido desde su remoto ingreso en el hospital. El otro factor dictaminado por los forenses, la subnormalidad intelectual, ha mostrado ser en gran medida un bloqueo afectivo. Al recibir estímulos ha despertado la inteligencia embotada, y aun siendo inferior al término medio ya no justifica su reclusión. Debo enviar al juez un informe: «… la enfermedad que provocó tanto su irresponsabilidad como el delito cometido, ha desaparecido. Clínicamente puede ser dado de alta y abandonar el hospital…».
Si el juez se convence, ¿cuál será el resultado para «El Eufrasio»? Al pueblo ni quiere ni puede volver. El intenta olvidar los recuerdos negros, es poco probable que sus paisanos hagan lo mismo. ¿Buscarse la vida en la ciudad? No está preparado. ¿Tornar a su oficio de pastor, en otro lugar, donde no pudiesen llegar noticias de su pasado? Si lo desea, puede ser una solución.
Eufrasio pidió, llorando, seguir en el hospital.
La profesión de psiquiatra es fascinante, pero no siempre alentadora.