6. La fuga de los grandes capitales
Durante mucho tiempo la llamaron así, «La fuga de los Grandes Capitales». Las primeras semanas no se habló de otra cosa en el hospital. Cuando alguien preguntaba de alguno de sus protagonistas: «ése, ¿quién es?», recibía siempre la misma respuesta: «ése, uno de los Grandes Capitales», después solían contar la historia de la fuga.
Esta fuga fue causa de un bonito susto para el director. La fuga de un enfermo siempre preocupa al director del hospital, por lo que le pueda ocurrir al prófugo y porque según la Ley es responsable de los desmanes que corneta el paciente. Pero ¡la desaparición simultánea de cuatro enfermos, llevándose además con ellos el portero! Eso alarma al más templado.
El portero, Aquilino, era en realidad otro enfermo más. Jubilado el titular de la portería, el sueldo era tan mezquino que tardaron en encontrar sustituto. Durante unos meses suplieron su ausencia en la vigilancia de la puerta tres pacientes, elegidos entre los menos graves, que por una gratificación hacían sus turnos.
Siendo la portería de un manicomio puesto de responsabilidad, habían elegido enfermos «insobornables», pero ya se sabe: la carne es floja. Aquél fue precisamente un asunto de «la carne», y eso explica todo.
Debimos haber sospechado al notar cómo miraba Aquilino a las alumnas de Psicología cuando acudían al hospital a realizar su examen práctico. Solían hacerlo en la sección de mujeres, para no alborotar con su fragante presencia a los enfermos. Eran otros tiempos. El control de las manifestaciones externas de la sexualidad tenía carácter casi obsesivo. La televisión ha cambiado las cosas con rapidez y profundidad no previstas. En los pueblos las mujeres iban vestidas de negro, y con falda hasta la pantorrilla. Según se instalaban repetidores de televisión por la geografía española, podía adivinarse al pasar en coche si ya en el pueblo tenían o no televisión, según siguiesen de negro, o vistieran minifaldas multicolores. Ésta es una historia de antes de la televisión, cuando aquellos pobres asilados pasaban años sin ver más silueta femenina que la de las Hermanas de la Caridad con sus grandes hábitos y tocas monumentales. Las Hermanas se encargaban de dejar bien claro que ellas no eran «mujer objeto», eran monjas.
Por otra parte, hay que ser justos, las estudiantes de Psicología no tenían la culpa de ser tan jóvenes, ni de haber engordado por la vida sedentaria de la preparación de los exámenes, ni de que éstos se celebrasen durante los calores del final de junio teniendo que acudir con el ligero atuendo apropiado a la canícula.
En el «Don Juan» de Mozart hay una escena inesperada en el primer acto, cuando Don Juan olfatea el aire nocturno y dice, imponiendo silencio a su acompañante: «Zitto, mi pare sentir odor di femmina…» (calla, me parece sentir olor a mujer), y efectivamente por la esquina opuesta de la plaza aparece una «femmina». Quizá el entusiasmo por esta ópera me haga asociar la presencia de las estudiantes en el patio de entrada, de paso hacia el departamento de mujeres, con la desazón colectiva que se notaba en el de hombres. No era posible que todos tuvieran un olfato como el del Burlador de Sevilla.
Aquilino no precisaba ventear su presencia. Era él quien les abría la puerta e indicaba el camino a seguir. ¡Qué miradas, qué sonrisas, qué gestos zalameros, qué modo de seguirlas con la vista y con el olfato, acompasando los movimientos de su cabeza con el ritmo de las caderas de las visitantes!
Las estudiantes desaparecían por la izquierda del patio de entrada. Hacia la derecha se entra en el primer pabellón de hombres, que tiene jardincillo propio en uno de cuyos rincones cría canarios el capellán. Junto a la pajarera, sentados en un banco están el «Príncipe de Hernán-Borbón» e Iñaki.
El «Príncipe» dormita, Iñaki mira atentamente las nubes por si consigue que adquieran forma de mujer. No precisa que nadie le encandile con las hembras, porque sólo piensa en ellas y en el vino. Eso al menos se deduce de su historia clínica en la que, como debe ser, constan recogidas literalmente algunas frases características del enfermo. De la primera entrevista con Iñaki a su ingreso queda este pintoresco diálogo:
—¿Qué tipo de vida llevaba usted?
—¿Yo?, pues bilbaíno rico.
—¿Y en qué consiste eso de bilbaíno rico?
—Pues, comer mucho… beber mucho…, mujeres… ¡bilbaíno rico!
En el tiempo que lleva en el hospital, con una demencia alcohólica que le ha dejado pasmón y reiterativo, no ha salido de este círculo de ideas pese a la ausencia de mujeres, de la carencia de vino, de que la comida no es gran cosa y de que la riqueza ya se la había bebido y prostibuleado años antes de ingresar. Como consecuencia de tanta privación en sus valores fundamentales insiste en demostrar el único vigente: ser bilbaíno. Para ello cuenta con un argumento aplastante: la foto de un grupo de personas apiñándose a la puerta de un conocido restaurante. Esta foto ajada, con pliegues y las esquinas rotas es para él a la vez documento de identidad, ejecutoria de nobleza, y carnet de un club «muy exclusivo» como dicen ahora los cursis. Señalando con la uña del meñique un tanto enlutada una de las cabezas visibles en la foto, Iñaki pregunta sistemáticamente a su interlocutor:
—¿A éste conoses, verdad?
—No, no le conozco.
—Despistado eres, pues. Este es Santi, uno de los bocheros, y aquí casi a su lado, yo soy.
Inapelable, porque allí está Iñaki, con más pelo, menos años, menos kilos, y aire de muy satisfecho pese a que en el grupo no hay mujeres. Con el vino y la comida acababan de tener la más entusiasta de las relaciones, no hay duda.
En el mismo banco cabecea junto a Iñaki el «Príncipe de Hernán-Borbón». Es otro tema. Aunque alguno de los valores básicos de Iñaki también le afectan, especialmente la afición a las mujeres, tiene que compartirlos con más graves preocupaciones, de modo particular las del gobierno de España y sus restantes estados, «ahora todo usurpado por Franco, pero he dicho a mis súbditos que no quiero derramamiento de sangre,.
De sangre quizá no, pero derramamiento de palos lo exige de vez en cuando hasta por escrito: «¿Han sido ya apaleadas esas viles mujeres?» Esta nota conminatoria va dirigida al director del hospital. Las «viles» mujeres no han sido apaleadas, continúan en la cocina y el apaleado fue él.
El incidente se produjo unos días antes debido a que el «Príncipe, está a régimen, y contra las normas del reglamento de vez en cuando llegaba hasta la cocina a elegirlo. La cocina, como tantas cosas en el hospital, funcionaba gracias a los enfermos, en este caso enfermas, que ayudaban al exiguo personal de plantilla. La cocinera, dos pinchas de oficio y una monja, reforzadas por algunas pacientes. Entre ellas una robusta moza recién ingresada, de firmes caderas que excitaron el principesco apetito mucho más que las que se cocinaban en el caldero que removía la enferma. Acercándose por detrás, como para mirar por encima del hombro, el «Príncipe, se sintió con licencia para ejercer una versión actualizada del derecho de pernada, sumamente discreta todo hay que reconocerlo, con un prolongado y lascivo pellizco.
La enferma dejando el cucharón soltó de revés una soberana bofetada que echó por tierra al egregio visitante, y luego arrepentida de haber abandonado el instrumento volvió a agarrar el cucharón de madera y ¡zas!, ¡zas!, ¡zas! Cruzó repetidas veces las posaderas del obseso prócer, que luchaba con sus kilos, vergüenza y furia para incorporarse.
El episodio, por supuesto, no fue silencioso. A los insultos de la pincha se sumaron en seguida los de las demás. A escobazos, empujones y patadas, le echaron de la cocina entre menciones a la madre del pellizcador, mientras éste intentaba corregir: «Augusta Madre, ¡cretinas!, Augusta Madre».
Como muchos obesos cincuentones el «Príncipe» era hipertenso. Con el sofoco además de la dignidad quedó quebrantada su salud. No es de extrañar que reclamase «un castigo físico, público y ejemplar». Días después insiste por carta: «¿Han sido ya apaleadas esas viles mujeres?» Cada cosa en su sitio.
De regreso del turno de portería, Aquilino centra la curiosidad de los otros enfermos, que desean conocer las novedades del único punto de contacto del hospital con el exterior: «Ahora no hay mucha animación, pero los días de exámenes… ¡se ven unas carnes!»
Vedada definitivamente la cocina, las mujeres, viles o no, siguen obsesionando al «Príncipe». Cedió en su altivo distanciamiento acercándose al grupito en el que Aquilino describe la reciente etapa gloriosa de la portería con un permanente movimiento ondulatorio de las manos. La escena se prolonga y se repite. De vez en cuando el «Príncipe» interrumpe, sin que nadie le conteste: «¿Se ha informado a esas señoritas de mi presencia en este lugar?»
El hospital, como todas las agrupaciones de seres humanos, tiene su estructura social. Arbitraria y delirante, pero la tiene. No había lucha de clases, pero clases más que en ninguna parte, y enfermos muy empeñados en marcarlas. En ocasiones este acento social surge del modo más inesperado. Uno de los indicios de la categoría en que se autocoloca el enfermo es la interpretación que hace de la identidad del lugar donde se hallan encerrados. Recuerdo una cursi postmenopáusica, la cursilería imprime carácter y se conserva hasta en la demenciación, que insistía en que aquello era: «un pensionado para señoritas damas nobles». Para algunos es «un monasterio», «un centro de espionaje», etc. Para el «Príncipe» es «una de mis posesiones confiscadas». Otros pacientes, mejor orientados, suman a las amarguras de la enfermedad el saberse internados en un manicomio. La perturbación al profundizarse sirve, a veces, de forma de consuelo.
Algunos enfermos logran que sus categorías sociales imaginarias se respeten por los demás, al menos en términos generales. Otros causan irritación a los restantes enfermos con sus pretensiones, o se convierten en tema de burla, que a veces es mutua. En general sorprende lo bien que los pacientes aceptan las pretensiones ilusorias de los demás. Deberíamos tomar ejemplo.
El «Príncipe» se las arregla para provocar todo tipo de reacciones, alguna como la de la cocina. Todos somos un poco lo que nos creemos, y en cierta medida logramos convencer a los demás. El «Príncipe» cuando está de buen talante mantiene un tono de superioridad digna y de tolerancia, que recibe como eco un trato deferencial incluso por parte de los médicos que no nos logramos sustraer a la fascinación de su empaque.
El día de los inocentes colocaron sobre su cama una imitación de un rosco de heces, bastante bien logrado con cartón, de los que venden precisamente para este tipo de bromas. Al «Príncipe» no le gustó. Fue a verme: «como representante del gobierno que me tiene aquí confinado, le ruego dé instrucciones para que se respete mi rango. Puedo aceptar alguna broma o inocentada, siempre que sea una broma principesca, por ejemplo un ramo de flores perfectamente imitadas, que al acercarse a olerlas resulte que son artificiales y no huelen… pero esa deyección de pega, comprenderá usted que es impropia». A quien se expresa en este tono, se le responde casi automáticamente con respetuosa cortesía, y era muy frecuente encontrar a alguien, sano o enfermo, brindándole explicaciones o excusas.
La enfermedad del «Príncipe» es de las que inducen al paciente a representar su papel, y era un excelente actor. Para llevar airosamente un delirio de grandezas que valga la pena son precisas ciertas condiciones, y ambición. Años después tuvimos otro enfermo, gordito, tímido y optimista, de Carabanchel, quien padeciendo también un delirio de grandeza y pudiendo por tanto elegir sin límite para sus deseos, se conformó con un papel secundario, de acompañante. «¿Usted, quién es?»: «¿yo?, el hermano de Gento». Es el delirio de grandeza más original que he conocido, y todos los récords tienen su interés.
El «Príncipe» tenía ciertas cualidades. La modestia y la gratitud no figuran entre ellas. Una prima carnal, que trabajaba de cocinera en Madrid, era la única persona que acudía a visitarle y solía hacerlo con alguna confitura de regalo: «Señora, agradezco su amabilidad, pero estos pequeños obsequios tienen que enviármelos por alguien del Cuerpo Diplomático, con categoría de embajador. De lo contrario prefiero no recibirlos. Por supuesto estas visitas de usted, como las de cualquiera de mis súbditos leales, las acepto con mucho gusto». La prima seguía viniendo, dicen que estuvo enamorada de él. Le aguantaba todo, y eso sólo se hace por cariño o una inmensa generosidad.
En las colecciones de sellos hay un ejemplar más raro que los restantes, por eso más preciado y que se tiende a mostrar a los otros filatélicos. El «Príncipe» era nuestra pieza excepcional. El único caso en el hospital de paranoia pura. Aparte su interés humano, lo tenia enorme desde el punto de vista clínico y didáctico. Algunos autores afirman que la paranoia no existe en forma tan nítida. Por tanto era obvia la tentación, y la conveniencia de mostrarlo para la enseñanza. A las clases de la facultad ni se me ocurrió llevarle. Lo hubiese vivido el enfermo como una afrenta y vejación tan graves, que ningún interés didáctico podía justificar. Bastantes sufrimientos aporta la enfermedad, para que los médicos nos permitamos aumentarlos. Con los médicos y estudiantes de prácticas en el hospital se tomaban precauciones, dando al encuentro una versión satisfactoria para el delirio del «Príncipe». «Hay una comisión que desea visitarle, ¿acepta recibirles?» Eran los «súbditos leales» que mencionaba a su prima.
Hace algunos decenios Extremadura debía de estar dividida en muchísimas mitades, pues hablaban de multitud de personas cada una de las cuales era «dueño de media Extremadura». En los dominios de uno de estos latifundistas nació el «Príncipe». Hijo de un vaquero, fue tan palpable su condición de niño excepcionalmente inteligente, que los dueños de la finca le pagaron estudios, pasando con el tiempo a nombrarle administrador y encargado general. La psicosis le privó simultáneamente del puesto de trabajo y de la cordura.
La paranoia es una enfermedad de comienzo paulatino, progresivo. El delirio se va montando pieza a pieza, sin perder nunca la coherencia consigo mismo. El paciente sigue razonando, bajo premisas falsas, pero con habilidad, de modo que su fantasía patológica adquiere el carácter de una novela, que es invención, pero pudiera haber ocurrido, y se engarza con el ambiente en que vive el enfermo. Si está casado con una mujer atractiva puede desarrollar un delirio de celos, si fue víctima de alguna injusticia de ella arranca un delirio de persecución; si anhela honores y riqueza se los brinda la fantasía distorsionada por la enfermedad. Este fue el caso del «Príncipe», cuya mente fue urdiendo la trama por la que trepar, y cuyo esquema en resumen era así: Con hábiles inversiones había creado de la nada una inmensa fortuna llegando a ser el hombre más rico de la Tierra. Por un donativo generoso al Vaticano, el Papa le concedió el título nobiliario pontificio de «Vizconde de Hernán». Al financiar la reconstrucción de los ferrocarriles japoneses, el emperador Hiro Hito, agradecido, le ascendió a «Duque de Hernán». Habiendo sostenido económicamente en el exilio a don Alfonso XIII y luego a toda su familia, recibió el privilegio de añadir el Borbón al ducado inicial, quedando como «Duque de Hernán-Borbón con Grandeza de España». El principado vino después, y al fin el derecho a la corona de España, por una serie de convenios que detallaba minuciosamente. Prometido en noviazgo formal a la princesa Margarita de Inglaterra, estaba esperando a que Franco se convenciese al fin de que era inútil prolongar la situación existente, devolviéndole los bienes confiscados y el acceso al puesto de mando supremo. Así el pleito acabaría en un final feliz para todos los españoles.
Franco no parecía muy dispuesto a cambiar de actitud pese a la generosidad del «Príncipe», que escribía asiduamente al Pardo ofreciendo perdonar «la sucia maniobra de haberme encerrado en uno de mis edificios, convertido en manicomio, mezclándome con auténticos enfermos mentales para desacreditarme…».
Bloqueado política y económicamente dentro de España, no lo estaba en las imaginarias finanzas internacionales, comprando a diario nuevas minas, navieras, ferrocarriles, fincas, etc.
En el pabellón en que se alojaba el «Príncipe» todos los pacientes disponían de habitación individual, y la suya tenía las paredes cubiertas de mapas, de los utilizados en las escuelas para enseñar Geografía, en que iba marcando con tinta las nuevas adquisiones.
Una vieja máquina de escribir le servía para teclear las cartas diarias a ministros, al Banco de España, a gobernantes y magnates extranjeros. Muchos días disponía de «secretario», Germán, un infeliz a quien había prometido un «alto cargo en un ministerio», y acudía servilmente a escribir al dictado aquel torrente epistolar. Tras varias horas de tecleo le despedía: «Bien, Germán, hoy puedes marchar contento, has cumplido con tu deber». Efectivamente Germán marchaba contento, para regresar al día siguiente con apego masoquista a aquella esclavitud voluntaria, de la que los médicos y otros asilados intentaban liberarle. El «Príncipe» hacía confidencias a muy pocas personas, pero a éstas les había confiado: «No sé, no sé. Creo que a Germán no se le debe dar el puesto a que aspira en el ministerio. Le falta presencia y dotes de mando. Será mejor recompensarle con una pensión vitalicia, y algún cargo honorífico sin responsabilidad». Era muy cuidadoso en materias de gobierno.
Hasta las personas más trabajadoras precisan de algún rato de asueto, y el «Príncipe» lo compartía con otros tres internados jugando al mus. Uno de ellos era Iñaki el «bilbaíno rico», no en vano se decía por aquellos años: «era un grupo muy elegante, había duques, marqueses y gente de Bilbao». Los otros dos musitas eran Don Servando y Don Lisardo «El Filósofo». Inicialmente el «Príncipe» pretendió que los otros tres le recibieran en pie y con una reverencia. Al comprender que no iba a conseguirlo ni a encontrar mejores compañeros de mus, les dijo solemnemente: «El mus es un juego que precisa soltura y espontaneidad para ser divertido. Durante la partida quedan dispensados del protocolo y formalismos». Sabía perder airosamente.
Don Lisardo era efectivamente catedrático de Filosofía de instituto. La enfermedad, por el llamado «defecto procesual», había mermado sus facultades. Sin embargo conservaba vestigios del oficio, y hablando poco dejaba caer de vez en cuando un comentario, refrán, proverbio o pensamiento, que se recibían por los asilados como la quintaesencia de la sabiduría. Pasaba la frase de un corrillo a otro entre elogios a su profundidad, «donde hubo siempre queda». Abofeteado un enfermo por otro, la víctima rodeada de un grupo que intentaba calmarle se quejó «además se me está hinchando», Don Lisardo hasta ese momento silencioso dejó caer: «es lo suyo». Estas tres palabras bastaron para afianzar su prestigio, y así en cada una de las intervenciones, por muy vulgar que fuese el comentario.
La educación filosófica de la mente la convierte en una herramienta de análisis, y la de Don Lisardo seguía ocasionalmente funcionando en este plano con brillantez. El mus, como todos los juegos en que además de la apuesta se ventila la vanidad, es propenso a tensiones, y una de ellas hizo explotar una discusión violenta entre Don Servando y el «Príncipe». Su Alteza Serenísima lanzó lo que consideraba un desprecio: «es usted un tendero», y Don Servando que con tanto orgullo hablaba de su antigua firma «Servando, géneros de punto», contestó con un disparate venenoso. La obesidad presenil del «Príncipe» se acompañaba de lo que los libros de Medicina llaman ginecomastia, y deja al sujeto como si se estuviese preparando para un concurso de amas de cría. Don Servando, puesto en pie y rojo de ira, mirando fijamente al abultado pecho del egregio contrincante le espetó: «señora, es usted un bidé». El «Príncipe», levantándose se retiró con majestad al muestrario geográfico que solía llamar «mis habitaciones». Quedaron solos los otros tres jugadores. Don Servando sentado de nuevo, intentaba explicar a los otros que estaba cargado de razón. A Iñaki, como de costumbre, no se le ocurrió nada, pero Don Lisardo sentenció: «Nunca se deben acumular dos insultos a la vez, además de estropearnos la partida nos hemos quedado sin saber qué le molesta más, que le llamen señora o que le llamen bidé». Un filósofo es un filósofo, ¡qué caramba!
Don Servando es un personaje simpático, genial y disparatado. Lleva su agitada biografía y sus cien kilos con optimismo y alegría desbordantes. Viste colores chillones y adornos llamativos. Usa bastón, a veces dos o tres al mismo tiempo. Las manos con varias sortijas cargadas de pedrería. Al sombrero verde de cazador, aunque nunca fue de caza, además de la habitual pluma de perdiz o faisán le ha colocado tantas y tan variadas, que parece destinado a camuflarse en un gallinero.
Parlanchín, orondo, jocundo, va repartiendo risas, bromas y palmadas en la espalda, a diestro y siniestro… mientras no se le contraría y entra en uno de sus arrebatos de furia incontrolable. Pese a las enemistades que se crea en los episodios de irascibilidad, goza de la general simpatía. Es una nota de color y optimismo en el clima gris, sombrío y aburrido del hospital.
En su época dorada, en la que «Servando, Géneros de Punto, S. L.», además de la casa central en Murcia tuvo sucursal en Cartagena, e iniciaba una cadena de establecimientos, Servando era «figura» en el Madrid nocturno, tan reducido y en el que se conocía de nombre a todo el que era capaz de gastar unos miles. Servando fundió su próspera hacienda en juergas multitudinarias. Era de los que llegada la hora de retirarse la orquesta en Casablanca o Pasapoga, sus locales favoritos, cierran el local con «barra libre para todos los que quedan», y «que siga la orquesta por mi cuenta». Era difícil saber a quién ponía más contento, si a las fulandrusquillas que aún no habían ligado, a los noctámbulos gorrones, o a los músicos que deseaban horas extraordinarias. De las primeras y de los convidados sabemos poco porque no actuaban en agrupación; los músicos le adaptaron ramplonamente la letra de un pasodoble: «Servando eres el más grande…», sobre el de Marcial Lalanda. Con él iniciaban la prórroga de su actuación, y muchas veces lo tocaban al verle entrar en el local; entrada que ya se encargaba Servando de hacer notoria. La salida tampoco pasaba inadvertida, pues a pesar de que el guarda-coches y el portero se disputaban atenderle, él, erguido su corpachón, la calva reluciente bajo el neón de la fachada, vociferaba. ¡¡Felipeeee!! ¡¡¡Felipeeee!!! Los gritos destemplados no servían más que para despertar a los vecinos de la Plaza del Rey. Entre taxis y coches particulares no pasaban de veinte, y Felipe de todos modos ya estaba esperando a la puerta, «a la orden Don Servando», mientras la florista se empeñaba en cambiar el clavel que le puso a la entrada, «éste ya está ajado». Servando les dejaba hacer, repartiendo propinas desmedidas. No en vano le Llamaban «el rey del calcetín», lo que ahora le daba una cierta base para no dejarse impresionar demasiado por el «Príncipe».
Don Servando no traía a Madrid el coche y el chofer, para evitar que éste regresase con chismes a Murcia. En una de sus primeras juergas le cayó simpático el taxista.
—¿Cómo te llamas?
—Felipe.
—¿Cuánto ganas un día con otro?
—Tanto.
—Pues desde ahora te doy el doble, y todo el día conmigo cuando venga a Madrid.
Así empezó la intensa relación, conveniente en un principio para Felipe, y que ahora lo era para Don Servando. De las muchas personas que le debían favores y dinero sólo Felipe dio muestras de gratitud. Acudía periódicamente a visitar a su antiguo patrón vociferante. Unas veces en el taxi, y le sacaba de paseo. Otras en el cochambroso autobús que unía el pueblo con Madrid, y en el autobús se lo llevaba a pasar el día con su familia. Al regreso se complacía relatando las gracias de Servando, que a él le hacían retorcerse con una risa que nos contagiaba a todos. En uno de los viajes en autobús, que costaba 75 céntimos, al entregar el cobrador los billetes, Don Servando con tres bastones de puño labrado, cinco sortijas, chaqueta de grandes cuadros, corbata chillona sujeta con un brillante, el sombrero emplumado; preguntó despacioso y solemne: «¿Tiene usted cambio de mil dólares?» Viajaron gratis.
Una de las primeras cosas que aprendí en el manicomio es que la atenta observación de los visitantes tiene tanto interés como la de los enfermos. Era un espectáculo aleccionante ver la solicitud con que Felipe cuidaba a Don Servando. Celebraba la comicidad de su ingenio extravagante, le protegía de cualquier consecuencia ingrata, y comenzó a llevarle a su casa los días en que se hace más amarga la ausencia del cariño familiar que faltaba a Don Servando, Navidad, Nochevieja, etc.
El taxista era profundamente religioso y tradicionalista, lo que no acababa de entusiasmar a Servando, porque le sacaba en fiestas de guardar, y las misas y procesiones a que asistían no era precisamente su idea de un día de fiesta, «además han puesto de cena sopa de almendras y besugo que dice que es lo típico». El Domingo de Ramos le regaló una corbata, «Domingo de Ramos, el que no estrena no tiene manos». En el Valladolid natal de Felipe, era un precepto al que el taxista seguía aferrado.
La mayor decepción de Servando ocurrió un viernes de marzo en que Felipe acudió a buscarle. No siendo día festivo esperó cambio en el programa de festejos. Regresó mustio. «¿Dónde han estado hoy?» «Me llevó al Cristo de Medinaceli, hicimos cola cuatro horas, luego nos tragamos media hora allí rezando estaciones, dice Felipe que tenemos que pedir por mi salud, que el Cristo es muy milagroso. Menos mal que justo delante en la cola iba una tía estupenda y muy simpática…»
La salud de Don Servando llevaba mejorando varios meses, gracias a lo cual podía salir con Felipe y pernoctar con la familia. Hoy no sería gran problema su curación estable; con los medicamentos de entonces se empezaban a conseguir remisiones, al menos por largas temporadas. Don Servando aceleró su normalización, y el deseo de abandonar el hospital empezó a estar justificado.
Como en tantos casos similares, enfermo y médico tropezamos con la familia, que no creyendo en la mejoría se negaba a aceptarle en la casa, casa que era suya y disfrutaban ellos. Don Servando estaba legalmente «incapacitado para administrar su persona y sus bienes».
La «incapacitación» de un enfermo mental se hace, teóricamente, sólo para su beneficio. Si por la enfermedad comete algún acto delictivo, queda automáticamente exento de culpa y sanción. Si firma cheques, hace donativos o es víctima de una estafa, nada de esto le perjudica, pues todos los documentos son nulos. El problema está en que queda en manos del consejo de tutela que nombra el juez, y que si no hay razones evidentes para modificarlo, suele estar constituido por los parientes más próximos. En la mayoría de las ocasiones en que hay cónyuge o hijos, quieren al enfermo, le protegen, y acogen con júbilo la curación o mejoría, la posibilidad de regreso al hogar y la anulación del expediente de incapacidad.
El mejor indicio del afecto o despego de una familia, es la frecuencia de las visitas, el deseo de sacar al paciente, tenerle unos días en casa, preocupación por su bienestar y satisfacciones. La de Don Servando no le visitaba, y de las muchas cartas que escribía el enfermo sólo contestaban alguna, de tarde en tarde y con evasivas. Ahora hacían lo mismo con las que enviábamos los médicos apremiando el alta del paciente.
El hospital era «de beneficencia», gratuito. Conservaba, como residuo anacrónico del pasado, un pabellón llamado «de primera», porque pagando la familia un simbólico suplemento, los pacientes disfrutaban en él de algunos mínimos privilegios. El dinero se invertía en carbón para prolongar las horas de estufa en el salón de estar. Los dormitorios carecían de calefacción, como los del resto del hospital. Ese pabellón fue originalmente el «de agitados», por lo que todos dormían en «celdas de aislamiento» que al haber resuelto la farmacología los antiguos episodios de violencia, se habían convertido en «habitaciones privadas», tan cochambrosas como cuando eran celdas de aislamiento, pero con otro nombre, y un rango ilusorio. De ilusiones también se vive.
Los enfermos del «pabellón de primera», incluso «Los Grandes Capitales», estaban sumidos en la pobreza. Los del resto del hospital en la miseria. Un signo visible era el atuendo, más cuidado, y ocasionalmente de mejor calidad. Testimonio de un trágico venir a menos. Otro signo que en las partidas de cartas apostaban algunos céntimos. En los demás pabellones sólo podían jugar la exigua ración de tabaco, no tenían otra posesión disponible.
El «Príncipe» disfrutaba de un reloj de oro de bolsillo, con cadena cruzando el chaleco, y unas pesetillas de renta, que pasando por la administración del hospital le servían para comprar el papel y sobres para las cartas, y ocasionalmente un nuevo mapa, algo de ropa y útiles de aseo, pues era extremadamente cuidadoso de su aspecto. Don Lisardo, «El Filósofo», gastaba su mezquina jubilación en el suplemento. Algo quedaba, muy poco, para aumentar la ración de tabaco. Conservaba una pitillera de plata. Iñaki unos gemelos de oro y un reloj de pulsera de acero, viejo pero en un buen estado. Don Servando su florido guardarropa, los bastones, alguno muy valioso pero difícil de vender y las sortijas con pedrería multicolor. Era lo único que la familia no se atrevió a arrebatarle. Aquilino, el portero, no tenía ninguna de estas cosas, pero sí una vista de lince y mente maquiavélica que premeditaba la agrupación del tesoro. Para reunirlo precisaba primero reconciliar al «Príncipe» y a Don Servando, incomunicados desde el altercado en el mus. ¡Qué talento perdido para la diplomacia española! Consiguió que Don Servando diese el primer paso. El «Príncipe» rumiaba los inconvenientes de haber perdido el auditorio predilecto y la partida vespertina de cartas, a esa hora estaba demasiado cansado para seguir dictando a Germán, y se aprestó al perdón. El «abrazo de Vergara» hizo posible el plan que Aquilino llevaba semanas tramando, con tan menguadas posesiones, que en aquel ambiente de privación bastaron para acuñar el apodo de «Los Grandes Capitales».
El plan de Aquilino era sencillo y tentador. Amigo de un quinqui del pueblo, el puesto en la portería le facilitaba hacer de intermediario en la venta de las alhajas. Con el dinero podían marchar a Madrid y en el anonimato de la gran ciudad, mientras daban con ellos, podían pegarse la vida padre con unas chiquitas alegres.
Don Servando, recuperado en gran parte el equilibrio mental, se negó a que la venta la realizase solo Aquilino, de quien empezaba a desconfiar, y aportó sólo dos de las sortijas, quedando otras dos en sus dedos gordezuelos. No estaba dispuesto a quemar todas las naves. Acertada precaución.
El estratega Aquilino planificó la operación: Aprovecharían el momento en que después de la comida de los enfermos se sirve la del personal y disminuye la vigilancia, apuntalada precisamente en la portería a su cargo. El quinqui esperaría en la esquina, y cobradas las alhajas ¡corriendo a la estación! A esa hora pasa un tren hacia Madrid, y antes de que hubiesen notado su ausencia ya estarían mecidos dulcemente por el traqueteo de los raíles, mal ensamblados como todos los de España. Luego ¡ancha es Castilla!
La partida de mus se sustituyó por reuniones de cinco conspiradores. Por la imposición de Don Servando de intervenir todos en la venta, había que esperar a uno de los días en que el buhonero, llamado pomposamente anticuario por Aquilino, operaba en el pueblo. Varias noches casi sin dormir. AI fin noticias en la portería: mañana.
Los conspiradores fueron muy puntuales, no tenían ni otro deseo ni otra cosa que hacer. El punto de vista del quinqui era diferente. Retrasó de modo deliberado su aparición, para provocar la impaciencia de los fugados. Temerosos de perder el tren, con un regateo apresurado y angustioso tuvieron que aceptar las despiadadas condiciones del «anticuario». ¡Que no llegamos! Partieron los cinco gordinflones hacía la estación, con un trotecillo que el jadeo redujo en seguida a un paso rápido, y poco después a arrastrar el cuerpo como podían.
El tren, resoplando tanto como ellos, hacía su fatigosa entrada en la estación. No hay tiempo de coger billetes, los tomaremos en ruta! Desconocedores de la estación confundieron el andén. Olvidaron que los anticuarios no son los únicos que se retrasan, subieron a un tren que debía haber llegado una hora antes…, y no iba a Madrid sino a Toledo. Don Lisardo tranquilizó al grupo con serenidad filosófica: «En todas partes cuecen babas, y si nacen toledanos es que hay mujeres».
Aquilino, autonombrado administrador general, pagó los billetes al revisor y en la primera parada compró una botella de vino para Iñaki, lo que por el momento calmó todas las inquietudes del bilbaíno rico. Don Lisardo, como todos los filósofos, estaba de espaldas al dinero y resignado a no tenerlo. Al «Príncipe» le pareció buena idea disponer de un «administrador», que además de liberarle «de la impropia mezquindad de andar contando las vueltas, evita que sea yo quien dé las propinas, que tendrían que ser principescas, y el anticuario nos ha dejado como para no andar con fantasías». Don Servando, con el sofocón de la carrera descompensó su cardiopatía, y preocupado con sobrevivir a lo único que prestaba atención era a la taquicardia y extrasístoles, que por fortuna se iban atenuando.
Llegados a Toledo comprobaron que efectivamente había mujeres, con excesiva propensión a vestir de luto, pero muchas. Sólo faltaba encontrar las adecuadas. Don Serrando, recuperado, no dudó en el sistema: «Vamos a coger un taxi».
El tráfico rodado del Toledo preturístico no tenía nada que ver con el actual. Dominaban aún los carros y carretas, lo que se llamaba técnicamente «tracción de sangre», para no ofender con «tracción animal» por si era un hombre quien empujaba el carrito. Ocupaban la plaza de la estación un par de autobuses, algunos coches privados, «coches oficiales» y cuatro taxis. Otros viajeros más avispados se llevaron los taxis.
Como decía Don Lisardo «Dios le da nueces a quien no tiene dientes», y en aquella España sin automóviles abundaban sobremanera los «guardacoches». Dos de ellos, en la plaza vacía de vehículos, se disputaron atender al grupo que desconcertado apiñaba sus corpachones.
—Queremos un taxi.
—No llevan más que cuatro pasajeros, tienen que coger dos.
—Bueno, pues trae dos taxis.
Vendrán dentro de dos horas, al otro tren.
Iñaki propuso ir a tomarse unas copas. Prevaleció la opinión de Don Lisardo: «Primero lo primero, ya tendremos tiempo de beber después celebrándolo». Los filósofos y los artistas pueden despreciar el dinero, pero no hay que olvidar que Juan Sebastián Bach tuvo doce hijos, la mujer de Goya 14 abortos, y que Sócrates no les aventajó porque los efebos no suelen quedar embarazados. Demos a cada cual lo suyo.
Uno de los dos guardacoches, dentadura verdosa y mellada visible al sujetar la colilla de puro con los dientes en vez de con los labios y la gorra de visera llena de manchas de grasa, logró echar al otro y apoderarse del grupo. Aquilino adelantó una propina mientras preguntaba por una «buena casa de mujeres».
—Funcionan por la noche, ahora sólo recibe la Herminia, pero ésa es más cara porque es para gente bien que no sale de noche.
—No importa, llévanos a la Herminia.
El guardacoches, por la propina recibida calculó la que iban a darle al despedirse a la puerta del burdel. Calculó también la cuesta arriba, empinada e inacabable, el calor aplastante, y decidió que con lo mezquino que se había mostrado el gordinflón no valía la pena. Llamó a un niño que se hurgaba apaciblemente la nariz, en la sombra apoyado en una columna: «Paquito, lleva estos señores cá la Herminia». Paquito miró al extraño grupo, a la cuesta y se hizo el remolón, pero una patada del guardacoches en el trasero del zagal puso en marcha a todos tras el chico.
Pronto comprendieron la renuncia del guardacoches. El largo camino y luego la cuesta, que ahí sigue, ahora abarrotada de coches rugientes que meten la primera para poder subir, estaba silenciosa y vacía de peatones por la hora de la siesta, brindando toda la calzada al grupo, que por ella marchó con desprecio de las estrechas aceras. El sol plomizo, cayendo en vertical suprimía el alivio de cualquier sombra, y rebotaba en el adoquinado con aliento de fuego.
Con la excepción de los campesinos, la población española utilizaba chaqueta y corbata incluso durante los rigores de la canícula. Quien podía permitírselo tenía una chaqueta blanca y los zapatos bicolores, blanco el empeine y marrón o negro el resto del calzado. Del mismo material que durante el invierno. Don Servando venía apercibido con atuendo de rigor: americana blanca cruzada y zapatos de dos colores. Los otro cuatro lo mejor de su exiguo guardarropa.
En la primera esquina se desabrocharon el cuello de la camisa y se aflojaron la corbata. En la esquina siguiente, ya sudorosos y jadeantes, se despojaron de las chaquetas llevándolas plegadas sobre el antebrazo izquierdo. Poco después encontraron cierto alivio arremangando la camisa por encima del codo. En la tercera esquina, con los pañuelos empapados en el sudor que recogían de frente y calvas, el «Príncipe» sintió una punzada en el costado y Don Lisardo extrasístoles.
No teniendo dónde sentarse lo hicieron en el bordillo de la acera los más afectados, los restantes pegados a la casa inmediata, para utilizar la estrecha sombra que se iniciaba y el muro como respaldo. Paquito, impaciente, intentó decir que le estaban esperando para jugar: «¡Tú calla y espera, mocoso!»
Estaban aún en el inicio de la cuesta. Ninguno se decidía a reemprender el suplicio. Pasó mucho tiempo y con él los primeros transeúntes. Un aldeano seguía a su burro con un saco cruzado sobre el lomo.
Abrieron algunas ventanas protegidas por la sombra fresca de persianas verdes enrollables. Fueron apareciendo los ciudadanos, camino del trabajo vespertino, Las miradas curiosas sirvieron de acicate, y acuciado por el decoro el grupo tornó al ascenso, jadeante y temblón. Paquito siempre unos pasos delante, dando algunos brincos de la acera a la calzada para no aburrirse, y luego parando a esperarles, como un cachorro que tira de su dueño durante el paseo.,
A mitad de la cuesta, a la derecha, hay una plazuela con árboles y bancos de piedra. En ella unos niños jugaban al fútbol con una pelota de goma color naranja. Al ver a Paquito le gritaron: «¡veeenga, que te estamos esperando para empezaaar!» La distancia era pequeña. Podían haber hablado en tono normal, casi en voz baja y se les hubiese entendido. Los niños españoles por misteriosas razones siempre gritan, a tope del potencial de su laringe y pulmones, que es mucho. Paquito quizá no era el mejor del grupo para el fútbol, pero en vociferar dejó bien sentado que a él no le gana nadie. «¡¡¡Que no pueeedo, que tengo que acompañar a éstos que van de puuuutas!!!»
Un latigazo sacudió a los prófugos. Todos desearon amordazar a Paquito, e inmediatamente a los otros niños. Paquito debía de ser importante para el partido o éste no prometer gran cosa, porque el grupo de chiquillos tras unos cuchicheos recogieron la pelota, y colocándose detrás del quinteto de obesos emprendieron la tarea que pareció divertirles mucho más que la pelota, gritando a coro, en un tono melódico parecido al del canturreo que empleaban en la escuela para aprender de memoria por dónde pasan los ríos de España: ¡Vaan dee puuutas!, vaan dee puuutas, vaan dee puuutas…»
Iñaki y Aquilino salieron tras ellos. Una breve carrera hizo evidente que no les podían alcanzar. Además los niños toledanos no se andan con chiquitas y algunos cogieron piedras. Era mejor una honrosa retirada. No logró ser muy digna porque reagrupados los críos unos pasos detrás de los Grandes Capitales, volvió a tronar por la cuesta y calles vecinas el alarido infantil: «Vaan dee puuutas, vaan dee puuutas, vaan dee puuutas…»
Ya no hacia tanto calor, pero el esfuerzo de la subida, la rabia y la vergüenza congestionaban a los perseguidos. Cinco masas gelatinosas temblando de fatiga y de ira treparon penosamente, aguijoneados por el coro implacable, seguidos por algunos curiosos y por las miradas de quienes se iban asomando a puertas y ventas atraídos por tan original proclama.
Traspuesta la cumbre, se llega en seguida a la casa donde la Herminia tenía su establecimiento de sólida reputación. Paquito señaló la puerta. «Aquí es», y extendió la mano para la propina. «Lárgate, hijo de puta o te rompo la crisma». Por los pelos logró escurrir el agarrón de Don Lisardo que estaba hecho un basilisco. Se unió a sus amigos, al parecer todos dispuestos a continuar indefinidamente la serenata: «Vaan dee puuutas, vaan dee puuutas…»
Casi no quedaba en la calle una ventana sin una faz curiosa, que atraída por el pregón de intenciones quería ver la pinta de los interfectos. Una vieja que hacía calceta en el umbral de su puerta, inició las invectivas: «¡Cochinos!» De una ventana, analizado el aspecto del grupo precisaron: «¡Cerdos!» Este calificativo despertó más eco entre otros espectadores, que desde las aceras y ventanas prestaron sus voces al apedreo de improperios, ¡cerdos!, ¡cerdos!, en un despliegue de unanimidad de criterios muy raro entre nuestros compatriotas.
La piara, disneica y azorada se refugió en el portal. La Herminia, que atisbaba tras la persiana desde que se empezó a escuchar el coro de «voces blancas», envió al chulo del lupanar armado de un palo en persecución de los niños cantores, que se dispersaron a toda velocidad. Tras ellos salió Aquilino, con agilidad inesperada, desapareciendo por una esquina…
—Vamos, suban, no se queden ahí —susurró la Herminia.
Desplomados en las butacas de mimbre del salón, se abanicaban mientras regresó el chulo y renacía el silencio en la calle.
Recuperado el aliento, otros estímulos volvieron a hacer latir apresuradamente cuatro fatigados corazones. La Herminia servía copas de licor, acompañada de alguna de las pupilas disponibles.
Tardaron mucho rato en percatarse de que la salida de Aquilino no fue para una persecución, sino para la fuga, con el dinero de todos.
—Lo tiene todo él —murmuró Don Servando.
La Herminia suspendió el suministro de copas mientras reflexionaba. El escándalo callejero le iba a proporcionar sin duda algún disgusto. No podía dejar escaparse de bobilis a los responsables del alboroto con todas las copas que se habían tomado. Su mirada rapaz se fijó en las dos sortijas que le quedaban a Don Servando, un tresillo con un brillante y dos rubíes, y otra sólo de oro, gruesa y muy labrada. Señalando ésta dijo insinuante: «Pueden dejar en depósito esa sortija, y… un servicio para cada uno».
—No tenemos con qué volver, ni dónde dormir. —Eso no es cosa mía.
Servando tuvo un arranque rumboso, propio del antiguo «Rey del Calcetín»: «Va también el tresillo, y dormida para los cuatro con todas las ocupaciones que hagan falta». La Herminia tuvo un destello de codicia en los ojos y la respuesta apropiada: «Vamos, niñas, ¿qué hacéis ahí paradas como tontas?, más copas para los señores y que vengan las otras…»
Volvieron al hospital al día siguiente hacia las doce, con dos números de la Guardia Civil en un taxi, apretados como sardinas en lata en el asiento y los dos traspontines. No sabiendo cómo regresar se habían entregado a la Benemérita.
Dejé al administrador discutiendo con el taxista y los dos civiles sobre quién pagaba el taxi, para ocuparme de los enfermos. Venían ojerosos, con el traje arrugado y aire de satisfacción que en el «Príncipe» se materializó en un desplante perdonavidas: «Esta salida la he hecho de incógnito, espero que el hospital sepa mantener la debida discreción». Pero, bueno, ¿dónde está Aquilino? «Ese es mejor que no vuelva».
Volvió. Una semana más tarde. Durante ella fue, según se hartó de alardear, huésped predilecto de las casas «que sólo funcionan de noche». Todas las de la ciudad.
Para evitar conflictos con los otros cuatro se le trasladó de pabellón. Allí un auditorio nuevo y pasmado de asombro y envidia, escuchaba incansable la repetición, cada vez más adornada por la fantasía que embellece los recuerdos, de una descripción gozosa y apasionada de los más variados encantos femeninos y sus posibilidades de utilización. Los demás narradores de historias lascivas quedaron relegados a segundo plano.
El rapsoda, embriagado por el estrellato y convertido en el más interesado de los oyentes de sus propios relatos, no echaba de menos ni la portería ni a las estudiantes de Psicología. Es triste comprobar que el encumbramiento suele ir acompañado de un olvido ingrato de los primeros peldaños del ascenso.