Etnias malditas
«España, tierra de antiguo renombre, tierra de maravillas y de misterios».
George Borrow, La Biblia en España.
En los oscuros años de la profunda Edad Media, un grupo de músicos subía por las calles del barrio de Bozate, en el pueblo navarro de Arizkun. Eran rubios, altos y de ojos azules. Venían ataviados con extrañas capas y lucían, como un sambenito, una pata de oca prendida en la espalda o en los hombros. Ningún vecino deseaba cruzarse con ellos y, si se veían obligados, huían la mirada y el gesto ante aquellos apestados.
Cuando estas gentes marcadas acudían a la iglesia, debían entrar por una puerta distinta, especial y única… para los marginados, para los excluidos. En el interior del templo quedaban reducidos y separados de los vecinos, en lo más oscuro, en el fondo de la iglesia. Y cuando querían comulgar, el sacerdote les entrega la oblea con unas pinzas.
Eran los agotes.
Razas marcadas
Agotes, chuetas, vaqueiros de alzada, maragatos, hurdanos o nanos de Freser. Todos éstos, y otros muchos, son los nombres casi olvidados de pueblos y grupos humanos que sufrieron la exclusión y la marginación. Son los pueblos malditos de España.
Desde tiempos remotos, nuestro país acogió a diversas comunidades que fueron odiadas por el resto. Eran grupos humanos diferenciados que mantenían extrañas costumbres, enigmáticos saberes y que, en ocasiones, constituían hermandades fuera de la ley. Es la increíble crónica de una marginación.
Javier García Egocheaga, autor de Minorías malditas: la historia desconocida de otros pueblos de España, explicaba cómo la exclusión de estos grupos humanos no se reducía a un apartheid real en la comunidad cercana, sino que constituyó un verdadero ocultamiento desde el punto de vista histórico y político: «Descubrí que en este país había habido minorías que habían sido lapidadas también por la Historia y los tiempos. En primer lugar, habían sido proscritos; y luego, habían quedado apartados de la memoria de la gente, incluso. Hasta tal punto, que esas minorías apenas son conocidas fuera de los reducidos límites de los territorios en que fueron confinadas. Así, por ejemplo, la gente no sabe qué son los agotes de Navarra, los vaqueiros de alzada de Asturias o los pasiegos de Cantabria. Hemos olvidado que España tuvo un pasado muy turbio y que ese país homogéneo fue confeccionado a medida. Para conseguirlo, se depuró todo lo que se consideraba sangre impura, de una forma o de otra, y a las pruebas me remito».
Ha de entenderse que no se está tratando aquí de conflictos religiosos o políticos; la marginación de los judíos, de los musulmanes o de los cristianos —en Al-Andalus— es «comprensible» en un estado de guerra. De lo que nos estamos ocupando ahora —por eso es necesario explicarlo, porque es un asunto olvidado— es de grupos humanos concretos a los que se consideraba apestados. ¿Por qué? En algunos casos el fundamento estaba en sus orígenes territoriales, o en su aspecto físico, o en leyendas atribuidas, o en su relación con la Iglesia, o en la penuria económica, o en las guerras gremiales, o en supuestas relaciones con la magia y el mundo natural.
En Milenio 3, cuando se realizó el programa dedicado a las etnias malditas, se recibieron infinidad de llamadas de oyentes orgullosos de sus antecedentes maragatos, chuetas, vaqueiros o pasiegos. Es razonable y, además, lógico. Por fortuna, los tiempos de aquella discriminación radical han pasado: quizá existan otras fórmulas de exclusión en la actualidad, pero aquella segregación tenía poco que ver con nuestro tiempo. Eran fórmulas que apelaban a conocimientos ancestrales, a lo mágico, a lo espiritual, a lo escondido y lo desconocido. Hoy, cuando nos referimos a «etnias malditas», no estamos hablando de racismo, xenofobia y otros males de la sociedad moderna, sino a grupos históricos humanos que, por razones no muy bien definidas, se reducían en verdaderos guetos y se les trataba como apestados peligrosos. El nombre de su pueblo, sus apellidos, su ascendencia o su procedencia servían para estigmatizarlos. Casi es innecesario decirlo: no son malditos para nosotros, fueron malditos para quienes convivieron con ellos.
Los agotes
¿Quiénes eran los agotes?
Hasta no hace mucho tiempo se les consideraba «una raza de parias» que vivía en algunas comarcas del Pirineo navarro y aragonés. A veces su simple existencia constituía «un problema científico». Se aseguraba que también se les llamaba gafos y se les atribuía un origen godo o tártaro. Finalmente, se creyó que eran descendientes de leprosos o, simplemente, que estaban aquejados de esta enfermedad.
En realidad, simplemente se les atribuían características o se sospechaba que procedían de tal o cual lugar o se intuía que… Nada seguro, nada fiable, nada cierto. Después de tantas habladurías, sólo quedaban preguntas: ¿de dónde procedían? ¿Eran una raza perdida? ¿Eran, como se decía, descendientes de los últimos cátaros? ¿Habían llegado del norte de Europa? ¿Por qué eran tan extraños? ¿Contagiaban enfermedades, como se aseguraba? ¿Fueron los leprosos que, según la leyenda, dejaron pueblos enteros llenos de cadáveres con su contagio? ¿Eran inmunes a esa enfermedad? ¿Por qué tantos mitos?
Para intentar responder a tanta pregunta, Milenio 3 consultó a uno de los grandes expertos en el tema, Juan García Atienza, autor de un clásico al respecto: Guía de los pueblos malditos españoles. Para él, los agotes son los más extraños e indescifrables de los pueblos malditos: «La verdad es que no es muy fácil definir a los agotes, porque… se habla mucho de ellos, pero todavía no hay nadie que haya encontrado el motivo de la existencia de los agotes en zonas de Navarra durante los siglos XIII, XIV, XV e incluso XVI. Siempre se ha tenido a los agotes como gente apartada del resto de la sociedad. Y, hasta tal punto era apartada, que en algunos pueblos de Navarra existe una especie de barra de madera donde se dice: “De aquí no pueden pasar a la iglesia los agotes”».
Aunque hubo agotes en otros lugares del Pirineo, el último reducto y el más importante se encontraba en el Valle del Baztán, en Navarra, en el pueblo llamado Arizkun, donde un barrio apartado, Bezote, era el lugar de confinamiento de esta comunidad marginada.
La localidad de Arizkun está situada en el valle de Baztán, a unos 58 kilómetros al norte de Pamplona. Su nombre tiene raíces vascas: aritz, que significa roble, y kun, lugar. Es decir, robledal. En el siglo XIV, la familia Ursúa fundó en esta villa un barrio al que llamaron Bozate y allí se dio cobijo a estos fugitivos. Sin embargo, hay documentación sobre esta etnia maldita desde el siglo XI, aunque en esa época se les conoció con otros nombres, como gafos o cristías. Los miembros de estos grupos humanos tenían que declarar obligatoriamente sus raíces cuando se bautizaban, cuando decidían contraer matrimonio —por supuesto endogámico— o en los procesos judiciales. Debían confesar su condición de agotes.
Algunas pruebas de la marginación a la que se veían sometidos se encuentra en la lengua popular; por ejemplo, a finales del siglo XVI se podía leer lo siguiente: «¡Cállate, agote! Tu opinión cuenta menos que la del perro, no eres nadie». También se les llamaba «patanes de la piedra» o «sapos cagots».
El conocimiento que estos agotes tenían de las plantas medicinales fomentó su fama de brujos y se llegó a decir de ellos que tenían rabo y un aliento fétido. Se llegó a decir que tenían la sangre tan caliente que, en sus manos, las manzanas se arrugaban; y tampoco se les permitía andar descalzos, para que no quemaran la hierba. Al que desobedecía esta prohibición se le quemaba la planta del pie con un hierro al rojo vivo. En fin, se les consideró una raza inferior y se dictaron leyes y reglamentos específicos contra ellos. Sufrían, además, todo tipo de prohibiciones: no podían llevar armas ni objetos puntiagudos; no podían beber en el vaso de otra persona que no fuera agote; tenían limitado el cultivo de la tierra y el cuidado del ganado; tampoco podían ejercer ningún oficio relacionado con la alimentación ni podían optar a los empleos públicos. Sólo podían trabajar la madera, ya que se daba por seguro que la lepra no se contagiaba a través de este material.
Toti Martínez de Lecea es una conocida novelista, autora de El verdugo de Dios. Un inquisidor en el Camino de Santiago, y nos explicaba que la primera discriminación nacía en la iglesia. Curiosamente, los agotes eran cristianos, la Iglesia los había atraído hacia sí, pero eran incapaces de hacer posible la integración: las discriminaciones eran ciertamente humillantes: «Hay muchas cosas curiosas. Y digo “curiosas” por no decir otra cosa. Y efectivamente, la discriminación más radical nació de la Iglesia, pero no de la alta jerarquía de la Iglesia, sino de los curas rurales. A esta gente se la obliga a entrar por una puerta aparte en la iglesia. Y, de hecho, todavía hay iglesias, en el País Vasco francés y en la zona del Béarn, donde aún se puede ver “la puerta de los agotes”. Tenían un benditero aparte, naturalmente: no podían beber de la misma agua porque se supone que estaban contaminados, que eran leprosos. Así que también tenían una pila aparte para santiguarse. Se les obligaba a quedarse en la parte de atrás de la iglesia y se les daba la comunión con unas pinzas. ¡Pero eran cristianos! Mi teoría es que eran leprosos, pero su lepra no afectaba a la piel ni al cuerpo: en la Edad Media, la Iglesia llamaba “leprosos espirituales” a los heterodoxos; es decir, a los que no eran católicos ortodoxos. Podían ser paganos, descendientes de conversos, descendientes de judíos y musulmanes, gitanos, vagabundos… Todos eran leprosos espirituales y, como tales, se les enterraba en cementerios aparte».
¿Qué habían hecho estos agotes para que se asegurara que tenían rabo y otras características físicas absurdas? ¿Por qué no podían acceder a las tierras? ¿Por qué se les reducía a un barrio o gueto? ¿Cuál era el motivo de que tuvieran que llevar extrañísimos amuletos colgando o se vieran obligados a ir con faroles e instrumentos para avisar de su presencia?
La historia de la herejía, esbozada por Martínez de Lecea un poco más arriba, tiene alguna verosimilitud. Según esta hipótesis, los agotes serían los últimos cátaros huidos de las persecuciones de Francia, cuando el papa Inocencio III proclamó una cruzada contra ellos a principios del siglo XIII. Cuentan que en las faldas de Montségur, último refugio albigense, cuando se alzaron las grandes hogueras, aquellos cátaros rubios, altos y de ojos azules —demasiado parecidos a los agotes— alzaron las manos al cielo y avanzaron con la alegría de los «puros» hacia el fuego. ¡Qué ironía y qué burla de la Historia sería que aquellos que se autoproclamaban puros y perfectos fueran los agotes y que éstos fueran tenidos por leprosos e impuros durante muchos siglos después!
Hay un detalle que no cuadra bien con esta tradición que supone a los agotes como descendientes de los cátaros. Si es cierto que eran herejes, ¿por qué no se les persiguió como se persiguió a otros disidentes? ¿O la humillación era parte del castigo?
Una segunda teoría sobre los agotes habla de su procedencia y, en este caso, no se remite a la zona sur de Francia, sino a lugares mucho más alejados. Pío Baroja, que tuvo oportunidad de ver a los agotes en su niñez, los describía así: «Llegaron unos agotes de Arizkun que llevaban como distintivo una pata de ave colgada en paño rojo, cosida a la ropa, a la espalda, para que nadie se acercara a ellos. A pesar de su fama de leprosos, eran muchachos altos, rubios, bien formados. Y su ascendencia gótica se advertía en ellos. Se esforzaban en mantenerse decididos, pero tenían gran timidez».
Toti Martínez evaluaba para Milenio 3 la posibilidad de que esos artesanos de la madera, altos, rubios y ojos azules, pudieran ser, como decía Pío Baroja, «góticos»: «Sí, según algunos… son extranjeros, del norte de Europa, pues son rubios, altos y tienen ojos claros. Según otros, son descendientes de musulmanes que se quedaron en los Pirineos. Lo cierto es que eran blancos, cristianos y hablaban euskera. O sea, que no había nada que los diferenciara de los demás, sino una tradición impuesta. Que si tenían rabo, que si las orejas no tenían lóbulos, que si habían construido la cruz de Cristo…».
La tradición de atribuir a ciertos grupos una maldición por el hecho de haber participado en la crucifixión de Jesucristo no es nueva ni única. Al parecer, puesto que los agotes eran sobre todo carpinteros y trabajaban la madera, para reforzar el malditismo, se aseguró que su estirpe había sido la que construyó la cruz.
Los agotes eran artesanos de la madera y, al parecer, excelentes constructores. En este punto, Toti Martínez nos recordaba la organización social de la Navarra medieval. «Era una zona de hidalgos y señores, que despreciaban los trabajos artesanos. Sin embargo, dependían de los artesanos para levantar sus casas, sus palacios o sus castillos, para construir puentes y otras obras civiles. De modo que los utilizaban. Y parece ser que tanto los constructores de catedrales como los templarios utilizaron a los agotes navarros para construir».
La participación de los agotes en la construcción de las catedrales y monasterios y templos medievales es una tradición oculta, desconocida. En realidad, estos apestados fueron silenciados para la Historia. Fueran cuales fueran las razones, lo cierto es que se intentó por todos los medios que nadie los conociera y que fueran invisibles. Los agotes no existían.
Javier García Egocheaga decía que se utilizaba un método para hacer invisibles a los agotes: se les prohibía construir. El barrio no creció durante siglos y se redujo a los estrechos términos en que se fundó. En las casas vivieron primero dos personas, luego cuatro, ocho, veinte o treinta. La presión social debía ser tan intensa que los agotes llegaron a desear no serlo, no existir, no ser. «Lo que nunca han querido es ser agotes; es decir, un agote no tiene ningún rasgo diferencial, no tiene nada que le identifique como tal, simplemente su apellido y su adscripción a un pueblo determinado: el agote. Entonces, siempre lo quisieron tapar».
Conversando con un agote hoy
Herejías, brujerías, hechicerías, enfermedades, símbolos característicos, leyendas improbables… Es difícil saber de dónde proceden esos mitos. Quizá sería importante que ellos mismos nos lo explicaran. ¿Pero aún hay agotes? ¿No era una historia del medievo?
Xabier Sanchotena es cocinero, escultor, galerista y antropólogo. Es también el responsable de un pequeño museo que pretende divulgar la historia de los agotes, ahora desde el orgullo y el conocimiento, con ilusión y con pasión, como se hacen todas las cosas importantes.
Además, Xabier Sanchotena es agote.
Con él mantuvimos una larga e interesantísima conversación en Milenio 3. La primera pregunta, naturalmente, versaba sobre cómo comprender una historia tan dramática. «Bueno, es parte de la Historia de España, en realidad». Con la sensatez de quien comprende cómo se desarrollan los hechos históricos, sin anacronismos ni reivindicaciones espurias, Sanchotena nos explicaba que los agotes no son en absoluto una raza. Ni siquiera una etnia. «Somos un grupo humano que ya aparece en los documentos medievales hacia el año 1000, por ejemplo en un cartulario de Luc de Béarn, en Francia. Es un grupo que procede de Francia y allí ya era un colectivo marginado, pero aquí se nos considera una raza maldita».
En su opinión, hay siete grupos que podrían asimilarse a estos grupos marginados: vaqueiros, pasiegos, maragatos, chuetas, quinquis, gitanos y agotes.
«Bueno… Sí, la historia es dramática, pero a la vez es también maravillosa. Porque, es cierto, es la historia de una humillación, pero también es la historia fantástica de un grupo de artesanos que trabajaban la piedra, el hierro y la madera desde el año 1000».
Muy bien: es un grupo de artesanos, de familias de artesanos, un gremio si se quiere, pero ¿cuál puede ser el factor que desencadena ese proceso de marginación? «Todo empieza con el ascenso de la Orden de Cluny, una orden benedictina que construye 1.600 monasterios y revoluciona la arquitectura europea».
Fundada en el siglo X, la orden cluniacense alcanzó su apogeo en el siglo XII, cuando mantenía cientos de monasterios en toda Europa y, naturalmente, en España: es el tiempo de las hermandades, las fraternidades y los gremios. Dos de esas hermandades estaban enfrentadas a muerte: los canteros y los carpinteros. Obligatoriamente colaboraban en los trabajos, pero eso era todo: sus símbolos, sus herramientas y sus conocimientos más o menos esotéricos permanecían ocultos para la fraternidad contraria.
Según Sanchotena, en medio de esa rivalidad, surgió una tercera fraternidad, de carácter laico, llamada el Péndulo de Salomón. Fueron marginados desde el principio y apartados de la mayoría de los trabajos importantes.
Sin embargo, los agotes parecen caracterizarse por determinados rasgos físicos… rubios, altos… «Sí, dicen que somos germánicos», exclama Sanchotena un tanto escéptico, «pero la verdad es que nosotros, físicamente, no nos diferenciamos en nada de otras razas».
En su opinión, la causa de la marginación y de la diferenciación se halla en ese origen histórico gremial y en una concepción panteísta del mundo, razón por la cual se les ha asociado a los cátaros. «Como se sabe, entre 1208 y 1213, tras la batalla de Muret [cruzada contra los albigenses o cátaros], hubo un gran éxodo de cátaros hacia estas tierras. Los cátaros eran panteístas y tenían las mismas ideas espirituales que los agotes. En fin, éramos paganos».
Así que los agotes llegaron a Bozate en el siglo XIII, cuando se produce el éxodo cátaro. En esos momentos, el dominio de la población correspondía al señor de Ursúa, de larga estirpe de conquistadores, al parecer. La familia de Ursúa, según Sanchotena, es la que protegió y explotó a los agotes. En Bozate se dedicaron a lo que sabían hacer: tallar la piedra, trabajar la madera, los telares y, además, eran músicos y trovadores. Tenían un oficio, y por eso podían sobrevivir. Sanchotena recuerda que su barrio, Bozate, siempre fue un lugar pobre y sin muchos recursos, pero no deja de mostrar su orgullo ante tradiciones y sabidurías antiguas.
Aunque ahora Bozate aparece como un pueblecito blanco y precioso, muchos historiadores lo describieron como un lugar oscuro y triste, muy cercano al malditismo que se asociaba a sus pobladores. «Lo que sí podemos ver es la arquitectura de los agotes, la limitación que se les imponía en la vivienda. No tenían derecho a ampliar la casa: sólo les autorizaban a talar un árbol y con un árbol se tenían que hacer la casa. ¡Tú me dirás! ¡Con un árbol se puede hacer una choza, pero no una casa individual!».
Sanchotena hablaba con emoción y furia. Como queriendo rescatar a los agotes de su olvido casi eterno…
«Son casas independientes, pero… claro, la limitación es tremenda. Porque no nos permiten tener animales en casa. Solamente nos permiten tener un cerdo para… consumo anual. Y patos. Los patos, normalmente están en la regata y… bueno… es que el pato…».
La simbología de la pata de oca aún no ha sido convenientemente explicada. Por toda España hay símbolos medievales que reproducen la imagen de una pata de la oca. ¿Era una herejía? ¿Un símbolo gremial? Lo cierto es que a los agotes se les obligaba a llevar una pata de oca colgada en la espalda. «Era el signo de los maestros constructores, una especie de galón militar. Antes, los maestros constructores llevaban un distintivo con esa forma. Los agotes, como maestros constructores, también la utilizaban. Pero era una distinción. Se convirtió en vejación cuando los gremios perdieron su fuerza y quedó como símbolo de exclusión. Con el tiempo, la auténtica pata de oca se sustituyó por una escarapela de tela, cosida a la ropa, en los siglos XVII y XVIII».
Y el principal problema de esa exclusión o marginación parece residir en un círculo vicioso implacable: la antigua espiritualidad de los agotes los relegó a guetos impuestos social o eclesiásticamente: eran las «cagoterías» (a los agotes también se les llamaba cagots). En Francia había 2.000 cagoterías. Dadas las condiciones insalubres de esos guetos, se les atribuyó la cualidad de apestados, leprosos, etcétera. A finales del siglo XIV, en Burdeos se temió una expansión de la peste a cuenta de estas gentes podridas, y se examinó en profundidad a una mujer y a un niño. Naturalmente, eran seres perfectamente normales. Junto a esta implicación sanitaria, los agotes eran leprosos —como ya advertimos— por razones espirituales: «Nosotros éramos lardes», nos explicaba Xabier Sanchotena. «Un lord es un leproso espiritual. Nosotros somos leprosos espirituales, sí, y con razón. Somos paganos, somos panteístas. Y, bueno, pues teníamos costumbres que chocaban con la Iglesia romana…».
Por ejemplo, los agotes incineraban a sus muertos y las cenizas se llevaban a lugares elevados, a montañas y riscos, o se depositaban junto a monumentos megalíticos: chrómlechs, dólmenes y menhires. No se hacían tumbas. «Al final… ya nos redujeron y nos trajeron a la Iglesia. Bueno, nosotros teníamos una zona apartada en la iglesia, una segunda puerta, más baja que la normal, y por allí teníamos que pasar los agotes».
Sanchotena nos recordaba que en aquella zona, la mayoría de las iglesias construidas en los siglos XII y XIII tienen esa segunda puerta infamante. En principio, tampoco se les permitió el enterramiento en sagrado, primero en las iglesias y, posteriormente, en los cementerios.
Las palabras de un agote, en este punto, son estremecedoras: «Y ya… una vez que nos redujeron y nos redimieron en la Iglesia… bueno, pues había una zona… una fosa común, digamos, y allí nos enterraban: a los apátridas, a las mujeres de vida alegre… y a los agotes».
Es un gran error olvidar el pasado, aunque haya sido muy duro. La historia de los agotes es, probablemente, uno de los casos de discriminación y humillación humana más severos de la Historia. Xabier Sanchotena, un agote y un verdadero especialista en la historia de su pueblo, nos transportó a aquella lejana Edad Media, donde un grupo de constructores y artesanos fueron marginados por sus creencias y tradiciones. Hoy, tiene derecho a sentirse orgulloso.
Otras etnias malditas
La acusación de difundir la peste no fue sólo característica de los agotes. Vaqueiros, maragatos, agotes, brañeros, hurdanos y judíos fueron tachados de leprosos y ése pudo ser uno de los motivos de su marginación. Se dice que entre los primeros judíos llegados a la Península, había muchos que sufrían lepra, pero al estar constituidos en asentamientos dispersos, apenas llegó a expandirse. Durante la Edad Media esta enfermedad se extendió de forma alarmante y se construyeron lazaretos y leproserías. La lepra se utilizaba como un modo de mantener apartados a determinados grupos. E incluso pudo ocurrir que algunos grupos esgrimieran la excusa de la lepra para mantenerse voluntariamente alejados de los demás. Se creaba así una barrera supersticiosa que dificultaba el contacto entre los aldeanos y estas etnias, a las que se consideró malditas.
Una acusación, repetida durante siglos, acaba por calar en la mentalidad de los pueblos. Por esa razón, aunque ni la lepra ni ningún otro peligro pudieran afectar a las ciudades y pueblos, era una buena excusa para excluir a los diferentes.
Juan García Atienza, que nos ha descubierto en sus guías mágicas los pueblos malditos españoles, nos hablaba de un grupo humano asentado en León a cuyos miembros se les consideraba, simplemente, hijos del demonio. «Vivían en los montes de León. Fueron trasladados allí por los romanos, desde los pueblos de Cantabria, y trabajaban en las minas de oro de las Médulas. Se les consideraba seres malditos, hijos del demonio. Sufrieron mucho, y no sólo a manos de los romanos, sino a manos de los habitantes de las comarcas leonesas».
Son páginas de nuestra historia y de nuestros pueblos que alguien nos ha robado, páginas que cuando acudimos a la historia oficial, comprobamos que han desaparecido.
En las mismas tierras leonesas vivieron y viven los maragatos, arrieros, comerciantes y tratantes de ganado. De ellos queda en el entorno de Astorga la maravillosa factura de su arquitectura… y una tradición culinaria y gastronómica apreciadísima en el resto del país.
Vaqueiros
De los vaqueiros de alzada, en Asturias, se cuentan historias no menos sorprendentes. Eran grupos humanos que vivían en ciertos pueblos asentados en las montañas bajas y marítimas del Principado de Asturias, en los concejos que lindaban con Galicia. Se les conocía como «vaqueiros» porque vivían comúnmente de la cría de ganado vacuno, y «de alzada», porque eran trashumantes: cambiaban o «alzaban» su residencia y emigraban anualmente con sus familias y ganados a las montañas altas. Esta vida era completamente distinta a la de la población sedentaria asturiana. Esta diferencia y las muchas leyendas que se contaban acerca de la procedencia de los vaqueiros consiguieron al fin que entre ambos grupos surgieran fuertes conflictos. En muchas de las iglesias de los pueblos donde vivían temporalmente los vaqueiros se colocaba en el suelo o en el techo una inscripción en la que se señalaba la prohibición de que éstos se colocaran en la parte delantera del templo. En el pavimento de la iglesia de San Martín de Luiña, por ejemplo, aún hoy se puede leer la inscripción: «No pasan de aquí a oír misa los vaqueiros». Los vaqueiros, además, poseían apellidos característicos y durante siglos no se pudieron casar sino entre ellos. En realidad, casi todas las etnias consideradas malditas fueron sometidas a este proceso endogámico porque en muy raras ocasiones tenían la oportunidad de entrar en contacto con las gentes comunes de las aldeas y pueblos cercanos.
Cuando el erudito asturiano Gaspar Melchor de Jovellanos pasó por Santiago de Novellana en 1792, tuvo oportunidad de describir en sus Diarios el conflicto social que se vivía a propósito de los vaqueiros: «Hay un pleito escandaloso con los vaqueiros, a quienes no se les quiere dar la sagrada comunión, sino a la puerta de la iglesia, ni dejar internarse en ella en los divinos oficios. Es el caso que los hidalgos tienen lugar preferente en la iglesia, para toda concurrencia. Los plebeyos, conforme con esto, pretenden lugar preferente a los vaqueiros y éstos luchan por no ser menos que los plebeyos. ¡Cuándo querrá el Cielo vengar a la mayor parte del género humano de tan escandalosas y ridículas distinciones!».
Por desgracia, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, no todos los ciudadanos españoles tenían la personalidad, la sensatez y la cultura del gran ilustrado de nuestra Historia.
Nanos de Freser
¿Alguien podría creer que existiera una comunidad extraña, maldita o monstruosa en el corazón de Cataluña? Ninguna zona de nuestro país escapa a la presencia de estas etnias diferenciadas y malditas.
El caso de los nanos de Ribes de Freser es uno de los casos más sangrantes y más terribles, porque a la discriminación, la humillación y la exclusión, se unía una fisionomía particular de los miembros de ese grupo. Al parecer, una deformidad. Para muchos historiadores y cronistas, aquellos restos antropológicos eran una auténtica monstruosidad. Ocurrió hace tan sólo ochenta años: los diccionarios históricos y geográficos describían así las peculiaridades de Ribes de Freser y de un grupo muy especial de seres humanos:
«Habitan en el valle de Ribes, en la parte noroeste de Gerona, nunca exceden de 51 pulgadas de altura. Y tienen piernas cortas, malformadas, grandes vientres, ojos pequeños, narices planas y caras pálidas y malsanas. A menudo están al borde de la idiotez, y muchos están afectados de bocio. Se hallan sin educación y habitan en chozas, en el mejor de los casos. Allí no ven a ninguna criatura normal, excepto a los de su propia clase. También se dice que la unión formal es desconocida para ellos».
¿Es posible que en una comarca tan próspera como esa región de Gerona existiese una comunidad de este tipo?
Las fotografías de algunos reportajes sobre los nanos o goyuts de Ribes de Freser quitan el aliento. Sobre esos seres deformes parecen haber caído todos los condicionantes externos de malditismo y la endogamia practicada durante siglos, por el aislamiento en las montañas, habría generado una etnia o una raza completamente distinta. En este caso parecían confabularse dos circunstancias desgraciadas: las acusaciones de aquellos que observaban espantados cómo unos seres irreconocibles descendían de las montañas y el desdichado aspecto físico de los nanos de Freser.
Sebastiá d’Arbó tuvo contacto con los últimos nanos de Ribes de Freser y nos mostraba una realidad sorprendente: «Hasta bien entrado el siglo XX, en una zona del Pirineo, concretamente en la comarca del Ripollés, había unos seres deformes, unos monstruos, o nanos, que los mostraban en los circos. Pero la característica de esta gente era física, eran goyuts, tenían bocios en el cuello y eran cretinos. Se les deformaba su cuerpo, se les deformaba la cabeza. Eran enanos. Como es natural, dadas las circunstancias, se mezclaban entre ellos y había endogamia. Evidentemente, era la única forma de poder reproducirse. Esta cretinez fue creando una especie de raza de monstruos que huía de la población. A veces se acercaban a las poblaciones, los pobres, para comer algo, para pedir comida… Iban vestidos con sacos. Vivían en cuevas. A veces, los cazadores o los aldeanos les disparaban…».
Las palabras de Sebastiá d’Arbó suenan crueles. Pero él puede hablar con propiedad porque fue, quizá, el último periodista que pudo ver a los últimos enanos de ese valle de Ribes de Freser.
Las teorías para explicar esa anomalía fueron variadas. Se intentó comparar con el dantesco espectáculo que Buñuel retrató en Las Hurdes, el norte de Cáceres; se habló del aislamiento provocado por las montañas; se dijo que la pureza excesiva del agua y su ausencia de yodo producía ese bocio; se argumentó que la endogamia había producido el enanismo y otras características físicas.
Los nanos, con suerte, vivían en chozas de piedra, y así lo revelan algunos reportajes en las revistas de la época, como Crónica o Estampa, que también desvelaron otras historias que deberían haber avergonzado a un país, como la de Las Hurdes, que provocaron el viaje de Alfonso XIII para redimir a aquella gente.
Sebastiá d’Arbó nos decía que él había encontrado a uno de aquellos nanos de Ribes de Freser. «Lo tenían escondido las monjas en una residencia. Al parecer, apareció bajando la montaña. No sabía ni quién era, ni cómo se llamaba, ni cuántos años tenía. Las monjas le ayudaron… Él, de vez en cuando, saltaba la tapia y volvía a desaparecer. Al cabo de un tiempo, el pobre volvía a tener hambre y regresaba a la residencia con las monjas. Aquel hombre ya murió. Era tan pequeñito que no levantaba un metro de altura…».
Chuetas
Éste es el nombre que se da en las islas Baleares a los que se suponen descendientes de judíos conversos. Desde el principio fueron apartados de la sociedad, marginados por completo, e incluso se les llegaba a denominar «marranos». Sólo podían casarse con los de su misma comunidad, no podían acudir a los espectáculos, no eran invitados a ninguna reunión social y nadie deseaba estar a su lado. Por supuesto, los ciudadanos comunes se negaban a estrecharles la mano.
La persecución de los chuetas comenzó en 1675. Ese mismo año fueron ajusticiados y quemados, en un solo auto de fe, veinticuatro de ellos. En el claustro del convento de Santo Domingo se colgaban los nombres de los condenados, su culpa, su condena y una suerte de retrato de cada uno de ellos.
A los chuetas se les despojaba de sus bienes, se les acusaba de criptojudaísmo y de simular los tormentos de la Pasión de Jesús. Llegó a decirse que raptaban niños para beber su sangre, que profanaban las sagradas hostias o que realizaban ritos heréticos. Los chuetas sufrieron todos los tormentos en las cárceles del Santo Oficio y fueron conducidos en dantescas procesiones por las calles de Palma.
Tras una historia de tragedia y persecución, en el siglo XIX comenzaron a tener acceso a la escuela… siempre que ésta se encontrara en el gueto donde vivían.
Hurdanos
He dejado para el final un asunto que —los lectores me perdonarán— me es especialmente sensible. Hace ya algún tiempo que se publicó El paraíso maldito, dedicado a Las Hurdes. A pesar de algunos inconvenientes —no debidos en absoluto a sus pobladores—, debo confesar mi predilección por esa parte escondida del mundo. Porque si ha habido unas tierras distintas al resto, ésas posiblemente son Las Hurdes. No había allí una etnia ni una raza diferente, sino un grupo humano prácticamente olvidado, en un entorno natural distinto a todo lo conocido. En los pueblos colindantes se hablaba de brujería, de monstruos, de un mundo oculto, de un mundo oscuro, en el que historiadores de hace apenas un siglo no se atrevían a entrar.
En el año 1630, en una obra básica para comprender el siglo XVII en España, Curiosa filosofía, del padre Nieremberg, se describe del siguiente modo ese paraje insólito. Es la primera noticia sobre una zona en el norte de Extremadura: «Existe en este reino un áspero valle infestado de demonios. Un lugar que los pastores creen habitado por salvajes, gente ni vista, ni oída de lengua, de usos distintos a los nuestros, que andan desnudos y piensan ser solos en la Tierra. Algún testigo declaró haberles oído voces góticas y otras imposibles de entender».
En teoría, para algunos, en El paraíso maldito yo volvía a incidir en la historia negra. En realidad, no necesitaban referirse a mí: ahí estaba el padre Nieremberg, ahí estaba Lope de Vega, ahí estaba George Borrow, ahí estaba Pascual Madoz, ahí estaban el doctor Gregorio Marañón, Maurice Legendre o Miguel de Unamuno. Todos ellos viajaron a Las Hurdes y quedaron cautivados, fascinados y, al tiempo, horrorizados: seres humanos viviendo en chozas, sin luz ni agua, junto a los animales… Algunos historiadores decían que las mujeres parían en las calles. Era un mundo de la prehistoria en pleno siglo XIX y en pleno siglo XX. ¿Eran los historiadores y los periodistas los causantes de aquel abandono? ¿O es que la vergüenza de un país soporta mal estos hechos? Los habitantes de Las Hurdes acabaron por no tolerar que algunos indeseables fueran a sus tierras en busca de monstruos que no existían. Es comprensible que, después de siglos de abandono y miseria, no deseen ser los monstruos que se exponen en el circo de los medios de comunicación. Lo diré una vez más: El paraíso maldito era una crónica y una historia de ese pueblo.
George Borrow, un autor de cierta fama en el siglo XIX, recorrió España vendiendo biblias protestantes y redactó su viaje en un libro de mediano éxito titulado La Biblia en España. Explicaba así su emoción romántica en Las Hurdes: «No hay tierra tan fascinante como ésta. Tiene sus secretos y sus misterios. Muchos son los que se perdieron en ella y no ha vuelto a saberse nada de su paradero. Existen profundas lagunas habitadas por monstruos y hay un valle tan estrecho en el que sólo se le ve la cara al sol en pleno mediodía, dominando la penumbra el resto de la jornada».
Es cierto que en Las Hurdes había ídolos desconocidos y es cierto que se practicaba la brujería, pero destinada a la curación y la salvación; y también es cierto que se hablaba una lengua distinta, pero ocurre que, durante siglos y siglos, esa comunidad vivió encerrada en sí misma, olvidada del mundo, desamparada. Decían que los cazadores del duque de Alba se encontraron con aquella gente vestida con pieles y que hablaban un dialecto que nadie podía comprender.
Gregorio Marañón, una de las grandes personalidades intelectuales del siglo XX, también visitó Las Hurdes. Y redactó un célebre diario: «Nadie sabe con fijeza la edad que tienen y casi nadie de sus familias. Cuando vienen a registrarse suelen decir que se les ponga el nombre del santo que más les guste».
¿Qué ocurrió cuando se produjo el encuentro entre el siglo XX y Las Hurdes? En ocasiones se acudía a esa remota tierra para encontrar monstruosidades perdidas, y los habitantes entendieron esa curiosidad morbosa como humillación y desprecio.
Por fortuna, hoy Las Hurdes es una región que no se diferencia mucho de otros rincones de España. Aún mantiene —y seguramente mantendrá durante mucho tiempo— el encanto de un paisaje maravilloso y de un misterio que cautivará a todos aquellos que de buena fe quieran acercarse al último paraíso maldito.