Misterios vaticanos
«Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam!».
(«Una nueva de gran alegría os traigo: ¡tenemos Papa!»).
Fórmula ritual para anunciar un nuevo pontífice.
El día 2 de abril de 2005, tras una penosa agonía, Karol Wojtyla, llamado Juan Pablo II, fallecía en Roma. El mundo, a través de la televisión y la prensa, había asistido al progresivo deterioro físico de aquel hombre carismático que había ocupado el Trono de San Pedro en 1978.
Comenzaba entonces un proceso de elección del nuevo Papa que sumiría a todos los medios de comunicación en el más oscuro desconcierto. Se hicieron miles de cábalas, se presionó a los cardenales, se dirigieron las miradas a un Papa africano, a un sudamericano, a un español, e incluso no faltó quien acudiera al ya desprestigiadísimo Código de la Biblia que, como era predecible —y esto era lo único predecible—, no dio una a derechas. Se hicieron apuestas, se proclamaron deseos y se consultaron viejas profecías para averiguar quién sería el próximo Papa. Pero lo cierto es que nadie acertó.
Los cardenales, por su parte, se encerraron en la Capilla Sixtina y allí, en el más riguroso secreto, bajo las impresionantes pinturas de Miguel Ángel, decidieron quién sería el sucesor.
A miles de kilómetros de Roma, mientras una multitud esperaba la fumata blanca en la plaza de San Pedro, un hombre observaba una vieja postal. El vigilante del albergue de peregrinos de Molinaseca, en León, tenía entre sus manos una postal que le había enviado un alemán hacía muchos años agradeciéndole su hospitalidad cuando caminaba hacia el sepulcro del apóstol Santiago. En aquella postal, aquel peregrino alemán firmaba: «J. Ratzinger, próximo papa Benedicto XVI».
Mientras los cardenales decidían en Roma quién habría de ser el nuevo pontífice, aquel vigilante del albergue de peregrinos se ocupó de sus asuntos cotidianos en un remoto pueblecito de España. De pronto, en la televisión, se escuchó la frase esperada: «Habemus Papam!». Y antes de que el protodiácono Jorge Arturo Medina Estévez pronunciara el nombre del nuevo pontífice, el vigilante del albergue dijo:
—Joseph Ratzinger, Benedicto XVI.
El anciano cardenal Medina suspiró y, acto seguido, pronunció el nombre del elegido por el Espíritu Santo para ocupar el Trono de San Pedro:
—Annuntio vobis gaudium magnum; habemus Papam: Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum losephum Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI.
Un monje irlandés conoce el destino de Roma
Como saben todos nuestros oyentes, Milenio 3 no es un programa que se dé por vencido con facilidad. Así que, si no obteníamos respuestas concretas a nuestras preguntas, deberíamos acudir a nuestros personajes favoritos para que nos ofrecieran alguna pista sobre la personalidad del sucesor de Juan Pablo II. Y entre esa pléyade de alquimistas, brujos, vampiros, aparecidos, visionarios, fantasmas, profetas, magos, arquitectos y condes sangrientos, nos decidimos por un venerable anciano que parecía conocer todos los secretos de Roma: San Malaquías.
San Malaquías (1094-1148) fue un monje irlandés cuya memoria se venera, especialmente, por haber organizado la Iglesia cristiana en Irlanda. En 1123 fue abad en Baugord y desde 1132 ostentó el arzobispado de Armagh. Fue cardenal primado de Irlanda y en un viaje a Roma, al parecer, sufrió un éxtasis a partir del cual comenzó a ofrecer vaticinios sorprendentes. San Malaquías murió en Clairvaux, la patria de San Bernardo de Claraval, el hombre que alentó los esfuerzos templarios e instituyó su Regla. A San Malaquías se atribuye un libro profético (no confundir con el Libro de Malaquías, del Antiguo Testamento) en el que el autor desgrana 111 frases brevísimas en latín que, en teoría, caracterizarían a los papas hasta el fin del mundo. La cuenta, en todo caso, comenzaría en Celestino II (1124). No obstante, hay que añadir que algunos especialistas aseguran que estas profecías son apócrifas y que fueron redactadas poco antes del cónclave de 1590. La fama de las profecías de San Malaquías se debe a la profunda labor investigadora que se llevaba a cabo durante el Renacimiento en el monasterio de Montecassino, especialmente dedicado a la recuperación de textos antiguos. Fueron nuevamente publicadas en 1595 por Arnaldo Ubión.
Javier Sierra nos recordaba que San Malaquías fue, ante todo, un hombre de su tiempo y precisaba que la Roma eclesiástica en la Edad Media era una institución poderosísima. «Desde el año 1000, aproximadamente, después del los terrores del fin del mundo que se vivieron en esa época, surgieron muchos profetas en toda Europa que hablaron de una inminente catástrofe relacionada con el Papado». Ello guardaba relación también con las difíciles relaciones que mantenía Roma con el resto de los Estados europeos, desde luego.
El caso es que San Malaquías murió en brazos de San Bernardo, como se ha dicho, y parece que, en ese momento, el monje irlandés reveló algo. San Bernardo escribió una vida de San Malaquías y, sin embargo, en esa Vida de San Malaquías no aparece ni rastro de las profecías. Habría que esperar al siglo XV para que se descubrieran esos 111 lemas papales.
Y algunos son sorprendentes.
Por ejemplo, uno de los lemas es Rosa umbría. Según la contabilidad de los papas, ese puesto le correspondería a Clemente XIII (Cario della Torre, 1758-1769). Curiosamente, este Papa había sido gobernador en la Umbría italiana y el símbolo de esa región y de su escudo de armas papal es, precisamente, una rosa.
En el puesto que correspondería a Clemente XIV (Giovanni Ganganelli, 1769-1774), San Malaquías —o quien fuera— escribió Ursus velox. El escudo de armas del pontificado de Clemente XIV es un oso volando.
A León XIII (1878-1903) le correspondería Lumen in Caelo, «Luz en los cielos». Precisamente, su escudo nobiliario era una estrella fugaz o un cometa.
A Angelo Roncalli, Juan XXIII (1958-1963), le correspondería Pastor et nauta: «Pastor navegante». ¿Cómo explicarlo? «La referencia al pastor se sobreentiende», dice Javier Sierra, «porque todos los pontífices son pastores de la Iglesia. Pero lo de “navegante” es muy curioso: él fue patriarca de Venecia. Y Venecia es un lugar donde, evidentemente, se necesita la navegación prácticamente a diario para desplazarse por los canales y por las calles de agua de la ciudad. Esa alusión de un “Papa navegante”, aplicado a alguien que tuvo bajo su jurisdicción esa ciudad hermosa de Venecia, no deja de ser una coincidencia muy precisa».
La divisa 108, Flosflorum, correspondería a Pablo VI, Giovanni Battista Montini (1963-1978). Dicen que Su Santidad ofició la misa de Navidad en la catedral de Santa María de las Flores, en Florencia, y que el recinto fue adornado con una gigantesca flor de lis. Y, además, su escudo pontificio luce tres hermosas flores.
San Malaquías, o quienquiera que fuera el autor de estos lemas, pareció detenerse en tres datos claves de las vidas de estos pontífices: la cuna, el apellido y el escudo. Estos tres elementos, en general, parecen determinantes. En ocasiones parece referirse a su profesión, a los lugares importantes de su vida o a otros aspectos.
A lo largo de este capítulo se ha dedicado especial atención a Albino Luciani, el papa Juan Pablo I. Siguiendo la cronología establecida por San Malaquías, a este pontífice le correspondería el lema 109. Lo cual supone que Juan Pablo II tendría el 110 y el cardenal Ratzinger el 111. ¡El último! ¡Dios guarde al cardenal Ratzinger!
A Juan Pablo I —según la cronología papal— le correspondería el lema De mediatate lunae; esto es, el Papa de la media luna. Curiosamente, el pontífice fue elegido el 26 de agosto de 1978, el primer día del último cuarto lunar, por tanto, en el cielo aparecía la media luna. Cuando murió brillaba el último cuarto de la luna, otra media luna. Y su papado duró media luna, del 3 al 28 de septiembre.
Javier Sierra adelantaba otras coincidencias sorprendentes, por ejemplo, que Juan Pablo I vivió y fue sacerdote de Belluno, que en italiano significa «bella luna».
Sin embargo, en la contabilidad de los papas y la relación con los lemas de San Malaquías se han dado una serie de problemas notables, porque no se sabe a ciencia cierta si se deben contar los antipapas. «Por ejemplo, hay una polémica sobre si Juan Pablo I es, en realidad, ese papa 109 o si, en realidad, ese lugar lo ocupa otro», precisa Sierra. «Unos días antes del nombramiento de Juan Pablo I se consagró otro Papa. Ese Papa es un antipapa, en realidad. Es el papa Clemente, el Papa famoso de El Palmar de Troya, que fue en aquellos días objeto de portadas en todos los periódicos del mundo. Hay un detalle muy curioso: en todas las profecías de San Malaquías los papas que tienen la palabra “luna” en su lema son papas o bien cismáticos, o bien antipapas, o bien papas muy controvertidos que han hecho variar el rumbo de la Iglesia en algún sentido. Y la controversia reside en si Clemente Domínguez sería, en realidad, el Papa de la media luna».
Dado el carácter empresarial de la secta de El Palmar de Troya, quizá sería excesivo incluirlo en un listado tan hermoso. Además, con el correr de los tiempos, hemos sabido que el tal Clemente Domínguez no le interesó en absoluto a San Malaquías, porque, si él contara, el cardenal Ratzinger sería el último y definitivo pontífice, que habrá de llamarse Pedro, como el primer obispo de Roma, el discípulo de Jesús.
De modo que el último listado es éste:
109. De mediatate lunae (sup. Juan Pablo I)
110. De laboris solis (sup. Juan Pablo II)
111. De gloria olivae (sup. Benedicto XVI)
Los especialistas en estos asuntos —con las precauciones necesarias— advierten que De laboris solis (el esfuerzo o los trabajos del sol) se corresponde bastante adecuadamente a la labor expansionista y mediática de Juan Pablo II, un verdadero líder para las juventudes católicas y un verdadero faro para los creyentes, según dicen. Sin embargo, no es un vaticinio tan preciso como otros.
¿Y qué tiene que ver el cardenal Ratzinger con «la gloria del olivo»? Aún no se sabe: no guarda relación ni con su patria ni con su escudo de armas, pero eso no significa que, en un momento dado, no pueda vincularse a algo que pueda identificarse realmente con esa sentencia, «la gloria del olivo»: Jerusalén, Palestina, Israel, España, Grecia, Italia, etcétera. Además, Benedicto XV, el último pontífice que llevó ese nombre destacó por sus negociaciones políticas a favor de la paz en Europa.
El monje cisterciense Joaquín de Fiore, en el siglo XII, ya predijo que Roma terminaría envuelta en el caos y que esa circunstancia precedería al final completo de la institución eclesiástica. «Que Roma, ciudad privada de toda disciplina cristiana, es el origen de todas las abominables obras de la cristiandad. A ella afectará, en primer lugar, el juicio de Dios».
Todos repiten que, en un momento determinado, no habrá Papa en Roma, que durante un período de unos meses —alguno de ellos ofrece incluso el número de meses precisos— el mundo cristiano quedará descabezado. Jean de Vatiguerro, un monje del siglo XIII, profetizó en su Líber mirabilis que durante veinticinco meses no habrá gobierno ni Papa en la Iglesia de Roma, antes de la completa destrucción. Y Nicolás de Fluh, que es otro clérigo profeta de la época, abunda en este dato. Y Don Bosco, en el siglo XIX, ya anunció al propio papa Pío IX que cuando aparezca una luz brillante en el cielo, en medio de una batalla, se producirá un suceso trágico: el Papa y una parte de su séquito abandonarán el Vaticano dejando tras de sí una plaza cubierta de muertos y heridos. Las profecías de sor Lucía, la vidente de Fátima, eran tan sangrientas y crueles como éstas, o más. En resumen, la tercera parte del secreto de Fátima hablaba de una visión apocalíptica: un obispo vestido de blanco, que se identifica con el Santo Padre, acompañado de sacerdotes y religiosos, sube una montaña empinada con muchísimo esfuerzo; llegan a la cima y allí hay una gran cruz. Antes de llegar a ese lugar, cruzan una ciudad que está en ruinas, llena de cadáveres: muchos de ellos son miembros de la Curia. Cuando llegan a la cima, asesinan a ese obispo vestido de blanco con armas de fuego y con flechas, y con él mueren religiosos, hombres, mujeres. Y dos ángeles recogen la sangre de esos mártires y se la ofrecen a Dios. Esa es la visión de Fátima.
«Sí, es una cosa curiosa» admite Javier Sierra, «porque este final catastrófico es algo en lo que han abundado prácticamente todos los profetas, desde la Edad Media hasta el segundo milenio». En opinión del director de Más Allá, quizá todos estos personajes tenían un poso de milenarismo muy arraigado: como no se produjo el final de los días en el primer milenio, tendría que producirse, necesariamente, en el segundo.
Quizá no exista más explicación que esta reacción psicológica, pero es curioso cómo todos inciden en el mismo fin terrible y, especialmente, los propios papas.
Pío X, por ejemplo, tuvo una visión poco conocida, pero muy interesante en 1909. Se desvaneció y, cuando se recuperó de ese desvanecimiento, comentó: «Acabo de ver algo terrible, que no sé si me sucederá a mí o a mi sucesor. Lo único que puedo decir, con certeza, es que llegará un día en que el Papa abandonará Roma. Y tendrán que llevarle, porque estará enfermo, pasando por encima de los cuerpos muertos de sus cardenales. Se refugiará de incógnito lejos de Roma y poco después fallecerá de muerte cruel».
Por fortuna, Pío X no era un buen intérprete de sueños. Semejante tragedia no le ocurrió a él, ni a su sucesor, ni al sucesor de su sucesor.
Las profecías de Juan XXIII
El último profeta Papa fue Juan XXIII. Angelo Roncalli era historiador, había sido secretario en un obispado y fue enviado a Roma. Allí le encomendaron una misión diplomática en Bulgaria, que por entonces no tenía relaciones diplomáticas con el Vaticano. Al parecer, hubo algún problema allí y, según Manuel Robles, Roma lo envió a Turquía. Roncalli era un hombre afable y encantador, de modo que fue utilizado por el Vaticano para solventar numerosos conflictos políticos, entre otros la disputa que mantenía con la V República Francesa y De Gaulle. Poco después, el papa Pío XII lo nombra nuncio. Y aquí comienza a girar la política vaticana. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y había mucho trabajo por hacer. Roncalli fue receptivo a los nuevos planteamientos de los famosos curas obreros y a los nuevos aires liberales que exigían los fieles. Poco después fue nombrado cardenal y arzobispo de Venecia. (Pastor et nauta). Cuando muere Pío XII, es elegido Papa.
Se cuenta —en realidad, prácticamente sólo lo cuenta un escritor llamado Pierre Carpi— que Angelo Roncalli participó en una ceremonia rosacruciana durante su estancia en Estambul (1935), y durante esa ceremonia tuvo ciertas visiones que fueron descritas posteriormente como «las visiones de Juan XXIII». En una de ellas, parece vaticinar el uso de la bomba atómica: «La gran arma estallará en Oriente, produciendo llagas eternas. La infame cicatriz no se borrará jamás de la carne del mundo. Mas antes de sus palabras de ciencia verdadera, el secreto del arma que destruye las armas, vendrá, entonces, un tiempo de paz y el nombre de Alberto se inscribirá en la lápida». Esto es lo que se supone que dijo o escribió Juan XXIII según Pierre Carpi. Este imaginativo escritor piensa que hace referencia a la Guerra Mundial y a las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki. Por supuesto, también parece referirse a enfermedades incurables derivadas de la radiación. Y Albert, naturalmente, es Albert Einstein, el padre teórico de semejante engendro atómico.
Otras profecías, al parecer, se referían a Stalin, al nazismo y al Estado de Israel. Pero, como siempre, eran bastante difusas. Sin embargo, hay algunas sorprendentes. Por ejemplo, en una de esas visiones de 1935 parece remitir al Muro de Berlín, levantado dos décadas después: «Europa está dividida: un pequeño muro, una gran vergüenza».
¿Qué hay de cierto en las llamadas Profecías de Juan XXIII? Lo más cierto son las sospechas de fraude. Javier Sierra nos recordaba que la única fuente de esas supuestas profecías son las palabras de Pierre Carpi. «No hay evidencias independientes que demuestren que Juan XXIII cayera en ese trance ni que hubiera un grupo de personas que tomaran nota de sus palabras. Por lo demás, el libro de Carpi se publicó en 1976 y, por lo tanto, muchos de los hechos que supuestamente profetizó Juan XXIII ya se habían cumplido. Era relativamente fácil crear una falsificación. Ahora bien, hace una serie de profecías para el futuro y si se cumplieran…».
Algunas de esas profecías «de futuro» sugerían que una mujer llegaría a ser presidenta de Estados Unidos, que un dictador sometería todo el sur de África o que un Papa peregrino llegaría a Roma y desposeería a la Curia de sus riquezas.
Ante este despliegue imaginativo de augures, profetas, magos y adivinos, le preguntamos a Manuel Robles cuál era su opinión al respecto y cuál era la opinión de la Iglesia. «Es verdad que la Iglesia no es ajena a este tipo de fenómenos, como San Malaquías y algún otro. Pero la Iglesia sólo tiene como eje central la revelación del Antiguo y Nuevo Testamento. Es verdad que hay personajes a lo largo de la historia de la Iglesia que hablan del futuro y comentan la vida de los papas o la vida de la Iglesia, pero son cuestiones individuales, particulares, privadas, y no pertenecen al patrimonio de la revelación de la Iglesia».
En definitiva, la Iglesia considera todas estas profecías como curiosidades. «La Iglesia no lo puede entender ni admitir. Utilizando una frase común: sobre el futuro no hay nada escrito».
En eso, nuestro amigo Manuel Robles se equivoca: desde los profetas del Antiguo Testamento al inventor del Código de la Biblia, pasando por la pitonisa de Delfos, San Malaquías y Nostradamus, podría decirse que el hombre se ha hartado de escribir sobre el futuro.
Otra cosa es que esas profecías merezcan algún crédito.
Un lugar secreto
En la historia de la Iglesia se acumulan miles de casos semejantes al que se relató en páginas anteriores, enigmáticos y aterradores a un tiempo. El Vaticano, Roma y la institución eclesiástica configuran un entorno de silencios y secretos, de misterios y sucesos sorprendentes que los hombres observan maravillados y asombrados. Todo cuanto envuelve a la figura del Papa tiene algo de mágico, quizá por el estricto ceremonial o porque el entorno parece imbuido de una sacralidad potentísima que obliga a pensar en recursos que escapan al conocimiento de las gentes comunes. Además, y a pesar de ser un Estado reducidísimo, el Vaticano es uno de los países más importantes del mundo. Su monarca, su rey, el Papa, tiene una enorme influencia sobre los pueblos y cuenta —en principio— con el aval del mismísimo Dios. En otros aspectos más terrenales, el Vaticano posee el archivo histórico más completo, la Biblioteca Vaticana, unas finanzas un tanto oscuras y un servicio secreto habilísimo e influyente.
Por tanto, a medio camino entre lo mundano y lo divino, el Vaticano aparece a los ojos del mundo como un lugar misterioso, en el que los pasillos y galerías parecen albergar conspiraciones constantes, camarillas y grupos organizados que podrían estar moviendo los hilos de la Historia sin que apenas nadie se percatara de ello. La pregunta recurrente es ésta: ¿qué sabe el Vaticano del futuro de la Humanidad?
Los más aficionados a las tesis de la conspiración suelen afirmar que en las estanterías de la Biblioteca Vaticana se esconden secretos que sólo unos pocos conocen. Y la información es poder.
Manuel Robles es periodista del diario La Razón, sacerdote y buen conocedor del Archivo Vaticano, y a él acudimos para expresarle esas dudas: desde fuera, ese mundo se nos antoja misterioso. ¿Hay algo que, según los dirigentes romanos, no deberíamos conocer? ¿Por qué tanto misterio con el Archivo Vaticano? ¿Por qué tanto oscurantismo? ¿Por qué no se dan a conocer los documentos que se custodian en Roma? «En el Archivo Vaticano se conservan documentos que abarcan un período histórico muy extenso, prácticamente desde el siglo IV hasta nuestros días», nos decía Manuel Robles. «Así pues, es un corpus que contiene muchísimas cosas y cosas extraordinarias. Hasta el pontificado de Juan Pablo II se puede decir que ha estado… bueno, era casi infranqueable. Pero en la actualidad, el Archivo Vaticano está abierto hasta el año 1930, aproximadamente. Quizá el hecho de que haya estado cerrado durante tantos siglos ha contribuido a mitificarlo un poco. Pero, sobre todo, esa mitificación se debe a su contenido. Es un archivo impresionante. Creo que puede decirse que es el archivo histórico más importante del mundo».
Albino Luciani: el último gran caso vaticano
Y, en esos archivos, ¿se custodiará la verdad sobre Albino Luciani?
La historia de Albino Luciani es un tema apasionante para los «conspiranoicos». Y hay razones de peso para que aquellos que miran el revés de la Historia encuentren en su breve pontificado datos que sólo contribuyen a alargar las sombras vaticanas.
Albino Luciani fue elegido Papa el día 26 de agosto de 1978. Escogió el nombre de Juan Pablo I. Pocos días después, el 28 de septiembre, se le hallaba muerto en las dependencias de la Santa Sede. En realidad, fue descubierto por la hermana Vicenza, a las cinco menos cuarto de la madrugada del día siguiente. Semejante noticia provocó también toda suerte de habladurías y contradicciones. Por ejemplo, se aseguró que lo habían encontrado muerto en el baño; otros afirmaban que agonizó en su cama. El Vaticano no ha mostrado datos de la autopsia, porque no la hubo y si la hubo, no se supo.
Las palabras del propio Juan Pablo I resultaban, tras su muerte, enigmáticas y sobrecogedoras. Tras haber sido elegido Papa, Luciani decía lo siguiente: «Apenas ha comenzado el peligro para mí. Mis colegas, que estaban cerca de mí, me manifestaban que tuviera valor, que tuviera palabras de aliento. Uno de ellos me ha dicho: “¡Valor! Si el Señor te ha escogido, también te ha dado fuerzas para soportarlo”».
Joan Soles, corresponsal de la Cadena SER en Roma, nos explica que, veinticinco años después de la muerte de Albino Luciani, Juan Pablo I, aún persisten las dudas respecto a su verdadero estado de salud y las circunstancias, las causas o la hora exacta de su fallecimiento.
En principio, y siempre según el Vaticano, Albino Luciani había muerto como consecuencia de una enfermedad y, por lo tanto, había sido una muerte «natural». Pero los rumores se desataron, y casi inmediatamente después de su funeral, e incluso antes, se habló de asesinato, de envenenamiento y de suicidio.
Según su secretario particular, Juan Pablo I estaba enfermo, sintió un fuerte dolor en el pecho aquella noche y tomó medicinas. Pero el médico personal del Papa, una de las últimas personas con las que habló, aseguró que Luciani no le manifestó que tuviera dolor alguno: «El Santo Padre no estaba enfermo ni tomaba medicamentos, porque no los necesitaba».
La Santa Sede fijó la hora de su muerte a las cuatro y media de la madrugada del día 29, mientras dormía. Los forenses del Instituto Romano certificaron, sin embargo, que había fallecido a media noche, entre el día 28 y el día 29. En la página web oficial del Vaticano, la fecha de su fallecimiento es el día 28 de septiembre de 1978. Y la investigación que se ofreció a la prensa, dirigida por el siete veces primer ministro italiano Giulio Andreotti, aseveraba que la muerte del pontífice había acaecido unas horas antes, cuando todavía no dormía.
La primera información que recibió aquella noche el director de la Radio Vaticana indicaba que había sufrido un edema pulmonar seguido de un infarto. Pero la primera versión directa que obtuvo el director de los Servicios Informativos de la RAI señalaba que el papa Luciani se había equivocado en la medicación y había tomado ¡cincuenta pastillas, en vez de cinco, antes de dormir!
En su breve pontificado, tal y como nos comentaba Joan Soles, Juan Pablo I se enfrentó a la jerarquía eclesiástica, se opuso al nombramiento de ciertos cargos y había decidido la destitución de otros, entre éstos, el del presidente de la Banca Vaticana, el cardenal Paul Marzincus, llamado «el banquero de Dios», implicado, según se supo años después, en un fraude de más de mil millones de dólares junto a Roberto Calvi, del Banco Ambrosiano. (Éste es uno de los negocios más escandalosos y turbios en los que se ha visto envuelta la Iglesia, junto a los casos de pederastia en Boston y otros lugares del mundo). Aquel Roberto Calvi apareció colgado en un puente del Támesis, Londres. Según la Fiscalía de Roma, el banquero se habría suicidado, aunque, para conseguir quitarse la vida, habría contado con la inestimable ayuda de la mafia siciliana. Los mafiosos, al parecer, le prestaron elevadas cantidades de dinero negro que Calvi nunca pudo devolver.
En los palacios vaticanos, en aquella época, todo el mundo sabía que la Iglesia no tenía buenos compañeros de viaje y que los negocios financieros ocultaban oscuras tramas que, en realidad, nunca se han desvelado por completo. Logias, secretos económicos, poder y corrupción… El papa Juan Pablo I parecía advertir contra estas tramas en sus alocuciones.
«La propiedad privada no es un derecho inalienable y absoluto para nadie», afirmó Albino Luciani. Semejantes admoniciones generaron una ola de indignación entre los jerarcas eclesiásticos, que temieron una Iglesia pobre, humilde, abierta, transparente, sin riquezas, sin poder. «El pueblo del hambre interpela, de manera dramática, al pueblo de la opulencia», dijo.
Albino Luciani estaba conspirando contra su propia vida al pronunciar aquellas palabras. Y se negó a vestir lujosas mitras.
Y cuando declaró que «Dios es padre; pero, además, es madre», temblaron los cimientos del patriarcado de la Iglesia.
La Santa Sede se opuso, a toda costa, a la autopsia y con ello sólo sembró más dudas sobre la muerte del pontífice. Su sucesor, Juan Pablo II, podría haber dado a conocer las causas y las circunstancias de aquel extraño suceso, pero sólo impulsó su beatificación. Como afirmaba Joan Soles, Karol Wojtyla sostuvo con firmeza la posición de la Iglesia sobre el aborto, la anticoncepción, los homosexuales, la existencia del demonio, la práctica de exorcismos o la ordenación sacerdotal de mujeres que, seguramente, Juan Pablo I, habría deseado cambiar.
¿Realmente Juan Pablo I era una amenaza para la estructura más conservadora de la Iglesia o este supuesto entramado de habladurías, sospechas y conspiraciones son cosas de paranoicos?
Para Javier Sierra, lo que queda fuera de toda duda es que su muerte fue por completo inesperada. Algunos papas, llamados «de transición», son elegidos con una edad muy avanzada, mientras las jerarquías establecen líneas de actuación o se preparan para un largo pontificado. Pero ése no parecía ser el caso de Juan Pablo I: permaneció en el Trono de Pedro sólo 33 días. «Nadie lo esperaba», subraya el director de la revista Más Allá. «Era un Papa de aspecto saludable, joven y dinámico. Pero Juan Pablo I, prácticamente desde el momento en que tomó posesión de su trono en Roma, amenazó con cambiar la estructura de la Iglesia. Hizo una serie de planteamientos que no eran habituales, quiso acercar mucho la Iglesia al pueblo, replantearse muchos dogmas… Y quiso replantear, sobre todo, un aspecto que estaba siendo ya piedra de escándalo en todo el mundo: la política económica del Vaticano. Cuando apenas estaba esbozando esos planteamientos y las reformas inminentes, se produce su fallecimiento. Y ésa es la parte que convirtió a Juan Pablo I en un misterio».
Según Javier Sierra, curiosamente, Juan Pablo II fue un pontífice mucho más conservador que no acometió esas reformas que, en principio, iban a convertir a la Iglesia en algo muy distinto de lo que es en la actualidad.
La Iglesia ha insistido todos estos años, a pesar de que han aparecido testimonios extraordinarios al respecto e incluso se han producido crímenes en circunstancias poco claras, que la muerte de Albino Luciani fue natural. Sin embargo, el hecho de que tuviera en mente esa revolución, ¿podría sustentar la hipótesis de un crimen de Estado o un magnicidio? Manuel Robles cree que, efectivamente, «Juan Pablo I tenía en mente una especie de cambio. Lo que sucede es que… claro, fue un pontificado tan breve y tan pequeño que es muy difícil decir… Pero… Todo el mundo se dio cuenta, más o menos, de que aportaba un aire nuevo».
Manuel Robles destacaba ante los micrófonos de Milenio 3 la sencillez y la normalidad o la cercanía de aquel pontífice, incluso su sonrisa apaciguadora pareció traer aires nuevos. «La gente que lo conoció y que le trató en los breves días que estuvo en Roma pues se dieron cuenta de que algo nuevo… algo nuevo se iba acercando a la Iglesia». En opinión de Manuel Robles, probablemente el papa Juan Pablo I habría abordado algunos aspectos conflictivos, desde la economía a la estructura patriarcal, y los habría abordado con métodos novedosos. Eso, según Robles, era lo que muchos cristianos esperaban. Ésa era, al parecer, la aportación que se anhelaba.
Como cualquier Estado actual, el Vaticano está inmerso en una intrincada red de intereses políticos, económicos, sociales y religiosos, muchos de los cuales, por razones evidentes, no salen a la luz y no se conocen. Por otro lado, las sospechas de oscuros manejos económicos y ciertas relaciones con la mafia no eran desconocidas. Además, el Vaticano, más que cualquier Estado, es reticente al cambio.
Estamos acostumbrados a ver en la televisión y en el cine que la policía, cuando se produce un crimen, se pregunta inmediatamente: ¿a quién beneficia? Y el beneficiado de ese crimen es el primer sospechoso. Si la muerte de Juan Pablo I no fue una muerte natural, ¿a quién benefició? O, en otros términos: ¿a quién molestaba la idea renovadora del papa Luciani?
Jesús López Sáez, sacerdote, asegura en su libro El día de la cuenta que la muerte de Juan Pablo I fue un asesinato orquestado por algunos miembros de la Curia, la mafia y la masonería. Y en algunos lugares se precisaba que fue un envenenamiento. Además, en el citado libro también se dice que, en contra de lo que se piensa, a Juan Pablo I se le encontró en la cama, con unos folios que, en principio, serían el objeto de unas conversaciones con su secretario de Estado, su mano derecha en el Vaticano, que no estaba muy de acuerdo con las renovaciones y las sustituciones que iba a llevar a cabo en el seno de la Curia. El secretario de Estado, el cardenal Villot, explicaba que no se le hizo la autopsia a Juan Pablo I para evitar las habladurías. Según él, el Papa ingería muchos medicamentos debido a su enfermedad (aunque el médico personal dijo que se encontraba perfectamente) y si se daban a conocer los resultados de la autopsia inevitablemente comenzaría a correr la especie de que se suicidó o de que alguien le asesinó. Tal fue la respuesta del cardenal Villot ante todas las preguntas que se le formularon a propósito de una lógica autopsia a un Papa fallecido en circunstancias poco claras.
Política, dinero negro, mafia, masonería, medicamentos… Un cóctel peligroso… y mortal.
La papisa Juana: una leyenda vaticana
Un papa negro, un papa homosexual, un papa casado, un papa comunista, un papa chino, un papa mujer… Son figuras que hoy parecen muy lejanas. Algunos hombres y mujeres se preguntan si algún día será posible ver en el Trono de Pedro a una papisa.
Para concluir este capítulo, se relatará brevemente la aventura de la papisa Juana, un episodio vaticano que parece caer más del lado de la leyenda que de la Historia. Es un mito medieval que llega hasta nuestros días y que incluso aparece reflejado en la baraja del tarot.
Según ciertas biografías medievales, Juana habría nacido en el año 822, en Ingelheim, cerca de Maguncia. Durante un tiempo, vivió y estudió en Atenas. Ya entonces se hacía pasar por hombre, y todos la conocían como Juan, el Inglés. (En este punto, parece haber una especie de rebeldía en el relato, pues en aquella época la cultura no estaba al alcance de las mujeres). Tras su etapa de formación, se traslada a Francia, y estudia también en varias abadías. Finalmente, llega a Roma. Y a la muerte de León W, es elegida como sucesor, en el año 855. Otros autores fechan esta historia en el siglo XI, hacia el año 1090.
Aunque tiene todo el aspecto de un cuento medieval, lo cierto es que muchos escritores conceden verosimilitud a la posibilidad de que Juana, en vestiduras de hombre, fuera Papa en Roma.
Al parecer, el fraude se descubrió durante una procesión: ella se había quedado embarazada, pero había logrado ocultar su estado. De repente, en medio de las calles de la Ciudad Santa, Juana sintió los dolores del parto y empezó a dar a luz.
Y he aquí por qué esta historia parece falsa: es un relato misógino que advierte que una mujer nunca podrá ser Papa, porque es mentirosa y liviana, porque cede a las tentaciones de la carne y porque es piedra de escándalo y vergüenza. Un relato misógino típicamente medieval. «Es una historia simbólica, más que una historia real», dice Javier Sierra.
Los que defienden la verosimilitud de la historia de la papisa Juana dicen que aquella historia dejó un poso tan fuerte en el Vaticano que aquella calle del parto jamás se utiliza en las procesiones papales de la actualidad.
Incluso se llegó a asegurar que había una estatua de una mujer con un niño que representaba a la papisa Juana con su retoño. (Otros afirman que, simplemente, es la Virgen María con el Niño).
Otro detalle que aportaría cierta verosimilitud a esta historia —o quizá a otro intento de suplantación— es la existencia de un trono papal de mármol, hoy pieza museística, que contaría en su asiento con un pequeño hueco, por el que los cardenales y prelados comprobarían si el hombre que ocupaba el solio papal era verdaderamente un varón.
Son las leyendas vaticanas surgidas, precisamente, a la sombra de tantos silencios.