La Pasión de Jesús de Nazaret

«Y Jesús, con unos cinco años, dijo “volad”

y aquellos pájaros de barro comenzaron a elevarse

revoloteando en el cielo».

Evangelio del Pseudo Tomás, apócrifo, siglo II.

La Pasión comienza casi inmediatamente después de la Última Cena, la celebración de la Pascua judía en Jerusalén. Jesús anuncia a sus discípulos que desea orar y les advierte que los próximos días serán especialmente dolorosos para todos. El maestro acude con algunos de sus amigos predilectos a un huerto, llamado Getsemaní. Se trata de una escena decisiva: en este punto comienza el sufrimiento de aquel hombre.

El texto de Lucas dice: «Y en medio de la angustia, seguía orando más intensamente. Y su sudor era como gruesas gotas de sangre, que iban cayendo a la tierra».

Es muy importante que los evangelistas hablen de la angustia. Mateo lo cuenta con una emoción singular: Jesús se aparta con sus tres discípulos predilectos «y comenzó a sentir tristeza y angustia». En un rasgo profundamente humano, Jesús dice a sus amigos: «Siento tristezas de muerte» (Mt 26, 37).

Jesús está angustiado y se siente abandonado y desamparado, profundamente solo. (Incluso sus amigos se entregan al sueño en vez de velar con él). Es un momento clave: los textos indican claramente que Jesús sudó sangre. Pero esto… ¿es posible? ¿Es científicamente posible? Para saber si ese proceso es factible o sólo es un giro literario de los evangelistas, acudimos al doctor don Ángel Rodríguez Cabezas, cuya obra sin precedentes El dolor de Cristo. Análisis médico y psiquiátrico de su Pasión (junto al psiquiatra José María Porta Tovar) merece un atento estudio. El doctor Ángel Rodríguez afirmaba que «sudar sangre» no es sólo una metáfora: «Tiene un nombre científico. Se llama hematidrosis. Es un fenómeno poco común, pero en teoría sí puede darse. Es el punto culminante de la ansiedad. Y eso es lo que se describe en los textos y lo que presumiblemente ocurrió en el huerto de Getsemaní». Tanto el doctor Rodríguez Cabezas como el psiquiatra Porta Tovar creen que aunque el sufrimiento físico se produce en los patios y los calabozos del gobernador romano, el verdadero dolor tuvo lugar en el Huerto de los Olivos.

Los médicos saben que estos procesos son excepcionales y que se puede desarrollar toda una vida profesional sin conocerlos de primera mano. Pero hay bibliografía y documentación gráfica al respecto. Se habla de soldados que han sufrido procesos histéricos, causados por la angustia y la ansiedad, con parecidos síntomas.

El doctor José María Porta Tovar, coautor de El dolor de Cristo, nos explicaba así, desde el punto de vista de la medicina psiquiátrica, cómo puede entenderse un sufrimiento espiritual tan intenso que llegue a producir hematidrosis: «Se llaman somatizaciones. Es decir, el alma puede estar de tal forma dolida que el cuerpo traduce, de alguna manera, esta angustia. Y esa angustia se traduce, por ejemplo, en una vasodilatación. Es muy posible que, en un momento dado, esas venas dilatadas dejasen escapar esa sangre mezclada con sudor a través de los folículos pilosos y sebáceos, y entonces se produjese esa sudoración sanguinolenta de la que nos habla el Evangelio».

De modo que este episodio, comúnmente relacionado con estrategias literarias o emocionales de los discípulos, pudo ocurrir verdaderamente. Quizá no se ha explicado bien o no se ha reparado en esa angustia previa porque los sucesos que acontecieron posteriormente son tan dramáticos que oscurecen el resto de la historia. (Un oyente preguntaba, casi enojado, por qué nos centrábamos en la Pasión, y no en el mensaje de Jesús. En realidad, el mensaje está muy presente en estos últimos episodios de la vida de Jesús de Nazaret y, en cierto modo, son el colofón de dicho mensaje. En todo caso, Milenio 3 no es un programa de divulgación religiosa, sino de análisis histórico, sociológico y antropológico desde el punto de vista periodístico).

Proceso a un inocente

Después de la terrible angustia sufrida en Getsemaní, tal y como había predicho, Jesús fue apresado. Pero lo cierto es que los evangelios son muy confusos en lo que se refiere al proceso judicial. ¿Por qué se le condenó exactamente? Lo que sabemos es que es conducido ante el sanedrín y allí se le acusa de blasfemo; puesto que el sanedrín no puede condenar a muerte a un súbdito romano (Palestina era zona ocupada por los romanos), se le conduce ante el gobernador Poncio Pilatos. Este no aprecia delito alguno en el profeta, y deja la decisión en manos de Herodes Antipas, puesto que Jesús aseguraba que era «rey de los judíos». Herodes, prácticamente, se burla de él y lo expulsa de su palacio, de modo que regresan al recinto militar romano, ante Pilatos de nuevo. El gobernador ordena azotarlo, considerando que ese castigo puede calmar las iras del sanedrín, pero las presiones sociales son tan intensas que, finalmente, Pilatos accede a crucificarlo.

¿Cuál era el sistema judicial que se imponía en los territorios del Imperio? ¿Qué clase de juicio fue el de Jesús? Todo el proceso que lo conduce a la cruz parece viciado de irregularidades o, al menos, confuso por la división de poderes religiosos y civiles. Para explicar este singular proceso a Jesús de Nazaret acudimos al juez José Raúl Calderón, quien —por decirlo de algún modo— ha reabierto el caso en su libro Proceso a un inocente. El magistrado asegura que en el doble proceso, tanto ante la autoridad religiosa judía como ante la autoridad romana, se cometieron «serias irregularidades procesales». Los problemas se dieron, especialmente, en el marco del proceso judío. Aunque los hebreos contaban con una legislación fabulosa en los escritos bíblicos, las precisiones al parecer no se encontraban en un cuerpo legislativo codificado en tiempos de Jesús, según José Raúl Calderón. La ley se basaba en el derecho consuetudinario, esencialmente oral; sólo se codificó posteriormente, en el siglo II, en el Talmud, en la sección de la Mishná. Si esa legislación se retrotrae a los tiempos de Jesús, «podemos observar que se cometieron serias irregularidades procesales que, en otras circunstancias, habrían conseguido que, efectivamente, ese proceso se hubiera declarado de nulidad y este hombre se hubiera puesto inmediatamente en libertad». Los poderes entraban en conflicto: declararse o sugerir o admitir de algún modo que uno era Dios o Hijo de Dios era blasfemia para el sanedrín, pero no lo era para Roma, mucho más permisiva en cuanto a la libertad de cultos en su Imperio. «Jesús era una persona problemática y muy conflictiva para la autoridad religiosa judía», explica el magistrado Calderón. No sólo había puesto en tela de juicio la aplicación de la ley mosaica, sino que desestimaba el descanso semanal, tergiversaba las escrituras, modificaba los mandamientos antiguos, se decía que hacía milagros, bebía y comía hasta el punto de que lo consideraban un bebedor y un despilfarrador, etcétera, etcétera. Pero la gota que colmó el vaso fue su injerencia en los asuntos del templo, concretamente, la expulsión de los mercaderes y comerciantes del templo, que era una fuente de ingresos muy importante para el sanedrín.

De modo que, cuando se le apresa, el sanedrín prácticamente tiene tomada una decisión. Y aunque los testigos que comparecieron se contradecían, todo parecía resuelto. El sumo pontífice era Caifás, sin embargo, quien primero interroga a Jesús es Anás, su suegro. Se le presentó maniatado y se le golpeó repetidamente antes de que Caifás se hiciera cargo del interrogatorio. Todas las preguntas, como nos aseguraba el magistrado José Raúl Calderón, iban dirigidas a buscar la autoinculpación del individuo. Le preguntaron si él era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, y la respuesta fue: «Vosotros decís que yo lo soy». Según el juez Calderón, esto no era suficiente para condenar a un procesado; no hubo una naturaleza despectiva en esa afirmación, ni se empleó una fórmula atentatoria del nombre de Dios. «La autoridad judía no tenía una prueba suficientemente sólida para que se le imputara un delito de naturaleza religiosa (la blasfemia, por ejemplo) y con ello la pena de muerte, pero para ellos, en esos momentos, lo fue».

Para los jueces, los detalles son importantes. Y todo el procedimiento estuvo plagado de irregularidades, una tras otra. En principio, «todo el proceso, desde el momento de la detención del galileo, se desarrolló durante la noche; se le procesó de noche, se le juzgó de noche, se le condenó sin esperar, prácticamente, a la luz del día». Finalmente, según los testimonios evangélicos, acudieron al gobernador romano Poncio Pilatos.

«Para el Imperio, en ese momento, Jesús era un condenado más», asegura el juez Calderón. Se duda incluso de que las actas del proceso llegaran hasta Roma, como era preceptivo. (Hay transcripciones posteriores de dichas actas, pero no fiables). Incluso en los Evangelios se nota un cierto desinterés por el caso en los palacios romanos. Según el magistrado Calderón, seguramente se aplicó un procedimiento llamado cognitio extraordinem, que era un proceso arbitrario y discrecional; todo quedaba en manos del procurador romano, sin que éste tuviera que dar cuenta a nadie de sus decisiones. De hecho, no era necesaria una denuncia formal para imputar y condenar a alguien; todo lo contrario: bastaba con una mera información. De ahí que se produzca un breve interrogatorio y, por último, una sentencia.

«Le pusieron en la cabeza una corona de espinas»

Pero Poncio Pilatos, pretor o gobernador o procurador de Judea, no encontró motivos para condenar a muerte a Jesús de Nazaret: tal es la narración evangélica. Sin embargo, los textos sagrados aseguran que estaba muy temeroso ante la presión del sanedrín y de los ciudadanos. (Judea era un verdadero problema para Roma, y sus gobernadores intentaron calmar las revueltas contra el Imperio hasta que las poderosísimas legiones romanas de Tito, finalmente, destruyeron Jerusalén en el año 70). De modo que Pilatos considera que un castigo singular será suficiente: la flagelación.

El doctor Rodríguez Cabezas nos explicaba así, pormenorizadamente, en qué consistía ese castigo: «La flagelación tuvo que ser terrible desde el punto de vista físico. Dejando aparte el factor psicológico, que también debió de ser importante, a Jesús lo desnudan completamente, lo atan a una columna baja y, entonces, se procede a la flagelación. Es necesario recordar que la flagelación fue romana, no judía. Los judíos sólo podían dar hasta cuarenta azotes, según la normativa religiosa. Siempre daban treinta y nueve, para no equivocarse. Pero la flagelación a Jesús fue romana: terrible. Se realizaba con una especie de látigo llamado flagrum, del que colgaban varias correíllas acabadas en huesecillos de oveja o bolitas de acero».

La flagelación, con flagrum o flagella (otra modalidad no menos cruel), abarcaba desde el cuello hasta los pies: desgarraba la piel, el tejido subcutáneo, e incluso los músculos. «En fin, la flagelación indica que Jesús debió de ser una persona robusta», comenta el doctor. «Desde el punto de vista fisiológico, tuvo que serlo, porque no se comprende que no muriera tras ese castigo».

Este castigo era suficiente para matar a un hombre. El dolor probablemente producía desvanecimientos y desmayos constantes. Los guardias romanos sabían que Jesús se había autoproclamado rey de los judíos. Eso fue suficiente para que las burlas y las mofas llegaran a un extremo inconcebible: se le colocó una corona de espinas, se le entregó un cetro —una caña— y se le colocó una capa o túnica púrpura, tal y como se representa en la imaginería común. Lo que los guardias romanos hicieron, realmente, fue entretenerse en un juego cruel que se llamaba «el juego del rey» (basilicum, voz procedente del griego hastieos, rey, príncipe). Era un juego de tabas en el que se sufrían determinados castigos dependiendo del modo en que cayeran las tabas. La corona de espinas era realmente una especie de casco confeccionado con una clase de espino —quizás el jujube o Ziziphus Spina Christi o tal vez la especie Paliarus aculcatus—. Se trata de especies de espino muy duros y resistentes, cuyas espinas tienen unos dos centímetros de longitud. Según el doctor Rodríguez Cabezas eran arbustos y ramas que habitualmente se utilizaban como leña. En el juego de tabas, le quitaban de las manos la caña —el supuesto cetro— «y le daban un cañazo en aquel casquete que le habían puesto, atado con una cuerda a la barbilla. Aquellos pinchos se clavaban en el periostio de los huesos del cráneo produciendo graves hemorragias. Y como esos huesos tienen terminaciones nerviosas, el dolor debía de ser insoportable». Algunos expertos aseguran que esa corona o ese casco de espinas pudo producir graves desarreglos nerviosos en el reo.

Respecto a la capa púrpura que habitualmente se contempla en las representaciones de Jesús, los expertos contemplan la posibilidad de que no se tratara de un delicado tejido, lo cual tendría sólo un propósito burlesco. Más bien se decantan por una especie de tejido rugoso que produciría aún más laceraciones en la piel herida del reo.

En el Monte de la Calavera

Finalmente, la decisión fue crucificar al reo. Se sabe que había varios modos de ejecutar esta sentencia, pero, en todo caso, se trataba de una pena que se empleaba para los ladrones y delincuentes comunes. Sin embargo, los romanos también utilizaban la cruz como castigo político, para los traidores y revolucionarios. Al parecer, los cartagineses fueron los primeros en ejecutar habitualmente a los reos por medio de la crucifixión. Y parece que en los territorios de la península Ibérica, los romanos la utilizaron masivamente en la cornisa cantábrica contra vascones y cántabros, y aún quedan restos arqueológicos de esas crucifixiones contra los rebeldes hispanos. Y otro tanto ocurrió con el famoso rebelde Espartaco y con los cristianos posteriormente, en Roma, a los que Nerón acusó de conspiraciones políticas. Si Jesús se había declarado rey, era evidente que era un revolucionario, un cabecilla de una facción rebelde y, por tanto, debía ser crucificado. De hecho, cuando hubo de tallarse el titulus, se especificó cuál era el cargo que se le imputaba. El titulus era un cartel de madera que se colocaba en la cruz o colgado del cuello del reo en el que se declaraba por qué se había ejecutado al reo. Así, todos aquellos que lo vieran sabrían qué se castigaba y de qué modo. En el caso de Jesús de Nazaret, el titulus rezaba: Iesvs Nazarenvs Rex Ivdeorvm («Jesús de Nazaret, rey de los judíos»).

Dependiendo de la gravedad de las acusaciones, la pena de crucifixión se ejecutaba de un modo u otro. Los ladrones y delincuentes comunes simplemente eran trasladados al lugar donde se procedía a la crucifixión. En Jerusalén, el lugar elegido se llamaba Gólgota, o Monte de la Calavera (Calvario). Allí estaban emplazadas ciertas cruces fijas, llamadas crux capitata o crux inmissa. Pero para los delitos graves, se obligaba al reo a cargar con el patibulum, que era el poste transversal que posteriormente se encajaba en el stipes o supplicium, un poste vertical clavado en tierra.

A Jesús se le crucificó en el Gólgota, junto a dos ladrones, tradicionalmente llamados Dimas y Gestas, y que sirvieron a los evangelistas para difundir una última lección de piedad y misericordia. Estos dos ladrones fueron ejecutados en las cruces que ya estaban preparadas al efecto en aquel lugar. Pero Jesús, al parecer, era un reo especialmente peligroso, de modo que lo hicieron cargar con el travesaño de la cruz hasta las afueras de la ciudad precedido del buccinator, un individuo que anunciaba la inminente ejecución de un preso con una trompeta o una tuba.

A pesar de todas las representaciones pictóricas y escultóricas que ha legado el arte religioso, hoy se tiene constancia de que la crucifixión de Jesús de Nazaret no se produjo tal y como esas imágenes nos muestran. En principio, muchos reos simplemente se ataban a los postes y a las cruces y, allí, se les dejaba morir y a merced de las aves carroñeras y de otras alimañas. Cuando el reo era verdaderamente crucificado, se utilizaban unos clavos puntiagudos de unos dieciocho centímetros de longitud que se clavaban en la muñeca, en el llamado «espacio de Destot». «El clavo entra en la muñeca por el espacio de Destot, en el metacarpo», explica el doctor Ángel Rodríguez Cabezas. «Dirigiendo el clavo un poquito hacia arriba, entra muy fácilmente. Si no era posible encontrar ese lugar preciso, también se podía clavar más arriba, entre el radio y el cubito… Pero nunca en la palma de la mano. La mano se desgarraría con el peso, eso está clarísimo».

En 1968 se encontraron restos arqueológicos en Palestina que parecen confirmar esta hipótesis más que probable. Se halló un cuerpo al parecer perteneciente a un crucificado que aún tenía el clavo en el lugar en el que afirman los doctores que solía colocarse, en ese espacio que permite la sujeción del reo sin que se desgarre la mano.

Una vez izado en la cruz, el tormento debió de ser insoportable. Pero las consecuencias de esta ejecución han sido analizadas desde muchos puntos de vista, y no todos los estudiosos han llegado a la conclusión que parecería más lógica: que Jesús murió en aquella cruz. Las hipótesis —en ocasiones carentes de toda sensatez— pasan por una muerte aparente, una muerte fingida, suministro de drogas, etcétera, etcétera. Lo más probable, sin embargo, es que Jesús muriera en la cruz. ¿Cómo entienden los médicos este proceso? En general, se habla de asfixia: el cuerpo del reo ejercería un peso sobre su plexo solar de tal magnitud que le sería imposible seguir respirando. Sin embargo, otros estudios afirman que probablemente la causa de la muerte fue una parada cardiaca por la pérdida de sangre.

El doctor Ángel Rodríguez Cabezas piensa que la causa inmediata de la muerte fue una disfunción respiratoria. «Jesús está clavado de pies y manos. Entonces, el cuerpo se inclina hacia delante y, en esa posición, los músculos intercostales no realizan correctamente su función. Eso es muy importante. Jesús tiene que forzar la respiración, la expulsión de aire, la expiración. Tiene que hacer una expiración forzada. Para conseguirlo, se tiene que apoyar en las manos y en los pies; pero al apoyarse en las manos y en los pies, el clavo de la mano toca el nervio mediano produciendo un dolor enorme. El clavo del pie toca el nervio del peroné y ocurre lo mismo. Entonces, Jesús, para evitar el dolor, empieza a hacer movimientos respiratorios muy superficiales. Eso es lo que produce una inundación de anhídrido carbónico que pasa a la sangre como ácido carbónico. Entonces, se produce una hipopsia y Jesús muere por asfixia».

Los romanos contaban con estas alteraciones fisiológicas para asegurar la muerte de los reos. Si no era suficiente el dolor, el escarnio y las flagelaciones, si no era suficiente la pérdida de sangre, la asfixia cumpliría su cometido tras un inconcebible sufrimiento. Para que el peso del cuerpo definitivamente impidiera la respiración, los romanos utilizaban una técnica violentísima, que consistía en romper las piernas o las rodillas del reo, con el fin de que no pudiera apoyarse en ellas para poder respirar. Estas tareas las ejecutaba el carnifex, el verdugo. Según el Evangelio, esto no se produjo en el caso de Jesús: «Como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas» (Jn 19, 33).

«¿Por qué me has abandonado?»

Uno de los momentos más patéticos de la Pasión de Jesús de Nazaret se produce precisamente en la cruz, pero no atañe al dolor físico ni al increíble sufrimiento humano, sino al desamparo emocional. Parece una contradicción que el hombre que en cierto modo había buscado el sacrificio personal y la autoinmolación se sienta desprotegido y abandonado. En el momento supremo de su sufrimiento, tal vez esperaba una señal que lo consolara. Es imposible saberlo, pero los Evangelios recogen una súplica y una queja verdaderamente estremecedora: «¡Padre, Padre…! ¿Por qué me has abandonado?». Semejante súplica sugiere que la fortaleza de Jesús se quiebra… Los psiquiatras hablan de siete fases por las que pasa un reo que va a ser ajusticiado: choque, negación, cólera, depresión, negociación, aceptación de su pena y cátexis (asunción de la muerte). ¿Esa frase respondería a un estado depresivo próximo a la muerte?

César Vidal, periodista, escritor prolífico y experto en este y otros muchos asuntos, nos explicaba así cómo entendía él ese espacio de duda o depresión de Jesús frente a su muerte inminente y por qué pronuncia esas palabras: «Yo creo que Jesús, muy posiblemente, está rezando el salmo 22».

El salmo 22 dice:

Dios mío, Dios mío,

¿por qué me has desamparado

ajeno a mis socorros y a mis gemidos…?

Según César Vidal, en ese salmo se da expresión a la idea del justo que reflexiona sobre el hecho de que ha quedado abandonado a su destino. «Es un salmo escrito unos diez siglos antes de Jesús, pero en el que curiosamente hay una referencia al Mesías que morirá con las manos y los pies horadados, al hecho de que se repartirán sus vestiduras jugándolas a suertes, y añade que se burlarán de él en el momento de la muerte, etcétera. En fin, yo creo que hay una identificación absolutamente directa con esa figura del Mesías sufriente, que muere en medio de la mofa y la burla de sus verdugos, con el reparto de sus vestiduras y, además, con las manos y los pies taladrados».

Desde el punto de vista psicológico y psiquiátrico, las referencias son otras, naturalmente. José María Porta Tovar cree que la humanidad de Jesús se abrió paso en esos momentos. En su opinión, el rabí seguramente no contaba con la seguridad de que ése iba a ser su destino desde que tuvo uso de razón; probablemente fue descubriendo que ése era su destino a medida que se enlazaban los acontecimientos. «Yo creo que lo más doloroso de la Pasión de Cristo fue la duda. Yo creo que las dudas que tuvo que soportar y que resolver configuraron el sentimiento más doloroso que Jesús padeció durante la Pasión. No sabemos si las resolvió o no hasta el final». Las circunstancias condujeron a Jesús a la cruz y, en este punto, las distintas creencias y opiniones pueden ofrecer conclusiones y matices también diferentes. Los creyentes asegurarán que las circunstancias estaban decididas de antemano y que Jesús sólo cumplió un deseo propio y de Dios. Para los escépticos, quizá fue sólo una concatenación de hechos aislados. En todo caso, como advierte el doctor José María Porta Tovar, «él fue aceptando una tras otra estas circunstancias y solventando esas dudas en la fe de una manera prodigiosa y ejemplar».

Las palabras de Jesús en la cruz son sorprendentes desde cualquier punto de vista. Como simple ser humano que sufría un tormento horroroso, exclamó que tenía sed; se ocupó del más joven de sus discípulos e hizo prometer que Juan se ocuparía de su madre y que ésta sería una madre para Juan; al tiempo, lamentó su desamparo o, según César Vidal, oró recordando los salmos antiguos (al fin y al cabo, era un rabí instruido en las Escrituras); y, además, clamó al Cielo por aquellos que lo estaban ejecutando. Sin duda, era un mensaje revolucionario y, en cierto modo, incomprensible. Finalmente, dijo: «Todo se ha cumplido», y expiró.

José Antonio García Andrade, profesor de Psiquiatría Forense, como si tuviera en su mesa de trabajo a aquel reo ajusticiado en la cruz, nos explicaba que la crucifixión era realmente un procedimiento muy cruel. «Fue una muerte cruel porque son muchos los elementos que se van sumando poco a poco y en las distintas fases, las distintas etapas por las que atraviesa la agonía».

En aquella época, añadía el profesor García Andrade, lo importante era que el condenado a muerte padeciese una agonía lo más cruel posible y lo más larga posible. «En la muerte por crucifixión predomina un síndrome de asfixia», concluye el forense.

«Lo envolvió en una sábana limpia»

Con la muerte de Jesús en la cruz —así lo atestiguan los evangelistas— se puso fin a la Pasión. Aquí, tal y como lo entendieron los mismos discípulos, acababa la historia. Pedro y los suyos se escondieron por temor a las represalias. No confiaban en las predicciones de su maestro. (Tal y como se ha avanzado, no todos los especialistas consideran que Jesús muriera en la cruz. Para tratar de explicar lógicamente un suceso prodigioso, se han aventurado un sinfín de teorías que, en resumen, sugieren que el rabí no estaba muerto cuando lo descendieron y que, posteriormente, huyó de Palestina).

Según las Escrituras, un rico hacendado judío, llamado José de Arimatea, amigo de Jesús, solicitó hacerse cargo del cuerpo aquel mismo viernes, dado que en el sabbat estaba prohibido realizar cualquier trabajo y, desde luego, tampoco se podían celebrar ceremonias de enterramiento. Así, José de Arimatea, junto a algunas mujeres (María y María Magdalena entre ellas), perfuman el cuerpo del crucificado y lo envuelven en «una sábana limpia». Lo introducen en una tumba nueva —quejóse de Arimatea había comprado para sí mismo— y regresan a sus casas.

Y aquí comienza uno de los grandes misterios de la Historia. ¿Qué ocurrió en aquella oscuridad sepulcral? César Vidal nos explicaba que, de acuerdo con el Derecho romano, el cuerpo se entregaba a aquella persona que lo solicitara. El hecho de que José de Arimatea tuviera un sepulcro en Jerusalén no es insólito, porque muchas personas compraban tumbas en la capital porque deseaban que su cuerpo reposara en la Ciudad Santa tras su muerte. «Se ordenó que una guardia vigilase la tumba, porque, efectivamente, se temía que alguien pudiera robar el cuerpo. Jesús había anunciado que iba a resucitar y, desde luego, la autoridad no quería dar pábulo a ese rumor. Pero la mañana del domingo, a pesar de la guardia, lo cierto es que el sepulcro aparece vacío. Yo creo que ésos serían, en definitiva, los hechos constatables», concluye César Vidal. Sin embargo, hay aún algún aspecto que vale la pena destacar: «No solamente el sepulcro aparece vacío, sino que, además, no aparece el cadáver. Y no solamente nadie encuentra el cadáver, sino que además las personas que desde un principio tienen algún tipo de duda de que allí haya podido suceder algo parecido a la resurrección se van convenciendo con el paso de las horas como consecuencia de una serie de apariciones».

La resurrección de Jesús es un hecho irrenunciable y decisivo para los fieles cristianos. Si Jesús hubiera muerto y su cuerpo se hubiera mantenido en el sepulcro y se hubiera descompuesto y sus huesos finalmente hubiesen sido removidos durante los siglos posteriores, nada tendría sentido en la religión cristiana y sus variantes. La resurrección es un dogma de fe. Su mensaje podría haber tenido cierta importancia, pero lo que le confiere el verdadero poder es el hecho de que resucitara y de ahí la fuerza y el vigor con el que los cristianos primitivos se esforzaron en la difusión de su creencia. De hecho, ni les importaba morir como mártires, a la vista del ejemplo de su maestro.

Milenio 3 no entra a juzgar los aspectos religiosos de la cuestión: lo único visible y palpable a lo que podemos aferramos es a ese lienzo que, según los expertos, quedó en el sepulcro y fue guardado, custodiado y venerado desde entonces como la prueba de la existencia, el martirio y la resurrección del rabí Jesús el Nazareno.

Es la Sábana Santa. Aunque hay muchas otras «sábanas santas» en todo el mundo y en España —hasta una treintena—, los datos históricos y el seguimiento de los investigadores se ha centrado en la llamada Síndone, el lienzo que se custodia en la catedral de Turín. El recorrido histórico de esta pieza se ha estudiado con mucho detenimiento y sus características parecen ajustarse a lo que se espera del Santo Sudario. El resto de las piezas son copias, o se consideran «santas» por haber estado en contacto con la que, a todas luces, parece más cercana a la original.

Como era previsible, la Síndone turinesa está rodeada de polémica y no todos los especialistas admiten que sea el tejido que verdaderamente envolvió el cuerpo de Jesús. Algunas investigaciones técnicas han adolecido de rigor y fiabilidad —como las que se hicieron con la prueba del Carbono-14— y por desgracia no se ha podido corroborar científicamente que la Sábana Santa sea exactamente lo que se dice que es. A pesar de ciertas incompetencias científicas, sí parece estar demostrado que se trata de un lienzo fabricado según las técnicas del siglo I en Palestina y los restos de polen ratifican presencias biológicas de plantas endémicas de la zona.

(Aprovechando circunstancias más o menos literarias, no ha faltado quien asegure que el lienzo fue «manufacturado» por Leonardo da Vinci. El genio renacentista era, desde luego, capaz de muchas cosas, pero es dudoso que contara con la tecnología para efectuar quemaduras superficiales tan precisas como las que muestra la Síndone).

Con todas las precauciones, por tanto, se puede admitir que se trata de un lienzo del siglo I. En él, mediante un proceso del que no se sabe prácticamente nada, quedó impresa la figura de un hombre, al que los creyentes dan el nombre de Jesús de Nazaret. La figura es, claramente, la de un individuo crucificado. Se posee tanto la parte frontal como la parte dorsal. Como si de una radiografía se tratase, quedaron impresas en ese lienzo todas las marcas, heridas y magulladuras del reo. Incluso pueden apreciarse dos monedas de cobre (leptones) que solían colocarse sobre los párpados, conforme a las tradiciones paganas de Grecia y Roma. Desde muy antiguo, solían colocarse unas monedas en la boca o en los párpados de los muertos para que el barquero Caronte, que cruzaba la laguna de los muertos o laguna Estigia, pudiera cobrar el pasaje.

¿Qué puede apreciarse en los restos de ese lienzo custodiado en Turín? Pues bien, se han contado hasta ciento veinte latigazos en la espalda causados por la flagelación. Una fuerte contusión en la mejilla derecha, justo debajo del ojo. Un golpe dado con un bastón en la región nasal. Un impacto en el labio superior. Cinco golpes de flagelo en el bajo vientre. Numerosas heridas en la cabeza y nuca provocadas por una especie de casco de espinas. Escoriación en el hombro derecho con forma de rectángulo provocada por el roce y peso del patibulum, el madero transversal de la cruz. También hay marcas causadas por esta pieza en el omóplato derecho. Heridas en las rodillas causadas por caídas. Incisión en el costado provocada por una lanza, entre la quinta y la sexta costilla. Y, por último, dos heridas en ambas muñecas provocadas por clavos; el mismo tipo de llagas aparece en los pies. No tiene las piernas quebradas.

Sangre sagrada

Estas son las heridas que pudo sufrir un hombre crucificado. El presente capítulo sólo está dedicado a la Pasión y, por tanto, no es éste el lugar donde deban hacerse precisiones a propósito de la reliquia más famosa del mundo. (Numerosos libros y estudios han abordado la historia de la Síndone, los análisis a los que ha sido sometida y las implicaciones religiosas; véase, por ejemplo, La Sábana Santa de Carmen Porter). Si fue Jesús de Nazaret quien fue envuelto en ese lienzo o no, es una cuestión que, por el momento, queda reducida a los límites de las hipótesis personales. A la espera de estudios científicos definitivos —improbables, al parecer—, sólo constatamos aquí que el grupo sanguíneo de la persona que fue envuelta en la Síndone turinesa pertenecía al grupo AB.

Otro de los elementos que se utilizaron en el enterramiento de Jesús fue, tal y como constatan los especialistas, una especie de pañuelo que le cubría el rostro. ¿Se ha dado con esa pieza de tela? Jorge Manuel Rodríguez es uno de los grandes expertos en esta nueva disciplina llamada «sindonología» y fundador del Centro Español de Sindonología: «Se trataría de una tela accesoria que se utilizaría para el transporte del cuerpo entre la cruz y el sepulcro. Desde el punto de vista de la religión judía, era obligatorio cubrir la cabeza de un ajusticiado cuando tenía deformado el rostro».

En la catedral de Oviedo se custodia una pieza de tela conocida como «pañolón de Oviedo» que Jorge Manuel Rodríguez asocia a esos lienzos que se utilizaron para cubrir el rostro de Jesús.

«Hay que tener en cuenta que, para los hebreos, el alma residía en la sangre y ésta tenía que quedar con el difunto». De modo que debían transportar el cuerpo evitando que se derramaran sangre y otros líquidos. Por eso era importante recoger toda la sangre.

¿Hay alguna posibilidad de que el llamado pañolón de Oviedo sea esa pieza? Jorge Manuel Rodríguez llevó a cabo un estudio comparativo de la pieza ovetense y la Sábana Santa de Turín y el resultado fue sorprendente: el rostro del personaje que aparece en el lienzo de Oviedo coincide exactamente con el rostro que se muestra en la Síndone de Turín.

Hasta aquí, lo científica e históricamente comprobable.

La Pasión de Jesús de Nazaret ha desatado, a su vez, pasiones religiosas, filosóficas, políticas y bélicas. El recuerdo de este personaje esencial en la cultura occidental provocó, por ejemplo, la desaforada búsqueda de reliquias, entre las que estaban, naturalmente, los lienzos que cubrieron su cuerpo tras la crucifixión. Los pedazos de cruz se denominan lignum Crucis, e innumerables fragmentos se hallan repartidos por todo el mundo —con ellos se podría construir un navío, según algunos escépticos bienhumorados—. El titulus original, al parecer, se custodia en Roma. Respecto a la corona de espinas, fue también motivo de codicia entre los mercaderes de reliquias de la Edad Media y el Renacimiento. Hay santas espinas diseminadas por toda Europa. Los clavos también son objeto de veneración y, en general, todo cuanto estuviera en contacto con Jesús de Nazaret se ha considerado reliquia: pajas del pesebre donde supuestamente nació, pañales presuntamente originales, manteles (¡!) de la Última Cena… Por supuesto, una de las reliquias más buscadas es el cáliz con el que Jesús celebró la Eucaristía: el Santo Grial.

Pero ésa es otra larga historia…