Sacamantecas

«Padres que tengáis hijos,

hijos que tengáis parientes,

parientes que tengáis primos,

y primos que tengáis suegra:

mirad qué crimen más feo

en la provincia de Cuenca

cometieron dos ladrones

a eso de las ocho y media…».

Cantar de ciego.

De aldea en aldea, los ciegos y los tullidos viajaban ejerciendo un oficio imprescindible: informar y advertir a los campesinos de los sucesos ocurridos en las comarcas cercanas. Las coplas de cordel o las aleluyas, aderezadas con rústicas viñetas y puestas a la vista de todos, eran las formas poéticas populares en las que se avanzaban esas tenebrosas noticias con el fin de atraer a la clientela.

Muchos de aquellos cantares rememoraban extraños crímenes, horrendas historias, sucesos que se acababan convirtiendo en mitos modernos: el Tío Garrampa de Albacete, el Hombre del Unto del Bierzo, el Compraniños de Lérida o el Cortasebos de Extremadura. Todos estos personajes eran firmes candidatos a convertirse en figuras casi demoníacas, figuras que permanecen ancladas en lo más profundo de nuestra historia negra. Sin embargo, eran hechos reales, absolutamente comprobados: las andanzas de algunos personajes conocidos como los sacamantecas.

El inconsciente colectivo los recuerda con un aspecto harapiento y siempre con un saco a cuestas.

España entera aparece surcada por la presencia y por la sombra de estos individuos. ¿Cuáles de estos personajes fundaron tan siniestra saga? ¿Cómo se llamaban? ¿Cómo vivían? ¿Qué hacían? ¿Cuáles fueron sus horrendos crímenes?

Un criminal monstruoso, daltónico y zurdo

Hacia las ocho de la mañana del 11 de mayo de 1881, en el Polvorín Viejo de la ciudad de Vitoria, se ponía fin a la historia de un personaje de leyenda. El garrote vil giró varias veces sus tuercas oxidadas y se desmembró la cabeza de Juan Díaz de Garayo. Tenía 60 años. Entre 1870 y 1879, mató a seis mujeres y las evisceró. De ahí nace, de ese personaje en concreto, la historia de los sacamantecas. Como no se le atrapaba, poco a poco este personaje adquirió propiedades ajenas a un ser humano y la imaginación popular le confirió un aspecto demoníaco y sobrenatural.

A veces se encontraban cuerpos de jóvenes muchachas abiertas en canal. Les habían quitado el unto: las grasas. Se empezaba a especular que alguien las estaba vendiendo a boticarios de pocos escrúpulos, a enfermos de tisis y tuberculosis. Se creía en aquella época, hacia 1870 y aquí, en España, que esas grasas de personas jóvenes sanaban algunas enfermedades. Y también se establecía un conflicto social. Al parecer, las familias acaudaladas pagaban a esos siniestros personajes para encomendarles tan sucio trabajo: matar, sacar el unto y, así, poder curar.

Respecto a Díaz de Garayo, alavés, del pueblo de Eguilaz, los especialistas policiales hablan del primer asesino en serie español. Al parecer, dos de sus víctimas, heridas, pudieron huir de sus garras y denunciaron sus agresiones. Era un hombre de rasgos brutales. La ficha policial muestra a un hombre de nariz aguileña y frente despejada. Estas descripciones eran decisivas en aquella época: estaban de moda las tesis de Cesare Lombroso, uno de los padres de lo que hoy se llama investigación forense. Lombroso aseguraba que estos hombres de nariz aguileña, daltónicos y zurdos eran paradigmas de asesinos en serie. (No será necesario advertir que estas interpretaciones, deducidas de la fisiología criminal del siglo XIX, se han quedado ya obsoletas y que la psiquiatría y otras disciplinas científicas pueden explicar con más precisión el carácter de estos criminales).

Las denuncias y la investigación contra aquel asesino se siguieron en los departamentos de Policía y en los juzgados de Vitoria. El caso de Juan Díaz de Garayo dio la vuelta al mundo. Decían que aparecía como un fantasma, que surgía de la nada, con sus grandes manos amenazantes, dispuesto a estrangular, a beber la sangre y a arrancar las mantecas. Este hombre, como se ha dicho, fue condenado a muerte en el garrote vil: así se puso fin a su vida. Pero otros muchos, desgraciadamente, siguieron su ejemplo.

El fundador de la Policía científica española, don Salvador Ortega Mallén, autor del libro Psicópatas y criminales, comenzaba su recorrido por la historia del crimen con esta historia de Díaz de Garayo: el Sacamantecas. Aquel hombre se había convertido en un mito. En el norte de España, durante décadas, a los niños se les asustaba con aquella frase: «Que viene el Sacamantecas».

Con el tiempo, la bruma de la historia, la ensoñación y el temor fueron difuminando los límites entre la realidad y la ficción. Todos los españoles acabaron pensando que la historia del sacamantecas no era más que un cuento infantil, una simple advertencia, una amenaza o un chantaje paterno para que los niños se durmieran o terminaran de comerse lo que había en el plato.

Ni mucho menos.

Ortega Mallén habla de Díaz de Garayo: «Es una figura con mucho carisma, en un momento social muy importante, donde la “España negra”, naturalmente, estaba a flor de piel. Cuando se le detuvo se comprendió que era un hombre que se caracterizaba por su inclinación a matar y destripar mujeres… Era un modo de actuar completamente desconocido hasta entonces y quizá por esa razón se creó alrededor de él una aureola de misterio, una aureola de algo satánico, algo… diabólico. La vida y los actos criminales de este hombre tuvieron la suficiente fuerza para que se creara un mito en torno a su figura. Desde luego, no era la primera vez que se habían descubierto asesinos que se dedicaban a matar niños y a matar mujeres para extraerles vísceras y para quitarles sus partes grasas. Se sabía que con las entrañas de sus víctimas fabricaban una especie de ungüentos para curar enfermedades contra la vejez, contra los dolores… En fin, era la medicina popular de la época, la medicina oculta, pero ésta con frecuencia se basaba en crímenes y asesinatos».

Salvador Ortega lo explica perfectamente: se trataba de la medicina oculta de aquella España negra, oculta y ancestral. En el fondo, es nuestra historia y no está tan lejos.

Se acababa con los sacamantecas en el cadalso, en el garrote vil: se les cubría la cabeza con el capuchón negro y se les rodeaba el cuello con aquella especie de collarín de hierro. Después, se giraba el torno hasta que se quebraban las vértebras cervicales y el reo se asfixiaba.

¿Cómo explicar los actos criminales de aquel hombre? ¿Se trataba únicamente de un loco? ¿Pretendía sólo ganarse la vida arrancando las grasas de jóvenes y niños? Díaz de Garayo se había configurado en el imaginario colectivo como un monstruo de apariencia humana. En el juicio, él aseguró que una noche, cuando estaba durmiendo, alguien le vino a ver. En su mente perturbada, fue una visita muy especial: una sombra negra. Díaz de Garayo dijo que aquella sombra había estado a los pies de su cama —en realidad, un camastro en una chabola mísera— y que le había ordenado cometer aquellos crímenes. Según él, aquella sombra era el mismísimo diablo. Y a partir de aquel día, ese labrador sin residencia fija, titiritero de la nada, caminante errante por aquellos campos de Álava, se convirtió en una bestia humana que sólo pretendía atacar, no ser descubierto y traficar con esa manteca a cambio de unas monedas.

Finalmente, Ramón Apráiz, un prestigioso médico alavés, junto con once colegas, determinaron que no había enajenación mental en él y que era perfectamente consciente de lo que hacía. El juicio y las portadas de El Pensamiento Alavés, el periódico de la región, alcanzaron fama mundial en aquella época. La sentencia: garrote vil. La sombra de aquel sacamantecas se extendió por todo el mundo. Hubo varios antropólogos de Bélgica y Suiza que viajaron hasta Vitoria para observar el cráneo de aquel hombre. Era una cabeza salvaje y desproporcionada; y otro tanto ocurría con otros miembros de este personaje, incluso los sexuales. Muchos pensaban —y lo publicaron— que aquel individuo era una especie de eslabón perdido en la evolución humana.

Mantillo de niño

La historia del macabro interés por el sebo de los niños no es nueva. Estas prácticas han interesado a los antropólogos, los cuales han estudiado cuidadosamente esas tradiciones escondidas. Julio Caro Baroja, por ejemplo, trabajó este asunto en algunos de sus libros y descubrió que algunas ideas referidas a la manteca infantil se remontaban mucho tiempo atrás. De acuerdo con la medicina popular y ancestral, la grasa subcutánea de los infantes y algunos tejidos sebáceos que rodean las vísceras infantiles tienen propiedades curativas casi milagrosas. En La Celestina (1499), de Fernando de Rojas, se habla del «mantillo del niño». Pármeno, uno de los personajes de la tragicomedia de Calixto y Melibea, cita los ingredientes con los que trabajaba la bruja y hechicera Celestina: «Y en otro apartado tenía para remediar amores y para se querer bien. Tenía huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de hiedra, espina de erizo, pie de tejón, granos de helecho, la piedra del nido del águila y otras mil cosas» (Celestina, I).

El autor de La Celestina simplemente se hacía eco de los recetarios brujeriles al uso y de las prácticas comunes entre gentes aún ancladas en un supuesto saber médico popular.

El mantillo, el unto, el saín, la manteca o el sagi (en Cataluña) que aparecen en los recetarios de la hechicería histórica era precisamente el tejido que cubría algunas zonas del estómago, las gorduras que se acumulan en ciertas partes del cuerpo o que rodean determinadas vísceras. Esas mantecas se metían en sacos o en tarros y estos personajes, según cuenta la leyenda, los llevaban y transportaban en carromatos o a pie por los campos o entre las montañas, frecuentemente con el ánimo de venderlos a los boticarios, a las brujas o a gentes acaudaladas como remedios farmacéuticos.

Resulta sorprendentemente terrorífica esa trágica fascinación por el sebo humano. Poco después de la publicación de la obra de Rojas, Cristóbal de Molina, párroco de Cuzco (Perú) y escribano, relataba estremecedores episodios protagonizados por los españoles en el Nuevo Mundo. Sus textos, redactados entre 1555 y 1585, y conservados en los Archivos de Indias, hablaban del temor de los indios americanos: en las cercanías de su población los indígenas de la zona temían verdaderamente a los españoles, aunque éstos fuesen esgrimiendo una cruz y ataviados como clérigos. El temor —y lo escribe Molina en 1574— se fundaba en aparentes habladurías: se rumoreaba que los conquistadores sólo tenían un objetivo, la grasa humana. Desde luego, los españoles tenían objetivos menos misteriosos (el oro, la plata y las piedras preciosas del Nuevo Mundo), pero la pervivencia de los rumores y las leyendas obligan a detenerse en ese singular aprecio de los españoles por las mantecas del prójimo.

Y en tiempos más cercanos: ¿recordamos a Manuel Blanco Romasanta, el hombre lobo de Galicia? Fue un individuo procesado como hombre lobo en 1858. Manuel Blanco Romasanta, que decía sufrir licantropía, fue atrapado con un extraño botín: un saco lleno de saín, la grasa de una víctima jamás identificada.

Los límites entre el mito y la realidad son a veces muy imprecisos. Jesús Callejo, autor de numerosos libros y experto en la antropología de «los asustaniños» explica cómo operan estos conceptos legendarios y cómo se forman: «Los sacamantecas, los hombres del saco y otros personajes semejantes cumplían varias funciones. En primer lugar, hay que recordar que son figuras reales y, por tanto, personajes históricos. Pero ocurre que también se descubren en ellos funciones que pueden explicarse desde el punto de vista antropológico y, en cierto sentido, ejercen una función de “conveniencia”. Es decir, en aquellos lugares donde no había una presencia real de uno de estos sacamantecas o de uno de estos hombres del unto, se inventaban esos ogros o sacamantecas para asustar a los niños, de ahí que formen parte indisoluble del acervo cultural antropológico español. Pero no hay que olvidar que los sacamantecas tienen un sustrato histórico, un sustrato terrorífico con procesos inquisitoriales y procesos judiciales realmente tremendos, en los que, como trasfondo, había auténticos asesinatos e infanticidios. En el fondo, los sacamantecas eran verdaderos asesinos: los psicokillers de hoy eran los sacamantecas de entonces».

Chicos pálidos para la máquina

La aparente ficción se torna pura realidad.

En 1920, mientras se llevan a cabo las obras del ferrocarril entre Pamplona y Tafalla, se extiende por la comarca un pavoroso rumor: la moderna maquinaria precisaba un tipo de grasa… más densa. Y como si fuera una leyenda urbana, en esos pueblos navarros empieza a pensarse que la grasa que precisaba la nueva maquinaria se extraía de los cadáveres de los niños. Incluso los periódicos de la época hablan de muchachos desaparecidos en la cercana alquería de Barasoain. Hubo disturbios públicos y ataques y apaleamientos de mendigos a los que el pueblo consideró sacamantecas. La sombra del hombre ajusticiado en Vitoria era alargada.

La revolución industrial transformó las legendarias figuras del destripador de niños: el sacamantecas ya no era un pobre diablo que viajaba en un carro siniestro y que vendía la grasa arrebatada a sus víctimas. Ahora, esa función correspondía probablemente a otro tipo de individuos que asesinaban, descuartizaban y desgrasaban a los jóvenes para extraerles las mantecas y cooperar con el desarrollo técnico. Las locomotoras del ferrocarril y las maquinarias de la nueva industria requerían al parecer deslizante nuevo; así se reunieron dos temores: el pavor que las nuevas industrias generaban en las gentes del campo —para ellos, la humeante locomotora férrea era un monstruo infernal— y las tradiciones de los hombres diabólicos que secuestraban niños y los asesinaban.

Y entonces se empezó a hablar de niños secuestrados en arrabales, sobre todo en Cataluña —precisamente donde la rápida implantación industrial había generado más conflictos sociales—. Se aseguraba que las mantecas infantiles se utilizaban para engrasar los engranajes de la maquinaria.

Por supuesto, era sólo una leyenda urbana, pero escondía o intentaba justificar crímenes reales e infanticidios que verdaderamente ocurrían en algunos lugares de Cataluña. En 1848 se inaugura la primera línea férrea de España, entre Barcelona y Mataró. Y allí, siempre presente, la sombra del sacamantecas.

Sebastiá d’Arbó, el mayor experto en la Cataluña mágica, realizó un estudio fabuloso sobre el tema y explica del siguiente modo de dónde y cómo surge el mito: «No solamente era un rumor: fue cierto. Esto motivó la rebelión de las madres de la Barceloneta, un barrio marítimo de la capital. Las madres se levantaron contra el tren y atacaron a la locomotora con palos y piedras. El motivo de la rebelión era que muchos de sus hijos desaparecieron. Y desaparecieron porque los sacamantecas les quitaban la grasa para utilizarla en los cojinetes industriales. Las ruedas de carro que se desplazaban a veinte kilómetros por hora evidentemente no necesitaban una grasa tan densa como la del ferrocarril, que iba a sesenta. En aquella época no había material industrial sintético y, por tanto, se precisaba que alguien lo obtuviera de forma clandestina y, naturalmente, ilegal. Algunas personas, como Enriqueta Martí, se ocupaban de matar a los niños y extraerles lo que posteriormente se destinaba a las maquinarias industriales. Y no sólo se utilizaban en el tren. El tren fue el primero de sus destinos, pero casi inmediatamente la grasa humana se empleó en la industria textil». D’Arbó narra una historia estremecedora: cuenta que él mismo tuvo la oportunidad de entrevistar para TVE a una señora, ya muy anciana, que aseguraba haber sido atacada. A ella y a otras jóvenes las metieron en sacos… «Y les iban a sacar la manteca».

Aunque puedan parecer propias del medievo, estas truculentas historias se hallan muy cercanas en el tiempo. En las últimas décadas del siglo XIX y hasta bien entrada la década de 1930, estas prácticas eran bastante comunes. ¿Cómo es posible que esto ocurriera hace sólo ochenta años? Salvador Ortega Mallén, que fue jefe del Grupo de Homicidios de Barcelona y Sevilla, habla de la normalidad en la compraventa de restos humanos desde la década de 1930 hasta poco antes de la Guerra Civil: «Todos esos personajes que asesinaban, descuartizaban, vendían y compraban restos humanos existieron realmente y, además, era muy normal vender esos ungüentos… “Normal” entre comillas, claro. Quiero decir que era habitual. Porque era una costumbre adquirir de forma ilegal y clandestina ungüentos, grasas y bebedizos especiales que se confeccionaban a base de cocinar vísceras de niños desaparecidos o asesinados».

Sebastiá d’Arbó nos habla de un hecho dramático y terrible: el «reciclaje humano» que hasta bien entrada la década de 1930 se practicaba en Barcelona: «La persona era totalmente reciclada. Es decir, cuando mataban a un niño, la sangre en teoría se utilizaba para aquellas primitivas transfusiones de sangre. Debe tenerse en cuenta que aún no estaba extendido el uso de la penicilina y que cualquier enfermedad o infección se curaba con sangrías. Por otra parte, a la víctima se le extraía la manteca para los aparatos de la revolución industrial, para las máquinas. Además les quitaban el pelo, para hacer pelucas, e incluso para abrigos. Los huesos se machacaban y con el tuétano se hacía pegamento. E incluso les quitaban las muelas y la dentadura, que utilizaban los dentistas. En fin, el reciclaje humano era bestial y total».

Bebedores de sangre en el matadero de Madrid

Pero no sólo en Cataluña existían estos personajes. La historia negra de España, con sus vampiros, sacamantecas y asesinos, ocupa la práctica totalidad del territorio peninsular.

Pueden rastrearse ejemplos en los cuatro puntos cardinales. Por ejemplo, éste: «Relato del horroroso crimen y descuartizamiento de una niña en Hurdes de Plasencia». El criminal fue José de la Iglesia, que mató a una niña llamada Francisca, de doce años, con la idea de arrancar las mantecas y salvar de la tisis a su hermana.

O este otro caso: el asesinato y descuartizamiento de dos niños, de siete y nueve años, en Béjar, provincia de Salamanca, por parte de dos sacamantecas, tristemente célebres, llamados Juan y Luisa Carricedo. El objetivo: extraer tejido graso de los niños para sanar la enfermedad de un rico ganadero.

Y el hombre del saco no es ningún cuento de niños: se llamaba Francisco Leona, vivía en Gádor, Almería, y se apoderó del cuerpo de un niño de siete años, llamado Bernardo González Parra, y lo anduvo transportando por el paisaje lunar de Almería, a cuestas, con el macabro encargo de utilizar su sangre para sanar a un rico hacendado conocido como Francisco Ortega. El crimen, cometido en un aislado cortijo que llevó el nombre de San Patricio, fue cantado por los ciegos durante décadas, estigmatizando el derruido lugar como enclave casi diabólico donde decían escucharse voces y donde casi nadie osaba acercarse.

En Madrid, a mediados de la década de los treinta del siglo pasado, en el antiguo matadero, ocurrían algunas cosas que estremecen al más templado. La revista Estampa decidió publicar un reportaje sobre un tema tabú: los bebedores de sangre. Imaginemos la escena: mujeres pálidas, enlutadas, que cargan con pucheros y con tinajas, se dirigen al matadero. Acudían a un ritual que se mantenía siempre en secreto y que se practicó hasta 1935. Eran los bebedores de sangre. Ellos aseguraban que ingerían la de los animales por prescripción médica, aunque en este punto caben todas las dudas.

Ángel Briongos, que ha estudiado en profundidad este siniestro episodio de la España más tétrica, explica en qué consistían estas prácticas: «En principio, se utilizaban toros. Eran toros especialmente seleccionados para este fin: beber sangre. Los clientes esperaban el turno, elegían al toro y cuando se les hundía el cuchillo en el pecho, colocaban el vaso debajo y bebían la sangre caliente del animal. Era así: ellos se acercaban con latas y pucheros, con cualquier recipiente… Había gente que bebía la sangre en ese preciso momento. Puede imaginarse: ese líquido espeso, rojo, humeante y cálido… Debería producir una angustiosa sensación de asco. Pues bien, ellos apuraban el vaso al máximo y lo tenían que tragar. Otros no lo bebían: lo transportaban rápidamente y se lo llevaban corriendo a determinadas personas que no se atrevían a dar la cara, a personas que no se atrevían a salir a la calle para que no las vieran beber sangre, pero que llevaban a cabo esos rituales en privado».

Tras la publicación de aquel reportaje en la revista Estampa, los médicos de Madrid prohibieron aquellas prácticas que, en el fondo, eran los coletazos de aquella España negra que aún creía en lo mágico y en el poder vivificador y purificador del líquido rojizo.

Los sacaojos

Dicen que hoy ya no hay sacamantecas. Aunque quizá podría entenderse que las formas cambian y el sustrato original se mantiene vivo. Parece que la simple maldad, la bestialidad o el móvil económico siguen siendo motivaciones esenciales.

Jesús Callejo ha tratado el tema de los modernos sacamantecas: «Es un folclore en formación y sufre modificaciones con el discurrir del tiempo. De hecho, ahora mismo, también se podría hablar de sacamantecas, de hombres del saco, de hombres del unto, como se les ha ido llamando dependiendo de las zonas y las épocas. Ahora, en determinadas zonas latinoamericanas se les llama “los sacaojos”; y en otros lugares son simplemente los traficantes de órganos. En el fondo, es el mismo mito pavoroso, con nombres semejantes y en las mismas circunstancias. Y consiste en aprovecharse de los niños, muchas veces niños indigentes, para extraerles algunos órganos: antes era la grasa, ahora pueden ser los ojos, o el hígado o el bazo. Pero, en esencia, estamos hablando de asesinos que perpetran sus crímenes siempre con un interés económico».

La memoria negra está ahí, presente hoy como ayer, y la única forma de defendernos del temor y el miedo es conocer los fundamentos en que se basa esta historia. Y es que los sabios antiguos teman toda la razón: conocer a los demonios es la única forma de vencerlos.