Catedrales: enclaves del poder
«Santuario de la Tradición, de la Ciencia y del Arte,
la catedral gótica no debe ser contemplada como
una obra únicamente dedicada a la gloria del cristianismo,
sino más bien como una vasta concreción de ideas,
de tendencias y de fe populares, como un todo perfecto
al que podemos acudir sin temor cuando tratamos
de conocer el pensamiento de nuestros antepasados,
en todos los terrenos: religioso, laico, filosófico o social».
FULCANELLI, El misterio de las catedrales.
Torres tan altas que parecen querer tocar el mismo cielo.
Ocurrió en un momento impreciso, a finales del medievo, y aún nadie sabe a ciencia cierta cómo y por qué sucedió. De pronto, en la oscura noche de los siglos medios, el arco de medio punto, la solidez de los muros y la penumbra del románico cedieron ante un arte nuevo que buscaba la altura de la divinidad y pretendía transformar al ser humano. Cuentan que en algunos templos que hoy conocemos con el nombre de catedrales la conjunción de la luz de las vidrieras, ciertas enigmáticas músicas entonadas en momentos precisos y extraños símbolos que hoy ya no sabemos leer producían en los fieles una suerte de cataclismo interior, una catarsis o una experiencia mágica que parece haberse olvidado.
Los manuales de arte, los libros de historia y las colecciones de documentos oficiales pueden ofrecer información y documentación precisa y necesaria. Pero, teniendo en cuenta la gran cantidad de detalles que aún permanecen ocultos a la mirada del hombre del siglo XXI, ¿no sería posible observar las catedrales con otros ojos?
Un mapa de la espiritualidad
Se da por cierto que el primer edificio gótico de Europa Occidental es la abadía de Saint-Denis, en París, comenzada hacia el año 1135. Y también se asegura que ciertos hallazgos arquitectónicos, como la bóveda de crucería (cruce de dos bóvedas de cañón románicas) y el arco ojival, fueron esenciales para levantar templos más altos y mejor iluminados.
A partir de ese momento, se produce una eclosión arquitectónica que se extiende rápidamente por Europa, y se levantan templos en Noyon, Senlis, Chartres y la catedral de Notre Dame de París (a partir del año 1163). Siguiendo las rutas del sur y los múltiples Caminos de Santiago, los arquitectos y canteros llegan hasta los reinos peninsulares, y así se levantaron las prodigiosas catedrales de Burgos, León, Toledo, Sevilla, etcétera.
En teoría, por tanto, se conocen la mayoría de los aspectos históricos, técnicos y arquitectónicos en los que se basan estas construcciones. Entonces, ¿por que el hombre del siglo XXI sigue volviendo la mirada a estos edificios, como si no los comprendiera en toda su extensión o reservaran información o emociones desconocidas? José Luis Corral, profesor de la Universidad de Zaragoza y autor del libro El número de Dios, intenta explicar por qué en esta época de satélites y tecnología avanzada el hombre moderno está volviendo las miradas a los símbolos de las catedrales, como si fuera consciente de que ha perdido un saber que ahora pretende recuperar. «Seguramente volvemos la mirada atrás porque estamos viviendo tiempos convulsos y, en tiempos convulsos, el ser humano suele echar la mirada atrás y fijarse en esas épocas en las que la gente ha sabido dar soluciones imaginativas y soluciones brillantes a problemas concretos. El problema concreto, en este caso, era que había que iluminar un edificio, que había que construir edificios más ligeros, menos pesados, mucho más brillantes, y eso se consiguió gracias al arte gótico. Las catedrales son un ejemplo del doble sentido de la luz: la luz interior, la luz que ilumina el alma, la razón y la inteligencia, y la luz que ilumina un edificio».
Conviene recordar las palabras del profesor José Luis Corral: «El doble sentido de la luz». Luz física y luz espiritual o intelectual. En realidad, parece que las catedrales —como intuye cualquier viajero que accede a uno de estos templos— proporciona un conocimiento intuitivo y espiritual. La conjunción de elementos decorativos, como gárgolas, esculturas, capiteles, etcétera, y luces y sonidos configuran en estos templos todo un mapa del conocimiento, un mapa de la espiritualidad. Hay mensajes en todos estos elementos, mensajes que pretendían transmitirse. Los maestros constructores, los maestros canteros, los vidrieros o los escultores parecían muy conscientes de esos mensajes trascendentes. Toda su obra traza un mapa de espiritualidad —desgraciadamente perdido e incomprensible para el hombre actual— y por ello, cada catedral se podría entender como una gran máquina de potenciación del espíritu y del conocimiento.
Cuando penetramos en una catedral, el alma, sea cual sea nuestra creencia, se expande y amplifica al entrar en contacto con la realidad asombrosa de estos templos del gótico. Conceptos, claves, códigos y secretos con los que los maestros canteros y arquitectos alzaron esas torres y cúpulas para alcanzar el mismísimo cielo. Auténticas máquinas de espiritualidad, repletas de símbolos que ya no sabemos leer, llenas de misterio, que plantan cara al paso de los siglos; en España y en toda Europa tenemos ejemplos que deberíamos ver con otros ojos.
Javier Sierra, escritor y periodista, director de un maravilloso monográfico de la revista Más Allá titulado «Los misterios de las catedrales: entre la alquimia y los templarios», explica cómo funcionan estas «máquinas de la espiritualidad»: «Las catedrales son máquinas de espiritualidad porque ayudaban a los antiguos, cuando entraban en esos recintos perfectamente orientados a los cuatro puntos cardinales, e incluso a determinadas constelaciones del firmamento, a trascender la materia. Sobre todo, ese sentido se encuentra en las catedrales góticas, donde su arquitectura, perfectamente matemática, sus armonías, su proporción y, sobre todo, algo que se tiene poco en cuenta, la luz filtrada a través de las vidrieras, el eco de la música retumbando en esas superficies pulidas y amplias, hacían que esa persona, por un mecanismo de transformación interior, pensara que estaba mucho más cerca de Dios».
¿Máquinas del espíritu? ¿Conjunción de elementos para que sintamos cosas que ya no sabemos sentir? ¿Podemos volver a entrar en esos estados alterados de conciencia dentro de una catedral? ¿Fijándonos en qué? ¿Cómo podríamos comprenderlo hoy?
Fulcanelli
Fulcanelli es el nombre del autor o autores que en 1926 dieron a conocer uno de los tratados de simbología arquitectónica más importantes de nuestro tiempo: El misterio de las catedrales. ¿Qué se sabe de Fulcanelli o «los Fulcanelli» de principios de siglo?
Sobre este libro y su autor hay muchísimas dudas y diversas teorías. Se cree que Fulcanelli es el fundador de toda una escuela del saber. También se piensa que podría tratarse de Eugéne Canseliet —prologuista de la primera edición— o, incluso, que el libro fue escrito por varias personas pertenecientes a esa escuela alquímica. En la obra se quiso sugerir que las claves que explican los más recónditos secretos de la experiencia humana están encerradas en las catedrales medievales y que éstas son susceptibles de ser activadas mediante prácticas alquímicas. Además, El misterio de las catedrales constituye un sorprendente y revelador estudio sobre las obras maestras del arte gótico y un compendio de la sabiduría hermética. Se trata de una obra poblada de símbolos y referencias a los más diversos aspectos del conocimiento.
En definitiva, ¿este texto es la herramienta para activar todos los aspectos que parecen dormidos y muertos en las catedrales? En principio, El misterio de las catedrales estaba dedicado «A los hermanos de Heliópolis». Heliópolis fue una ciudad del antiguo Egipto de gran importancia filosófica y religiosa y, tal y como su nombre indica, centro principal del culto al Sol. Los Hermanos de Heliópolis, al parecer, constituirían una sociedad filosófica secreta dedicada principalmente a la alquimia, la cábala y otros saberes esotéricos. Esa dedicatoria, dice Javier Sierra, «llamó mucho la atención, porque era tanto como vincular el Egipto antiguo con los constructores de catedrales». Para Sierra, el libro del misterioso Fulcanelli es en realidad «una guía de lectura de la catedral de Notre Dame de París, pero en una clave que no se había publicado antes jamás».
Con motivo de las distintas restauraciones, en la catedral de París se fueron eliminando las referencias a los trabajos alquímicos que se realizaban en su interior o en lugares adyacentes. Fulcanelli, o el grupo que se hacía denominar así, estudió los símbolos que podían revelar esos trabajos en la Edad Media. Medallones, inscripciones y estatuas fueron analizadas detenidamente para extraer el saber antiguo y perdido. «Uno de esos medallones, según Fulcanelli, representa el trabajo alquímico por excelencia», añade Javier Sierra. «Allí se ve una misteriosa figura sujetando unas extrañas escaleras que conectan la Tierra con el Cielo. Según Fulcanelli, ésa es la representación por excelencia del trabajo alquímico, que consiste en sublimar la materia terrestre con lo celeste a través del proceso alquímico: este proceso estaría constituido por los distintos peldaños de esa escalera. La metáfora era bellísima, y nunca hasta ese momento había sido comprendida».
Entonces, ¿es cierto que había símbolos de la alquimia en las catedrales? ¿Los hay aún? Y, respecto a los alquimistas, ¿perseguían únicamente convertir los metales en oro? Parecen haber coexistido dos tradiciones en este aspecto: una, más cercana al mito y la leyenda, trataría de manipular materia física, como el mercurio, el azufre, la plata y otros materiales con el único fin de obtener oro u otros beneficios, como la inmortalidad, por ejemplo, utilizando la llamada «piedra filosofal». Este parece haber sido el fundamento de la ciencia alquímica —la química, en definitiva—, la medicina, la farmacéutica y otras disciplinas adyacentes. Carlos V y Felipe II, por ejemplo, fomentaron y mantuvieron talleres alquímicos en sus palacios. Una segunda tradición, según indican los textos, tendría objetivos distintos: modificar y alentar la espiritualidad humana. La transformación en oro, en este caso, sería interna. Es decir, los materiales básicos serían el cuerpo y el espíritu del hombre, y, siguiendo determinados procesos, podría purificarse el alma y alcanzar la sabiduría. Tal sería, por tanto, la auténtica conversión o transmutación en oro.
Mar Rey, historiadora y autora del libro Magos y reyes, advierte que «Fulcanelli dijo haber conseguido el elixir de la transmutación, capaz de favorecer con la inmortalidad a todo aquel que lo tomaba, y nos mostró la importancia que tenía toda la simbología alquímica en las catedrales». Rey lamenta que aún no se hayan iniciado este tipo de trabajos en las catedrales españolas. En Francia, el estudio de las moradas filosofales es una variante historiográfica común y respetada, pero no ocurre lo mismo en nuestro país. Sin embargo, es evidente que este tipo de estudios es necesario, porque las preguntas se acumulan sin que puedan ofrecerse, si no respuestas, al menos teorías o hipótesis válidas: ¿dónde están situadas las catedrales? ¿Por qué se eligieron esos emplazamientos? ¿Existen alineaciones de templos con coordenadas prefijadas? ¿Guardan alguna relación con los estudios astronómicos? ¿Qué significan esas tallas y representaciones cuyo sentido hoy parece olvidado?
Lo cierto es que el hombre del siglo XXI parece perdido ante estas moles de piedra que se alzan hacia el firmamento, porque es incapaz de revelar todo el potencial que encierran. Al observarlas en sus originales emplazamientos, cabe preguntarse si los hombres del medievo que acudían a los templos de Burgos, León, Sevilla, Toledo, Barcelona, etcétera, serían capaces de leer y comprender ese mapa que hoy resulta casi incomprensible. ¿Cómo afectarían estos edificios a aquellos hombres y mujeres de «los siglos oscuros»? ¿Comprenderían lo que significaba? ¿Sabrían leer esos códigos?
Bajo las piedras
El primer misterio de las catedrales góticas afecta a sus emplazamientos. Tras los centenares de investigaciones arqueológicas realizadas en Europa Occidental, parece evidente que estos gigantes de piedra no están situados al azar. La mayoría de los templos medievales se levantaron en lugares donde ya existía una capilla románica; pero ahí no acaba todo, porque esos pequeños edificios cristianos, a su vez, solían alzarse sobre basílicas paganas aún más antiguas o en emplazamientos de cultos prerromanos dedicados a dioses de la Naturaleza, empleados por druidas y magos.
En Chartres, por ejemplo, la catedral se levantó sobre una de aquellas fuentes mágicas de los galos. Y en León sigue siendo un misterio por qué los constructores de la Pulchra leonina eligieron ese altozano ocupado en su tiempo por las termas romanas de la Legio VII y luego por el palacio del rey Ordoño II para erigir uno de los templos góticos por excelencia. En este caso, las complejidades técnicas no impidieron que los arquitectos se esforzaran al máximo: habían decidido que aquel era el lugar apropiado y levantaron la catedral en aquel emplazamiento, a toda costa. El suelo era inestable y movedizo, y complicó enormemente la construcción: así fue como los arquitectos inventaron la «leyenda del topo». Decían que un gigantesco topo estaba horadando el subsuelo, impidiendo el desarrollo normal de las obras y haciendo estragos en los cimientos del templo. Finalmente, el gran topo fue capturado y en la actualidad se muestra colgado de las paredes del templo. Es un caparazón de tortuga o de galápago que aún despierta el asombro de los visitantes.
Este tipo de leyendas y misterios afecta a casi todos los emplazamientos catedralicios góticos, incluso a otros más modernos. Por ejemplo, la Sagrada Familia de Barcelona. «Se empezó a edificar en el año 1882 por el arquitecto catalán y gran esoterista Antonio Gaudí i Cornet», señala Miguel Aracil, autor de una Guía mágica de Cataluña, «pero antes se le había encargado a una de las personas que quizá más había investigado el misterio de los góticos: el arquitecto Francisco Villar». Tanto Gaudí como Villar sabían que el emplazamiento elegido para levantar el templo de la Sagrada Familia era muy especial: allí se encontraba uno de los tres dólmenes antiguos que aún se conservaban a finales del siglo XIX. Según Aracil, el dolmen «estaba exactamente donde se encuentra hoy la Sagrada Familia y, más concretamente, debajo de la cripta».
La recurrencia de estas memorias ancestrales obliga a preguntarse nuevamente por los objetivos originales de las catedrales. A la hora de definir estos emplazamientos góticos, los estudiosos hablan de dos claves principales: una, referida a templos y lugares de poder antiquísimos (altares paganos, montañas sagradas, etcétera); y otra, en perfecta armonía con las corrientes telúricas y acuáticas, las cuales formarían al parecer redes de energía que influirían sobre los individuos que accedieran a esos templos y que podrían provocar estados alterados de conciencia.
«Nosotros no hemos entendido cuál era la función exacta de las catedrales en el mundo antiguo», dice Javier Sierra. «Pero ahora sabemos que en el centro del templo, casi siempre, convergen una serie de canales subterráneos que van a dar al crucero, al punto donde se cruzan las dos naves principales que forman la cruz de la planta de una catedral. Que haya corrientes subterráneas canalizadas por los maestros constructores en la Antigüedad significaba que eran conscientes de que el agua podía provocar unos campos magnéticos especiales que podían alterar el funcionamiento del cerebro». Este tipo de canalizaciones y conductos subterráneos se dan en Chartres, en Santiago de Compostela, en León y en muchos otros lugares. «Hoy lo sabemos bien», añade Sierra: «Hay lugares que los expertos llaman “telúricos”, que influyen en el comportamiento, que hacen que uno se sienta más relajado, más propenso a escuchar sonidos o ver imágenes que otros no pueden oír o escuchar. Por esa razón, las catedrales son, de alguna manera, como máquinas que convierten al fiel en un místico, y eso, desde luego, era algo que se buscaba deliberadamente en el mundo antiguo: la sensación era el milagro, algo a lo que nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, no le damos tanta importancia».
Buscando la luz
La mayoría de los expertos está de acuerdo en afirmar que en la bóveda de crucería residió el gran cambio evolutivo del románico al gótico. Al cruzarse dos bóvedas de cañón, el peso ya no recae sobre los muros, sino sobre cuatro pilares, de modo que las paredes podían abrirse en grandes ventanales. Además, las naves pueden alargarse con nuevas bóvedas y elevarse cómodamente sobre los pilares, los «bosques de columnas» que son propios de los edificios góticos y prácticamente inexistentes en el románico. El arte gótico resolvió a un tiempo problemas técnicos y problemas espirituales: la luz era un componente esencial. «Ego sum lux mundi», decían los textos que acompañaban las representaciones medievales de Jesucristo: «Yo soy la luz del mundo». Así pues, los constructores de catedrales dedicaron todos sus esfuerzos a levantar templos de luz.
Las catedrales góticas tienen algo de frágiles custodias acristaladas frente a los macizos templos románicos. En sus muros se abren grandiosas vidrieras de cientos de colores que iluminan el recinto. Los constructores las elaboraron siguiendo una técnica similar a la del mosaico: sujetaban las piezas de cristal coloreadas con tiras de plomo y todo ello lo montaban en un bastidor metálico. Estas pinturas con luz, como se llamaban en la época, provocaban sensaciones desconocidas hasta el momento. Las vidrieras de las catedrales, por la emoción de los colores, desligaban a los creyentes de sus preocupaciones mundanas y pretendían conducirlos hacia pensamientos más elevados. Normalmente, en ellas se recreaban oficios, las labores propias de cada estación del año (mensarios), escenas religiosas, escudos de armas e incluso zodiacos, pero los colores que se utilizaban en su creación, en realidad, se establecían conforme a un código significativo.
Aunque no puede generalizarse el uso de la simbología de los colores en las vidrieras góticas, dada la maravillosa variedad de las mismas, los maestros vidrieros solían tener en cuenta que cada color y cada matiz tenía un significado: así, el color rojo vivo evocaba la sangre, la Pasión de Cristo y el fuego, los bajos instintos o el mundo de tinieblas infernales que han de ser sacrificados para llegar a la purificación. Cuando era un rojo más o menos anaranjado o dorado, se pretendía remarcar el valor de lo espiritual frente a lo mundano. El color blanco, el color de la túnica que Jesús llevaba en la Transfiguración, evoca la luz original, el Paraíso y la elevación. El verde hace referencia a la naturaleza, a la capacidad de germinación que poseen todas las cosas vivas gracias a la intervención divina. El dorado significaba la culminación de la obra alquímica, la perfección. Es el color que aparece en las aureolas de los santos y de los ángeles. El azul aludía, por supuesto, al cielo. Y el ocre es el color con el que los creadores solían pintar los rostros, simbolizando aquello que ha sido creado del barro primordial.
Gárgolas y marcas de canteros
Las gárgolas son una solución arquitectónica a un problema meteorológico: son canalones ornamentales que servían para expulsar lejos de los muros el agua de lluvia que caía en los tejados. A esta necesidad funcional, como desagüe de los tejados, se añadieron a partir del siglo XII objetivos ornamentales. Los escultores dejaron en las gárgolas todo un muestrario de la imaginación medieval, recreando representaciones de monstruos, seres demoníacos o deformes, y figuras grotescas, auténticos bestiarios en piedra.
Sin embargo, no todas las gárgolas son funcionales: algunas no tienen ninguna utilidad real como elementos arquitectónicos (véanse, por ejemplo, las figuras demoníacas que parecen otear los tejados parisinos desde Notre Dame). Y, sobre todo, cabe preguntarse por qué las gárgolas adoptan esas figuras espantosas en recintos presuntamente sagrados y dedicados a Dios.
Si se admite la explicación de Fulcanelli, según el cual gótico es una variante de artgoético, o arte mágico, o argot (esto es, una lengua y un código sólo asequible a un grupo de iniciados), las figuras de las gárgolas tendrían significados precisos —aunque hoy se hayan perdido—.
En el ámbito espiritual y subliminal, las gárgolas tenían tres funciones principales: advertir, formar y distinguir o señalar. Algunas de ellas fueron colocadas como una señal de determinada orden o filosofía secreta. Dependiendo del animal que representaran, tenían un sentido u otro. Por ejemplo, las que tenían cabeza de dragón representaban la transmutación alquímica o el fuego del infierno. Con cabeza de gallo, representaban la fuerza de la energía, la valentía o el liderazgo. Las cabezas de león aluden a la potencia física, a la vez que actúan como guardianes de los templos. Las gárgolas con cabeza de engendro o figuras demoníacas —que son las más comunes, pero no por ello menos importantes— manifiestan las bajas pasiones, la sexualidad y los instintos primarios.
La teoría común que explica la presencia de estos monstruos en templos dedicados a Dios habla, precisamente, de advertencias: el Mal, el demonio y los seres infernales están siempre vigilantes y al acecho. Es una explicación, pero… ¿es toda la explicación? Resulta difícil creer que tantas y tan magníficas esculturas de París, Reims, Barcelona, Burgos, etcétera, sean caprichos de escultor, que monstruos y demonios coronen templos sagrados o que sean advertencias a individuos que apenas pueden divisarlos desde el suelo.
Los aficionados a la novela histórica seguramente recordarán Los pilares de la Tierra, de Ken Follet, el cual desarrolla una trama de amores, pasiones y odios en torno a la construcción de una catedral en la Inglaterra medieval.
El protagonista es un maestro arquitecto que visita los trabajos del primer templo gótico francés, Saint-Denis. Las agrupaciones de canteros y constructores (magones) se establecieron en gremios que viajaban y se desplazaban juntos de acuerdo con las necesidades y contrataciones, y muchos de ellos participaron en la construcción de los templos que jalonan el Camino de Santiago, llamado también Camino Francés. Lo que sabemos es que hubo una serie de hermandades, una serie de grupos o de familias que tenían sus símbolos y los dejaban grabados en las piedras de los templos. Son las marcas de canteros. En este punto, los historiadores están seguros de que se trata de marcas «industriales» o de producción que se hacían en las canteras, pero es difícil explicar la identidad de marcas en lugares muy alejados o definir por qué están colocadas en unos lugares y no en otros.
En relación con estos grupos de obreros y especialistas, uno de los grandes misterios, sobre los que se están redactando infinidad de libros, remite a la financiación de los templos góticos. ¿Cómo pudieron llevarse a cabo tal cantidad de templos en tan breve espacio de tiempo? ¿Quién pagaba a esos arquitectos y obreros especializados? Por supuesto, algunos estudiosos acuden aquí a los templarios. Dicen que fueron los benefactores o los financiadores de las grandes catedrales góticas y que sustentaron las grandes cuadrillas de arquitectos, canteros, vidrieros, pintores y escultores con plata traída… En fin, la historia es conocida y aún está viva la polémica: lo que algunos estudiosos sugieren es que la Orden del Temple viajaba a América antes del descubrimiento y explotaba las minas de plata del lejano continente. Esta hipótesis supone que con esa plata se financió la construcción de buena parte de los templos góticos. Aunque hay coincidencia en el tiempo, es imposible —por el momento— saber si ese cambio radical en la historia de Europa y de la religión se debe a los freires del Temple. Simplemente, no lo sabemos.
Pero Javier Sierra puede ofrecer algunas pistas: «La primera gran catedral gótica es la catedral de Chartres, que se empieza a construir a principios del siglo XII. Es una catedral extraña, porque para una población pequeña, de veinte mil habitantes en la época, se empieza a construir un templo colosal, con unos maestros de obras que no se sabía de dónde habían venido, que parecen gozar de recursos materiales ilimitados y que empiezan a colocar piedra sobre piedra con una seguridad que no se veía siquiera en los arquitectos del arte románico. No trabajaban con planos, o no se conocen o no se conservan planos de la época, no se conocen los nombres de esos maestros y, simultáneamente a la construcción de esta catedral, que requiere recursos económicos impresionantes, empiezan a aparecer, como si fueran hongos, en distintas localidades, constructores que propician la elevación de esa clase de templos. En menos de cien años se construyen más de doscientos templos en toda Europa. Es como si, de repente, toda Europa entrara “en obras”, sin saber muy bien de dónde había venido el dinero y la fuente de información».
Y Luis Rodríguez Bausa, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, asegura que en la catedral de Toledo «hay marcas de cantería de auténtica filiación masónica, pero lo que es más inquietante es que hay otras marcas de cantería que parecen… no voy a decir que parecen de los freires, pero sí de sargentos templarios. Porque, además, son marcas de cantería que coinciden con algunas marcas que están en los sillares de la encomienda templaria de San Martín de Montalbán…».
El número de Dios
El estudio de las proporciones parece haber sido fundamental a la hora de elevar estos templos sagrados. La tradición sugería que existía una proporción perfecta, un cálculo y una medida, de modo que, previsiblemente, las catedrales góticas deberían someterse a ese entramado geométrico. En principio, esa proporción podría llamarse «el número de Dios». José Luis Corral, profesor de la Universidad de Zaragoza, explica qué es y en qué consiste el «número de Dios»: «Quizá ha habido demasiada literatura pseudohistórica en torno a aspectos como las catedrales o como el mundo de la geometría. La geometría es la disciplina que estudia las relaciones entre las matemáticas y ciertas figuras espaciales, como los volúmenes, líneas, puntos, etcétera. Lo que hacen los constructores de las catedrales es utilizar los números a partir de la armonía y la proporción para construir edificios bellos. Ahora bien, hay una serie de números que presentan unas relaciones armónicas mucho mejores que otros. Uno de ellos es “el número de Dios”, o, mejor dicho, ese número es la relación geométrica por excelencia. Esa relación geométrica está en la Biblia: son las medidas que da Dios a los hombres, por ejemplo, a Noé, para que construya el Arca; son las medidas que da Dios a Moisés para que se construya el Arca de la Alianza. El número de Dios es una proporción que se puede visualizar en un rectángulo cuyos lado mayor y lado menor tengan una relación de 1 a 1,618033… Esa relación es la que se considera perfecta y esa relación numérica sería el número de Dios. Ese número o esa relación numérica se utilizaron en su tiempo para construir catedrales porque se creía que representaba la armonía perfecta y, además, estaba en la Biblia. No es que exista ningún elemento o cuestión esotérica. Simplemente se está haciendo referencia a unas proporciones que se consideraban perfectas en su momento. Y, además, era la proporción que había dado Dios a los hombres para construir cosas bellas».
A partir del número proporcional 1,618033…, designado comúnmente con la letra griega phi (O), se estableció la llamada «sección áurea».
Este principio de oro o sagrado, o proporción divina, se encuentra, según afirman ciertos estudiosos, en el fundamento del crecimiento de muchos seres vivos, como los caracoles, e infinidad de plantas. También es el principio que rige innumerables obras de arte, arquitectónicas, pictóricas y cinematográficas. Se dice que los ojos del ser humano están predispuestos a juzgar hermoso cualquier objeto que contenga esa proporción. También se asegura que los libros, los cuadros y, en general, los objetos que se ajusten al rectángulo armónico tendrán éxito insospechado. La fachada del Partenón ateniense y el edificio de la ONU en Nueva York, por ejemplo, se ajustan a las proporciones establecidas en el rectángulo armónico y el número de Dios.
El cuadrado mágico de la Sagrada Familia
Los grandes templos cristianos continúan ofreciendo misterios y enigmas sorprendentes. En este recorrido por las catedrales, cabe detenerse en la Sagrada Familia de Barcelona. Allí, en la monumental obra de Gaudí, en el Pórtico de la Pasión, puede contemplarse un «cuadrado mágico»:
El cuadrado mágico, en sus filas y columnas y en sus diagonales, suma 33. Los cuatro cuadrados exteriores también suman 33, y el cuadro central, también. Y las cuatro cifras de las esquinas también suman 33. Se trata de un cuadrado mágico imperfecto (se repiten cifras y no son sucesivas), pero lo interesante es el resultado: 33. Miguel Aracil explica que este cuadrado no se grabó en el Pórtico de la Pasión en referencia a la supuesta edad de Jesús de Nazaret cuando fue crucificado: «Todo el mundo sabe que Jesús no tenía 33 años cuando murió».
Y añade: «Otros investigadores dicen que muy posiblemente, y yo estoy plenamente convencido de ello, se refiere a los grados de la masonería, porque toda la Sagrada Familia, mirada con otros ojos, a nivel simbólico, está construida desde la perspectiva masónica: ahí se encuentran esculpidas y lógicamente diseñadas por Gaudí figuras de tortugas, sapos, caracoles, salamandras, serpientes, y combinaciones entre serpientes y gallos. La serpiente es el mercurio en la alquimia; el gallo es azufre. Cuando esté terminada la Sagrada Familia, tendrá doce campanarios, oficialmente los doce apóstoles, pero, en la versión esotérica, uno por cada signo del zodiaco. Hay muchos signos del zodiaco esculpidos en las entradas de la Sagrada Familia».
Antonio Gaudí tenía efectivamente dos vidas, y una de ellas estaba plenamente dedicada al estudio de los misterios alquímicos y místicos. La salamandra que recibe al visitante en el Park Güell lo advierte claramente. (La salamandra es un elemento alquímico de primer orden). Se asegura que el cuadrado mágico de la Sagrada Familia no se debe a Gaudí, sino a Josep Subirachs, discípulo del genial artista y continuador de su obra. Al incluirlo quiso homenajear a su maestro y a sus ideas religiosas y esotéricas. En todo caso, las referencias a la edad perfecta, la edad de la Pasión, los grados de la masonería y los grados del conocimiento no tienen por qué ser teorías excluyentes.
Así, en la Sagrada Familia se perpetúa una tradición de siglos: los templos sagrados se convierten en misterios únicos que hablan a los iniciados, a los místicos y a los que saben ver y leer en sus piedras algo más que la simple apariencia.
Templos de poder en España
Muchas de las especialísimas características de los templos góticos franceses (París, Chartres, Amiens, etcétera) pueden encontrarse también en las catedrales españolas. Naturalmente, debe comprenderse que no cabe aquí un estudio pormenorizado de los numerosos templos catedralicios españoles, aunque sí deben citarse al menos las construcciones medievales de Burgos, León, Toledo y Sevilla.
Declarada Patrimonio de la Humanidad, la catedral de Burgos ha sido el centro de la vida de la ciudad durante los últimos siglos. La primera piedra de la catedral de Burgos se puso en el año 1221 por orden de Fernando III el Santo. Como todos los templos sobresalientes de este estilo, la catedral de Burgos encierra misterios sorprendentes. Por ejemplo, allí se venera el Cristo de Burgos, una escultura rodeada de leyenda. Se le atribuyen varios milagros, entre ellos, haber resucitado a un niño que había fallecido casi dos días antes arrollado por un caballo. Otra historia interesante se refiere al obispo Luis de Acuña, contemporáneo de Isabel la Católica y con mucha influencia sobre la reina. Aparte de su actividad política y religiosa, este clérigo tenía una parte oscura en su vida: en pleno apogeo de la Inquisición, el obispo Acuña dispuso que se instalara en la catedral, de forma clandestina, un taller de alquimia. Por desgracia, era un taller de cuya actividad no se sabe casi nada. Apenas caben ya posibilidades de saber qué trabajos se llevaban a cabo en aquel lugar. Se encontraba en la segunda planta del claustro. A principios del siglo XX se eliminó todo rastro de aquel taller alquímico. De lo que seguramente se sabrá más en el futuro será de los túneles subterráneos que perforaban el suelo de Burgos y suponían todo un entramado de pasadizos.
La catedral, al parecer, era un paso intermedio y obligado del conducto, que conectaba incluso la orilla opuesta del río Arlanzón con la fortaleza del castillo y con otros lugares aún por determinar.
De la catedral de León, llamada la Pulchra leonina, ya se han apuntado algunas de sus características originales más peculiares. Con sus 4.000 metros cuadrados de vidrieras —casi todas medievales—, la catedral leonesa compite en belleza con la Santa Capilla parisina y, en este punto, se tiene por uno de los conjuntos monumentales más importantes del mundo. Aquellos que deseen conocer la fuerza y la influencia de la luz en los templos góticos necesariamente habrán de pasar por esta joya del gótico español. Tal y como se ha indicado, su emplazamiento fue escogido con sumo cuidado —a pesar de las dificultades estructurales— y los constructores demostraron conocer bien el gótico francés, puesto que las referencias a Amiens y Reims son patentes. Es el segundo hito importante que encontrará el peregrino que se dirige a Compostela. Más allá, tras superar las cumbres de Foncebadón y O Cebreiro, sólo le restará caminar por las onduladas colinas gallegas hasta llegar a la imponente catedral de Santiago, ahora camuflada bajo una fachada barroca, pero que esconde todos los misterios del gótico en su impresionante Pórtico de la Gloria.
La catedral toledana reserva sorpresas al viajero. Emplazada en uno de los centros de poder más importantes de la Europa medieval, la sede de Toledo se convirtió a su vez en centro de saber y conocimiento. Hubo un tiempo, en el medievo, en que Toledo era refugio de tantos magos, brujos y alquimistas que las ciencias ocultas, el esoterismo que hoy conocemos, se llamaba «arte toledana». Toledo es la ciudad del misterio por excelencia: la roca sobre la que se asienta está horadada por mil galerías y se asegura que aquí —o quizá en Jaén— estuvo la mítica Mesa de Salomón. Luis Rodríguez Bausa, autor de una Guía del Toledo insólito, advierte que, antes de entrar al templo, habría que detenerse en el exterior: «En la fachada principal de la catedral, la escena principal del tímpano es una representación de la Última Cena. Ahí, junto a todos los apóstoles, está la figura de María Magdalena. Es una figura que se repite en otra de las puertas laterales. Esta figura ha dado mucho que hablar en los últimos tiempos porque incluso se podría interpretar que está embarazada…». Y en el Archivo Diocesano, este investigador de la Universidad de Castilla-La Mancha ha podido encontrar expedientes del siglo XIV y del siglo XV en los que se narran acontecimientos sorprendentes: cuerpos incorruptos, aguas maravillosas que manaban del altar o procesos inquisitoriales insólitos. «El cardenal Gil Alvarez de Albornoz», añade Rodríguez Bausa, «había tenido frecuentes contactos con afamados nigromantes toledanos y también con alquimistas. A uno de ellos, concretamente a Lucas de Iranzo, lo mandó quemar porque no había conseguido la piedra filosofal». En la década de 1990 se decía que se podían oír voces que provenían de la tumba de este cardenal en la catedral de Toledo. Una historia curiosa: don Alvaro de Luna (h. 1390-1453), personaje fundamental en la historia de Castilla y que terminó sus días decapitado, fue tachado de nigromante y su cadáver fue exhumado para ser posteriormente malenterrado en la cripta de la catedral. Se decía que había inventado un muñeco «que se arrodillaba durante la misa en el momento de la consagración, y que, cuando terminaba la ceremonia, se ponía en pie». Se trataba seguramente de uno de aquellos autómatas como los que fabricaba Juanelo Turriano en la corte de Carlos V y que da nombre a la calle del Hombre de Palo, en la ciudad toledana. (Se asegura que el autómata de Turriano mendigaba en la misma calle que hoy lleva su nombre). Fue tal impacto entre la población, que aún se conserva su memoria.
La catedral gótica de Sevilla comenzó a construirse tardíamente, a principios del siglo XV. Sin embargo, está emplazada en un lugar sagrado musulmán; de hecho, la Giralda no es más que el alminar o minarete de la antigua mezquita. Se cuenta que Alfonso X deseaba arrebatar Sevilla a los musulmanes para poder contemplar de cerca esta obra almohade. El monarca aseguró que si faltaba un solo ladrillo a la Giralda cuando conquistara la plaza, él pasaría a cuchillo a todos los árabes que quedaran en la ciudad. Dicen también que la torre, que no tiene cimientos, se tiene en pie gracias a la intercesión de dos hermanas, Santa Justa y Santa Rufina. La leyenda cuenta que las enterraron a los pies de la Giralda y se asegura que las dos santas la están sujetando. El pueblo sevillano, apasionado por las leyendas y los misterios, podría narrar cientos de historias semejantes. Entre ellas, la del cocodrilo que aún se puede ver en la catedral: al parecer fue un regalo del sultán de Egipto a Alfonso X cuando solicitó casarse con la infanta Berenguela. Y a Fernando III se le apareció en sueños la Virgen y le dijo que una imagen suya se hallaba tras un muro; el monarca retiró parte del empedrado y allí estaba: la Virgen de la Antigua. En la catedral de Sevilla también está enterrado Cristóbal Colón, o los huesos de alguien del que se asegura que es Cristóbal Colón. Los análisis de ADN que actualmente se están llevando a cabo aún no han despejado la incógnita.