La casa maldita: Amityville

«Son almas que no descansan, y tampoco se dan cuenta

de que no están en el mundo de los vivos. No tienen

la misma percepción de las cosas que nosotros:

permanecen en un perpetuo estado de sueño,

una pesadilla de la cual no pueden despertar».

Poltergeist (1982), de Tobe Hooper.

Hay una casa en Long Island que lleva treinta años deshabitada. Una fría noche de noviembre de 1974, ese lugar fue testigo de una de las matanzas más espeluznantes de todos los tiempos. Un joven de 23 años acabó con la vida de sus padres y sus cuatro hermanos. Una misteriosa voz se lo había ordenado.

Un año después, otra familia compró la casa, ajena al horror del que habían sido testigos sus paredes. Sólo veintiséis días más tarde, abandonaban la mansión tras vivir fenómenos escalofriantes. Nunca más regresaron y allí quedaron, olvidados, hasta los juguetes de los niños.

Tres décadas han pasado. Abramos las puertas de ese lugar donde nadie ha vuelto a entrar jamás.

«La voz del maligno»

A las seis y media de la tarde alguien llamó muy nervioso a la centralita de la policía del condado de Suffolk, en Nueva York. Denunciaba un tiroteo en el 112 de Ocean Avenue, Amityville. Todos los miembros de una familia habían sido asesinados… Todos, excepto uno de los hijos.

Ronald DeFeo había comprado aquel caserón a orillas del río. Era una vivienda preciosa, con dos pisos y ático, e incluso un pequeño embarcadero. Estaba tan feliz, con todos los suyos a su alrededor, que al cerrar la puerta del porche en su primera noche, colocó un cartelito en rojo que representaba un deseo de futuro: «Grandes esperanzas».

¡Qué equivocado estaba!

Uno de los hijos, el mayor de aquella familia aparentemente bien avenida, pasaba mucho tiempo solo en su dormitorio. Era Ronald DeFeo Jr., aunque habitualmente lo llamaban Butch. Tenía mal carácter y a veces cometía pequeños hurtos. Empezaba a tomar heroína y LSD. Y comenzó también a robar el dinero familiar. Cuentan que un día, mucho antes de la matanza, unas voces empezaron a hablar en su cerebro, unas voces que le obligaban a actuar…

—Me lo han ordenado… —decía.

Aquellos sonidos imperativos le ordenaron coger un rifle del calibre 35 y, en pleno silencio, acudir hasta el dormitorio de sus padres. Por fortuna, aquella noche, el arma se encasquilló y su dedo se quedó enganchado en el gatillo. Butch observó la escena con aquella mirada fría y vacía, y regresó a su habitación como un autómata.

Allí volvió a sumirse en las tinieblas de su pensamiento, quizá pensando en una próxima ocasión.

Aquella noche del 13 de noviembre de 1974, a las tres y cuarto de la madrugada, la familia DeFeo descansa plácidamente. Todos están dormidos. Un plan macabro, urdido por el joven, está a punto de ejecutarse.

Horas antes había aprovechado un descuido para añadir narcóticos en la densa sopa de la cena. La velada transcurrió con la habitual armonía en torno a la mesa. Cuando sus padres y hermanos sucumbieron ante el sueño provocado por aquella sustancia adormecedora, Ronald fue trasladando sus cuerpos dormidos, uno por uno, hasta una de las dependencias de la mansión. Allí los fue colocando boca abajo, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Acompañado en aquel largo ritual por el leve sonido de sus respiraciones suspendido en el aire. Después, tomó una escopeta que había preparado y culminó su espeluznante obra.

Seis disparos retumbaron en la casa y el aire se contaminó con el penetrante olor de la pólvora y la muerte. En el exterior, el silencio sólo anunciaba una noche tranquila…

Butch utilizó un rifle del calibre 35. Le pegó dos tiros al padre: uno atravesó el riñón y salió por el pecho; otro le quebró la espina dorsal; después disparó a su madre, Marie Louise; y luego, con una frialdad que sobrecoge el alma, se encargó de sus hermanos menores, dos niños y dos niñas.

A la mañana siguiente, en un bar, Ronald detalló a sus vecinos la dantesca escena que más tarde la policía encontraría en su casa.

¿Cómo pasó aquella noche Ronald DeFeo Jr.? No sabemos qué cruzó su pensamiento realmente. Lo que sí sabemos, por las fotografías que se difundieron, es que arrastró los cadáveres y los colocó de un modo que quizá tenía algún significado para él. Quizá estaba actuando con un método, ajustándose a un plan. Da la impresión de que, de repente, fue consciente de lo que estaba haciendo e incluso pudo llegar a intuir que alguien dominaba su mente durante aquellas horas.

Eran aquellas malditas voces otra vez…

A las seis y media de la tarde llamó a la oficina de la policía, notablemente nervioso y farfullando palabras inconexas, asegurando que había permanecido toda la noche en vela, sin dormir, y que a las cuatro de la madrugada, sin escuchar nada aparentemente extraño, se dio una ducha y salió de la casa… al regresar se había encontrado con su propia familia aniquilada.

Cuando la policía llega al número 112 de Ocean Avenue y accede al domicilio de los DeFeo, encuentra una verdadera carnicería. «Es inusual que seis miembros de una familia mueran así», decía un testigo que había estado presente en aquellas primeras horas: «El chico simplemente llegó y disparó a los seis miembros; afirmaba estar poseído por el demonio y que éste le hablaba en su interior pidiéndole que ejecutara a todos».

Butch estaba muy nervioso. Y poco después de comenzar las investigaciones, la policía encontró en su habitación una caja con balas del mismo calibre que el rifle utilizado. Su teoría, hasta ese momento, se basaba en una historia simple: él no había estado presente cuando ocurrieron los crímenes. Pero Ronald DeFeo se desmoronó casi inmediatamente, como un castillo de naipes golpeado por el viento. No sabía qué decir y cómo explicar lo que había hecho. Muy pronto, la policía acabó de arrancarle una confesión que no dejaba lugar a dudas.

Había sido él.

Sin embargo, el verdadero problema no era hallar un culpable, sino una explicación coherente.

Durante el juicio, que comenzó el 14 de octubre de 1975, un año después de los hechos, Ronald DeFeo no negó los hechos. Aseguró, para espanto de los jueces, que ni la hora del crimen ni la forma de ejecutarlo fueron ideas suyas. Se las había dictado una supuesta entidad que lo dominaba y le obligaba a actuar. Algo a lo que Ronnie llamó «el verdadero amo de la mansión». El demonio, el diablo, Satanás, o quienquiera que fuese, le había obligado a cometer aquel crimen.

Por supuesto, durante el juicio hablaron los especialistas en psiquiatría. Pero éstos sólo añadieron confusión: unos aseguraban que Butch era un «neurótico con delirios paranoides», otros hablaban de una «personalidad disociada»; también se comentó la posibilidad de un síndrome de «doble personalidad» y de «esquizofrenia en grado máximo».

El proceso captó la atención de la población de todo el Estado, que permaneció atenta a la radio, la televisión y la prensa a lo largo del mes y siete días que duró la vista. El 21 de noviembre tuvo lugar la votación del jurado popular: doce votos a favor de la culpabilidad, ninguno en contra. Culpable de seis asesinatos en segundo grado, 25 años de prisión por cada uno, un total de 150 años de condena, o, lo que es lo mismo: cadena perpetua.

Hoy, Ronald DeFeo Jr., Butch, el homicida múltiple dominado por el demonio de Amityville, permanece encarcelado en el departamento correccional del Estado de Nueva York.

Regreso a Amityville

En 1979 se proyectó en las pantallas de cine de todo el mundo una película titulada Terror en Amityville. Una historia verdadera, de Stuart Rosenberg, basada en un libro de Jay Anson. En aquella película, el espectador presenciaba el siguiente diálogo protagonizado por el matrimonio Lutz:

KATHLEEN: Un chico mató a toda su familia aquí… ¿no es espantoso?

GEORGE: Sí, pero las casas no guardan recuerdos.

¿Las casas no guardan recuerdos? ¿Estamos seguros de ello?

Hay casas en las que desgraciadamente se repite una ecuación invariable: se produce un hecho luctuoso o criminal, y más adelante las personas que habitan en ese lugar denuncian fenómenos extraños. No entramos a debatir si son reales o no. Pero los denuncian. Y con frecuencia tienen que abandonarlas y no vuelven a ser habitadas. Son casas marcadas.

Regresemos al número 112 de Ocean Avenue.

La casa estaba vacía, pero poco después de aquellos crímenes fue alquilada por el matrimonio Lutz, George y Kathleen, con sus tres hijos. Y en este punto comienza una terrorífica historia que nada tiene que ver con enfermedades mentales y con procesos que puedan entenderse desde el ámbito científico convencional.

Al parecer, cuando este matrimonio alquiló la preciosa vivienda junto al río, no sabían que allí se había cometido una verdadera matanza. Lo supieron más tarde, cuando su mundo y su visión de la realidad se habían resquebrajado por completo.

Al poco de entrar en aquel lugar, comenzaron a producirse fenómenos de difícil explicación. Kathleen oía cómo la voz de su marido se distorsionaba y pronunciaba frases que, en realidad, no había emitido en ningún momento. Una voz profunda y amenazante hablaba desde distintos e indefinidos rincones e increpaba a los habitantes, diciendo: «¡Váyanse!» y «¡Fuera de aquí!».

Las mecedoras se balanceaban solas, los objetos de las repisas salían despedidos sin ningún motivo y se estrellaban contra el suelo, los jarrones se quebraban en mil pedazos, las puertas se abrían y se cerraban sin que una mano corpórea empujara los pomos… Kathleen Lutz dijo que había visto unos ojos inyectados en sangre en el interior de las habitaciones y que había voces que pronunciaban su nombre y que la perseguían por toda la casa…

—¡Kathleen! ¡Kathleen…! ¡Fuera de aquí!

La persistencia de olores fétidos repentinos obligaron a revisar todo el sistema de cañerías cuatro veces en un cortísimo espacio de tiempo. También aparecían enjambres de moscas o de polillas que se desvanecían misteriosamente. Y a veces podían oírse las voces de unos niños en el ático o en las habitaciones.

¿Eran imaginaciones suyas? ¿Estaban siendo víctimas de una gigantesca broma de mal gusto? ¿Qué estaba sucediendo?

La familia se puso en contacto con un sacerdote, el padre Mancuso, que acudió a la casa con la intención de «limpiarla» de supuestos espíritus y fuerzas maléficas. El padre Mancuso explicó así su experiencia: «Iba bendiciendo el recibidor y sentí frío. Realmente hacía mucho frío allí. Era muy curioso porque en la calle hacía un día precioso. Era invierno, pero no era normal que en el interior de la casa estuviéramos tan helados. Fui avanzando hacia dentro de la casa, con el agua bendita, limpiando los rincones, y escuché una voz raramente profunda, detrás de mí, que me decía: “¡Vete de aquí!”. Parecía que venía de todas partes, no de un punto concreto que pudiera identificar. Muy raro. Y sentí que alguien iba acompañándome, y allí, físicamente, no había nadie…».

El padre Mancuso todavía vive, y nunca podrá olvidar su entrada en la casa de Amityville. Él no creía en los fantasmas… pero admite que aquellas voces estaban allí. Y recuerda la experiencia como un hecho muy desagradable: incluso en el porche de la casa se podía notar esa presencia molesta y estremecedora.

Aquellas voces no eran de la mente: las oyó el padre Mancuso, las oyó Kathleen Lutz y las oyó el resto de su familia. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo soportar el terror y el miedo a esos seres desconocidos que les hablaban?

George Lutz empezó a sufrir las consecuencias de habitar en una casa maldita. Dicen que pasaba muchas horas precisamente en la habitación donde el maléfico Ronald DeFeo Jr., Butch, planeó su terrible acción criminal.

George empezó a descuidar su aspecto, anteriormente siempre atildado, no se cambiaba de ropa, no se duchaba, se dejó el pelo largo. Si se compara su foto con la del asesino Butch… puede descubrirse cierta semejanza.

La paciencia de la familia Lutz llegó al extremo cuando, una noche, George se despertó y vio a su mujer, Kathleen, envejecida, con los ojos hundidos y con una mueca de horror en sus labios… ¡levitando! Ante el espanto de George, su mujer se desplomó sobre la cama y recuperó su aspecto normal. El matrimonio se vistió rápidamente, se dirigió a la habitación de los niños, los sacó prácticamente a empujones de allí y huyeron despavoridos. No se detuvieron a coger nada, lo abandonaron todo en la casa maldita: arrancaron el coche y partieron aterrorizados, sin volver la vista atrás.

Sólo habían podido permanecer en aquella casa durante veintiséis días. Aquellos demonios o espíritus o lo que quiera que fuese habían conseguido su fin.

Ellos dijeron en la prensa que aquella casa estaba endemoniada. Se procuró investigar el caso desde muy diferentes aspectos. Por ejemplo, Stephen Kaplan, un profesor universitario de psicología y parapsicología, creía que efectivamente el fenómeno existía, que era un fenómeno anómalo, pero que había sido exagerado y «condimentado» por aquella familia. Pero ¿por qué razón, si tuvieron que abandonar su propia casa? También se dijo que simplemente no podían pagarla, que tenían deudas y que contar aquella historia inverosímil era una forma de darse publicidad. ¿Publicidad? ¿Para qué? La producción del programa Milenio 3 contactó con Greg, uno de los hijos del matrimonio Lutz, y su mujer, casi amenazante, nos dijo que bajo ningún concepto volviéramos a llamarles. No querían saber nada de esa historia. Parece que esa casa, treinta años después, aún produce pesadillas en la familia Lutz.

Las casas encantadas y el cine

Las historias de casas encantadas forman prácticamente un subgénero dentro del cine de terror. No cabe aquí una nómina exhaustiva de películas que han tenido como protagonistas estos edificios siniestros, pero vale la pena hacer un pequeño repaso.

Una de las primeras películas de este tipo se realizó en 1927: The Cat and the Canary (en español se tituló El legado tenebroso), de Paul Leni; la trama se desarrollaba en una antigua mansión en la que se producían ciertos asesinatos. En The Old Dark House (El caserón de las sombras, 1932), de James Whale, participaba Boris Karloff. Un grupo de viajeros se refugia en un caserón donde habitan un pirómano, un mayordomo deforme y un anciano de 102 años… En fin, todos los elementos que configuran una buena película. La casa, en sí misma, ya es un factor terrorífico y no es necesaria la presencia de espectros para que una película produzca miedo en el espectador. En 1953 se produjo The Maze (El laberinto), de William Cameron Menzies: un hombre viaja a Escocia para hacerse cargo de una herencia y se encuentra con un viejo palacete que esconde un oscuro secreto y que está a punto de destruirlo.

En La leyenda de la casa del infierno (The Legend of Hell House, 1973), de John Hough, cuatro personas con poderes extrasensoriales son invitadas a pasar un fin de semana en un edificio en el que presuntamente hay fantasmas, y las creencias y conocimientos de cada uno de los visitantes se tienen que enfrentar a fuerzas desconocidas. (Su argumento recuerda a un filme de Sebastiá d’Arbó, Viaje al más allá [1980], donde varias personas que han tenido experiencias paranormales se encuentran en una mansión del Pirineo).

La maldición de Julia (The Haunting of Julia) es de 1977 y fue dirigida por Richard Loncraine. Una mujer (Mia Farrow) se traslada a una casa victoriana, después de la muerte de su hija, para intentar olvidar esa desgracia. Lo que no sabe es que la vivienda ya está habitada por un niño fantasmal, asesinado treinta años antes, que hará que su vida se convierta en una pesadilla.

El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, basada en un relato de Stephen King, es todo un clásico, con un Jack Nicholson absolutamente desatado y con una mirada criminal insuperable. Aquellas dos niñas terroríficas, el hacha, el triciclo, la niebla y la nieve son sólo elementos adyacentes en un gran hotel vacío cuyas salas, pasillos y corredores forman el núcleo del terror.

Poltergeist (1982) es también otro clásico del cine de género. Escrita y producida por Steven Spielberg, se desarrolla en una casa construida sobre un cementerio. Naturalmente, los fenómenos paranormales comienzan inmediatamente y la vía de contacto entre el más allá y el mundo real es una niña, fallecida en extrañas circunstancias en la vida real —Heather O’Rourke—, cuyo recuerdo aún produce escalofríos.

El ente (The Entity) se presentó en 1983. Dirigida por Sydney J. Furie, es una estremecedora historia —basada en hechos reales— que cuenta cómo una señora es atacada y violada repetidamente en su hogar por un ser invisible. Nadie la cree, pero poco a poco los médicos empiezan a comprender que, en mitad de la madrugada, puntual y maléfica, una especie de presencia invisible invade la intimidad de esta mujer.

En todas ellas hubo un elemento siempre presente, cercano, inquietante. Las voces. Las voces del ayer, del pasado atrapado, del mal, que se aproximaban por algún motivo a los nuevos moradores…

El cuchillo que corta la mente

Butch aseguraba que oía voces que le obligaron a cometer aquellos horrendos crímenes. Y habló de un «verdadero amo de la casa». También se habló de un brujo, expulsado de la mítica Salem, que al parecer había excavado un pozo en aquel lugar y que éste constituiría una verdadera puerta del infierno.

Pero los jurados no creen que los crímenes estén planificados u organizados por entidades invisibles e infernales. Los asesinos de Puerto Hurraco, por ejemplo, también aseguraron que escuchaban voces… En ocasiones, los detenidos aseguran vivir estas anomalías para que una presunta locura les permita obtener algún beneficio frente a los tribunales. Los científicos, los especialistas y los psiquiatras no son muy dados a conceder esas influencias maléficas, pero no niegan que hay personas que verdaderamente escuchan voces. Se trata, evidentemente, de patologías mentales que deben estudiarse con mucho rigor y cautela.

Antes de avanzar en este sentido, conviene aclarar ciertos puntos importantes: las enfermedades mentales y la violencia no están unidas indefectiblemente. Hay estudios serios y científicamente irrebatibles que aseguran que los enfermos mentales ofrecen un índice de criminalidad menor que otros grupos poblacionales sin patologías psíquicas. Por ejemplo, no se puede relacionar simplemente la esquizofrenia y la criminalidad. Que alguien padezca una enfermedad mental no significa que sea un asesino. Ocurrió tal vez en el caso de Amityville, pero incluso en este suceso concreto hubo tres diagnósticos distintos y tampoco se decidió cuál de los tres era el correcto. Ha de quedar muy claro que aquí en absoluto se pretenden demonizar las enfermedades mentales y, por supuesto, es necesario ser conscientes de que se trata de dolencias que deben ser tratadas por los especialistas. Por fortuna, los tiempos en que las enfermedades de la psique se consideraban relacionadas con las posesiones infernales ya han pasado. Aquí se trata simplemente de constatar un hecho que aún sigue siendo un misterio para los científicos y los psiquiatras: que hay personas que oyen voces en ocasiones. Voces nítidas que dominan su conducta. A veces es un fenómeno genético y a veces viene condicionado por otras razones, de índole social o somática. Lo cierto es que este fenómeno aún no se comprende en toda su extensión, que la psiquiatría tiene límites y que más allá está el misterio.

El médico psiquiatra José Miguel Gaona lleva muchos años tratando los fenómenos asociados a estas «voces de la mente». «Es algo relativamente frecuente», asegura.

«La palabra esquizofrenia procede del griego: skizos es tanto como “cuchillo”; phrenos es “mente”. En un sentido casi literal, la esquizofrenia podría definirse como “la mente cortada por un cuchillo”. Sería una especie de doble personalidad. Y en esa doble personalidad, uno de los síntomas propios de la esquizofrenia es la sonorización del pensamiento. Las personas que tienen esquizofrenia creen que escuchan esas voces internas, pero en otras ocasiones creen recibir órdenes a través de la radio o la televisión; o bien pueden escuchar voces en el silencio más absoluto. Esas voces, evidentemente, son generadas por su propio cerebro».

El término esquizofrenia fue introducido por el psiquiatra suizo Eugen Bleuler en 1911, pero este trastorno ya fue identificado anteriormente por el psiquiatra alemán Emil Kraepeling en 1896, bajo la denominación de «demencia precoz»; con este concepto se quería precisar que las personas afectadas sufren deterioros cognitivos y de comportamiento similares a las demencias experimentadas por algunas personas ancianas.

La esquizofrenia suele aparecer durante la pubertad, aunque puede darse también más tarde; también hay casos prematuros durante la infancia y a veces se confunde con problemas escolares o se identifica erróneamente con un simple mal comportamiento.

Las personas que sufren esquizofrenia padecen distintos síntomas, entre ellos, las alucinaciones. (Por supuesto, hay distintos grados y no todos los pacientes sufren estos deterioros tan graves. Pueden tener sólo algunos de estos síntomas). Las alucinaciones pueden afectar a los cinco sentidos: hay alucinaciones táctiles, visuales, gustativas, auditivas y olfativas. Se trata de engaños del cerebro, donde se registran en realidad todos los hechos externos; estas alucinaciones son percepciones interiores, generadas por el propio cerebro, que se producen sin un estímulo exterior. Estas alucinaciones surgen en la mente: no se presentan en el mundo físico. Pero para quien las sufre son completamente reales.

En los límites de la mente humana

Precisamente porque en ocasiones se registran procesos dramáticos, pretendemos saber qué le pudo ocurrir a Ronald DeFeo. Él decía que un demonio le hablaba, que alguien le obligó a hacer aquello. Y luego guardó silencio. Un silencio impenetrable. Esta actitud es recurrente: los criminales de este tipo hacen una declaración y, como si adquirieran entonces conciencia de lo que han hecho, jamás vuelven a hablar del asunto.

El doctor Gaona explicaba un caso parecido al del joven de Amityville. Fue un caso que él tuvo la oportunidad de tratar. El suceso pone los pelos de punta: «Era un chico joven. Recuérdese que los primeros brotes de la esquizofrenia se producen hacia los dieciocho o los veinte años, y si no se tratan correctamente, evidentemente, degeneran. Este caso fue sobrecogedor. Afectó a un chico que recibió órdenes del más allá, al parecer, de una entidad superior, que le decía que su padre estaba poseído por el demonio y que, por tanto, tenía que acabar con su vida al más puro estilo de las historias de Drácula, es decir, clavándole una estaca en el corazón. Ni corto ni perezoso, el chico cogió un palo de escoba, lo cortó, afiló uno de los extremos y, cuando el padre estaba durmiendo, se lo clavó literalmente en el pecho. Esto suena muy macabro, pero también es una reflexión para entender hasta qué punto pueden llegar a afectar estas voces a una persona: pueden controlar la mente de alguien».

Por desgracia, las enfermedades mentales y, concretamente, la esquizofrenia, parecen constituir una especie de tema tabú y los medios de comunicación apenas informan sobre ellas. Ricard Ruiz Garzón es el autor de Las voces del laberinto. Historias reales sobre la esquizofrenia (Plaza & Janes, Barcelona, 2005). Nos explica así estas carencias informativas: «Es un tema que casi se evita, pero es un problema que afecta al uno por ciento de la población: una de cada cien personas lo sufre. Dos o tres personas entre nuestros conocidos, estén diagnosticados o no, probablemente estarán afectados por la enfermedad. No sé si es un tema tabú, pero sí es un tema lleno de prejuicios y tópicos. Aparece pocas veces en los medios de comunicación y cuando aparece, generalmente se asocia a actos violentos. Pero la estadística demuestra que los enfermos de esquizofrenia son menos violentos que la población en general o, si lo son, lo son contra ellos mismos: por eso hay un índice elevado de suicidios».

Ricard Ruiz insiste en la dificultad de identificar científicamente el problema: «De la esquizofrenia sabemos eso: que es un enigma, que los psiquiatras y los especialistas aún no han acabado de identificar las causas. Hay una predisposición genética probablemente, pero también hay desencadenantes sociales. Sabemos que no existe una cura desde el punto de vista científico, pero casi un tercio de los enfermos puede salir del laberinto de la esquizofrenia o, al menos, quedar “compensados”, es decir, que pueden llevar una vida normal con una mínima medicación. Se sabe que los psiquiatras hablan de esquizofrenia para referirse a cosas muy distintas. En realidad, la esquizofrenia es un síndrome, un conjunto de síntomas, síntomas que a veces pertenecen a otras enfermedades, como la depresión o incluso la doble personalidad, pero esto no es la esquizofrenia, esto es otro trastorno distinto».

Esas voces que escuchan estos enfermos parecen unidas para siempre a esta dolencia. Son ciertas, algunos pacientes las escuchan, pero también hay mucho de leyenda y mito al respecto: «Los referentes cinematográficos y literarios han dado una idea un poco sesgada, distorsionada o romántica de la enfermedad. A veces se ha presentado así a grandes genios de la música, la literatura o la pintura, como si la esquizofrenia hubiera podido ayudarles en alguna medida. La esquizofrenia, en realidad, es una enfermedad paralizante. Respecto a las voces o las alucinaciones, es cierto que pueden condicionar muchísimo a la persona. Los enfermos no me explicaban algo que se imaginaban: me contaban algo que vivían, una experiencia tan cierta como lo que vivimos los demás en el mundo real».

Las voces que ordenan, que instan a cumplir misiones, que obligan a actuar no son habituales, aunque ocurren. De hecho, «hay personas que dicen que incluso en las fases más profundas del delirio son capaces de distinguir que algo no encaja y que si hay órdenes, son capaces de rechazar esas órdenes porque algo en su interior les dice que eso no es algo normal».

La esquizofrenia, en fin, es un auténtico desafío para la ciencia. En ese punto parecen estar los límites de lo que actualmente sabemos respecto a la mente humana.

Pero ¿sólo con el diagnóstico médico se puede explicar satisfactoriamente todo lo sucedido en esa casa de Amityville?