A Charles-Maurice Talleyrand-Périgord, Prince de Talleyrand (1754-1838), su sobrina le anunció a primeros de 1816 su intención de regresar una vez resolviera unos asuntos relacionados con su patrimonio. Entretuvo la espera dedicando su tiempo a restaurar su château de Valençay. Así hacía de la necesidad virtud, pues había sido expulsado de la corte; la culpa la tuvo un ataque de mal humor donde arremetió contra Decazes en presencia de varios correveidiles de Richelieu. Sus graves críticas, formuladas además en un lenguaje impropio de un obispo, le costaron una severa carta del rey, en la cual le «recomendaba» serenar su ánimo durante unos meses, lejos de la corte. Por mucho que aquello le indignase Louis no dejaba de tener razón, lo reconocía, ya que desde la marcha de Dorothée le costaba sujetar las peores facetas de su carácter. De paso se ahorraría la penosa obligación de consolar a Germaine de Staël. Sabía por Louise de Vaudémont, la que tan arriesgadamente había ocultado a Lavalette, que su antigua cómplice y amante se quejaba de que no la fuese a ver tras su episodio cerebral. Tenía razón, pero a él no le gustaba visitar a los moribundos. Prefirió retirarse a Valençay para ocuparse no sólo de las reformas, sino de su correspondencia delicada. Se traía entre manos, entre otras cosas, conseguir de Ferdinando I delle Due Sicilie un ducado para su sobrina. Las normas de la prelación, siendo ésta una simple condesa, le hacían quedar muy atrás en las recepciones y los besamanos; aparecer como duquesa, sin embargo, le haría estar delante de las princesas —las napoleónicas poseían mayor rango, pero se las despreciaba en todas partes—, y en general de todas las demás. De ahí que le consiguiera el ducado de Dino —un peñasco inaccesible, perdido en la costa de Calabria—; el recipiendario sería él, en reconocimiento a sus desvelos para que Ferdinando recuperase su trono, aunque al momento daría traslado a su sobrino Edmond. Así, cuando Dorothée regresara de su periplo —si era tan largo debía ser por coincidir con alguna maladie de neuf mois, lo que de ningún modo le afectaba; la inteligencia y la sabiduría rara vez son compatibles con los celos—, dejaría de ser la condesa de Périgord para volverse una duquesa de Dino distinta, más madura y más perfecta, si cabía.[247]

El que Dorothée alumbrara una niña en Praga jamás ha podido demostrarse. Sí es seguro que cuatro años después, el 4 de febrero de 1820, un cochero de la Herzogin von Sagan llamado Johann Pankl —casado con Teresie Novotná, criada de la duquesa— inscribió una recién nacida con el nombre Barbora Panklová. En opinión de algunos era una niña prodigiosa, pues al momento de nacer, afirmaban, hablaba un checo excelente; además, correteaba por los campos que rodeaban el zámek (castillo) con la soltura y el empaque de una bestezuela cuatro años mayor. Hasta sus diecisiete disfrutó la dura infancia propia de su clase, aunque pudo acceder a una educación algo mejor de lo esperable, ya que la Vévodkyne no sólo se ocupaba de que así fuese, sino que, cuando pasaba unas semanas en Ratiborschitz, hacía llamar a la niña —por entonces apodada Barunka, un diminutivo de Barbora—, se pensaba que a fin de verificar sus progresos. Su destino sería pasar a formar parte del servicio personal de la duquesa, como la envidiadísima Hannchen, lo que supondría no sólo vivir mejor de lo que Dios le tenía reservado, sino pasarse la vida por los prodigiosos mundos que se alzaban más allá de Náchod. Tenía diecisiete «legales» cuando se cruzó por su camino un funcionario estatal llamado Josef Nemec, de treinta y dos, y aunque no era un prodigio de apostura, ni de talento, resultaba preferible a la tosca oferta local. La duquesa, que ya tenía cincuenta y seis, se lo tomó como una deserción, al punto que como regalo de bodas le dio unos pendientes que no valían nada para después borrarla de la poca vida que le quedaba. Desde ahí la que ya se llamaba Božena Nemcová disfrutó una existencia similar a la de cualquier checa de su condición: un marido autoritario que la trataba como a una cosa, parir un hijo tras otro y aceptar una pobreza tan atroz que con frecuencia se quedaba días enteros sin comer, pues lo poco que le daba su esposo era para sus hijos. El tal Nemec era un patriota modélico, de los que ambicionaban un Estado propio separado de Austria. Eso dio lugar a que, sin él pretenderlo, Božena se relacionara con un naciente movimiento intelectual cuya seña de identidad era no hablar otra cosa que checo. Ella, como tantas otras desgraciadas, huía de su vida escribiendo lo que se le ocurría, más para consolarse que para ninguna otra cosa. Llegó a terminar diez colecciones de cuentos y un par de novelas; la primera, que tituló Babicka (Abuela), fue la obra de referencia del independentismo checo. No era una historia militante, sino el relato novelado de su infancia, del cariño que sentía por su abuela Magdaléna y de lo maravillada que se quedaba cuando un personaje denominado La Princesa entraba en escena; los exégetas de Babicka sostienen que la tal es un retrato de Katerina Zahánská, lo que resulta cuando menos aventurado porque rara vez hace otra cosa que preguntar, aunque, por otra parte, la duquesa quizá no hiciera otra cosa. Fuera como fuese, Božena siguió viviendo sumamente mal hasta fallecer en 1862. Para el público era una desconocida, pero nada más morir sus obras comenzaran a venderse. Siglo y medio después Babicka posee un status de best seller. Su origen biológico sigue siendo un asunto debatido, aunque no se discute que sus retratos y fotografías —vivió lo bastante para que le tomasen algunas— muestran cierto parecido con Karel Clam-Martinitz.

En el verano de 1816 Dorothée regresó con su tío, el cual, a su vez, había vuelto a ser admitido en la corte. Seguía siendo tan temido como admirado, a lo que ayudaba mucho que SCM le recibiera con frecuencia, quizá para que rebajase con sus lúcidos análisis las inciertas maravillas que le contaba Richelieu. Su influencia sería mayor o sería menor, pero buena parte de las razones que movieron a Wellington a proponer a su gobierno rebajar las obligaciones del II Tratado de París las escuchó cenando en el hôtel Talleyrand o en algún fin de semana en el château de Valençay. Así fueron pasando los meses y los años, con la pareja viviendo en paz y felicidad, acrecentando su patrimonio, viajando a menudo, recibiendo a sus amigos y viendo crecer a los hijos de la duquesa, que se había separado formalmente de su marido Edmond, duque de Dino. El que se reconciliaran a mediados de 1820 causó cierta sorpresa, y más al saberse que la duquesa esperaba un nuevo hijo, el cual nació el 29 de diciembre —fue niña y se le impuso el nombre de Pauline—; a los pocos días del parto se volvieron a separar, con la evidente satisfacción del duque por haber logrado que su esposa liquidara previamente sus infinitas deudas. Pauline de Talleyrand-Périgord fue primero una niña muy bonita y después una joven muy hermosa; su tío-abuelo siempre le mostró un cariño muy profundo —era, para él, su pequeña Minette—, quizá para protegerla, ya que ni sus peores enemigos pudieron jamás atribuirle una inteligencia deslumbradora; en general, los más agudos murmuradores de la familia Talleyrand siempre la consideraron mucho menos lista que cualquiera de sus no reconocidos hermanastros, el conde de Flahaut, el pintor Delacroix y la baronesa Charlotte de Talleyrand-Périgord.

Charles, conde de Flahaut (dentro de los muchos hijos ilegítimos de Talleyrand, Flahaut fue el mejor considerado en vida)

Charlotte, Baronesa Alexandre de Talleyrand-Périgord (hija ilegítima de Talleyrand, muy apegada a su padre)

Eugéne Delacroix; con el tiempo llegó a ser el más célebre de los hijos de Talleyrand

Pauline de Castellane; formalmente sobrina,pero se la tiene por hija de Talleyrand y Dorothée de Périgord; siempre estuvieron muy unidos.

Hasta 1830 Talleyrand y Dorothée vivieron entre París y Valençay, al que habían convertido en una de las mansiones rurales más interesantes del continente, a un punto tal que no haber sido invitado alguna vez a pasar allí unos días se consideraba prueba irrefutable de no ser nadie. Algunas invitadas, en otros tiempos apasionadas amantes de Talleyrand, pasaban allí largas temporadas. La que antes falleció (1821) fue la duquesa de Courlande; sus habitaciones pasaron a ser ocupadas por Louise-Auguste de Montmorency-Laval, princesa de Vaudémont, cuyas sábanas visitó Talleyrand en su camino a Estados Unidos y cuyo mutuo cariño jamás llegó a enfriarse, al punto que su apolítico salon del Consulado tenía en él a su visitante principal. Otra cuya presencia en Valençay era crónica fue Marie-Thérèse, princesa Poniatowska y condesa Tyskiewitz, que como las anteriores procedía de la excelente cosecha de los felices años sesenta; nunca fue muy bella, pero a cambio era divertida e inteligente, además de gran conocedora de la Europa central, pues por algo era sobrina del último rey de Polonia; el mutuo afecto que se tenía con Talleyrand y su sobrina —ésta jamás miró mal a las antiguas amantes de su tío; sólo a su esposa legítima— quizá lo demostrara el que a su fallecimiento Dorothée la enterrase junto al mausoleo reservado para él. Talleyrand se mantenía tan conectado con el poder como con la oposición, aunque apenas conspiraba. Sería preciso, pensaban él y su sobrina cuando D’Artois fue coronado Charles X, que éste se comportara como un completo idiota para que fuese desplazado del poder, pero sólo para comprobar, durante los seis años siguientes, que su estupidez superaba cualquier registro imaginable. Una de sus medidas más eficaces para ser expulsado de su país fue rodearse de ministros incapaces de trasladarle la realidad que se vivía en las cámaras, en el ejército, en los salones y en las calles. Vivían en un sueño de absolutismo tan extremo que no se daban por enterados de que la tierra se abría bajo sus pies. El primero de los tres presidentes de Conseil Privé que disfrutó Charles X, Jean-Baptiste de Villèle, quedó fuera del juego dos años después, cuando aquél, al revistar la Guardia Nacional, pensó que había vuelto al Lyon de 1815 y que aquellos facinerosos eran los grognards de MacDonald. Le sustituyó por el moderado Jean-Baptiste de Martignac, un buen hombre aunque no entraba en sus posibilidades hacerle comprender la situación; mantenerlo en el poder fue una pesadilla para los dos, y para el país, que permanecía estupefacto entre una familia real que no entendía nada y un primer ministro que no la convencía de nada. Charles le hizo dimitir en agosto de 1829 para designar a Jules de Polignac, cuyo talante y disposición eran tan extremos como los suyos, al punto de plegarse a un deseo pergeñado por Charles y D’Angoulême: abolir la libertad de prensa, disolver la cámara baja y atrasar varios años la convocatoria de nuevas elecciones, convencidos de que lo último que necesitaba Francia era una cámara electa incapaz de reconocer el divino derecho de sus reyes a reinar sin restricciones.

Talleyrand, buen conocedor de la familia real, sabía interpretar sus intenciones a partir de sus nombramientos, y éstos sólo podrían conducir a una nueva revolución. Así, con cautela, comenzó a diseñar una nueva Francia donde de nuevo volviese a ser el hombre providencial que la salvara del desastre. Para eso necesitaba un proyecto de monarca que se dejase aconsejar, y que fuese igualmente aceptado por unas potencias europeas aferradas a sus absolutismos y por un pueblo francés cada día más republicano. Para lo primero deberían respetarse los principios de legitimidad, pues en otro caso alguno de los monarcas podría verse tentado de volver a la primavera de 1815; gracias a los dioses no sólo existía un candidato apropiado, sino que pedía su consejo: Louis-Philippe d’Orléans. Para lo segundo convenía conducir a la opinión pública por el camino adecuado, lo que hacía necesario servirse de la prensa. No con toda, pero sí con la influyente, y en ésta destacaba un caballero muy bajito llamado Luis-Adolphe Thiers, redactor político de un periódico moderado, Le Constitutionnel. Thiers era de los más asiduos al hôtel Talleyrand y a los châteaux de Valençay y Rochecotte, una mansión situada en un recodo del Loire que la duquesa de Dino había comprado al poco de nacer Pauline, con ánimo de restaurarla, embellecerla y que fuera no sólo una residencia veraniega donde aislarse del trasiego y la efervescencia de Valençay, sino una valiosa propiedad para en su día dejar a su hija. Thiers, como tantos otros, no sólo estaba seducido por la sabiduría, la experiencia y la clarividencia de Talleyrand, sino por la exquisitez, la belleza y la inteligencia de su châtelaine, la cual, según se insinuaba, le hizo hueco en su lista de amantes envidiables, con las bendiciones de su tío, que con suprema elegancia daba por bueno el peaje de compartirla de vez en cuando, pues él, mal que le pesara, ya no estaba en condiciones de contribuir muy a menudo a que le mejorara el humor.

El talante de Polignac hizo arreciar las diversas conspiraciones de Talleyrand. La principal cristalizó en enero de 1830, cuando reunió en Rochecotte, bajo la inspiradora presencia de Dorothée, a los periodistas más influyentes del momento: Adolphe Thiers, Armand Carrel, François Mignet y Auguste Sautelet. La duquesa hizo de partera en el alumbramiento de un periódico que llamarían Le National y cuyo fin sería estimular a los franceses a retornar al sendero de las libertades democráticas, el que Bonaparte se cargara un lejano 18 Brumario. Fue un momento decisivo en la historia francesa, ya que la revolución a que daría lugar cambiaría su futuro de un modo irreversible. Su similitud con el del verano de 1813 era innegable: de nuevo una Prinzessin von Kurland alumbraba en su idílica mansión campestre un acuerdo que, al cabo de unos meses, pondría Francia del revés. Lo que la Vévodkyne Zahánská inspiró en su schloss Ratiborschitz no se diferenciaba gran cosa de lo que su hermana la Duchessa de Dino contribuyó a dar a luz en su château de Rochecotte.

La situación hizo crisis en julio de 1830, cuando Charles X, su familia y el gobierno Polignac se dieron con una rotunda mayoría liberal tras la celebración de las elecciones legislativas. Su reacción fue decretar unas medidas que llevaban meses rumiando: amordazar a la prensa, disolver la recién elegida cámara baja, reducir la cuantía de los futuros diputados para que los electos en distritos afines fueran mayoría, llamar a votar a partir de septiembre y desde ahí estirar los mandatos de forma que sólo se convocaran elecciones cuando a la corona le conviniera. Se le dio el nombre de «Ordonnances de Saint-Cloud», y aunque la mayoría de los periódicos se inclinó por acatarlas, con Le Journal des Débats y Le Constitutionnel a la cabeza, un gran número de redactores indignados se agrupó en las páginas de Le National, publicando un editorial devastador contra la corona y su gobierno. La policía, que al momento comenzó a secuestrar ejemplares y arrestar firmantes, se dio al atardecer con unas inesperadas multitudes hostiles. Talleyrand se mantenía informado, aunque, fiel a sus costumbres, las de paladear los días de coup-de-état del modo más alejado posible, no se movió de Valençay, ni lo haría mientras no tuviese claro quién había ganado. Al día siguiente, martes 27 de julio, el pueblo inauguró una tradición exquisitamente parisina: gritar «à les barricades!». Los disturbios comenzaron en el Palais-Royal, lugar excelente donde los hubiera para sublevarse contra los poderes públicos. Así comenzaron las trois glorieuses journées de juillet, del martes 27 al jueves 29 de julio de 1830, que acabaron no sólo con la dinastía borbónica, sino con la monarquía de inspiración divina.

Convencer a Louis-Philippe de aceptar el cargo de ciudadano-rey fue responsabilidad de Thiers, el cual no necesitó insistir para vencer la repugnancia del que, gracias a las profecías de Talleyrand —le llegaban a través de su hermana Eugénie-Adélaïde d’Orléans, en excelente sintonía con la duquesa de Dino—, lo veía venir desde hacía meses. Louis-Philippe necesitaba un gobierno con el que hacer frente a sus más graves problemas: la caótica situación interior y la desconfianza de las potencias aliadas, las cuales miraban a Francia como una fastidiosa exportadora de revoluciones. Al designar el 11 de agosto un gobierno contemporizador (Molé, Laffitte, Perier, el duque de Broglie, Dupont de l’Eure, Guizot, Clauzel, Thiers y el barón Louis) pensaba que podría capear el temporal interior hasta que las aguas se calmaran por sí solas. El problema estaba en Asuntos Exteriores, donde necesitaba un ministro de primera para disuadir a los aliados de que comenzaran a invadirle; pensaba en Talleyrand, aunque se quedó perplejo cuando éste le dijo que la clave no era el ministerio, sino la embajada en Londres. Para lo primero le bastaría un buen diplomático, de los que Francia no andaba escasa, pero lo segundo, con Wellington acorralado por las revueltas y los whigs, requería un enviado que se pudiera entender con él en su críptico metalenguaje. Por su parte, nada le ilusionaría más que realizar aquel delicadísimo trabajo. Louis-Philippe no tardó en quedar convencido de que para él y para Francia no había mejor opción, de modo que aceptó la propuesta de Talleyrand tras otorgarle los medios materiales necesarios para el éxito. Para evitar la guerra le diable boiteux debería sobornar a gran escala, lo cual requería contar con muchísimo dinero.

El que Louis-Philippe pidiera el placet para Talleyrand fue uno de los pocos alivios del abrumado Wellington en el verano de 1830. Su viejo aliado venía para garantizar la paz, así que mandó recibirle con todas las muestras imaginables de amistad y deferencia; no necesitó esforzarse, pues a Talleyrand y a su sobrina les precedía una reputación deslumbrante. La sociedad británica les examinó con indisimulada curiosidad, la cual quedó bien recompensada, pues la pareja no sólo reunía un asombroso caudal de inteligencia y encanto —además de, por parte de la duquesa, un atractivo que a nadie dejaba indiferente—, sino que, a diferencia de lo usual en los diplomáticos que infectaban Londres, hablaban un perfecto inglés; los miembros del gobierno y los altos funcionarios dominaban el francés, lingua franca de los tiempos, pero los aristócratas de la rancia Inglaterra eran otra cosa, lo que a menudo daba lugar a desencuentros lamentables; el que los representantes de la exquisita Francia se dirigieran a ellos en su idioma les causó la más grata de las impresiones, por lo cual a la pareja se le abrió de par en par el cerrado mundo de la nobleza tradicional, y a la duquesa el restringidísimo salon de la Queen Adelaide, de soltera Adelheid-Amalie von Saxe-Meiningen. La reina, un año más joven que Dorothée, había llegado al trono por una serie de carambolas, y aunque se llevaba bien con el vetusto William IV no dejaba de sentirse aislada, pues al haber vivido en Hannover la mayor parte de su juventud y los primeros años de su matrimonio padecía muy pocos íntimos en la corte de Saint James. Su francés oscilaba entre pésimo y horrible, y aunque su inglés era mejor agradecía la compañía de damas distinguidas que le hablaran en alemán. A Dorothée y Adelaide les bastaron minutos para ser las mejores amigas del mundo, lo que levantó los peores celos de la más feroz crítica de la primera, la princesa Lieven, la cual administraba el salon más selecto de Londres, pero al pasar la duquesa de Dino a ocupar el centro de la sociedad quedó eclipsada por completo.

Talleyrand y Dorothée no regresaron hasta el verano de 1834. Su misión fue un éxito, tanto con los tories de Wellington como con los whigs de Melbourne, lo que despertó los celos del ministro de Asuntos Exteriores, el conde Rigny, al cual no le gustaba nada que Talleyrand mantuviera con el rey su propio canal de comunicación a través de Madame Adélaïde. Talleyrand no quería discutir, de modo que renunció tras alcanzar un último éxito, un tratado multilateral entre Francia, Inglaterra, España y Portugal, para regresar a su añorado Valençay tras una última crueldad, declarar que con un ministro tan idiota como Rigny la diplomacia francesa jamás haría bien su trabajo, lo cual, amplificado por la prensa —Thiers la seguía controlando—, expulsó al otro a las tinieblas y al crujir de dientes. Él, a partir de ahí, dejó de ocuparse del futuro. A su edad no cabía pensar en ningún proyecto situado más allá del día siguiente, pues el que vivía bien podría ser el último, de modo que se conformaba con disfrutar los pocos que le quedaran en Valençay y en el más recogido Rochecotte, yendo a París sólo en invierno. Dorothée montó en Valençay una corte rotatoria, de modo que siempre hubiese alguien cuya conversación entretuviera las cenas, único momento del día en que al príncipe le apetecía ser sociable. A la cabeza figuraba un diplomático de treinta y cuatro años llamado Adolphe de Beaucourt, un tipo culto, discreto, inteligente y apuesto que había sido su secretario en Londres; Talleyrand le dictaba sus memorias, exigiendo que no se publicasen hasta mucho después de su muerte, cuando no quedase nadie que las pudiera refutar. También destacaban el barón de Barante, con el que Talleyrand compartió años antes las sábanas de Germaine de Staël, el barón Vitrolles, un viejo adversario que sentía por él un inmenso respeto —y uno aún mayor por la duquesa—, Molé, que aceptaba las invitaciones de Dorothée más por ella misma que por su viejo maestro, y Thiers, que solía venir con su extravagante mujer y sus nada convencionales cuñada y suegra, las cuales caían fatal a la refinada duquesa, pero consciente de que a su tío le gustaba charlar con Thiers jamás les puso mala cara. También llegó a ser habitual una dama británica llamada Henriette, hija de Sir George Canning y marquesa de Clanricard; era una de las aristócratas más estiradas de la estricta sociedad británica, pero había sucumbido a la fascinación de la duquesa —si su hermana mayor fue conocida por Cleopatra de Courlande a ella la llamaban, amigos y enemigos, la Circe de Valençay—, al punto que durante un tiempo se rumoreó que su amistad quizá fuese más allá de los límites que por entonces existían en el trato entre damas irreprochables situadas por encima de toda sospecha.

En el verano de 1837 les visitó la duquesa de Sagan, la cual ya no era la resplandeciente compañera, confidente y cómplice del Congreso de Viena, sino una bruja muy desagradable con la que resultaba imposible conversar no ya sin discutir, sino sin pelearse. Aquello apenó a Talleyrand, que a sus ochenta y tres años no estaba para disgustos; de ahí vino que las duquesas tuvieran unas palabras y que la de más edad comprobase que la pequeña Doda, por entonces de cuarenta y cuatro excelentes años, había desarrollado una lengua que sería la envidia de las más acreditadas víboras del Indostán. La duquesa de Sagan dejó Valençay derramando unas lágrimas muy amargas, lo que dos años después, al saber de su muerte, Dorothée sentiría de corazón, pero la vida era como era e incluso las más excelsas duquesas podían comportarse como las peores verduleras, siempre y cuando no las escuchase nadie.

Un visitante de otro tipo era Félix Dupanloup, abbé de Valençay. Soñaba con que Talleyrand volviese al redil; a éste le daba igual morir o no en el seno de la Iglesia, pero intuía que para la misma era un asunto tan importante que ya sabría recompensar a la duquesa y a sus hijos. Así, hacia la Navidad de 1837 comenzó una delicada negociación entre la Iglesia y él, representados por Dupanloup y su sobrina, cuyo pronóstico, pese a la buena voluntad de todos, era incierto.

El 3 de marzo de 1838 pronunció, en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, el Éloge de Charles Rheinhard, el que le reemplazó como ministro de Asuntos Exteriores durante los cuatro últimos meses del Directorio y al que sustituyó tras el 18 Brumario. Había expectación por oír sus palabras, que se presentían últimas. Verle avanzar sostenido por dos ujieres reforzó esa convicción, pero cuando empezó su discurso, que iba más allá de un elogio al colega muerto, se aceptó que su cuerpo estaría gastado, pero no su mente, ni su voz, ni siquiera sus ojos, porque leía sin servirse de lentes. Lo que traía preparado no tenía que ver con Rheinhard, al que siempre consideró un buen secretario y poco más, sino con su concepción de la diplomacia y lo que significaba ser ministro de asuntos exteriores, un cargo para el que no valía cualquiera, pues requería unos dones que la naturaleza es tacaña en otorgar y que si se poseen deben perfeccionarse con esfuerzo y tesón, pero que no se pueden aprender. Fue una lección magistral sobre la diplomacia, una combinación de arte y profesión donde cerca de dos siglos después sigue costando dar con alguien que dispute a Talleyrand la categoría más elevada, la de ser ejemplo y guía para los que pretendan ganarse la vida con ella.

Su hermano Archambault falleció el 3 de mayo; Edmond y Dorothée se convertirían en duques de Talleyrand, Napoleón-Louis seguiría siendo duque de Valençay —lo era desde su boda con Alix de Montmorency— y Alexandre-Edmond sería el nuevo duque de Dino. Todo eso a Talleyrand le daba igual, pero a su sobrina no; bien sabía lo que significaba circular por Europa con un título mejor o peor. No llegaron a comentarlo, porque la primera cena que Talleyrand ofreció tras la muerte de su hermano fue también la última. Tuvo lugar el 12 de mayo, con una concurrencia reducida: Noailles, Montrond, la princesa Lieven y unos pocos más. Horas después comenzó a sentirse mal, pero aún necesitó tres días para dar por buena la versión final de su arrepentimiento, según la cual se confesaría de sus errores y pecados, comulgaría y recibiría la extremaunción. Lo último que perdió, antes de la consciencia, fue su sentido del humor, ya que no quiso firmar hasta el día siguiente (17 de mayo), cuando su reloj interno ya no contaba en horas, sino en minutos. La carta, escrita por su sobrina, era suave, nada de solemnes arrepentimientos ante la muerte y disparates así, absolutamente impropios de un hombre de su valía; no era más que una explicación tirando a displicente de por qué su vida fue como fue, rematada en que, aun así, le agradaba morir como un príncipe de la Iglesia. El chispazo de humor final tuvo lugar según recibía la extremaunción del inseguro Dupanloup, sorprendido de que le tendiera las manos para ser ungido en ellas, no como los moribundos vulgares, que deben conformarse con recibir los óleos en la frente. A su pregunta sin palabras respondió «es que soy obispo», y ya no dijo más. Está enterrado en Valençay, donde casi la totalidad del municipio viene a ser un inmenso mausoleo dedicado a la memoria del príncipe Charles-Maurice de Talleyrand.

Charles-Maurice Talleyrand-Périgord por François Gérard

Álava en Waterloo
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