París y Londres, martes 28 de noviembre
Quedaban pocas reuniones como aquélla, se decía un Grolman pendiente de Gneisenau, a su vez concentrado en los informes; los leía exactamente igual que la mañana del 4 de julio, indiferente a estar próximo a marchar. Había discrepancias sobre demarcaciones en las zonas asignadas al contingente prusiano y, aún peor, no se había recibido el adelanto exigido a Feltre para cubrir la intendencia de Zieten durante los próximos meses. A eso se debía que ni se moviera él de Saint-Cloud ni lo hicieran de sus cuarteles los armeekorps I y IV, y no lo harían mientras el dinero no estuviera en la caja del Niederrheinarmee —le quedaba poco de llamarse así; una pena que un nombre tan glorioso quedase amortizado, se decía Grolman con alguna tristeza—. Por en paz que hubieran quedado todos con todos, y por muchos abrazos que se dieran Friedrich-Wilhelm y Louis, y Hardenberg y Richelieu, al menor indicio de que aquellos tramposos intentaban engañarles desplegaría sus sesenta mil hombres a lo largo de los Champs Élysées, en orden de combate, con las bayonetas caladas y los cubrebocas de las piezas retirados. No sentía deseos de hacerlo, pero a diferencia de Wellington y Schwarzenberg él no confiaba en la palabra de los franceses; más exactamente, no les creía en absoluto.
Una noticia del Prinz August hacía brillar los ojos de Gneisenau. Explicaba que su Norddeutsche Bundeskorps había iniciado el regreso a los lugares de procedencia. En tanto no cruzara el Rhein marcharía como el ejército unificado que había sido durante meses. Una vez en la otra orilla cada contingente seguiría su camino, tras recuperar su identidad. El espíritu general, añadía el Prinz, era de alegría desbordante y orgullo por lo realizado. Lo mejor para él y para Hake, también muy satisfecho, era la constatación de que las tropas alemanas en ningún momento mostraron incomodidad por luchar juntas unas con otras y con las prusianas del II Armeekorps. Era la mejor prueba de que una lengua común y una cultura similar podían unir de un modo indestructible fuerzas en principio heterogéneas. Unas fuerzas que algún día, si los Estados de la recién nacida Confederación Germánica se unieran bajo los colores de Prusia, formarían un más que terrorífico ejército alemán.
La vista de la demanda que Sir James Webster-Wedderburn había planteado contra míster Charles Baldwin, propietario del Saint James’ Morning Chronicle, la publicación que osó acusar de adulterio a Lady Frances Webster-Wedderburn con el Duke of Wellington como tercer vértice del triángulo, se celebraba en el Old Bailey, en medio de una gran expectación. A Lord James y a Lady Frances, ausentes de la sala, les representaban los famosos letrados Sir John Campbell, que ya sonaba para el codiciado cargo de Attorney-General del reino, y Sir William Draper-Best, MP por Bridport y dueño de una elocuencia devastadora; el defensor de míster Baldwin, un menos famoso míster John Lens, tenía práctica en aquella clase de asuntos, si bien era verdad que aún no se las había visto con adversarios de aquel porte, y menos frente a la más grande de las glorias nacionales vivas, la cual, por su parte, tampoco había venido, aunque le representaba su gran amigo Sir Charles Lennox, cuarto Duke of Richmond. Si el discurso de Sir John, frío, preciso y ajustado minuciosamente a los hechos y a la ley, resultó demoledor, el testimonio del Duke of Richmond, volcado en lo emocional, acabó de liquidar la débil defensa de míster Lens, al describir a Lady Frances como la más noble de las damas, de impecable virtud y por completo incapaz de cometer ningún acto inmoral; su confianza en ella era tal que para poder atender aquella vista él y su esposa, la por otros motivos también célebre duquesa de Richmond —la prensa británica todavía celebraba su prodigioso baile previo a Les Quatre Bras, comparándolo con el juego de bolos de Sir Francis Drake—, no tuvieron el menor reparo en confiarle los más jóvenes de sus hijos solteros. En cuanto a Lord Wellington, como era natural, no le hizo falta decir nada. No había en Inglaterra un hombre más invulnerable y menos necesitado de ser defendido.
El salon de Madame Récamier estaba más animado de lo que solía ser habitual. Todo el mundo deseaba intercambiar las últimas noticias, las últimas ocurrencias, los últimos cotilleos y las últimas profecías, aunque no en el usual plano general, sino en el asunto dominante de la temporada, el juicio de Ney, la inminente sentencia y el consiguiente fusilamiento del pobre diablo, que si bien allí jamás había despertado simpatías, en aquellos días se le veía como un mártir de la libertad y la decencia. Álava se mantenía en un discreto segundo plano, revisando con Monsieur de Coriolis lo acertado de su teoría, cuando vio llegar a la maréchala. Su aspecto no recordaba el de sus días de mayor esplendor: vestida de próximo luto, abotonada mucho más arriba de donde acostumbraba, sin otra joya que su alianza matrimonial, sin maquillar y con unos ojos tan enrojecidos que daba grima verlos, se había presentado en el salon sin hacerse anunciar, para tras eso colgarse del brazo de Juliette y desaparecer las dos en el interior de la casa. Una maniobra, reflexionaba el general de un modo vertiginoso, que sin duda indicaba la búsqueda desesperada del único que podía insuflar un soplo de vida en su cuasifallecido esposo, y que, implacable, seguía negándose a recibirla. Si bien Wellington demostraba con aquello ser invulnerable a los formidables encantos de Madame Ney, podría suceder que no lo fuese frente a los menos desarrollados pero aun así muy deseables de Madame Récamier. El problema consistiría en que al no dejarse ver His Grace por allí desde tiempo inmemorial, el camino de llegar a él, tanto para la una como para la otra, seguramente pasaba por su persona, lo que de ninguna manera quería comprobar, así que, del modo más cortés aunque también apresurado, se despidió del sorprendido Coriolis, al que aterraba la sola idea de haber aburrido a un hombre tan paciente como el ministro español, y aparejó hacia la puerta dando muchos nudos. A sus cuarenta y tres muy vividos años, el general Álava era una pieza difícil de atrapar.