París, miércoles 15 de noviembre
Comenzaba el juicio que apasionaba no sólo a las clases política y militar, sino a la prensa, la francesa y la extranjera. El acusado —ya no era huésped de la insalubre Conciergerie; la noche antes fue trasladado al confortable Palais du Luxembourg, residencia de la Cámara de los Pares— no participaría, pues la jornada se reservaba para cuestiones de procedimiento, siendo la principal pronunciarse sobre una moción inspirada por Berryer, según la cual la decisión, de ser desfavorable a su defendido, debería tomarse por mayoría de dos tercios; como bien temía el lúcido abogado se acordó que bastaría una mayoría simple, con el consuelo de que si se registrase igualdad se consideraría favorable al reo. Por lo demás, la sala de plenos rebosaba. Se hallaban presentes todos los pares, salvo dos enfermos, los eclesiásticos y el Maréchal Augereau, que desafiando a Joinville y a Feltre había declinado su participación en un acto que calificaba de vergonzoso. Se habían dispuesto dos tribunas para invitados; la primera cobijaría veinticinco diputados, que asistirían en calidad de comisión designada por la cámara baja; la segunda se reservaba para un máximo de sesenta personas —las mujeres, que para el Código Napoleónico en vigor no estaba claro que lo fueran, no podían asistir—, de las que al menos seis eran periodistas y el resto personalidades diversas, como el antiguo ministro español en París. Éste no lo hacía, era de reconocer, por padecer ninguna suerte de curiosidad morbosa; sólo sucedía que Wellington, interesado en saber qué sucedía pero no al punto de mandar uno de sus ADC —estaría tan mal visto como si acudiera él en persona—, le había pedido que no se perdiera una palabra.