París, sábado 7 de octubre
El conde de Perelada ya estaba presente. Llegó la tarde anterior, a tiempo de repentizar una cena con el personal diplomático; le bastó con ver la cara que ponían los que no eran Labrador según éste sugería en tono ultrapomposo dejarlo para otro día pues tenía un importante compromiso, para convenir que no debía dejar pasar la oportunidad de cenar con el barón Gentz, pues sin duda le trasladaría buena información y ellos dos ya tendrían tiempo de hacer lo mismo cualquier otro día. Tras eso exhibió un segundo detalle de señorío, pues tras rechazar el humilde menú de la embajada, sin herir la sensibilidad del chef, propuso al embajador Álava que eligiese un restaurante de los que aquellos días estuvieran más de moda, sin preocuparse de los precios, ya que, según explicaba, un día era un día y no todos ellos se tomaba posesión de una embajada como la de París. Cuando Álava propuso Beauvilliers no sólo no descompuso el gesto, sino que le pareció una elección muy acertada, pues lo recordaba de tiempos no peores y desde luego que se comía muy bien. Así, en la imponente carroza del nuevo embajador salieron los cuatro (él, Álava, Tavira y Miniussir) hacia el hiperfamoso restaurante, donde siempre había una mesa reservada para las personalidades de última hora y donde, faltaría más, jamás dejarían de hacer sitio al ambassador d’Álava y a sus acompañantes.
Jan-Willem Jansens, ministro de la Guerra
Tras una larga sobremesa exquisitamente bien regada, tanto que a los diplomáticos más jóvenes les costaba no caerse redondos, estaba bien al día de lo que sucedía en París, de qué contenían las cocheras y de cómo habían llegado allí todos aquellos cajones, de quiénes eran los hombres fuertes del momento y de cuáles eran los acontecimientos inminentes en que debería personarse, aceptando que una excelente oportunidad de comenzar a establecer sus propios contactos sería la doble del día siguiente. A eso se debía que a las diez de la mañana, flanqueado por Tavira y Miniussir, asistiera en la embajada del VKN a la imposición en el pecho del general Álava de la Cruz de Comendador de la Orden de Willems, en una ceremonia más sentida que pomposa y más entre amigos que solemne; la presidía el Koning Willem, reforzado por el todavía comandante supremo de sus ejércitos, Duke of Wellington, el heredero de la corona, Prins van Oranje, el gobernador de La Haya, Leopold van Limburg-Stirum, el canciller de la Orden de Willems, general Jan-Willem Janssens, y el nuevo presidente de su consejo de guerra, el Graaf Friedrich-Adrian van der Goltz. No fue breve, aunque sí lo suficiente para que a mediodía, en la embajada británica, el mismo Álava recibiera de manos de Lord Castlereagh, en representación de His Royal Highness the Prince Regent of England and Ireland, la Cruz de Caballero Comendador de la Orden de Bath, en reconocimiento a sus méritos durante la guerra peninsular y la campaña de Waterloo. Asistía la totalidad de los altos mandos británicos presentes en París, así como una buena representación de sus iguales de otros ejércitos, en la que destacaban los príncipes Blücher, Schwarzenberg y Barclay de Tolly. Si alguna duda tenía el conde de Perelada de con quién se codeaba el embajador Álava, cuando concluyó la ceremonia no le quedaba ninguna. Fue al término de la misma cuando supo, gracias a su amistoso colega Castlereagh, que a esas mismas horas se constituía en el Palais Bourbon la cámara baja del parlamento francés, la misma que SCM Louis XVIII llamaba en su círculo íntimo «Chambre Introuvable», porque ni soñando habría sido posible imaginar una más afín a sus ideas y sus intereses. Richelieu tendría serias dificultades para seguir un programa de gobierno mínimamente liberal, lo que a su juicio, y al del gobierno de Lord Liverpool, en absoluto facilitaría que Francia volviese a la deseada estabilidad. Los tiempos difíciles, concluyó mientras los embajadores españoles asentían, estaban lejos de concluir.
Leopold van Limburg-Stirum