París, martes 26 de septiembre

Gneisenau releía una carta de Boyen que le retransmitía Knesebeck. Anunciaba que al día siguiente haría pública la reorganización del KPA, determinada por el fin de la guerra. El país quedaría dividido en siete circunscripciones militares. Al mando de la principal, la del Rhein, estaría el General der Infanterie Graf Neidhardt von Gneisenau. Su hauptquartier estaría en Koblenz, y además de mandar el nuevo Ejército del Rhin —Rheinarmee— tendría bajo su mando la región de Westfalen, a las órdenes del Generalleutnant Thielmann, y el armeekorps destacado en Francia, cuyo jefe sería el Generalleutnant Zieten. Él sabía más de lo que se decía en la carta. Por ejemplo, que cuando asumiera el mando del Rheinarmee su Generalstabschef sería Carl-Gottlieb von Clausewitz, pese a los gruñidos de Friedrich-Wilhelm y de unos cuantos más, que juzgaban inaudito confiar un puesto de tanta responsabilidad a un simple coronel, al cual le aguardaba un duro trabajo, como a él. La situación entre Francia y Prusia era de paz, de lo que no se quejaba, pero su deber como jefe de dos tercios del KPA, los más en forma y fogueados del total, era prevenir otra posible guerra. El propio Friedrich-Wilhelm le preguntó si no exageraba cuando le puso en antecedentes de sus planes, a lo que respondió que a primeros de marzo de aquel año nadie habría imaginado que seis meses después se hallarían en París, tras ganar una guerra violentísima que a Prusia le costaría quince mil muertos. El igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum era el pilar fundamental de su filosofía militar —él no era bueno en latín, pero su esposa sí; gracias a ella sabía que Julio César, al que se atribuía el categórico si vis pacem, para bellum, jamás dijo tal bobada—; Francia tardaría más o tardaría menos, pero un día u otro se recuperaría, y la situación entre las dos potencias sería otra vez la un país riquísimo, treinta millones de almas y medio millón en filas, contra otro de apenas nueve y doscientas mil, respectivamente. Cierto que Prusia contaba con aliados suficientes, pero nadie podría decir cómo estaría unos años después y si los amigos de 1815 no serían para entonces enemigos ávidos de trocearla. De ahí que su intención fuera construir una red de anillos defensivos que pudieran contener un ataque francés dirigido a través del viejo camino de las invasiones. También, pero eso ya no lo dijo a su rey, trazar los planes y acopiar los medios necesarios para, si llegase a convenir, descargar sobre Francia un brutal ataque preventivo, a través de las Ardenas —era la razón de que hubiese presionado a Hardenberg hasta la impertinencia para que conservara Luxemburg bajo control prusiano—, que la incapacitara durante otro buen período de tiempo. Gneisenau, en eso también, marchaba muy por delante del suyo.

Álava pensaba cenar en Meot con su equipo recuperador de cuadros, Miniussir, Lacoma y el voluntario Tavira, que aun no siendo esa su misión se les sumó alegremente. Con el que no contaba era con el cada día más insufrible Labrador, cuya última genialidad era imputar a la violenta operación que SCM no le quisiera recibir. Mientras llegaba el momento de salir con Lacoma y Tavira —Miniussir iría por su cuenta, o en eso quedaron cuando le vio marchar la tarde antes hacia el Bourbon-Condé— terminaba una carta para Cevallos donde le daba detalles de la recuperación, comenzando por alabar el trabajo de los tres, en especial el de Miniussir, que fue quien la dirigió; él, por insistente consejo del duque de Wellington, optó por no dejarse ver. El inventario levantado por Tavira señalaba la recuperación de 108 piezas escultóricas y de mobiliario, así como 284 cuadros, todo lo cual ocupaba trece cajones muy pesados y de grandes dimensiones; tanto, que fue necesario llevarlos a la embajada, donde quedaron depositados, a razón de dos por carro, a su vez tirado por dos percherones. El valor de lo recuperado era tan incalculable que había reforzado la seguridad con un pelotón de la Guardia Nacional aportado por el general Müffling, aunque dudaba de su eficacia si el edificio fuese asaltado, por lo que había convenido con Sir Arthur que, cuando regresaran al VKN las primeras unidades del Army of the Low Countries, para lo que no debía faltar mucho, se les uniría un convoy español que contendría los trece cajones, más los que se necesitasen para estibar los que ya estuvieran en condiciones de viajar de los noventa y seis cuadros recuperados el 15 de julio. Las obras recobradas llegarían a Bruselas, por tanto, escoltadas por la caballería británica. Una vez almacenadas en la embajada sugería que se gestionase un transporte marítimo que las llevara desde Amberes hasta un puerto español. Del resto de las detalladas en la lista de Lacoma, entre las que figuraban piezas valiosísimas de Velázquez, Tiziano, Ribera, Murillo y Van Dyck, sólo sabía que se hallaban dispersas en colecciones privadas cuyo paradero Vivant-Denon afirmaba desconocer. Su recuperación sería dificultosa si no imposible, y en cualquier caso necesitaría que se iniciase un proceso judicial por los servicios legales de la embajada, cuyo coste y resultado no estaba en condiciones de aventurar. Con aquello entregaba una patata muy caliente al conde de Perelada, cuando llegara, pero ni Cevallos ni Fernando le podrían criticar por no comérsela, pues él, en realidad, ni siquiera debería estar en París.

Liquidados los cuadros comenzó con las noticias políticas. La primera era de importancia: SCM había hecho público esa mañana que su nuevo presidente del Consejo Privado sería el duque de Richelieu, Armand-Emmanuel de Vignerot du Plessis. Se sabía de su historia que, tras haber emigrado con su familia en 1789, ingresó en el ejército ruso, donde alcanzó el rango de general; el Zar le nombró gobernador de Odessa en 1803; hizo allí un gran trabajo, convirtiendo en apenas once años un sucio e insalubre puerto en una ciudad floreciente y moderna. SM el Zar sentía por él afecto y admiración, a lo cual se debía que le tuviese a su lado a lo largo de sus dos campañas en suelo francés. En cuanto al príncipe de Talleyrand, SCM hacía saber que le nombraba Gran Chambelán, un cargo en apariencia honorífico y de nula importancia práctica, pero que le mantendría próximo a SCM; parecía no querer dejar de contar con él, quizá por alguna suerte de pesimismo en relación al duque de Richelieu, al que algunos embajadores consideraban una imposición del Zar Alexander. También se había hecho pública la creación de una gran alianza entre Austria, Prusia y Rusia, fruto de una iniciativa religioso-moral impulsada por el Zar, en cuyo pensamiento influía notablemente la piadosa baronesa Krüdener, y se pensaba que si los otros monarcas aceptaron suscribirla fue porque, como cualquier alianza de culturas y civilizaciones de naturaleza difusa —preservar la paz mediante la buena voluntad, la honradez, la bondad, la honestidad y el respeto a los principios religiosos—, ni significaba nada ni serviría para nada. Llegado a ese punto prefirió callar que, según opinaba Gneisenau, con aquello sólo se pretendía dejar satisfecho a un lunático que quizá tras eso dedicase sus erráticas energías a otros asuntos más serios, como sacar a su hambriento pueblo de su atraso de siglos, y también que, como le había explicado Wellington, Inglaterra se negó en redondo a participar en tamaña estupidez; las alianzas de civilizaciones inspiradas en principios morales, sostenían tanto Castlereagh como él, sólo podrían dar lugar a reducir las distancias entre las potencias fuertes y las débiles, cosa que a éstas sin duda les interesaría, pero de ningún modo a Inglaterra, que por algo era, le gustase o no al Zar, la dueña del mundo. Cuando menos, el de 1815.

La última noticia que pensaba dar a Cevallos quizá fuera la más de preocupar: los hermanos Constantin y César Faucher habían sido fusilados tras un consejo de guerra sumarísimo. Los motivos, según se opinaba en los círculos que solía frecuentar —el salón de Juliette de Récamier era el principal, pero no pensaba decirlo; de ningún modo quería correr el riesgo de que Cevallos le ordenase presentar allí a Labrador, o a Perelada cuando se materializara—, eran de una extrema futilidad. La causa real de que los fusilaran era su decisiva participación en la lucha contra los sublevados de La Vendée, por la cual fueron ascendidos de coroneles a generales y por la cual terminaron contra un paredón, y sólo por el terrible delito de haberse comportado con la profesionalidad esperable de unos militares al servicio de un Estado legalmente constituido. Opinaba, como Wellington, que la creciente ascendencia de los ultras bien podría conducir al país a una guerra civil. Lo más de lamentar, si llegase a ser el caso, sería no poder ni siquiera pensar en qué bando debería colocar España sus apuestas. Desgraciadamente, su lamentable Borbón jamás iría contra el aborrecible Bourbon.

Miniussir no cabalgaba en la mejor de las formas, ni con ganas de celebrar nada, pero hacía tiempo que Álava le había enseñado que los diplomáticos deben comportarse como si carecieran de alma. Esa noche debían festejar el éxito de una misión que bajo cualquier perspectiva de realismo habría debido acabar en fracaso, y de ningún modo debía permitir que su corazón destrozado desluciese lo que para Tavira y Lacoma era el acontecimiento más excitante de sus anodinas vidas. Así pues, y como a menudo decía el general, «a joderse y poner buena cara», por mucho que su alma sollozara.

Se había despedido de Mina frente al portalón de su hôtel, ya terminado de adecentar. Al día siguiente lo dejaría junto con Emilie, Hannchen y el resto de su nutrida servidumbre, rumbo a Milán, desde donde pensaba recorrer la Toscana en compañía de unos cuantos amigos —adoraba Italia, tanto que hasta barajaba la idea de abrir casa en Florencia—, para después seguir a Venecia y reunirse con Dorothée; allí se quedarían unos meses, para regresar a Viena una vez disfrutaran el carnaval de 1816. Para entonces, quizá, su dulce chevalier servant, pues a ese rango había promovido a Miniussir, habría terminado de llevar a España sus cuadros horribles y estaría listo para que le abriera las puertas de Viena, y también para que le presentase a todo el mundo, incluyendo a muchos que su jefe, aquel enano imbécil de San Carlos que por haberse tirado a la vieja puta que antes calentaba la cama de Talleyrand se consideraba un dechado de belleza, seguro que seguía sin conocer. La Vévodkyne Zahánská, cuando quería, era exquisitamente capaz de llamar a las cosas por su nombre.

La despedida, en realidad, tuvo lugar en el dormitorio del Bourbon-Condé que Hannchen le adjudicó la primera noche que pasó allí, uno que a fuerza de usarlo había llegado a considerar suyo en exclusiva. Desde que se refugiaron ahí al filo de la medianoche, hasta que la duquesa se marchara como un duende poco antes de amanecer, se habían dicho adiós una ciertamente asombrosa cantidad de veces, aunque también tuvieron tiempo para charlar. Gracias a eso Miniussir se llevaba la certeza de que allí dejaba la mejor amiga que podría tener jamás, y que no debía desechar la idea de que a la vuelta de unos meses, en Viena, no volvieran a lo mismo, pero que haría bien si aceptase la vida como era y abriera bien los ojos, al amor y a lo que fuera, pues ellos dos, pese a lo bien que se llevaban y lo mucho que disfrutaban, incluso cuando no se dedicaban a pecar contra los mandamientos más estúpidos, no estaban hechos el uno para la otra. Mina no le había dicho nada que no tuviera él más que pensado, pero aun así le devoraba la tristeza, la de tener la seguridad de que jamás en su vida podría dar con una mujer tan excepcional. Y tan generosa, se decía palpándose con cierta inquietud, la de perderlo en un descuido, el magnífico solitario de seis carats que le había mandado lucir mientras viviese, aunque sin decir a nadie, jamás, quién se lo había regalado.

Álava en Waterloo
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