París, viernes 15 de septiembre
Gneisenau terminaba de contar a Grolman lo sucedido en los festejos del Zar, pues éste se los había perdido al quedarse a defender el fuerte. Según explicaba, el segundo día fue, de lejos, el más duro de los tres. Su propósito era celebrar la fiesta nacional rusa, en la cual se conmemoraban las hazañas de su santo patrón, San Alexander Nevsky, un tipo que siete siglos antes, con sólo veintidós años, se había opuesto a los espectrales Caballeros Teutónicos. Dada la excelente relación entre rusos y prusianos, culminada en el idilio que sostenían Friedrich-Wilhelm y Alexander, al rememorar aquellas gestas éste prescindió, delicadamente, de las precisiones incómodas. Por lo demás, todo fue grandioso. Las tropas formaban en siete korps, apiñado cada uno a un altar levantado por los zapadores. La baronesa Krüdener, en sobrio atavío negro, los recorrió con solemne lentitud, seguida de un Zar que, cosa rarísima, caminaba con la cabeza descubierta. Tras eso una fuerza de popes había celebrado siete misas simultáneas, en las que se había echado mano de toda la pompa que podía movilizar la iglesia ortodoxa, con los ciento sesenta mil soldados desempeñando un seguramente involuntario papel de coro. Al terminar se les había echado de comer —los pobres llevaban todo el día con una simple hostia—, igual que a los empachados invitados, de nuevo sobre las planchas de teka y siguiendo los designios de un tal Carême. Según les dijo el propio Alexander a Paschol y a él, aquel había sido el día más feliz de su vida; tanto, que incluso rezó por sus enemigos. En cuanto a la última jornada, fue más llevadera. No hubo banquete, ni gran parada, ni celebraciones religiosas. Sólo ceremonias castrenses, culminadas en una solemne imposición de condecoraciones. El Zar las remató al entregar a Barclay de Tolly su bastón de mariscal tras hacerle príncipe, con lo cual el gran inútil —era notorio que a Gneisenau no le gustaba mucho— remataba su mejor campaña, ya que sin haber disparado un cañonazo se veía elevado a lo más alto de la jerarquía militar. Tras eso, una última revista de tropas, a caballo y no de todas, sino de unos pocos regimientos escogidos, y cada mochuelo a su olivo, concluyó con gesto displicente para unirse acto seguido a las carcajadas de Grolman.
Tras aquellos minutos de maligna relajación se concentraron en lo importante: la Festungskrieg estaba cerca de acabar; cosa de dos semanas, todo lo más. Así pensaba informar Gneisenau a Hardenberg, al que debía visitar a mediodía. Les hacía pensar eso, a él y a Grolman, que Burke había desalojado Givet para buscar refugio en el Fort de Charlemont, un tanto alejado del Meusse, de modo que la navegación por su curso alto quedaba despejada. Caería él solo, como fruta madura, por lo que August había desplazado su brigada Mecklenburg para sitiar Montmédy, que al también haberse rendido Longwy era la única fortaleza que aún resistía. Dios quisiera que Hardenberg supiera sacar provecho de todo aquello, lo que Gneisenau, tristemente, consideraba improbable. Servirse de la fuerza como argumento capital, bien lo sabía, no era una simple cuestión de voluntad.
Álava releía la carta que pensaba enviar a Cevallos. En ella incluía dos presupuestos para la restauración de los cuadros en mal estado, el de Bonnemaison y el de dos especialistas italianos que le había recomendado Canova. Le pedía, también, su autorización para residir en París una vez se incorporase Perelada, lo cual se podría justificar por razones de salud —no del todo falsas; el clima de Bruselas no le sentaba bien—, aunque la verdadera razón era que Ciudad Rodrigo se pensaba repartir entre París y Cambrai; marginalmente, no tendría sentido regresar al VKN por cuanto el rey Willem se había instalado en París, como casi todos los monarcas europeos, los cuales no pensaban moverse de allí mientras no quedaran establecidas las indemnizaciones de guerra y las repercusiones territoriales a las que dieran éstas lugar. Willem tenía excelentes razones para no irse, pues todo indicaba que su botín sería cuantioso, nada menos que las provincias valonas aún francesas, lo que supondría no sólo unos cuantos miles de kilómetros cuadrados esenciales para su pequeño país, sino cien mil almas adicionales y un considerable incremento de la renta nacional. Con aquellos argumentos Álava no pretendía que Cevallos le autorizase a quedarse, pues pedirle que mantuviera su contacto con Wellington implicaba que lo hiciera, sino aportarle ideas para conseguir no sólo que SCM estuviera de acuerdo, sino que aceptara el cuantioso coste adicional que aquello supondría. Si algo no deseaba en absoluto era tener que pagar de su bolsillo una casa en la carísima París. Talleyrand reflexionaba sobre los resultados de las elecciones, los que se publicaban en el Moniteur de aquella mañana. De los 402 escaños, 350 estaban en manos de los ultras o de sus simpatizantes, los partidarios de liquidar hasta el mínimo vestigio de la revolución del 89. Constituían una mayoría tan aplastante como inmanejable, según había comprendido nada más ver, semanas antes, las primeras cifras apuntadas por el preocupado Fouché. La minoría, compuesta de republicanos y liberales de muy escaso peso, era tan reducida que de ningún modo la podría equilibrar. Frente a ese panorama parlamentario era evidente que su tiempo al frente del gobierno sería escaso. De las medidas que tomase dependería que se contara en días, en semanas o en meses; en años, imposible, lo cual no sólo no le preocupaba, sino que le aliviaba. Ser presidente del Conseil Privé cada día que pasaba le apetecía un poco menos. Era incapaz de tomarse su cargo como se lo tomaban Liverpool o Hardenberg, que sólo vivían para eso; ni siquiera le valía la fórmula de Metternich, que se las componía para ejercer sólo un reducido número de horas al día. Lo suyo, aceptaba con realismo, era conspirar para derribar a un gobierno, pero le aburría ser el pobre diablo contra el que conspiraban los demás y que sólo podía resistir a fuerza de trabajar, la clase de pecado del que jamás desearía confesarse. Los imbéciles que pensaban de la vida que su objeto era pasársela en el tajo merecían eso exactamente. De ahí venía la beatífica forma en que se tomaba la ominosa realidad parlamentaría. Si dispusiera de los medios económicos adecuados y la suficiente seguridad institucional presentaría su dimisión ese mismo día, pero no era el caso. No lo haría mientras no tuviese asegurado un cargo de muy alta remuneración y escasísimas obligaciones, que le asegurase vivir tan prodigiosamente como le gustaba y como a pesar de sus penosas obligaciones había conseguido no dejar de hacer desde su regreso a París, y que le facilitara permanecer muy cerca del rey, conservando su influencia por no decir su capacidad de hacer y deshacer gobiernos, e incluso reyes, sin por ello verse obligado a modificar sus magníficas costumbres. Mientras no le llegaran garantías de que tal cargo era suyo —lo tenía identificado— debería resistir, y la primera medida era soltar lastre. Sería lo que haría en los minutos finales de aquel último consejo en el que participaría Fouché; si lo hubiera visto venir tan clarividentemente como él no habría cometido la estupidez de casarse un mes antes, y encima forzando a Louis a ser su testigo, lo que significaba que sus prodigiosos quince días al frente del último Directorio debieron de consumirle sus últimas reservas de inteligencia. «Bienaventurados los idiotas pues ellos pagarán las facturas», concluía en forma de oración final por el alma insepulta de Fouché mientras se abría la puerta y un ujier anunciaba que sus ministros y secretarios ya estaban reunidos y esperándole.
Aquella noche se celebraba una infinidad de cenas en el selecto ambiente de los soberanos instalados en París, sus ministros, sus diplomáticos y las personalidades cuya ocupación principal era permanecer en sus proximidades. Una de las más reservadas, pero de las que suscitaban mayor curiosidad, era la que celebraban en el Élysée-Bourbon, residencia del Zar, éste, la baronesa Krüdener y el Kanzler Metternich. A los que se hallaban al corriente les parecía una saludable restauración de las buenas relaciones entre dos magníficas figuras de la política europea, que tan bien se habían llevado durante años y que por un quítame-allá-esa-duquesa se habían visto cerca de confrontarse como Canning y Castlereagh. En realidad, eran cuatro las sillas a la mesa y cuatro los servicios dispuestos en ella, pero cuando a la pregunta de Metternich —según se comenzase a comentar esa misma noche— «¿a quién esperamos?», respondió la baronesa, «pues a Jesús Nuestro Señor», el flemático canciller acabó de aceptar que su hierático anfitrión estaba como una cabra, pues otra explicación no había para que mantuviese a sus expensas a semejante bruja y le permitiera ejercer sobre su persona una influencia tan fatal que le ponía de continuo en las situaciones más ridículas. Lo que más a favor estaba de su implacable juicio, no se recataría en explicarlo al Freiherr Gentz, era que la baronesa, vista de cerca y pese a la compasiva luz de las velas, aparentaba no solamente los cuarenta y nueve que confesaba, sino una docena más; si un hombre como Alexander, por cuyo lecho habían pasado las más espectaculares bellezas del continente, se manifestaba tan cautivado por aquel adefesio habría de ser, a la fuerza, por motivos espirituales, y eso, en un autócrata que imponía su dictadura sobre cincuenta millones de almas —si cada ruso tuviese una, lo que consideraba dudoso—, era tan inexplicable que sólo se podía comprender a partir de la premisa precedente, que había perdido la razón, lo cual, expresaba el Kanzler como último producto de su acerada reflexión, quizá fuera preferible a lo contrario.
Una cena que no despertó interés entre los observadores de la sociedad invasora era la que tenía lugar en el Grimod de la Reynière. Participaban Lord Wellington, Lord Fitz-Roy Somerset y su esposa, el ya restablecido Lord March y su madre, la duquesa de Richmond, a la que acompañaba Lady Jane, ambas recién llegadas de Bruselas y que mientras no encontraran una residencia decorosa deberían sentirse allí como en su casa, según Wellington les hizo saber al tenderles la mano para que descendieran del nada lustroso carruaje que las había traído desde la Rue de la Blanchisserie. La duquesa, como no tardó en explicar, habría querido venir antes pues tenía problemas por resolver, pero las restricciones económicas que le imponía su tacaño marido habían demorado su partida más de lo deseable. De los dos primeros no se cortó en hablar durante la cena, causando no poca incomodidad; uno era que Lady Sarah había hecho público sin consentimiento su compromiso con Sir Peregrine Maitland, y otro que Lady Mary amenazaba perpetrar lo mismo con el Lieutenant-Colonel Sir Henry Bradford. Ambos matrimonios serían una desgracia, y de ahí su interés en hacerlas desistir. A las protestas de Wellington, que tenía la mejor opinión de los novios, Lady Charlotte respondió que sin duda eran personas y soldados excelentes, pero como madre preocupada por el porvenir de sus hijas era presa del horror, pues ninguno de los dos tenía donde caerse muerto. Wellington prefirió no explicar que ya se había preocupado de ayudar en ese punto, especialmente a Sir Peregrine, que sería nombrado vicegobernador en el primer territorio del Canadá que quedara libre. Con Sir Henry se había esforzado menos, en parte porque aún faltaba mucho para que pudiera reincorporarse —de Waterloo no salió indemne— y en parte por considerar que su edad (cuarenta y tres años) era un poquito provecta para casarse con una chica de veinticinco.[238] De ahí que se limitase a consolar a la duquesa recordándole que Dios acostumbraba proveer. El tercer problema, sin embargo, era lo bastante grave como para que no pudiera dejar él mismo de preocuparse, como supo al poco de que Lady Charlotte y él se quedaran solos. Un problema que les había dejado en herencia el difunto Lord Hay y que a la duquesa, y a la desmejorada Lady Jane, cada día que pasaba les quitaba un poquito más el sueño.
—¿De verdad él está loco por ella? ¿No será una ilusión de Jane, fruto de la desesperación?
—Ella está segura de que sí, tanto que alguna vez hasta le vino bien para dar celos a Hay.
His Grace se lo pensaba. En lo que sabía del muchacho, que no era demasiado, no le veía excesivamente romántico, capaz de sufrir en silencio un amor imposible y cosas así. Además, recordaba entonces, había un problema que podría imposibilitar cualquier acción que planearan.
—Será o no cierto, pero el pobre diablo aún está más tieso que Maitland y que Bradford.
—Ya me lo temía, pero aun así no veo ningún otro capaz de casarse con ella de la noche a la mañana, sabiendo, encima, que seis meses después tendrá un bebé parecidísimo al difunto Hay.
Charlotte tenía razón. Un milagro como ése sólo sería posible si la dote de Lady Jane fuera descomunal, lo que por desgracia no entraba en las posibilidades de los Richmond, lo cual, a su vez, explicaba por qué Charlotte le contaba todo aquello: no sólo le pedía que llevase al altar a su averiada hija, sino que pusiera él la dote, o al menos algo que pudiera estimular, de un modo decisivo, la presumible repugnancia del caballero a tomar una esposa que ganaba peso por momentos.
—Veré lo que puedo hacer, pero no te hagas ilusiones. Alguna casa tendréis, ¿no?
La duquesa suspiró. Su vieja casita en Westminster, donde tan felices fueran ella y Charles sus primeros años, la conservaba para el día en que Lord March, que algún día sería el quinto Duke of Richmond, encontrase a la madre de sus nietos. El chico era generoso, menos mal. No se tomaría muy a mal quedarse sin su prometido regalo de boda si así sacaba del apuro a su hermana de quince años.
—Sabes que sí. Alguna joya valiosa, también. Lo que haga falta dentro de lo poco que nos queda, pero no me falles, Arthur. Como tú no lo arregles, no sé qué podremos hacer.
Lord Wellington no se ablandó. De sobra sabía cuál era el mejor tratamiento cuando la temible maladie de neuf mois hacía presa en alguna joven de muy buena familia: una temporada en el campo, cuidando de alguna tía moribunda, una familia pobre y con hijos que a cambio de tener uno más conseguía ser un poco menos pobre, y asunto concluido. El problema era no poder recetárselo a la compungida Charlotte, y entendía por qué: con sólo quince años, Jane saldría de aquello bastante trastornada. No le quedaba otra que hacer lo que se hallase a su alcance, comenzando, lo primero de todo, por hablar con Miguel. Según había comenzado a maquinar, su colaboración sería imprescindible.
Con el Palais-Royal no habían podido ni el Ancien Régime, ni la Convención, ni el Directorio, ni el Consulado ni el Imperio, y mucho menos la Restauración. Al estar vedado su acceso a la policía —era una propiedad privada del Duc d’Orléans, no una simple plaza de París— sus lóbregos soportales, sus laberínticas columnas y sus tenebrosos rincones constituían el lugar de cita ideal para lo mejor y lo peor de París, para los restaurantes más excelentes y los burdeles más caros, para las timbas más desenfrenadas y para los que se buscaban los unos a los otros, conscientes de que lo suyo seguía siendo un asunto muy mal visto y donde, para su desdicha, todos los gobiernos, fueran del tipo que fuesen, mantenían un punto de vista disuasorio. Entre los diversos restaurantes a los que se llegaba esquivando mendigos, prostitutas, bujarrones y seres de aire patibulario, destacaba Véry, cuyo menú —quince sopas, dos docenas de platos de pescado fresco, una y media de carnes ovinas, otro tanto de bovinas, las más exóticas guarniciones, unos postres exquisitos y una bodega magnífica— era la envidia de sus competidores. Para llegar a él era necesario atravesar buena parte de la columnata, lo que aseguraba cierta discreción a sus clientes, que a menudo, cuando salían de allí, no era para regresar de inmediato a sus palacios, sino para obtener algún provecho suplementario de lo que la muy canalla vecindad ofrecía con suprema generosidad si se contaba con un bolsillo rebosante.
El Kanzler Metternich, esa noche, daba en Véry una cena en honor del Fürst Reuß zu Greiz, un joven y agraciado caballero que pronto heredaría el estratégico principado de Reuß y que, todo lo indicaba, era la última conquista de la insaciable Vévodkyne Zahánská. Estarían presentes la propia duquesa, la condesa de Périgord, el conde Clam-Martinitz, Lady Lamb, el barón Gentz, Mademoiselle Mars —la más famosa de las actrices parisinas del momento—, el conde Ferdinand Palffy —un notorio empresario de teatro que según se decía buscaba en París nuevos espectáculos, empezando por el de Mademoiselle Mars, para llevárselos a los tres locales que poseía en Viena, el Burgtheater, el Am Kärntnertor y el grandioso An der Wien—, y la princesa Lieven, que acudiría como ersatz de la baronesa Staël-Holstein, la cual declinó asistir cuando supo que la invitación no era extensible a su joven, guapísimo y tuberculoso marido, al que amaba tiernamente quizá pensando en lo poco que le duraría. Todo eso lo sabía el angustiado Miniussir por haberlo escuchado de la propia baronesa, según lo explicaba entre grandes tragos de champagne a la siempre comprensiva Juliette de Récamier, a dos o tres señoras aún desconocidas para él y al perfecto general Álava, quien, ni siquiera cuando su aburrimiento bordeaba lo mortal, era capaz de ofrecer otra cosa que una cortés sonrisa y un atento gesto de profundo interés en la estupidez que le anduvieran contando.
Karel, Graf Clam-Martinitz (amante principal de Dorothée en 1815)
Miniussir no había vuelto a saber de la duquesa desde que se despidieran en Vertus, y aunque no fuera mucho el tiempo transcurrido no dejaba de sorprenderle, pues su proximidad había llegado a ser tal que ya ni se anunciaba cuando se dejaba caer por el Bourbon-Condé, cosa que repitió aquella mañana, bastante mosqueado y deseoso de salir de dudas, para encontrarse con una Hannchen un punto nerviosa y que decía de su jefa que no se levantaría de la cama porque tenía una migraña espantosa. Desde ahí no había hecho más que rumiar y rumiar, para terminar paseando por los alrededores del Véry, en el insano ánimo de comprobar si la tal migraña era tan colosal como Hannchen afirmara, o si, por el contrario, la duquesa ya estaba en plena forma.
Serían las cinco cuando vio acercarse un alegre grupo, cinco señoras por demás elegantes y otros tantos caballeros a juego, seguidos a cierta distancia por dos docenas de infantes en el blanco inmaculado del ejército austríaco. Si bien su vista no era tan prodigiosa como la de su jefe le bastaba para distinguir facciones. Así pudo comprobar que Mina mostraba un aspecto excelente, colgada del brazo de un jovencito exquisitamente vestido y al que no recordaba de cena o recepción alguna —los demás eran caras conocidas, salvo un cincuentón concentrado en la Mademoiselle Mars que alguna vez le había dejado indiferente haciendo de Julieta, o de Ifigenia, o de a saber qué—; si el tal era el Fürst Reuß zu Greiz, lo que parecía probable, respondía bastante bien al modelo de varón robusto y apolíneo que la dueña de su alma encontraba preferible, como sin ir más lejos era él mismo, con la grave diferencia de que todo en su persona indicaba ser un príncipe de verdad y con el riñón muy bien cubierto, mientras que él, pobre desgraciado, sólo contaba con un par de salarios que se le antojaban ridículos y con una propina británica que a la vuelta de unas semanas se habría evaporado. Era lo peor de ser tan realista, suspiraba dando media vuelta para enfilar la dirección opuesta, sin esperar a que Véry se tragase a la encantada pandilla y sin reparar en que la duquesa, que también tenía muy buena vista, se había retrasado un par de pasos con la mirada vuelta en su dirección.