París, domingo 3 de septiembre
A la reunión entre Gneisenau y Grolman se incorporaba Müffling, que había recibido una carta de Talleyrand anunciándole la destitución de Dessoles y el nombramiento del Maréchal Oudinot como nuevo jefe de la Guardia Nacional. No sabía interpretar las razones ni las implicaciones; Dessoles sería un inútil, pero en las dos direcciones; Oudinot, por el contrario, era un hombre de prestigio entre la tropa y la oficialidad, de acreditadas cualidades militares y patriotismo contrastado. Le recordaba de cuando el armeekorps de Yorck combatió contra los rusos a las órdenes de MacDonald, y tenía presente la opinión de aquél sobre su desmedido sentido de la disciplina y lo muy difícil de su trato. Se preguntaba si con él sería posible trabajar, pues lo último que deseaba era que las tropas de Zieten debieran volver a las calles para poner en su sitio a una Guardia Nacional cada día más en complicidad con las turbas, a su vez crecientemente incontrolables. Era un asunto para preocuparse, y Gneisenau así lo aceptó. Quizá fuera bueno, comentó sin segundas intenciones, que Müffling se hiciese acompañar de Grolman a la primera reunión con Oudinot, a fin de hacer ver al francés que los días de tolerancia y buenos modales podrían llegar a su fin si sus guardias no empezaban a comportarse con un mayor sentido de la realidad, siendo ésta que de la noche a la mañana tres armeekorps podrían pasar a ocuparse de mantener, a la prusiana, el orden ciudadano. Müffling aceptó sin dudar. Era consciente de que la estrella de Blücher emitía sus últimos resplandores y que dentro de poco cesaría en el mando de una manera oficial, pues en la efectiva Gneisenau le había relevado hacía semanas. Un Gneisenau que no podía estar en mejor relación con Friedrich-Wilhelm, que iba con él a todas partes dejando a Blücher en Saint-Cloud. Estando las cosas como estaban, las sugerencias de Gneisenau, si se quería conservar la cabeza sobre los hombros, no debían tomarse como tales, sino como auténticas órdenes. A eso se debía que hubiera ido a buscarlas. El Freiherr Müffling, como tantos y tantos de los que se dedican al oficio militar, no podía vivir sin tener encima un jefe.
Tras aquello se dedicaron a comentar la propuesta de Castlereagh, la misma que Hardenberg había descrito a Gneisenau la noche anterior. En su opinión, así se lo dijo al incómodo canciller, para unas ganancias tan pírricas no habría merecido la pena ir a la guerra. La gran tajada la sacaban los ingleses a través del VKN y los austríacos por medio de sus títeres sardos; para Prusia, una vez más, sólo quedarían las migajas, pese a ser quienes de veras ganaron la guerra. Si Hardenberg se conformaba con esa basura de Landau debería plantearse ceder su sitio a uno dispuesto a llegar tan lejos como fuera necesario a fin de conseguir para Prusia una justa compensación, la cual como mínimo debería incluir Elsaß y Lothringen.[236] Tanto Grolman como Müffling manifestaron estar de acuerdo con aquello, si bien el segundo lo hacía porque convenía estarlo, pues disfrutaba unas fuertes reservas mentales; había permanecido cerca de Wellington el tiempo suficiente como para no caberle duda de que Prusia, pese a las pretensiones de Blücher, Gneisenau y otros muchos como ellos, no desempeñaba en aquella comedia el papel protagonista. Por duro que fuese admitirlo, quien tiraba de los hilos de todos los títeres era Inglaterra, y la mano que lo hacía era la de Sir Arthur.
El siguiente asunto eran las fortalezas. Mézières se acababa de rendir al Prinz August; los supervivientes serían despachados hacia el Loire; la ciudadela quedaría en manos de la 8.ª Brigada del II Armeekorps, que ocupaba el lugar de las fuerzas de Hake, trasladadas a Givet-Charlemont. El Prinz calculaba que cuando el obstinado Comte Burke viera que le cercaban veinte mil hombres, tres cuartos de Norddeutsche Bundeskorps más fuertes refuerzos de asedio llegados de Koblenz, lo que suponía trescientas piezas de artillería pesada y doscientas de sitio, se pensaría muy mucho si seguir empecinado en no capitular. Hasta entonces resistía con pocas bajas, pero cuando se viera frente a lo que se desplegaría frente a él a partir del 8 de septiembre se le haría claro que sus tres mil cien hombres no podrían sostenerse. Por orden de Gneisenau se le había permitido mantenerse al tanto de la evolución de la guerra y de las novedades en París, de modo que para él y sus oficiales sería evidente que cualquier día se firmaría la paz con las potencias aliadas, en cuyos términos para nada contaría su sacrificio. No tendría sentido que aun así no rindiera Givet-Charlemont, pero Gneisenau no creía que la razón acabara por iluminar la mente de aquel cabezón. Harían falta cinco mil cadáveres, entre franceses y prusianos, para que se convenciera de que cometía una estupidez. De ahí que ya tuviese decidido pasarle por las armas si aceptara izar bandera blanca cinco mil muertos después de cuando habría debido.
Hake decía de Longwy que su jefe seguía decidido a defenderla. Otro burro más, suspiró Gneisenau, para ordenar que Hake iniciara un bombardeo inmisericorde, de día y de noche, y sin preocuparse de la población civil. Si aquel idiota quería morir a la española, que lo hiciese. La última noticia, indirecta pues venía del Prins Frederik, decía que otro de los obstinados, un desconsolado general Bonnichon, había rendido Bouillon. Su tristeza venía de comprender que aquella plaza nunca más sería francesa. Los holandeses habían venido a quedarse, cuando menos hasta la próxima guerra. Tras eso Grolman comenzó con las «noticias ciudadanas». Una interesante, pues ilustraba el talante de los parisinos, era el de facturación durante agosto de las docenas de teatros que alegraban la vida de la población, o de la que tenía dinero para malgastarlo en esa estupidez. Según Müffling, entre todos ingresaron cuatrocientos sesenta mil francos, cantidad muy apreciable si se consideraba que, de promedio, abrían un día de cada tres. Encabezaban la lista el Académie Royale de Musique con setenta y cinco mil, el Théatre Français con sesenta y cuatro mil, el Variétés con cincuenta mil, el Concerts de Madame de Catalani con cuarenta y ocho mil, l’Opéra Comique con cuarenta y un mil, l’Odéon con treinta y tres mil, el Vaudeville con veintinueve mil y el Gaieté con veinticinco mil. En los dos primeros tenían palcos, entre otros, Lord Stewart, el Fürst Metternich, la duquesa de Sagan y Lord Wellington. El último se había llevado un disgusto tres noches antes, en el François. El público, nada más verle, se puso en pie y comenzó a insultarle, increparle y abuchearle a un punto tal que, indignado, lo abandonó con su docena de invitados. Conocía los detalles por habérselos explicado el general Álava, uno de los que marcharon tras él. Según sospechaba, el incivilizado ataque se debió a que los abucheadores le consideraban responsable del saqueo de «sus» obras de arte. Wellington, terminó explicando Álava, consideraba tan asombroso como injustificado que siendo Inglaterra la única potencia que no había sacado absolutamente nada de lo que atesoraba el Louvre, la fracción del populacho que se podía pagar las carísimas localidades del Théâtre Français —Müffling aceptaba que no serían sansculottes— le considerase responsable del vandalico saquo. Gneisenau sonreía con placidez, aunque no al estilo de los serafines; los ojillos entornados, fijos en un cuadro colgado en la pared, así como la boca desviada levemente a estribor, sugerían que no sentía excesiva pena por las desventuras de His Grace. La última noticia, también de Álava, decía que la ex reina María-Carolina se había instalado en el schloss Haimbourg, cerca de Viena. Su exilio, hasta llegar ahí, había sido accidentado, empezando porque al llegar a Venecia el gobernador la invitó cordialmente a irse al diablo. En Viena no le fue mucho mejor, si bien Metternich ordenó aceptarla siempre y cuando no se dejara ver, y no se hiciera llamar de otra forma que Gräfin Lipona, título que carecería de significado para cualquiera que no hablase italiano y no pudiese advertir que aquello era Napoli silabeado al revés. En realidad, decían las fuentes de Álava —un ministro plenipotenciario antes destinado en Viena y que se acababa de incorporar a la legación española—, nadie tenía nada contra ella, salvo el ser una Bonaparte. Se suponía que Metternich prefería tenerla vigilada y no enredando por ahí, quizá para conseguir a su través información de interés no ya histórico, sino de la que sirve para resolver viejos misterios y ajustar cuentas olvidadas. También se murmuraba que quizá el príncipe, de quien se aseguraba que la conoció a la bíblica cuando era embajador en París, quería revivir viejos momentos. Después de todo, y según decían quienes habían podido verla, Maria-Carolina Murat se conservaba estupendamente bien.