Madrid y París, martes 15 de agosto
Cevallos se ocupaba de su correspondencia. Una de las cartas que le daba más pereza contestar era la última de Álava; le sucedía siempre que se veía en la obligación de suavizar la verdad a una persona de valía, pero no tenía más remedio, de modo que, torciendo el gesto, comenzó con un amable «mi querido general», no porque así fuese a cambiar nada, pero Álava lo sabría distinguir del impersonal «Excmo. Sr». Tras eso procedió a darle un poquito de coba. No le fue difícil, pues todo respondía, con bastante precisión, a la verdad. Era cierto, por ejemplo, que la opinión de SCM sobre la persona del general era mejor que la de seis meses antes, tanto que andaba rumiando la posibilidad de concederle una recompensa que guardara relación con sus méritos, tanto en la vertiente militar —a Don Fernando le gustaba decir que uno de sus hombres había estado en primera fila el día de Waterloo— como en la diplomática, por los excelentes contactos que había conseguido para España y que no dudaba —empezaba el turno de las malas noticias— tendría la generosidad de traspasar a su sucesor en la de París, el Excmo. Sr. conde de Perelada. El rey, añadió, estaba especialmente satisfecho con la recuperación de los noventa y seis cuadros, y él aún lo estaba más de que lo consiguiera sin más ayuda que la del joven Miniussir, a quien debería decir que, a la espera de mejores noticias, se le concedían dos ascensos: uno, al grado de teniente coronel vivo y efectivo, con percepción de sus nuevos haberes desde aquella misma fecha; otro, a la categoría de consejero de segunda categoría, también con inmediata mejora de su salario; no era, lo reconocía, lo que Don Miguel le había sugerido, pero sí lo que podía él conceder sin autorización real; cuando la tuviera ya le haría saber hasta dónde llegaban su reconocimiento y el de SCM. Tras ese preámbulo venía a pedirle que hasta la llegada de Perelada se desempeñara con la misma diligencia, no sólo en relación al rey Louis y a su gobierno, sino con los monarcas y dignatarios presentes en París, varios de los cuales habían manifestado a SCM, a través de sus embajadores en Madrid, lo mucho que valoraban la calidad de sus gestiones y que las cuales contribuían, en sus respectivas opiniones, a que Don Fernando y España recuperaran el lugar que les correspondía entre las potencias europeas, aunque no podía decirle que más de uno de aquellos embajadores había llegado a susurrarle que mejor habría hecho poniendo un hombre como aquel al frente de la legación en el extinto congreso de Viena. Le avanzaba igualmente que, mientras no se alcanzara un acuerdo para el tratado de paz, debería mantener su cotidiano contacto con el duque de Ciudad Rodrigo, a fin de cooperar cuanto pudiera en el mayor beneficio para España que resultara de dicho tratado, en cuya negociación actuaría como plenipotenciario el marqués de Labrador, ya en camino; ésa era la parte que más trabajo le costaba explicar, a lo cual se debía que hubiera escrito hasta tres borradores para dar con la fórmula menos desagradable de hacerlo saber al que sin duda estaba infinitamente más capacitado para llevar a buen término la difícil misión, pero SCM había sido inflexible: Labrador era su hombre, y el otro, en todo caso, que se pusiese a sus órdenes.
Todo ello lo debería realizar sin perder de vista sus obligaciones con respecto al rey Willem y al gobierno del VKN, a los cuales le recomendaba visitar con la frecuencia que a su juicio conviniera; era la manera más sutil que se le había ocurrido para facilitarle sacudirse al cretino de Labrador; conociéndole como había llegado a conocerle, más por sus hechos que por sus escritos y más por éstos que por el trato personal, estaba seguro de que no resistiría cinco minutos a las órdenes del marqués, de modo que si encontraba preferible ocultarse tras sus obligaciones en Bruselas o en La Haya, que lo hiciera. No esperaba nada de aquel aún hipotético II Tratado de París, salvo un nuevo desastre como el de Viena, pero lo último que deseaba sería regalar al malhadado Labrador un inocente al que cargar la culpa de todo lo malo que acaeciese. De ahí que le diera esa elegante salida. No dudaba que la comprendería según la leyera. Un tipo como Álava seguro que cortaba pelos en el aire.
Los cuadros aún no recuperados eran el último asunto en el que deseaba extenderse, y no sólo por seguir instrucciones de SCM, sino por ser patrón y protector de la Real Academia de San Fernando. El que aún siguieran en Francia entre mil y dos mil valiosísimas obras de arte, sumando a los cuadros la orfebrería, el mobiliario, las esculturas y los incunables que se habían saqueado, le dolía en el alma. Dudaba poder recuperar más allá de un cuarto —pensar en la mitad sería no ya sueño, sino delirio—, pero Álava sin duda sabía moverse, al punto que quizá pudiera obrar el milagro. Había confiado a un artista de confianza, Francisco Lacoma, la tarea de levantar un inventario de obras requisadas por El Francés, indicando aspecto, tamaño y características que permitieran su fácil identificación. El hombre, rarísimamente diligente, dos semanas antes le había presentado el fruto de su trabajo, tras lo cual, y sin necesidad de insistir en que aceptara, le despachó a París, para que se pusiese a las órdenes de Álava y le ayudase a recuperar las más posibles de aquellas obras. Partiría de una constancia que le había extrañado, el que no se correspondieran en más de dos tercios los noventa y seis cuadros recuperados con los rapiñados por Vivant-Denon cuando acompañó al Corso en su expedición de 1809. De ahí que faltaran tantas piezas valiosas y a cambio aparecieran unos cuantos Goyas que, con todo su aprecio por el impertinente baturro, no valían nada puestos al lado de un Agüero, un Gilarte o un Pantoja de la Cruz. La explicación, intuía Cevallos, debía ser que Álava fue a recuperar noventa y seis cuadros y noventa y seis le dieron, bien embalados y tras sólo mostrarle tres o cuatro. Él, que al ir de farol no querría ponerse tiquismiquis, los aceptaría sin sospechar que Vivant-Denon le daba un timo. Bien, pues con Lacoma junto a él eso no se repetiría, si bien aparecería otro problema: sacar del Louvre trescientos o cuatrocientos cuadros, y esta vez de los buenos, requeriría mucho más que imaginación, talento y la gran astucia de un general tan acostumbrado a ir sin nada como cualquier militar español, siempre corto de intendencia. Le harían falta sables, y bastantes. Muchos más que los de Miniussir y el suyo propio. Si consiguiera que le prestaran el batallón que como mínimo haría falta, quedaría demostrada la singular estupidez de un rey capaz de cambiarlo por un conde de Perelada que hasta para desabrocharse la bragueta necesitaba que le ayudasen un ujier, un mayordomo y un valet-de-chambre.
El día comenzaba mal para Wellington, se decía el embajador Álava, sentado frente a él y al lado preferible de Lord Fitz-Roy, su derecho, pues en ese despliegue le resultaba más difícil pasarle papeles. El tintineo social iniciado por el Saint James’ Morning Chronicle no sólo no se apaciguaba, sino que Lady Frances y su marido lo amplificaban hasta el extremo, ella por haber parido la tarde antes al segundo de sus hijos y él por haber llegado desde Londres a tiempo de pregonar el acontecimiento, aunque sin perder de vista una valija que trajo consigo y que rebosaba periódicos amarillos y no tan amarillos —hasta el Times se había sumado a la ordalía—, empeñados en hacer sangre ducal. His Grace, aunque no lo decía, sentía una considerable preocupación por los comentarios que fuese a escuchar aquel día y los siguientes, y una todavía mayor por las cartas que tarde o temprano le iban a llegar, entre las que sin duda encontraría una de Lord Liverpool, de modo que no estaba del mejor humor. Le costaba permanecer concentrado ante la combinación de noticias y murmuraciones que le traían sus cómplices favoritos, pese a ser a todas luces importantes. Las de Lord Fitz-Roy nacían de fuentes oficiales; destacaba que, según una nota del ministro de la Policía, en las elecciones celebradas horas antes para elegir los cuatrocientos dos diputados que compondrían la cámara baja, en las que participó un colegio electoral reducido a setenta y dos mil miembros, apenas se registraron incidentes reseñables.
—Son menos que cuando las últimas de Boney, ¿no?
—Un diez por ciento. Según Fouché, D’Artois le obligó a no dejar un bonapartista. Me preocupa, porque con una cámara dominada por los ultras sus días y los de Talleyrand estarán contados. Siempre lo han estado, pero lo natural hubiera sido que duraran entre seis y nueve meses. A más pronto caigan, más tardaremos nosotros en marchar. No porque no haya recambios de calidad, sino porque ninguno podrá sujetar a D’Artois y a los asnos de sus hijos. Un buen ejemplo de lo que son capaces de hacer —Lord Fitz-Roy, respaldando a su jefe, blandía una nota recién llegada de la secretaría de Talleyrand— es ése de Toulouse; según dice ahí, sus verdets acaban de cargarse un general, un tal Ramel, que aunque muy disciplinado no podía ser más de su propia cuerda; le degollaron a la vista de una turba incontrolada por haberles mandado entregar las armas a la Guardia Nacional. Ya ven, pues, cómo están las cosas. Estos bestias, que no han aprendido nada, van derechos a una guerra civil.
—Estando así las cosas, La Bédoyère lo tiene francamente mal.
—Hoy se hará pública la condena —His Grace no explicó cuál sería, pero se pasó frente a la garganta cuatro dedos de su mano derecha, en gesto por demás expresivo—; su señora, que se lo huele, me ha vuelto a escribir. Más con lágrimas que con tinta. Me pide que la reciba cuanto antes, apelando a todo lo que se le ha ocurrido, mi caballerosa humanidad y otras tonterías por el estilo. Haga usted el favor —por Lord Fitz-Roy— de contestarle por mí, con la mayor cortesía pero dejando claro que me será imposible hacerle un hueco, porque no voy a estar en París, o lo que buenamente se le ocurra.
—Igual sería prudente que Your Grace se fuese un par de días. Su jauría está en Cambrai, ¿no?
Wellington sonrió con alguna tristeza. Nada le gustaría más que seguir el consejo de Álava y perderse tres o cuatro días persiguiendo ciervos a lomos de Copenhagen, con sus excelentes perros y unos cuantos amigos no mucho peores, pero no podía ser. Especialmente, no aquel día.
—Hoy se nos casa Fouché. No puedo dejar de ir. La víctima es una tal Ernestine de Castellane. Tiene veintisiete años y quienes la conocen afirman que no podría estar más apetitosa, ni más en la ruina. Ya ve Su Excelencia, una boda por amor. El primer testigo es Su Majestad, aunque delegará en Talleyrand. Por lo demás, intuyo que será un acontecimiento social, pues si bien todos le damos por muerto lo cierto es que todavía no huele, y aún es peligroso. Bien que me gustaría ir a Cambrai, dice usted bien, pero no puede ser. Además —componía su mejor gesto de recordar súbitamente—, tenemos teatro; el Français, por más señas. Cuento con su presencia, por cierto. Se representa Les Ménechmes, de un tal Jean-François Regnard. No es que me apetezca presenciar esa basura, pero Germaine de Staël y algunas otras brujas se han invitado a mi palco, ellas solas. Tal y como están las cosas, si hay una mujer con la que no convenga llevarse mal es ella, de modo que ya lo ve: nada que hacer.