Francia, lunes 26 de junio
Fouché, tras conversar con Macirone, despachaba con el general Tromelin una carta para Wellington; era una reiteración de los deseos de paz del Directorio, aunque también comunicaba que Bonaparte quería marchar a Estados Unidos, por lo cual solicitaba los salvoconductos necesarios para en su momento ser mostrados a los buques británicos que pudieran interceptar a las dos fragatas, la Saale y la Meduse, donde su séquito y él planeaban hacerse a la mar desde Rochefort-sur-Mer.
Nostitz, en Laon, explicaba las condiciones exigidas por Blücher para entablar conversaciones. La primera fue recibida sin objeciones; si el precio de la paz era ése nadie vacilaría en entregar a Bonaparte, pero la segunda, retirar al ejército del Marne, les parecía inaceptable, al punto que Sébastiani anunció a gritos que antes moriría en las barricadas de París que aceptar aquella infamia. La reunión terminó en ese momento, como pronosticase Gneisenau, sin que se debatiera la tercera exigencia. Nostitz se despidió diciendo que para él fue un honor conocerles y que al Fürst Blücher le gustaría recibirles en el château de Saint Cloud, donde pensaba establecer su haupquartier de París. Fue un golpe bajo, pero efectivo. Sus deprimidos oyentes se quedaron preguntándose si Napoleón, después de todo, no tendría razón. La cruda realidad, pese a la delicadeza con que la expuso el agradable Nostitz, tenía poco que ver con las ilusiones que los quinientos y pico parlamentarios se habían vendido los unos a los otros durante sus largas horas de vigilia en el Palais-Bourbon.
Grouchy salía de la iglesia de Saint Nicolas, en Rethel, donde se había retirado mientras su Armée de la Moselle cruzaba la ciudad. No quería rezar, sino reflexionar sin ser interrumpido. Nada más llegar a Rethel se había encontrado con dos cartas de Davout. En la primera le designaba, por orden del Directorio, comandante de l’Armée du Nord y del de la Moselle; tras eso le felicitaba por sus éxitos en Valonia, terminando con una frase —«ha rendido un servicio a Francia que será tenido en consideración por el mundo entero»— que no le parecía encomiástica; firmándola Davout, el más fanático de los mariscales bonapartistas, no sólo podría significar cualquier cosa, sino que le hacía valorar la conveniencia de hacerse humo hasta que Louis estuviera en su trono, los ánimos se calmasen y las probabilidades de acabar fusilado descendiesen a moderadas. En la segunda, fechada un día después, le ordenaba dirigirse a París, renunciando a dar batalla. Su plan, que Davout conocía, era ir por Reims-Château-Thierry-Meaux, para en ese punto virar al noroeste y caer sobre la línea prusiana, que para entonces cubriría el eje Pontoise-Compiègne-Soissons en su persecución de l’Armée du Nord, la cual se habría retirado de Laon para que Zieten corriera tras él. Un plan que durante unas horas le dejaría en plena superioridad sobre Zieten, al que podría destrozar antes de que llegaran Bülow y Thielmann. Con eso no se ganaría la guerra, pero sí una mejor posición negociadora. El que Davout le prohibiera ejecutarlo significaba que no se contaba con él, salvo para que llegase a París. Ahora, para conducir dos rebaños no hacía falta un Maréchal d’Empire. Bueno, de Francia. O, mejor, de nada; que Louis ratificara su ascenso, siendo él quien puso los grilletes a D’Angoulême, no podía ser más impensable. Su porvenir le parecía tan oscuro que al salir de la iglesia ya lo había decidido: dimitiría. La guerra de Davout no era la suya, se repetía mientras se le cuadraban dos oficiales. El primero explicaba que los prusianos visibles al oeste seguían en posiciones de vigilancia, lo bastante cerca para estudiar sus movimientos y lo suficientemente lejos para no poderles dispersar a cañonazos. El segundo decía que otra fuerza, también de caballería pero con otros uniformes, les observaba desde las colinas del este. Debía ser parte del ejército de ducados alemanes sobre cuyo paradero se había preguntado Soult y que l’Empereur consideraba un farol de Blücher. Bien, pues era un farol de trescientos húsares, según el oficial. A Grouchy le consolaba pensar que aquel ejército de mercenarios aún estaría lejos; sólo eso explicaba que no se le hubiera echado encima.
Talleyrand llegaba por fin a Cambrai. Al momento se reunió con Louis, que le recibió como si se hubieran despedido la tarde antes. El rey, pese a lo mucho que dudaba de su primer ministro in pectore, no tenía más opción que publicar su nombramiento de presidente del Consejo y jefe del gobierno. Se había resistido por la preocupación que le inspiraba su hermano D’Artois, pero tras la última conversación con un gélido Wellington estaba convencido de que no habría otra forma de recuperar el trono, pues sin ver a Talleyrand presidiendo un gobierno donde figurara él, Fouché no dudaría en entregarlo a Louis-Philippe, con el beneplácito de Alexander, de Friedrich-Wilhelm y seguramente de Franz, ninguno de los cuales le había mostrado un afecto excesivo durante sus meses en Gante. Talleyrand traía una proclamación escrita con su más esmerada letra. Era radicalmente distinta de la publicada en Le Cateau Cambrésis. En la suya se buscaba la reconciliación de los franceses, partiendo de que todos deberían asumir su parte de responsabilidad, el rey el primero, en las desventuras del último año. Con esa proclamación, pensaba Talleyrand, se despejarían las dudas de Fouché, del Directorio y del Corps Législatif sobre las intenciones de SCM; sobre todo quedaría claro que no regresaba con ánimo de pasar facturas, sino de buscar la concordia y el equilibrio entre las distintas facciones políticas. En cuanto a la carnicería reclamada por D’Artois, último punto de su ya muy sosegado primer despacho con el monarca, Talleyrand proponía limitarlo a los que traicionaron a SCM antes de su salida del país, no a los que se pusieron a las órdenes del Usurpador cuando éste ya era un Usurpador entronizado; mejor sería eso que llevar a Louis a dirimir un choque de voluntades, la suya contra la de D’Artois, cuyas consecuencias serían imprevisibles. El precio de transigir sería que unas pocas cabezas ilustres quedarían sentenciadas, lo que dentro de lo que cabía no sería tan grave, pues mientras no pasaran de seis o siete nadie protestaría demasiado.
Gneisenau, tras escuchar a Nostitz, redactó una nota para Müffling, dándole cuenta de la reunión de Laon y repitiendo las condiciones exigidas por Blücher, añadiendo tres más de su cosecha: la entrega de la fortaleza de Vincennes, la devolución de los tesoros artísticos saqueados por Francia, no solamente los esquilmados en Prusia sino en los estados que formaban el Deutscher Bund, y el pago de un anticipo sobre las compensaciones de guerra que se fijaran más adelante. Nada más despachar el mensajero a Vermand, donde según Miniussir se instalaría el headquarter de Wellington para esa noche y quizás una o dos más, vio llegar una pequeña comitiva. La integraban dos oficiales de la plana mayor de Zieten y un general francés vestido de imponente general francés. Zieten decía, en una nota que le pasó uno de los oficiales, que aquel tipo decía llamarse Tromelin y traía dos ejemplares, en francés, de una misma carta de un tal Bignon, uno para Blücher y otro para Wellington. Tras eso, y ya de palabra, Tromelin le hizo saber que la suya era una misión complementaria, no alternativa, de la encomendada por el Directorio a la comisión La Fayette. El francés de Gneisenau era lo bastante bueno para comprender no sólo la carta, sino que sólo era más de lo mismo. No merecía la pena esperar a Blücher, que andaba por ahí, revistando regimientos, de modo que despachó a Tromelin hacia Vermand, para que allí esperase la llegada de Wellington. Un punto agobiado volvió a su trabajo; los mensajes se acumulaban en su mesa y no quería marchar sin despacharlos. Dos en particular, ambos de Schwarzenberg, eran importantes. El primero anunciaba que Wrede había tomado Morhange, un cruce de caminos entre Nancy y Saarbrücken, sin oposición; eso significaba que avanzaba como un cuchillo a través de un bloque de mantequilla, lo cual, pese a su retraso relativo, le permitiría llegar a París al tiempo que Wellington y con sólo dos días de retraso con respecto al Niederrheinarmee. Tendría que acelerar, y para ello, dada la creciente resistencia francesa, debería ser aún más drástico: se acabaron las banderas de parlamento y la cortés invitación a retirarse que sus vanguardias formulaban con carácter general; en lo sucesivo, cada vez que vieran ondear la bandera del enemigo, a cañonazo limpio. El segundo, en cambio, desmentía lo anterior: el I Armeekorps, el de Colloredo-Mansfeld, en su avance desde Basel había topado en Triós-Maisons, más allá de Altkirch, con el pequeño Armée du Jura, la cual formaba con su jefe al frente, un tal Général Lecourbe. Se retiró sin lucha, pero sólo para buscar cobijo en Belfort, izar bandera y negarse a rendirse. Bien por Lecourbe, se dijo; cuanto más difícil lo tuvieran los austríacos, mejor irían las cosas para Prusia.
El Army of the Low Countries se movía con más ritmo que hasta entonces. Wellington y Álava contemplaban un mapa recién actualizado, con profusión de banderitas rojas, negras y azules. Con la toma de Perónne, confirmada minutos antes, el camino hacia París quedaba despejado. Aun así Blücher les sacaba dos días, y Grouchy no parecía capaz de frenarle. Por fortuna, lo último de Gneisenau, que Müffling acababa de trasladarles, indicaba que los asuntos políticos no le preocupaban. Que se quedase con Vincennes, que recuperase sus obras de arte, incluso que saqueara el tesoro francés, carecía de importancia mientras Wellington reinstaurase a Louis. Tras eso éste se levantó para recibir a Tromelin. Con toda cortesía le hizo saber que carecía de autoridad para negociar un armisticio, ni veía posible que su gobierno emitiera salvoconductos para Bonaparte. Lo único a que se podía comprometer era que, de ser entregado a Inglaterra, no acabaría en las manos de Prusia. Sobre aquello, lo aseguró formalmente, tanto el propio Tromelin como el Directorio podían estar tranquilos. Inglaterra no pensaba entrar a discutir si merecía o no ser fusilado por el Maréchal Blücher; lo que de ningún modo deseaba era repetir el error del propio Bonaparte: que se fabricara un mártir.