Valonia, sábado 17 de junio

00.30 h.

Wurcherer volvía de Les Quatre Bras, con Winterfeldt en una carreta. Müffling esperaba despierto; entretenía el tiempo escribiendo una carta para Gneisenau donde daba cuenta de las acciones registradas en Les Quatre Bras, las impresiones que sacaba de los movimientos de Wellington, lo que sabía de la última posición de sus diversas unidades y, por fin, una opinión personal sobre las intenciones de su aliado, que a su entender no eran otras que ofrecer batalla en un lugar que debía de tener decidido pero que no decía cuál era, siempre y cuando l’Armée du Nord hubiera quedado suficientemente recortada gracias al sacrificio de las nobles tropas prusianas. También, que se preguntaba si su empeño en asistir al inoportunísimo baile de la duquesa de Richmond no habría sido una maniobra para ocultar sus verdaderas intenciones, dedicada especialmente a Bonaparte. Del general Müffling no podía decirse que fuera un hombre de pensamiento rápido, aunque sí que, si se le daba el tiempo suficiente para sumar doses y juntar cuatros, podía ser bastante profundo.

Lo que Winterfeldt le contó era peor que cualquiera de sus hipótesis, sobre todo por la incertidumbre que dejaba. El Niederrheinarmee había sido derrotado, aunque ni sabía en qué medida ni hacia dónde se retiraba. Eran las dos preguntas que le haría Wellington, pero Winterfeldt no añadió mucho más; tan sólo que Blücher se puso al frente de los escuadrones que aún quedaban y que no le vio regresar, que Ligny ardía en pompa, desde la iglesia parroquial hasta la última choza, y que los ayudantes de Grolman desmontaban a toda prisa el estado mayor. Lo propio de cualquier catástrofe, se repetía Müffling mientras subía las escaleras y enfilaba el corredor que atravesaba el edificio, en dirección al inquisitivo Beckermann y a un Wellington que Dios quisiera que no se hubiese dormido.

01.00 h.

Gneisenau había elegido el molino Gentinnes como cuartel general hasta que saliera el sol o llegara la caballería francesa, lo que ocurriese antes. Lo hizo porque su silueta se recortaba contra la luna llena, de modo que se le veía bastante bien desde kilómetros de distancia. No se había detenido desde las nueve, cuando al frente de sus ayudantes y un escuadrón de dragones Westpreußen abandonó el molino Bussy. Ya entonces actuaba en calidad de comandante supremo accidental, tan concentrado como si estuviera sentado a una mesa. Recibía mensajeros, se reunía con Grolman y sus ayudantes, daba órdenes —sin que se le viera dudar; no por audacia o irresponsabilidad, sino porque llevaba el Niederrheinarmee, completo, en su cabeza— y seguía su avance camuflado en la más cerrada oscuridad. Sólo tenía dos puntos de referencia: la pira de Ligny & Bussy y la tenue silueta, recortada en una loma, del molino Gentinnes, seis kilómetros a vuelo de pájaro aunque bastante más a medida que sorteaban los insondables bosques del Brabante valón. A eso se debía que necesitase tanto tiempo para recorrer una distancia que podría ser cubierta en una hora, pero no tenía la percepción de haberlo perdido; antes bien, él y Grolman habían impartido las instrucciones necesarias para que un derrotado Niederrheinarmee, del que ningún general en su sano juicio pronosticaría nada de utilidad antes de una semana, volviera en cuestión de horas a estar en condiciones de combatir. Las siguientes setenta y dos se veían en su mente como una especie de pergamino de Bayeux. Sólo necesitaba que Blücher no resucitase antes de tiempo. Con que le rescataran tres días después, sano y salvo, se conformaba.

01.30 h.

La caballería francesa estaba lejos de donde temía Gneisenau. Grouchy sólo había conseguido movilizar al 1er Corps, el de Pajol, cuyos seis flamantes regimientos se habían visto reducidos al tamaño de dos. Los lanzó hacia el este, pensando que sería la ruta lógica de huida; cuando menos eso fue lo último que logró escuchar del Emperador, quien suponía que Blücher jamás se inclinaría por retirarse hacia el norte o el noreste; lo natural sería Namur, donde conservaba una guarnición y parte de sus almacenes de campaña. Los primeros informes corroboraban ese criterio: los húsares de Pajol anunciaban la captura de un gran número de soldados que marchaban en desorden; también, que los ulanos del III Armeekorps cubrían la retirada de unos cuantos regimientos de infantería —Kurmarkerlandwehrtruppen, decían los prisioneros—, y que habían capturado siete piezas de artillería. Eran noticias alentadoras, no por lo que a primera vista expresaban sino porque señalaban una dirección de huida, la que deseaba l’Empereur. De ahí que ordenase proseguir, añadiendo que la prioridad no era capturar fugitivos o material, sino verificar que aquel III Armeekorps marchaba sobre Namur.

02.00 h.

Nostitz estaba de regreso en Mellery. No había encontrado a Gneisenau, pero sí a Steinmetz, comandante de la 1.ª Brigada, que avanzaba despacio hacia la lejana Wavre. Sus tropas estaban extenuadas, aunque no desfallecían; preferían la tortura de caminar al suplicio de combatir contra un enemigo implacable; aquellos soldados, como tantos otros en el bando prusiano, por aquella noche ya tenían bastante. Nostitz, al que preocupaba la indefensión no ya del hospital, sino de Blücher, pidió a Steinmetz una fuerza que defendiera Mellery. El Generalmajor Karl-Friedrich von Steinmetz había llegado a sus cuarenta y siete años gracias, entre otras cosas, a una exquisita sensibilidad para determinar cuándo convenía ponerse a favor del viento, sobre todo si no le costaba nada. En su avance había recogido varias unidades desgajadas de sus brigadas; una era el espectral residuo del otrora orgulloso 9.º Füsilierenregiment Kolberg, adscrito a la 6.ª Brigada, cuyos efectivos apenas equivalían a un par de compañías; lo mandaba un jovencísimo teniente Christoph-George von Somnitz, ya que todos sus superiores habían perecido. El tal Somnitz, tras ser requerido para cuidar del Fürst Blücher, se cuadró aparatosamente, convocó a los encantados restos del 9.º —Mellery no estaba cerca, pero al menos ya sabían dónde se detendrían— y rompió marcha tras el aliviado Nostitz. Encontrar a Gneisenau era importante, pero proteger al viejo cascarrabias, al que quería como a un padre, tenía prioridad. Una hora después, tras comprobar, con alivio, que roncaba dulcemente, lo dejó al cuidado del emocionado Somnitz, subió a su también exhausto caballo y se perdió en la noche.

02.30 h.

Gneisenau, sabedor ya de que se le buscaba, estiraba el tiempo que le quedara de mando efectivo para reordenar el Niederrheinarmee. Había mandado a Zieten, a quien sabía llegando a Tilly, y a Pirch I, que solicitaba órdenes allí mismo, en Gentinnes, que marcharan hacia Wavre a través de Mont-Saint-Guibert. Totalizarían treinta y nueve mil hombres, de los sesenta y un mil novecientos con que habían llegado a contar. A Thielmann, cuya brigada de caballería seguía en Sombreffe, también le ordenó dirigirse a Wavre, aunque por Gembloux-Walhain-Corbais. En la primera se debería encontrar con Bülow, del cual esperaba recibir la confirmación de su llegada. El III y el IV sumarían cincuenta y dos mil, lo que representaba una merma tolerable sobre los cincuenta y siete mil setecientos de dos días antes. Eran pérdidas graves, aunque confiaba en que a la vuelta de unas horas se reducirían bastante, una vez recuperase a los extraviados. Al amanecer del 18 contaría con no menos de noventa mil y quizá más de noventa y cinco mil, con lo que desequilibraría el balance de fuerzas entre Bonaparte y Wellington. Los hacía marchar por separado porque aquél, si seguía sus pautas acostumbradas, les perseguiría con un tercio de su ejército, unos treinta y cinco mil hombres; éstos podrían tirar por cualquier camino una vez advirtieran que su rumbo no era Namur. De ningún modo quería que se vieran frente a un IV aislado, lo que podría suceder si Thielmann marchase por Mont-Saint-Guibert. También había ordenado a los depósitos de víveres, pertrechos y municiones repartidos por Valonia y Brabante que marcharan hacia Wavre. Gneisenau no sólo dirigía una retirada penosa y difícil; sus órdenes, desde nada más salir del molino Bussy, apuntaban a un hauptschlacht, una batalla decisiva que con Wellington o sin él trataría de disputar dos días después, incluso si Blücher resucitaba para reclamar el mando. Ahí le asaltaba la última duda, la de precisar qué sería mejor: mantenerle absolutamente borracho, de modo que ni pudiera levantarse, o no dejarle beber una gota. Las apuestas estaban tal altas que, por una vez, no pensaba contemporizar. El Blücher que necesitaba era el de Laon, enfermo, deprimido y metido en su cama. El de Ligny, de ninguna de las maneras.

03.15 h.

El desmoralizado Grouchy, tras unas palabras muy fuertes, había conseguido movilizar al especulativo Exelmans, cuyos jinetes y monturas no estaban más descansados que los de Pajol, pero sí más indemnes. Así, con los primeros resplandores de un alba entrevelada de nubarrones se sumó a una persecución que ya no tenía sentido, pues el Niederrheinarmee había desaparecido. La retaguardia del último armeekorps, el III, ya salía de La Ronce, cinco kilómetros al suroeste de Gembloux. Los dos corps de chevalerie, pese a no divisar fuerzas organizadas, seguían haciendo prisioneros, aunque de un tipo nada valioso. No eran soldados, sino desertores embriagados —los que se habían mantenido sobrios marchaban a buen paso hacia Namur, para desde ahí seguir hacia Berg y Westfalen; no se tenían por cobardes, pero tampoco por prusianos; eran reclutas obligados a serlo, aquella guerra no era suya, vestían sus detestables uniformes porque se los habían impuesto y, lo peor de todo, el fusilamiento de los sajones les hacía ver claro que no figuraban en el bando de los buenos—; en cuanto a los cañones capturados, el amanecer demostraba que ni eran tantos ni constituían un botín, porque los prusianos los habían inutilizado a fuerza de clavos. Eran las amargas reflexiones que se hacía mientras enfilaba el château de la Paix. Blücher, definitivamente, se les había escapado. La gran victoria de Ligny, como la llamaba el idiota de Bertrand, no serviría para nada.

03.30 h.

Nostitz se hacía cruces de lo mal que razonaba esa noche. Conociendo a Gneisenau como le conocía, y estando tan a la vista el molino Gentinnes, sólo minutos antes se le ocurrió que quizá fuese allí donde montaba su hauptquartier. Al Generalstabschef no se le notó, ni en el gesto ni en el tono, que no le alegraba el que Blücher siguiera entre los vivos, aunque le aliviaba saber que no en la mejor de las formas. Según Nostitz, era un milagro que no se hubiera roto la cabeza, pero su estado no por eso dejaba de ser lamentable. Quizá, se decía Gneisenau, pudiese despacharlo a Wavre y hacer que se acostara tras recetarle una botella, o dos. Para eso debía verle cuanto antes, convencerle de que todo iba bien y sacudírselo a la misma velocidad. De ahí que ordenara desmontar su efímero puesto de mando y prepararse para cabalgar hasta Mellery, cuatro kilómetros al oeste. La última orden que dio fue despachar al headquarter de Wellington, allá donde se hallase, al avispado Wussow. Llevaría dos cartas, le dijo en persona; la primera, más extensa, en alemán y para el general Müffling; la segunda, en inglés, para el Herzog Wellington si no lograba dar con el otro. En cualquiera de los dos casos, que no regresase sin una respuesta. Lo que había urdido requería confirmación.

03.45 h.

El grupo de Gordon cabalgaba despacio y en silencio. La razón de su sigilo era que, al no tener idea de qué habría sucedido —sólo contaban con la intuición de Wellington—, el coronel y Miniussir se habían inclinado por dar un buen resguardo a las previsibles posiciones prusianas en el caso de que se hubieran retirado, tanto hacia el norte como hacia el este. De ningún modo querían arriesgarse a topar con una patrulla francesa, y tampoco debían exponerse a ser tomados por lo que no eran si se daban con una prusiana, sabedores de que sus aliados eran de gatillo fácil. Eso les llevó, con dificultad porque Sir Alexander no era buen navegante y manejarse sobre mapas no se le daba bien, a pasar por Court-Saint-Étienne, Mont-Saint-Guibert, Chastre y Gembloux, donde al fin se dieron con una patrulla prusiana en misión de descubierta. Tras un suspicaz proceso de identificación —por las dos partes—, un Leutnant Weltzien, del 2.º de Húsares Schlesien, les explicó que se las veían con el IV Armeekorps, que sólo sabía de la batalla que se había perdido y que tenía órdenes de aguardar allí al III; sólo a ése, pues de los otros tampoco sabía nada. Tras reflexionar los tres juntos sobre una copia del Ferraris, Sir Alexander entendió que los otros armeekorps se habrían retirado hacia el norte, y que si cortaban hacia el oeste por la línea Saint Gery-Mellery-Abbaye lo natural sería encontrárselos, y con ellos a Blücher. Weltzien se encogió de hombros, lo que apenas se notó. Se despidieron amigablemente y cada grupo reanudó su marcha. El de Sir Alexander, no mucho después y ya cerca de Saint Gery, comenzó a cruzarse con unidades prusianas que avanzaban hacia el norte, desperdigadas pero en buen orden. Él y su gente avanzaban con gran luminosidad —una docena de antorchas—, indicando que pretendían ser vistos, lo que combinado con sus casacas rojas les ahorró más identificaciones delicadas, si no algún disparo. Un teniente coronel que marchaba en cabeza de una larga columna les hizo saber que la batalla fue un descalabro, que tenía órdenes de llegar tan lejos como pudiera en la dirección de Wavre y que sabía de un hospital improvisado en Mellery, a ocho kilómetros de allí; debía de ser el mejor sitio para saber dónde andaba todo el mundo, el Fürst Blücher también; por lo demás lamentaba no poder ayudarles, pero debía seguir. Algo es algo, se dijeron Gordon y Miniussir, y dado que Mellery quedaba cerca reanudaron la marcha con las antorchas encendidas. Así, como una fantasmal Santa Compaña —el somnoliento Major renunció a explicar al suspicaz Colonel qué diablos era eso—, llegaron al hospital-granero, donde un admirado teniente Somnitz, deslumbrado por su espectacular despliegue, les dijo que sí, que allí estaba Blücher, aunque no sabía en qué condiciones. De todos modos, aceptó tras pensárselo, tampoco sucedería nada porque pasaran a verle.

Dieron con él tras una especie de biombo, desplegado por el Doktor Bieske para procurarle un poquito de intimidad. No estaba del todo despierto, aunque a cambio hedía de sudor —era una noche muy cálida—, ginebra, ruibarbo y ajo, al punto que tras guiñar un ojo al formal coronel inglés le dijo que no se acercara mucho porque apestaba. Tras eso añadió que no tenía ni puñetera idea de qué carajo sucedía —empleaba unos adjetivos más potentes, pero Miniussir prefería dulcificarlos; traduttore, traditore—, salvo que, según Bieske, aún habría podido ser peor. A continuación preguntó qué tal le había ido a Wellington, para escuchar un sucinto «bastante bien, Alteza; His Grace sufrió pocas bajas y Ney acabó retirándose», a lo que no llegó a contestar, pues se había quedado frito. No sería de buenos cristianos despertarle, convinieron los dos; ya iniciaban el regreso cuando les alcanzó Bieske, a la sazón muy ensangrentado; acaba de amputar la mano de un oficial inglés al que había visto varias veces en el cuartel general, y se preguntaba si tendrían interés en hablar con él, aunque sólo fuera para distraerle un poco, pues pese a la botella de coñac que se había ventilado seguía bastante lívido. El coronel, que resultó ser Sir Henry Hardinge, contemplaba con melancolía el vendado muñón en que se había convertido su mano izquierda. Él y Gordon eran amigos desde los tiempos de Lisboa y se saludaron efusivamente, dentro de lo que cabía. Sir Henry, tras explicar que una bala del 17,5 se le llevó media mano cuando dejaba el molino Bussy, que se quedó rezagado y sin caballo, que después se perdió y que si había terminado allí fue porque le recogió un alma buena con forma de sargento prusiano, les contó lo poco que a él le habían dicho, apenas que Gneisenau ordenó marchar hacia Wavre. Añadió que Boney les había dado un buen repaso, que las bajas no serían menos de treinta mil, que veía imposible que aquel ejército derrotado, desmoralizado y disperso estuviera en condiciones de volver a pelear antes de dos semanas y, por último, que no sabía interpretar las razones de Gneisenau para marchar sobre Wavre. Bajo cualquier consideración lógica, se habría debido inclinar por Namur o por Gembloux; igual aquello significaba que se había vuelto loco, él también.

Hardinge ardía de fiebre y de dolor. No se sentía capaz de subirse a un caballo y cabalgar dos horas o más hasta las posiciones inglesas. Prefería seguir allí, bajo los cuidados del Doktor Bieske y esperar a que les evacuaran. Sólo quedaba despedirse, desearles suerte y rogar a Gordon que presentase a Lord Wellington sus excusas por no poder desempañar su cometido durante algún tiempo.

Ya sobre los caballos, Sir Alexander se preguntaba si convendría regresar o buscar a Gneisenau. Miniussir ni se lo planteaba; él sólo era un intérprete desfallecido, aunque asintió vigorosamente tras escuchar del coronel que lo mejor sería informar a Wellington cuanto antes, pues si Boney había vencido en Ligny no tardaría en lanzarse contra él, y Les Quatre Bras no era la clase de posición donde a The Beau le gustaba ofrecer combate. Tras un breve epitafio para Sir Henry —«se habrá quedado sin mano, pero de aquí sale Major-General»—, indicó al teniente que mandaba el escuadrón que regresaban a Genappe. Se había hecho de día, y por las trazas no sería de tipo esplendoroso; densos nubarrones tapaban el cielo en todas direcciones y la sensación atmosférica era de bochorno, de tormenta inminente.

—No será un buen día para combatir.

—Hoy no lo haremos, Nicholas; a cambio, nos hartaremos de caminar. ¿Qué a dónde, dices? Pues a Mont-Saint-Jean. Es como Torres Vedras: la clase de lugar donde a Hookie más le gusta pelear.

04.45 h.

Gneisenau permanecía en pie junto a la yacija de Blücher, que seguía roncando. Se preguntaba si despertarle cuando un trueno lo hizo por él. Los reflejos del Generalfeldmarschall, incapaz de no reaccionar ante un ruido sospechosamente parecido a un cañonazo, le devolvieron a la vida, para saludar a su Generalstabschef y a su Generalquartiermeister, que se les unía tras haber buscado un cuarto donde podrían conferenciar si a Euer Durchlaucht le parecía bien. Se lo parecía, de modo que se levantó con algo de ayuda e inició el camino, siguiendo a Grolman. Con la boca cerrada olía espantosamente mal, pero era bien sabido que la guerra es infernal, y sus hombres, además, tenían experiencia en disfrutar sus aromas, de modo que se limitaron a mantenerse un poquito alejados de su adorado jefe, sentados en los más diversos objetos y atentos a las palabras que iba desgranando Gneisenau, situado un punto a mayor altura que los demás (Blücher, Grolman y Nostitz) y con las piernas colgando, pues al ser el último en pasar debió conformarse con un barril de repollos. Había comenzado señalando la posición de las unidades. Tras eso apuntó que, por imposible que pareciera, el Niederrheinarmee se hallaría en condiciones de combatir al día siguiente, tan hasta las últimas consecuencias como Blücher determinase. Después añadió que ni las pérdidas eran excesivas ni la considerable cantidad de desertores inventariados por los minuciosos oficiales del Generalquartiermeister le inquietaba gran cosa. Casi todos eran reclutas procedentes de ducados y principados recién anexionados, de modo que su defección no era una sorpresa. Los noventa y cinco mil con que se podría contar eran una fuerza fiable, y con ella, si Wellington colaborase, consideraba seguro batir a Bonaparte.

—¿Cuál es la razón, Euer Exzellenz, de que haya elegido Wavre como lugar de concentración?

El que preguntaba era Nostitz; poseía el don de adelantarse a las preguntas que su jefe desearía formular, si pudiese. A eso se debió que Gneisenau contestase con la mirada fija en Blücher, no en su aide-de-camp. Wavre, explicaba, era el punto ideal para decidir entre unirse a Wellington o retirarse hacia Lieja. El Niederrheinarmee quedaría en situación de hacer cualquiera de las dos cosas una vez se reabasteciera, lo que tendría lugar cuando llegaran a Wavre los trenes de suministros. La decisión de unirse o no a Wellington quedaba en manos de Seiner Durchlaucht. El Estado Mayor se había limitado a disponer las cosas de modo que pudiera elegir lo que considerase más adecuado.

Blücher tenía pocas ideas, aunque alguna era clara. Por ejemplo, había dado a Wellington su palabra de unírsele y quería cumplirla. Sobre su mente, aun así, se cernían dudas. Gneisenau no estaba en contra de unirse a Wellington, pues si lo estuviese habría ordenado retirarse sobre Namur mientras tuvo el mando, lo que nadie le habría reprochado; ahora, por la forma en que desgranaba sus medidas él detectaba reservas mentales, quizá nacidas de un hecho irrefutable: aquel cabrón —debía preguntar a Grolman qué significaba eso, aunque intuía lo peor— les había dejado vendidos ante Bonaparte, tras comprometerse a enviar refuerzos y sin que nadie hubiera visto un solo soldado inglés. Sabía también que jamás se tomaba nada por lo personal, de modo que sus reservas, las que tuviera, serían de índole profesional. A eso se debió que, tras aclararse la voz, le invitase a explicarlas.

—Wellington sólo se preocupa de sus intereses. Si entrara en batalla contra Bonaparte y no consiguiera sostenerse, abandonaría Bruselas a su suerte y se retiraría sobre Amberes. Si eso sucediera estando el Niederrheinarmee a medio camino entre Wavre y el eje Genappe-Waterloo, las consecuencias serían catastróficas. Sería la peor posición táctica imaginable, tanto que Bonaparte nos haría pedazos. A diferencia de Francia, que ha demostrado varias veces que si pierde una Grande Armée le bastan unos meses para construir otra, nosotros necesitaríamos varios años para reclutar una fuerza comparable a la de hoy. Nuestro ejército es vital para Prusia. No debemos arriesgarlo sin tomar determinadas precauciones, las cuales desearía someter a su consideración.

Blücher no necesitaba que Gneisenau las expusiera. No ya tenía en él una confianza ilimitada, sino que le daba vueltas la cabeza. Demasiadas emociones y demasiado cansancio acumulado en su maltrecho y dolorido cuerpo de anciano. Por si eso fuera poco, el tratamiento de choque contra el malestar de sus huesos influía no poco en su brumoso pensamiento, de forma que fue concluyente:

—No hace falta; disponga lo que considere oportuno y sigamos adelante.

Sin más palabras se incorporó, con ayuda de Nostitz, aunque antes de salir al exterior se pasó por donde Hardinge lagrimeaba de dolor. Le invitó a unirse a su comitiva, pues en Wavre sería mejor atendido. Hardinge se lo pensó. El calvario de cabalgar sería preferible a permanecer allí hasta que llegaran los franceses. Sabía lo bastante de amputaciones como para ser consciente de que si no mantenía el muñón impecablemente limpio, cambiando los vendajes con frecuencia, las probabilidades de que se le comiera la gangrena serían elevadísimas, de modo que aceptó la oferta del cariñoso Generalfeldmarschall. Así, tras despedirse de Somnitz y de sus fervorosos fusileros, los tres subieron a sus monturas —el Fürst Blücher quiso seguir en el viejo penco del Feldwebel Schneider; era su estilo de mostrar agradecimiento, aunque no estuviera claro por cuál de las dos bestias— y, seguidos por su pequeña escolta de ulanos negros, emprendieron el camino de Wavre.

06.30 h.

Gordon se reunía con Wellington. No traía datos precisos, pero confirmaba que los restos del Niederrheinarmee se retiraban hacia Wavre. Aquello era lo que Wellington necesitaba saber; la información operativa —el balance de bajas y la disposición de las fuerzas— ya se la daría Müffling. Gordon despejaba la gran incógnita: ofrecer batalla en Mont-Saint-Jean o replegarse sobre Amberes. Con la decisión ya tomada llamó a De Lancey. Era momento de poner el ejército en marcha, con antelación suficiente a la llegada de Bonaparte —le asombraba que no estuviera ya en Les Quatre Bras—; las unidades deberían marchar hacia la línea Braine-l’Alleud-Mont-Saint-Jean-Smohain, salvo la I División VKN y la IV británica, que deberían dirigirse a Halle para prevenir una posible maniobra de Boney por el oeste.

Satisfecho por al fin ver claro bajó a desayunar. Sólo estaban Somerset, Álava y el coronel de los Coldstream. No era un público numeroso, aunque valía para comentar que a Blücher le habían dado una paliza pero que aun así no abandonaba, ya que se replegaba sobre Wavre. No le quedaba otra que hacer lo mismo, marchar al norte para clavar la bandera en Mont-Saint-Jean, a pocas horas de marcha de donde se concentraba el Niederrheinarmee. Divertido con la irónica mirada de Álava, dejó caer un indiferente «con esto se pensará en Inglaterra que a nosotros también nos han sacudido, pero si Blücher se retira yo debo hacer lo mismo». Era prodigioso, aceptaba para sí el admirado comisionado, lo bien que se cumplían las maquinaciones de His Grace. Si Maquiavelo le hubiera conocido, no se habría inspirado en el casi santo César Borgia para su adorable Príncipe; Wellington le daba sopas con honda, en todo.

Ya se levantaban cuando apareció Müffling. Segundos después sabía del regreso del coronel Gordon y de la poca información que trajo. Al momento convino que sería bueno saber más. Así, ordenó a Wurcherer que se dirigiese a Wavre, que se presentase al Graf Gneisenau y que no volviera sin saber si el Niederrheinarmee se hallaría la mañana siguiente listo para librar con el Army of the Low Countries una batalla decisiva contra l’Armée du Nord en la línea Smohain-Mont-Saint-Jean- Braine-l’Alleud.

07.15 h.

El Emperador se despertó con el sol ya en alto, aunque la luz apenas se filtraba por las ventanas de su espacioso cuarto del château de la Paix. En una silla, junto a su cama, el leal Alí había velado su inquieto sueño con similar interés al de una madre por su hijo, lo que le llevó a carraspear, un poquito incómodo; ante Alí no sentía pudor alguno, pero había una cosa que se negaba en redondo a que fuese contemplada: el acto de hacer pipí cuando sospechaba que no brotaría un manantial cristalino. Alí comprendió a la primera; su vida entera giraba en derredor de l’Empereur, al punto que solía bastarle un gesto, y a veces una simple mirada, para entender qué quería su amo. Era como esas mujeres enamoradas tan profundamente de su hombre que sólo tienen ojos para estudiarle, seguirle, admirarle y amarle. Lo que Alí sentía por l’Empereur no tenía nada de carnal, y nadie podría comentar acerca de su personalidad que la encontraba sospechosa; sólo sucedía que su existencia tenía un objeto exclusivo y excluyente: procurar que Su Majestad Imperial se sintiera bien.

Ya en soledad empuñó el orinal y cerró los ojos, esperando el dolor. Segundos después, animado al ver que no llegaba, miró. Lo que suponía: un desalentador marrón rojizo, testigo de que la última de sus piedras no acababa de ver la luz. Quizás hubiera llegado a la vejiga; cuando ya no dolía solía ser por eso, pero a veces ocurría que sólo superaba un recodo para embarrancar en el siguiente. Cuando le sucedía en terreno favorable la solución era sencilla: un baño hirviente, un par de litros de agua trasegada en pequeños pero continuos sorbos y ya estaba, en media hora se libraba de la pesadilla, pero aquel condenado château no era terreno favorable. No había en él nada que se pareciese a la divina bañera de Thérèse, lo que le había explicado Alí la noche antes, aunque siempre le quedaba volver a probar con lo que, bromeando con su falso mameluco, llamaba el Barreño Imperial.

Alí ya lo llenaba, lo que llevaba su tiempo. Lo invirtió en leer el parte preparado por Bertrand; así supo que Grouchy había venido a verle un par de veces, la segunda para dejarle una nota donde decía perseguir al III Armeekorps por las carreteras de Namur y de Gembloux. No era una información exhaustiva, pero resultaba consistente con la última de sus percepciones en el campo de batalla, que la línea de Blücher se hundía en el centro y que sus armeekorps se dispersaban en todas direcciones. Debería confirmarlo, pero aún no estaba en condiciones de llamar a Bertrand y empezar a dar órdenes. Ya lo haría después, tras haber alumbrado la maldita piedra; de momento prefería procesar papeles. Empezaría por otro de Grouchy, uno que según Bertrand llegó al amanecer. Era el parte de bajas; según su Maréchal, el Niederrheinarmee había dejado atrás dieciséis mil muertos y heridos muy graves, a los que deberían sumarse no menos de tres mil entre desertores y rezagados, los que Pajol había capturado en el camino de Namur. Por parte del ala derecha, incluyendo el VI y la Garde Impériale, se habían perdido nueve mil seiscientos hombres. En cuanto a piezas de artillería, de momento se contaban treinta unidades abandonadas, aunque todas inservibles. No era una victoria grandiosa, se decía meneando su gran cabeza. Quizá bastara para sacar a Blücher de aquella partida de ajedrez a tres, e iría bien para cerrar bocas en París, sobre todo las que rebuznaban en el Palais-Bourbon, aunque no podía compararse a Marengo, Austerlitz, Iéna, Friedland, Ulm o Wagram. Blücher se le había escapado. No estaría en condiciones de pelear en tres o cuatro días, pero seguía vivo. Todo habría sido distinto si él hubiera estado en condiciones, si la maldita piedra no hubiese resucitado a la caída de la tarde. Habría movilizado el total de su caballería para perseguir a Blücher allá por donde intentara escapar, pero ya era tarde para lamentarse. Lo que contaba era mirar hacia delante, y el santo y seña de aquel día no era Blücher; era Wellington. De ahí que le preocupara no saber de Ney. Debería enviar por él, aunque no antes de haberse zambullido. Lo hacía con ayuda de Alí, medio llorando de dolor, pero aquel era el precio de volver a estar bien y lo tenía que pagar.

07.45 h.

A Wussow le costó dar con el cuartel general de Wellington. Sólo tras encontrar a Müffling supo que lo trasladaban a la línea Smohain-Mont-Saint-Jean-Braine-l’Alleud. Nada más saberlo tendió sus dos cartas al nervioso general; la escrita en alemán traía un sucinto informe de la batalla de Ligny, de la retirada en dos columnas hacia Wavre y del propósito de Gneisenau, si Blücher lo aprobaba, de unir fuerzas con el Army of the Low Countries una vez reorganizase y reaprovisionase los cuatro armeekorps. Müffling, tras reflexionar unos segundos, decidió acompañar a Wussow a la presencia de Wellington, para que le diera la otra carta. Procediendo así evitaría que después His Grace le preguntara cosas de las que no tenía información, haciéndole quedar como un imbécil, un papel que, con gran dolor, en los últimos tiempos interpretaba con más frecuencia de la deseable.

Wellington, una vez leída la nota, pidió a Müffling que trasladase a Gneisenau su intención de presentar batalla el día siguiente, domingo 18 de junio, si contaba con al menos un armeekorps de refuerzo. En otro caso cedería Bruselas y ocuparía posiciones en Amberes. También rogó al preocupado Müffling que averiguara el paradero del coronel Hardinge, pues pensaba enviar por él para trasladarle a retaguardia. En modo alguno ponía en duda los cuidados que los doctores prusianos pudieran prestarle, pero Hardinge no hablaba una palabra de alemán, y temía que sus males se agravaran por no poder comunicarse. No sería por eso, pensaba Müffling mientras caminaba con Wussow hacia donde había dejado éste su caballo; Wellington pensaría, como él, que los médicos prusianos eran unos carniceros. Una triste realidad de los ejércitos de conscriptos era no necesitarlos mejores.

08.15 h.

Blücher había llegado a Wavre tan agotado que no se tenía en pie. A las puertas de la ciudad aguardaba una docena de húsares convocados por Nostitz, que había enviado un mensajero en avanzadilla. El comisionado Thurn und Taxis le había buscado un buen alojamiento, de modo que tras bajarle del caballo fue llevado en volandas a su cama. Conservaba la consciencia necesaria para decir que no se levantaría en todo el día pero que le mantuviesen al corriente, a lo que Nostitz asintió sin la menor intención de obedecer. Aunque se moría de sueño mandó disponer una mesa y una silla frente a la puerta de su jefe, resuelto a interceptar cualquier mensajero que llegara. No lo hacía por sola devoción, sino porque al día siguiente Blücher debería desempeñar su mejor papel: galvanizar a las tropas. Si no le dejaban descansar raro sería que pudiese hacerlo. En cuanto a Hardinge, del que se había hecho cargo, le adjudicó uno de sus ayudantes y lo despachó a la Rue de la Montagne du Parc en un carruaje requisado «a la prusiana»; en Bruselas ya sabrían qué hacer con él.

08.30 h.

Wurcherer dio con Gneisenau en Ottignies, al sur de Wavre. Su lejanísimo superior, tras escucharle, se sumió en sus pensamientos. Ahora ya conocía la razón «oficial» de que les dejaran en la estacada; lo que de veras sucedió para él estaba claro: el inglés jamás tuvo intención de ayudar al Niederrheinarmee. Le desagradaba verse obligado a colaborar con tamaño sinvergüenza, pero no tenía opción, y no porque así se lo hubiera mandado Blücher, a quien podría inhabilitar sin que Friedrich-Wilhelm le criticase. Tenía presentes las instrucciones de su rey, las de proceder con la mayor prudencia y siempre pensando en los intereses de Prusia. La mejor manera de defenderlos sería tomar París antes que nadie, y si para conseguirlo tenía que cooperar con aquel truhán, lo haría.

09.15 h.

La mente de l’Empereur, que se dejaba vestir por Alí —de coronel de los chasseurs-à-cheval—, seguía concentrada en la decisión que tomó tras experimentar el indescriptible placer de alumbrar una piedrecilla oscura, en compañía de un líquido que debía de ser más sangre que orina, pero que horas después, si su organismo seguía siendo el de siempre, saldría más claro. Lo decidió tras un proceso deductivo en el que tuvo en cuenta los últimos informes de Ney —con quien tendría unas palabras en relación al I Corps d’Armée—, Soult y Grouchy. El criterio del que había partido era el más lógico: formar dos columnas, una más fuerte a la izquierda, que mandaría él, y otra más débil a la derecha, que dirigiría Grouchy. La misión de la suya sería batir a Wellington y tomar Bruselas. La de la otra, bloquear a Blücher si las pérdidas no le disuadían de pelear. Era una decisión sencilla; el equilibrio entre las dos columnas era lo complicado. A más fuerte fuera la suya menos resistiría Wellington, pero más riesgo habría de que Grouchy no contuviese al otro. Si reforzara en exceso su ala derecha se incrementarían las posibilidades de no vencer, de no poder considerar a Wellington como un enemigo amortizado. Dar con el equilibrio adecuado le había consumido la última media hora, pero mientras Alí terminaba de vestirle ya sabía cómo mejor dividir l’Armée du Nord. Una pena que la política no fuera tan sencilla como la estrategia militar. Quedaba llamar a Soult y explicarle que a las órdenes de Grouchy quedarían el IV y el III, del que debería retirar la 3.ª de Caballería; la 21.ª de Infantería, que debería ser segregada del VI Corps, y los de Chevalerie 2.º y 1.º, éste reducido a la 4.ª División, pues la 5.ª, la de Subervie, debería traspasarse a la otra columna, la que mandaría él. Con aquello ponía en manos de Grouchy una fuerza de treinta y tres mil hombres y noventa y seis cañones. Soult debería ocuparse de informar al Maréchal, traspasarle las unidades que aún no tuviera con él y comunicarle que le vería sobre las once, no lejos de Fleurus. En cuanto a su propia columna, la integrarían las unidades hasta entonces confiadas a Ney, más la Garde Impériale, el VI, el 4.º y la 3.ª de Caballería; todas ellas deberían marchar de inmediato a Les Quatre Bras; desde allí, una vez se hubieran juntado con las de Ney, avanzarían hacia el norte, hostigando a Wellington. Descontando las bajas declaradas por Ney, la fuerza resultante superaría los setenta mil hombres y poseería doscientos cuarenta cañones, más que suficiente para destrozar al inglés, tomar Bruselas y enviar mensajeros de paz al Zar Alexander y al Kaiser Franz.

09.45 h.

El Army of the Low Countries estaba en camino. Los cañones y los trenes de munición marchaban por la carretera. La infantería lo hacía campo a través, pisoteando el centeno. La caballería de Uxbridge, reforzada con los tres mil doscientos holandeses del general Collaërt —sus jefes de brigada, Ghigny, Merlen y Trip van Zoutelende, al fin reconocían que luchar separados de sus colegas británicos atentaba contra las leyes de la guerra—, no sólo protegía los flancos y la retaguardia, sino que se había pasado una hora hostigando la primera línea de Ney, para que no advirtiera la marcha de las últimas divisiones aliadas, las holandesas; tarde o temprano lo haría, pero el objetivo era que no las persiguiera de cerca. De ahí que Uxbridge se apuntara el primer éxito del día: cuando los tirailleurs franceses advirtieron que no había nadie contra quien disparar, las últimas unidades del VKN habían ya recorrido un tercio del camino a Genappe. A eso se unía un hecho por el que Wellington habría rezado si fuera capaz de hacerlo: el cielo era de color plomo. Llovería, seguro. Lo que justificaría una plegaria sería que comenzase pronto. Marchar chapoteando es siempre malo, aunque peor es para el que persigue, que siempre ha de andar ojo avizor, por si alguna batería camuflada le obsequia unos cuantos botes de metralla, lo que sin duda esperarían los que se las hubieran visto con él en la lejana Península.

10.15 h.

La comitiva de Wellington acababa de salir de Genappe, cuando llegó el teniente Wurcherer con noticias de Gneisenau que confirmaban las que antes trajera Wussow: el Niederrheinarmee, a la mañana siguiente, sumaría un armeekorps, y quizá dos más, al Army of the Low Countries.

—No estoy seguro de que sea verdad. Con Blücher sobre su pies y la cabeza despejada, no sería capaz de hacerme lo que debe pensar le hice yo a él, pero ésa es la incógnita: nadie sabe cómo está.

—Si sólo quisiera desentenderse, no se habría molestado en ir a Wavre. Nadie le habría criticado por retirarse a Namur. Por mucho que le reviente, pienso que de veras quiere unirse a tu fiesta.

Wellington buscaba una explicación más amplia. La de Álava sonaba bien: para Gneisenau valía más lanzarse sobre París que devolverle la cortesía de la tarde anterior; el precio de conseguirlo era sumarse a la liquidación de Bonaparte, porque si no lo hiciese, y él cedía Bruselas, bien podría Boney desde allí, con Schwarzenberg y Barclay de Tolly aún muy lejos, negociar con el retorcido Metternich y el aún más pérfido Alexander. Nada irritaría más a Hardenberg y a Friedrich-Wilhelm —de no haber coincidido dos meses en Viena con todos ellos quizá les juzgara con mayor caridad, pero no era el caso—, y eso sería demasiado para Gneisenau. Le gustase o no, tendría que arrimar el hombro.

—Nos quedaremos en Mont-Saint-Jean, pero al primer movimiento sospechoso mandaré levantar el campo. Si hay algo aún peor que un enemigo declarado es un aliado del que no te puedas fiar.

10.30 h.

Tras estudiar la línea indicada por Wurcherer —no parecía una extraordinaria posición defensiva—, Gneisenau decidió que sería el IV Armeekorps quien marchase primero, aunque no a la línea de Wellington, sino a Chapelle-Saint-Lambert, un pueblecillo situado en una elevación a la salida del bosque de París desde donde Bülow podría estudiar el despliegue francés y elegir su punto más débil. Le seguiría el I, que trataría de unirse al ala izquierda de Wellington, y si la presión en Wavre no fuera excesiva quizá podrían enviar también al II, para unirlo al IV. No tenían idea de lo que haría Bonaparte, pero era seguro que les perseguiría, sobre todo cuando supiera que no iban a Namur. Grolman disentía. Napoleón haría mejor, pensaba él, si tras olvidarles concentraba su ejército contra Wellington constituyendo un flanco derecho muy fuerte, capaz de oponerse al Niederrheinarmee si les atacaba por ahí. A eso Gneisenau respondió que, al no saber nada de Bonaparte, y dejando al margen que la sorpresa era ésa, que no hiciera nada, cualquier cosa que pensaran sería una especulación, de modo que la medida más prudente sería suponer lo más probable, que lanzara contra ellos una fuerza de persecución y les alcanzara en Wavre. De ser así, bastaría con el III, apenas castigado, para bloquear unas horas no sólo el avance de la tal fuerza, sino impedir que cruzara el Dijle por Wavre, Limal o Limelette, únicos lugares donde había puentes de piedra —los de madera serían volados en cuanto los cruzaran los últimos infantes prusianos si, ya entrado el día, quien se hallase al mando por el lado francés decidiera desentenderse de Wavre y marchar hacia donde sonara el cañón.

Grolman seguía poniendo pegas —a Gneisenau no le irritaban; pensar juntos implicaba que uno se opusiese a lo que decía el otro, buscando inconsistencias—; opinaba que la secuencia IV-I-II era inadecuada, pues el IV habría de salir de Dion-Valmont, donde se le había ordenado acampar, y atravesar Wavre, Neuf-Cabaret y Chapelle-Robert, lo que implicaba cruzar las zonas de concentración del I, el II y el III antes de iniciar el camino de Chapelle-Saint-Lambert. Se les criticaría, decía en tono de advertencia, pero Gneisenau no se ablandaba. El orden IV-I-II, justificado porque Bülow aún no había combatido y conservaba todos sus oficiales, determinaba que las vanguardias prusianas no llegarían al combate hasta una vez avanzado éste, con tiempo suficiente para regresar a Wavre si se comprobaba que Wellington les dejaba otra vez en la estacada. Gneisenau deseaba ganar esa batalla en Mont-Saint-Jean, pero no arriesgar la pérdida de una fracción excesiva del Niederrheinarmee, ya reducido en veintisiete mil entre muertos, heridos y desaparecidos. La guerra no acabaría en Mont-Saint-Jean. El camino a París sería largo y difícil, explicaba en tono didáctico. Ellos ya vivieron la experiencia entre febrero y abril del año anterior, una campaña en la que Bonaparte cerca estuvo de volverles locos, a ellos, a los rusos y a los austríacos, pese a sólo contar con un cuarto de las tropas que reunían entre los tres. Lo que les aguardaba sería todavía peor, porque Bonaparte contaba con más gente. Vencer en Valonia era importante, pero más lo sería llegar los primeros a París. El objetivo era ése, no ganar una batalla probablemente no decisiva y al precio de desangrar aún más el ya maltrecho Niederrheinarmee. Grolman no tuvo más opción que asentir. Era un magnífico Generalquartiermeister, aunque rara vez veía tan lejos como Gneisenau. Como le habían enseñado a decir los españoles con que guerreó seis meses en Valencia, su jefe «apuntaba perro y medio por delante».

10.45 h.

L’Empereur encontraba placentera la sombra de un abeto en el caserío Les Trois Burettes, saboreando un vaso de vino y mordisqueando un poquito de queso mientras esperaba la llegada de Grouchy. Le acompañaban Bassano, Soult y La Bédoyère. Habían dado un recorrido al campo de batalla. Ni Sombreffe ni Saint Amand presentaban un aspecto particularmente horrible, pero Ligny estaba destrozado. Las casas humeaban, lo que incrementaba el hedor de la gloria, mezcla de pólvora, sangre y cadáveres a medio descomponer. Los zapadores habían recuperado los cuerpos de los camaradas muertos, a los que sepultarían en grandes zanjas que cavarían no sabía él ni dónde ni quiénes, ni le importaba. En cuanto a los prusianos, ya se ocuparían los lugareños, cuando regresaran. La conversación giraba en torno a Fouché, a Lanjuinais, a las últimas noticias de París y el anuncio de la victoria que Bassano había enviado a Davout para que lo hiciese saber a cañonazos. También comentaban un mensaje de Grouchy recibido a las ocho, donde comunicaba la presencia en Gembloux de una gran unidad prusiana. Eso, decía l’Empereur, sólo podía significar que Blücher se retiraba sobre Lieja para lamerse las heridas. Soult, menos optimista, pensaba que sería el IV Armeekorps, el que no llegó a tiempo, y no uno de los que se retiraban de Ligny. El que apareciera tan al norte, y dado que Grouchy no reportaba unidades prusianas marchando hacia Namur, salvo unos cientos de desertores, señalaba que Blücher se retiraba sobre Bruselas, buscando unir fuerzas con Wellington. El objetivo de la campaña, batirles por separado, se volvería inviable, al punto que la mejor medida que podrían ellos tomar sería retirarse a las grandes fortalezas del Sambre y el Meuse, pero Su Majestad no quería pensar en eso, ni él llevarse una de sus insufribles broncas. Había cambiado mucho desde Borodino; entonces era posible comentarle cualquier cosa, pero desde aquel día era otro; sólo Berthier conservó la facultad de decirle lo que pensaba, cierto que a solas pero aun así le dejaba, pero allí, en Valonia, ya no quedaba nadie capaz de contarle lo que no quería escuchar.

Grouchy se presentó a las once. De los sentados en el jardín de Les Trois Burettes era el único que no había dado una simple cabezada, y se notaba. Tenía dudas, pero l’Empereur no le dejó exponerlas; la situación, para él, era cristalina: Blücher, maltrecho y disperso, se retiraba sobre Lieja; Grouchy debería perseguirle con los treinta y tres mil que le concedía, cuidando de no ir más al este de Gembloux, para unir fuerzas o para interponerse si Blücher, en un ataque de locura, invertía el rumbo a fin de hostigar su flanco derecho. Lo decía en un tono de los que invitan a callar. Una vez instruido el pálido Grouchy, l’Empereur se levantó con pesadez, dando por terminada la reunión. El VI Corps d’Armée debía estar cerca de reunirse con Ney en Les Quatre Bras, y quería ver cómo sucedía.

12.15 h.

Grouchy comunicaba las órdenes a sus tres Généraux de corps d’armée, Vandamme, Exelmans y Gérard. No exhibió su convencimiento de que Blücher marchaba sobre Bruselas. Sí dijo que se deberían extremar las precauciones; aunque su fuerza era considerable, si los prusianos se revolvían, siendo tres veces más, les harían pedazos. Le preocupaba, en particular, que su escurridizo IV Armeekorps, que debía ser el visto en Gembloux, les atacara por la retaguardia, formando una pinza con los otros tres. Con aquellas preocupaciones rondando por su mente ordenó iniciar la persecución, reiterando que debían enviarse continuas patrullas de reconocimiento, en todas direcciones. Si de algo estaba orgulloso era de haber sido, en sus días de Général de corps d’armée, quien sufría menos bajas de todos sus iguales. Deseaba que se pudiera decir lo mismo siendo Maréchal d’Empire.

13.30 h.

Gneisenau no paraba de dar órdenes, estudiar informes, discutir detalles con Grolman y sus coroneles y, de vez en cuando, preguntar por Blücher. A efectos formales Seiner Durchlaucht estaba de nuevo al mando, pero él seguía como en la madrugada, ocupándose de todo sin pedir autorización para nada. Influía en su progresiva eficacia que cada hora disponía de mejor y más precisa información sobre los movimientos del Army of the Low Countries. Si Wellington estaba preparando una nueva jugarreta sería de un tipo insospechado, porque sus acciones eran consistentes con su anunciado propósito de ofrecer batalla en Mont-Saint-Jean, según acababa de comunicar al general Knesebeck. Le había explicado —por carta— su intención de unirse a Wellington en la batalla que con toda probabilidad tendría lugar el día siguiente, domingo 18 de junio, urgiéndole de paso a que presionase a Schwarzenberg para que se pusiera en marcha, de modo que si Bonaparte no salía bien librado, como creía probable, se viera envuelto en una pinza de la que no pudiera escapar.

Grolman se le acercaba con dos tazas de Earl Grey —eran fanáticos del brebaje inglés—, a fin de relajarse unos minutos. Gneisenau estaba en la mejor de las formas, pero tenía cincuenta y cuatro años, una vida castigada, pesaba un poquito más de la cuenta y hasta el superhombre más portentoso necesita descansar de vez en cuando, sobre todo si en las últimas sesenta horas no ha dormido ni dos.

—¿Qué se sabe de Zieten?

—Hace hora y media reportó que su retaguardia salía de Abbaye. Sus patrullas decían llevar varias horas sin que los franceses les molestasen. Todo indica que avanzan hacia Gembloux, siguiendo a Thielmann. Quizá podríamos darles una sorpresa.

Grolman señalaba la posición de las tres columnas: el IV Armeekorps llegando a sus posiciones en Dion-Valmont, el II haciendo lo propio en Neuf-Cabaret, el III siguiendo al IV en dirección a Chapelle-Robert, donde sus vanguardias llegarían sobre las cinco, y el I, más retrasado, atravesando Court-Saint-Étienne sin posibilidades de llegar a Wavre antes de las seis. Todos exhaustos, todos hambrientos y, salvo el IV, todos bajos de munición. Hacerles dar media vuelta para que se lanzaran sobre la columna enemiga sería un suicidio, porque de ningún modo la pillarían desprevenida. Esa invitación francesa era una trampa, y no pensaba caer en ella.

—Di a Zieten que hay riesgos de que Bonaparte lance fuerzas de caballería entre sus posiciones y las de Wellington. Debe comprobar que la ribera izquierda del Dijle permanece limpia de franceses. Dile también que disponga enlaces con el estado mayor de Wellington, a través de Müffling. El Dijle mañana será clave. Si conseguimos que quien sea el francés que nos persigue no lo cruce, o no lo haga demasiado pronto, nada podrá impedir que trituremos a Bonaparte, aquí:

Había puesto su dedo entre Plancenoit y una posada identificada como La Belle Alliance, cuatro kilómetros al sur de Mont-Saint-Jean. Grolman no necesitó preguntar a qué se debía esa seguridad; para cualquiera que supiera leer un mapa, y él era bueno en eso, no podría ser en ningún otro lugar.

14.00 h.

El Emperador había llegado a Marbais, cerca de Les Quatre Bras, sesenta minutos antes. Con él, una fuerza de caballería integrada por la división de grenadiers-à-cheval (Guyot), el 4.º de Caballería (Milhaud), la 3.ª división (Domon) y la 5.ª (Subervie). Allí, en Marbais, el coronel Marbot, comandante del 7.º de húsares (1.ª división), le comunicó que la infantería británica se había retirado al amparo de una fuerte cortina de caballería, muy superior a su regimiento y a la división de chasseurs-à-cheval; por lo demás, no había indicios de que unidades británicas se hubieran retirado hacia Nivelles; todas apuntaban a Genappe, para desde ahí seguir a Waterloo y Bruselas. No podía disgustarse con nadie, porque nadie tenía culpa. En otro momento de su vida se habría tirado de la cama mucho antes de que saliera el sol, se habría puesto al frente del ala izquierda y habría cargado contra Wellington, pero de nuevo se veía en la frustración de admitir que, como Blücher la noche anterior, se le había escurrido por entre los dedos y no por insuficiente caballería, como en Lützen, sino por su mala salud. Esa mañana, por fortuna, todo iba bien; en Les Trois Burettes había hecho frente a lo que más pánico le daba, para ver, con alivio, que ya era casi normal. Con suerte no mearía más piedras en dos meses. Suficiente para ganar esa guerra y empezar a negociar una paz que no tendría nada de imposible.

Wellington le sacaba tres horas. Con lo que caía —llovía con fuerza desde que dejó Les Trois Burettes— no podría recuperarlas. Aun así, debía marchar tras él, porque no creía que su plan fuese llegar a Bruselas. Defender una ciudad casa por casa es muy sangriento, y los MP verían mal que muriese demasiada gente, sobre todo si formaba parte de su aristocrática colonia, la bendita duquesa de Richmond a la cabeza. Se detendría más allá del bosque de Soignies, quizás en Waterloo. Antes, no, porque no encontraría ninguna posición adecuada. En el entretanto quizá pudiese hacerle sangre, como la que hizo él al imbécil de Marmont en Salamanca. En las retiradas no son infrecuentes los imprevistos que desgajan de la masa principal un regimiento, una división o hasta un corps d’armée. Sería cuestión de no perderle de vista, conduciendo él mismo la persecución al frente del 4.ª de Chevalerie y de los chasseurs y grenadiers-à-cheval, y con las divisiones 3.ª y 5.ª cubriendo los flancos. Diez mil jinetes, en total; si el inglés les diera una oportunidad sabrían aprovecharla.

15.15 h.

Grouchy confirmaba que Blücher se retiraba en dos columnas: la que perseguía él y otra más al oeste que sus patrullas situaban en el bosque de Sainte Catherine, dos kilómetros al norte de Abbaye. Para él era un orden lógico; los armeekorps I y II, los más castigados, avanzaban por el camino natural hacia un punto que secaría la ruta del IV y el III, en ese orden. El punto, lo decía su mapa, era Wavre. Desde allí podría seguir hacia Bruselas, volver a Lieja o reunirse con Wellington, lo que más temían él y l’Empereur. El último informe de sus húsares señalaba que no había fuerzas enemigas antes de Gembloux. Con aquella lluvia, imposible que su vanguardia llegase antes de las seis. Lo puso en un papel, añadió que trataría de alcanzar una posición de interposición entre Blücher y el ala izquierda, y lo entregó a su chef d’état major para que lo hiciese llegar a Soult. No añadió que sentía una gran incomodidad, la de ver que ni Gérard, ni Vandamme ni Exelmans le mostraban el necesario respeto y el aún más necesario respaldo, porque se limitaban a obedecer sin poner nada de su parte. Igual había un larvado mar de fondo revolucionario, pues los tres eran soldados rasos promocionados en las guerras de la Convención, mientras él, antes un marqués borbónico y en aquellos días Marquis d’Empire —sus tres subordinados eran simples condes—, empezó de teniente, igual que l’Empereur.

16.00 h.

La vanguardia francesa recortaba distancias sobre la retaguardia enemiga, la cual atravesaba con dificultad el puente del Dijle, tan angosto que dos piezas de nueve libras no podían pasar a la vez. La distancia era lo bastante reducida como para que l’Empereur desplegara en línea su infantería, pero un fuerte fuego de artillería y cohetes —imprecisos, pero espantaban a los caballos— le hizo desistir. En aquella escaramuza no había nada que ganar; de ahí que ordenase volver al paso de marcha, permitiendo que la caballería británica se alejara en tres ejes, el principal por la calzada y los otros rodeando Genappe, por Loupoigne y Baisy-Thy. Recordaba lo que contaban sus mariscales sobre la frialdad de Wellington, siempre listo para retirarse e indiferente a lo deshonroso de hacerlo. Su especialidad era huir hasta dar con una posición donde se sintiera cómodo, y si eso le llevaba de Burgos a Ciudad Rodrigo lo hacía sin pestañear. La retirada de aquel día todavía no alcanzaba los diez kilómetros, pero ya veía que aquel irlandés no se retiraba como los austríacos, los rusos o los prusianos. En realidad no sabría definir cómo lo hacía, pues jamás se las había visto en persona frente a un gran ejército británico. Sólo sabía que quien mandara su caballería —«Uxbridge, Sire», dijo Soult con cierto respeto; «por su culpa no capturamos a Moore en Corunna»— dominaba el oficio.

18.00 h.

Aquella escena comenzó a verla en su mente nueve meses antes: el ejército, salvo la fracción destacada en Halle, ocupaba posiciones en el plateau de Mont-Saint-Jean. Una línea magnífica, explicaba en tono didáctico a sus jefes de división; la descubrió tras inspeccionar las fuerzas de Sir Thomas Graham, cuando buscaba una posición para encarar una invasión francesa que marchara sobre Bruselas, ciertamente improbable, pero el ejército francés de por entonces aún era el de Bonaparte, como por desgracia se había evidenciado. Aquel plateau le pareció ideal, lo que comentó con Chapman, Pasley y Carmichael-Smith —el último, presente, asentía—, quienes propusieron fortificar las granjas que la precedían, La Haie Sainte y Hougoumont, a las que señalaba con el dedo. A eso se debía que sus ingenieros llevaran dos días reforzándolas en secreto, de forma que los trabajos pasaran inadvertidos para los espías franceses. Si Boney se lanzaba contra ellos, como parecía seguro, se llevaría unas cuantas sorpresas. Fue un buen speech, pero siempre hay voces discordantes; la de aquella tarde, como solía suceder, era la de Sir Thomas Picton; pese al dolor de una costilla rota, consecuencia de haber caído bajo su caballo muerto —un fenómeno propio de las buenas batallas; nadie podía decir que se había distinguido mientras no le hubieran matado alguno entre las piernas—, se animó a preguntar en tono desabrido si a His Grace no le preocupaba que a sus espaldas se alzase un bosque formidable. Wellington se le quedó mirando con marcada frialdad —siempre hay un aguafiestas, parecía pensar—, para después decir que lo había inspeccionado en más de una ocasión, que no era tan impenetrable como parecía y que, si los presentes cumplían con su deber, las posibilidades que tendría Boney de llevarles contra él eran menores de las que tuvo Ney en Torres Vedras. Una respuesta muy tranquilizadora, pero más de uno se quedó pensando que Sir Arthur, el sencillo Major-General de Lisboa, no se parecía mucho a His Grace the Duke of Wellington. Si no por otra cosa, porque al primero jamás se le habría ocurrido bailar hasta el amanecer con Bonaparte marchando contra él.

Sir Thomas Graham, por Sir Thomas Lawrence

18.15 h.

El Emperador dejaba una cierta distancia con la retaguardia británica, pero sin perderla de vista. Quería determinar dónde pensaba detenerse. Si su plan era rodear Bruselas debería empezar a desviarse, pero en lugar de hacerlo, según decían sus chasseurs-à-cheval, había comenzado a expandirse frente al bosque de Soignies. Un disparate que jamás habría imaginado en un hombre de su fama.

Se había detenido en una elevación a cuatro kilómetros del cruce de aquella carretera de Bruselas con el camino de Brainel’Alleud (al oeste) y Smohain (al este), junto a una fonda deshabitada de nombre La Belle Alliance. Desde ahí estudiaba lo poco que Wellington dejaba ver de su despliegue, apenas que frente al bosque había una hondonada donde desaparecían las unidades inglesas, o alemanas, u holandesas, o lo que fueran. Las pocas situadas a la vista, por delante de lo que parecía un risco nada infranqueable, no serían ni un tercio del total. Un detalle de buen defensor, lo admitía, pese a la incoherencia de situarse delante de un bosque tan frondoso como ese de Soignies. Los coraceros del 4.º, que iban en vanguardia, reportaban haber encontrado en La Haie Sainte, una granja tres kilómetros al norte, un fuego concentrado de docenas de cañones. Eso confirmaba que allí, el lugar que Le Capitaine llamaba «Plateau de Mont-Saint-Jean», era donde Wellington se hacía fuerte; a mil metros por la izquierda se alzaba otra granja, más grande y coronada por un torreón, la llamada château de Hougoumont. Desde las dos se podía disparar contra una masa de infantería que avanzara por la carretera, protegiendo así la línea de batalla. Una distribución ortodoxa; sólo desentonaba el que a su espalda comenzara un bosque tan denso que Wellington no podría cruzarlo si debiera retirarse. Bueno, sus infantes sí, pero no sus trenes de suministros, ni su artillería, ni su caballería. Lo encontraba tan inconsecuente que igual era otra de las añagazas del reconocido maestro de las argucias, el mismo al que solía llamar General de Cipayos, evocando su tenebroso pasado de ocho años lidiando con rajás y maharajás. Bien, pues al día siguiente sabría cómo de distintas eran esas bestias de l’Empereur de la France, siempre y cuando fuera verdad que allí era donde pensaba pelear. El modo más sencillo de comprobarlo era obsequiarle con unas cuantas andanadas de sus belles filles, cuyas primeras baterías ya estaban dispuestas sobre otra elevación que según el mapa se llamaba Rosomme y que sería ideal para montar su puesto de mando. La respuesta británica fue inmediata, lo que significaba que sus piezas estaban trincadas a crujía y listas para tirar, no enganchadas a los percherones como estarían si aquello fuera otro truco de Wellington. No era la posición que habría elegido él si estuviera en el lugar del inglés, pero si allí quería la batalla, pues allí la tendría.

En la granja Haie Sainte tampoco se pasó frío.Aquí, el 95º Foot.

19.45 h.

A Grolman le llevó diez minutos asegurarse de que Brünneck memorizaba lo que Gneisenau quería transmitir a Wellington. No podía ser una comunicación escrita; si lo fuese habría necesitado una hora para cifrarla, y otra para ser luego descifrada por un Müffling en cuya destreza ni él ni Gneisenau confiaban. De ahí el elegir a Brünneck como «mensajero inteligente». La situación era tan confusa, el clima tan espantoso y las probabilidades de perderse tan elevadas que no podían aceptar el riesgo de que cayera en manos del enemigo, pese a la gran escolta que pensaban darle. A fin de no levantar sospechas le hacían también portador de una carta con información veraz sobre la posición y el despliegue del Niederrheinarmee, aunque sin valor, pues era la misma que ya conocerían Bonaparte y Grouchy por medio de su caballería, tan eficaz como la prusiana, gracias a la cual ellos ya sabían que les perseguían dos corps d’armée y uno de Chevalerie. Como aún quedaban dos horas de luz Brünneck alcanzaría el headquarter de Wellington aún de día, incluso dando un rodeo por Rosieres y La Hulpe, mucho más al norte de adonde se suponía llegaban los húsares franceses. A partir de aquel momento los ingleses quizás empezaran a ser lo que aún no habían sido: unos aliados leales.

20.30 h.

El Emperador estudiaba la posición enemiga desde lo que sería su puesto de mando, en Rosomme; a diferencia de Wellington, cuyo cuartel general se desplazaba tras él, l’Empereur prefería un punto fijo, con un cuarto donde reunirse sobre un mapa con sus aides-de-camp, otro donde descabezar un sueño si le asaltaba la necesidad y un excusado en el que pudiese atender a la naturaleza. Lo que hacía Wellington, situar más allá del talud a casi todos sus regimientos, le inquietaba. No veía improbable que a la noche levantara el campo y siguiese hacia Bruselas o Amberes. Sería lo peor para él, pues su línea de suministros se volvería un blanco fácil para la caballería prusiana. Peor aún, los austríacos y los rusos se lanzarían sobre París al encontrar el camino despejado. De ahí su empeño en comprobar que los vivacs que dejaba ver el otro eran tan reales como aparentaban. Al menor indicio de que los deshacían debería lanzarse al ataque, incluso en noche cerrada. Esa era la razón de que ordenase a Soult que la caballería ligera no perdiera de vista las posiciones británicas, y que si las vieran escurrirse corrieran a su alojamiento —Bertrand había elegido una granja cercana, Le Caillou, para ser el palacio imperial de aquella noche— y le dieran la novedad.

—Sire, llevan marchando todo el día, soportando la misma lluvia que nosotros y chapoteando en el mismo barro. Deben de estar exactamente igual de agotados. Wellington no les ordenaría salir en plena noche, y menos aún atravesar un bosque como ese —Soult señalaba Soignies con su catalejo; compartía la preocupación del Emperador, pero no era tan pesimista como él—; mejor dicho, a sus ingleses sí se lo pediría, pero dos tercios de sus tropas no lo son y se le podrían amotinar. Me temo que, para bien o para mal, cuando amanezca seguirá estando ahí.

Sonaba razonable, pero l’Empereur no estaba tranquilo. Se jugaba demasiado para estarlo.

—Será para bien, Soult —tono desabrido, muy hosco—. No se le ocurra dudarlo.

Soult se cuadró, aunque a disgusto; cada día encontraba más difícil hablar con l’Empereur.

21.00 h.

De Lancey había reservado la fonda Jean de Nivelles, en Waterloo, para His Grace, sus ADC, los comisionados, el doctor Hume, Lord Fitz-Roy Somerset y él mismo. Thornton, el cocinero de His Grace —veintiocho años; llevaba seis con él—, había dejado Genappe a primera hora, para comprar provisiones en Waterloo y preparar una cena para veinte, un tanto apretados porque las dimensiones del aposento eran exiguas, pero nadie se quejaba. Imperaba el buen humor, pues además de batir a Ney se habían pitorreado de Bonaparte, a quien estaban seguros de vencer al día siguiente, tras lo cual se lanzarían sobre París tan felices como es natural cuando los años no aprietan, la salud es buena, los bolsillos rebosan y la vida, en general, sonríe con amplitud. A los más jóvenes ni se les ocurría que la próxima cena quizá se sirviera en el Más Allá; los negros pensamientos no tenían cabida cerca de un Wellington que con aquella supper no liquidaba sus obligaciones del día. Le quedaba reunirse con Uxbridge, que había recurrido al general Álava para ser visto, dado que sus peticiones, canalizadas a través de Lord Fitz-Roy —se detestaban—, no tenían respuesta. Su propósito era conocer el plan que debía seguirse si a His Grace le ocurriese algo durante la batalla. Si Álava quiso echarle una mano[174] fue por conocer la razón de su falta de sintonía con Wellington. Nacía de que Uxbridge, un buen día de 1810 y sin haberse divorciado de Lady Caroline, née Williers —con quien tenía ocho robustos hijos—, se fugó con la esposa de Sir Henry Wellesley, el hermano más joven del por entonces marqués de Wellington. La bella era muy fértil, ya que además de los cuatro retoños habidos con Sir Henry —del cuál se libró pagándole veinticuatro mil libras esterlinas— ya tenía otro del fogoso Uxbridge,[175] al que pronto se uniría lo que por entonces era barriga colosal, la que Lady Charlotte (née Cadogan), lucía con descaro en los salones de Bruselas. El divertido drama hizo las delicias de la yellow press, lo que Wellington no perdonaba; en su opinión, que Álava conocía, Uxbridge habría debido no tocarla en tanto no estuviera debidamente divorciada, o al menos proceder con el esmero en la retirada que dos años antes acreditó en Benavente. Al proceder con aquellas lamentables urgencias dieron un espectáculo de vituperable vulgaridad, siendo lo más bochornoso que la despreocupada Lady Charlotte se presentara en la vista de su divorcio luciendo un desmesurado barrigón, puesto en grada cuando aún era la impecable cuñada de Sir Arthur. Era, eso, algo que de lo que His Grace jamás les absolvería. Ni a ella ni a Uxbridge.

—Your Grace, Sir Henry pregunta por las disposiciones que haya tomado para el caso de que alguna bala de cañón le impida, mañana, conducir las operaciones hasta el final.

Se lo quedó pensando. Su expresión era inexpresiva, pero Álava, que le conocía la mayoría de sus expresiones inexpresivas, percibía que la pregunta le importunaba, quizá por no haber previsto que le pudieran matar. Era lo malo de salir siempre indemne. Hasta donde Álava sabía, en los veintitantos años que llevaba en activo jamás le habían pegado un tiro, ni le había herido una esquirla, ni había sufrido el menor rasguño. Sólo una vez, cerca de Toulouse, una bala francesa impactó de refilón en la empuñadura de su espada, empujándola contra su muslo con alguna fuerza, dando lugar a un gran cardenal y a una cojera que le duró dos días. Él le advirtió que aquel impacto fue un aviso de los dioses, molestos por la escasa consideración que sentía por los padecimientos ajenos. En ese momento, según le alcanzaba la tal bala, reía con asombrosa espontaneidad —para quien no le conociera— por la quejumbrosa expresión de Álava, recién alcanzado por otra similar en una parte nada honorable y lamentándose de que los franceses bujarrones le hubieran dado en la retambufa. Wellington, que no toleraba se hablase mal en su presencia, con los exóticos adjetivos de Álava solía desgañitarse. De ahí que le reprochara su falta de humanidad, aunque también a carcajadas.

—Uxbridge, mañana ¿quién atacará primero? Es obvio que Bonaparte, ¿no? Dado que mis planes dependen de los suyos, ¿cómo voy a saber qué diablos sucederá? Mis disposiciones son las únicas que puedo tomar: batirle —Uxbridge puso cara de no gustarle lo que oía, o quizá fuera el helado tono de Wellington; éste debió comprenderlo, pues al momento suavizó la situación tomando al otro del brazo—. Suceda lo que suceda, esté tranquilo; tanto usted como yo cumpliremos con nuestro deber.

Uxbridge no necesitaba oír más, de modo que, tras despedirse, les dejó solos. Era lo que buscaba Wellington, pues tenía unos cuantos asuntos para despachar con Álava, siendo el primero saber qué tal fue su cena con De Lancey. Aquél dijo que no escuchó gran cosa, pues antes de que a Sir William se le desatara la lengua le vinieron a buscar y desde ahí todo fue trabajar. En realidad sucedía que no quería crucificar a su amigo. Le había encontrado muy crítico hacia las disposiciones de His Grace, las cuales, pensaba él, superaban el exceso de confianza y caían en la negligencia. Luego, en la mañana de Les Quatre Bras, se sintió fatal cuando comprendió para qué serviría su disposición. Álava le veía, en suma, bien dispuesto a dejar en mal lugar al duque si tuviese que hacer frente a un consejo de guerra. No pensaba compartir aquello con Wellington, pero éste sabía interpretar sus silencios. De aquí que le pidiera prepararse para ser su Quartermaster-General si De Lancey quedaba fuera de combate, o si le relevaba. El general, que temía que hiciera eso, dudaba que los ADC, los suyos y los del QMG, lo aceptasen, pero Wellington le tranquilizó: allí todos le consideraban de la familia. Le reconocían como un miembro senior de su general staff, no como un simple comisionado inútil, al estilo de un Vincent inmaculadamente vestido de blanco, tanto que atraería los cañonazos, o un Pozzo di Borgo en la verde librea de los generales del Zar, él, que no sabía ni de qué lado se cogía un sable.

—Gordon habla bien de tu chico. Apunta buenos modos, dice. Tan imperturbable como un inglés, cosa que le ha sorprendido —el general asintió; le había tenido a su lado desde que comenzó el picnic de Les Quatre Bras, gracias a lo cual podía constatar que no parpadeaba cuando las bolas de doce libras caían too close for comfort—. Te rogaría que mañana le tuvieses a mano, por si necesitara enviar a Gneisenau un mensaje verbal sin que Müffling lo supiese. A veces me pregunto de parte de quién estará el bobo ése, si de la mía o la de Boney.

—No creo que sea tan desleal. Idiota, sí, pero a traidor es difícil que llegue.

—Los idiotas son los peores. Si yo fuera Boney, a la hora de sobornar empezaría por él.

El general asintió, aunque por simple cortesía. No le alarmaba que Wellington se mostrase paranoico. Le ocurría en todas sus vísperas de gran batalla, salvo cuando Doña María llegaba con tiempo de darle ánimos. Una lástima que Lady Frances no tuviera planes de ir por Waterloo, a ordeñarle la mala leche. Sus hombres se lo agradecerían inmensamente.

22.30 h.

Müffling hablaba con Brünneck. Quería conocer el mensaje de Gneisenau, pero el major fue inflexible: sus órdenes decían que nadie lo debería escuchar antes que Wellington, y que se hiciera cargo. Se lo hizo, qué remedio, y precediendo al rígido major bajó al despacho de His Grace, a la sazón reunido con Somerset, Álava y Gordon. Así, frente a cuatro pares de ojos pendientes de su persona, el oficial transmitió el mensaje de Gneisenau. En síntesis, confirmaba que si His Grace aceptaba la batalla podría contar desde mediodía con el IV Armeekorps. Wellington, que temía disfrutar el mismo trato que dispensó a los infelices aliados treinta horas antes, interrogó amigablemente al tieso Brünneck, en francés —no quería dar a Müffling oportunidad de tergiversar, como quizá también pretendiera Gneisenau—, sobre la situación del Niederrheinarmee, su despliegue, su armamento y su estado de ánimo. Las respuestas del oficial parecieron complacerle, pues le pidió que transmitiese al Fürst Blücher y al Graf Gneisenau su determinación de combatir al día siguiente, domingo 18 de junio, siempre y cuando contase con aquel excelente IV Armeekorps. Claro y conciso. Al deslumbrado Brünneck —le gustaba el estilo de aquel Generalfeldmarschall inglés, tan distinto del de Grolman: serio sin ser brutal y preciso sin hacer pensar que uno le parecía idiota— no le quedaba más por hacer, salvo dar cuenta del café que le servía el amable general Álava y salir por su caballo, y por su escolta.

22.45 h.

L’Armée du Nord vivaqueaba entre La Belle Alliance y Genappe. Los jefes de las unidades retrasadas habrían preferido avanzar un poco más, pero seguía lloviendo con desconsoladora intensidad. Las tropas, hambrientas, heladas y empapadas, no podían más, de modo que, a su pesar, ordenaron vivaquear. Al día siguiente les aguardaban entre seis y doce kilómetros hasta sus lugares de concentración, pero no había opción. Sería cosa, en todo caso, de romper marcha con el sol, o lo que saliese a las cuatro menos cuarto. De seguir así el clima, no pocos oficiales lo pensaban, igual se aplazaba la batalla dando tiempo a que regresaran los prusianos, de modo que a ellos no les quedaría otra que volver al otro lado de la frontera. Entre los oficiales no cundía el optimismo, pero la moral de la tropa se mantenía muy alta, ya que contra Wellington hicieron tablas y a Blücher le zurraron. No había razón para ser derrotistas, aunque aquel tiempo espantoso no presagiase nada bueno.

Los corps d’armée I y VI fueron los únicos en llegar a Rosomme. Aquel se desplegó al oeste, rodeando una granja llamada Mon Plaisir, y éste acampaba entre La Belle Alliance[176] y Plancenoit, un pueblo a medio evacuar. El motivo de la dispersión era prevenir ataques procedentes de Halle o de Ottignies, donde las últimas noticias situaban unidades holandesas y prusianas, respectivamente. L’Empereur y sus aides-de-camp habían marchado a Les Flamandes, un caserío cercano cuya casona principal, Le Caillou, sería el palacio imperial de aquella noche, lo que sus dueños habían debido intuir. Allá por donde pasaban los soldados franceses sobrevenía la devastación. No distinguían entre una mesa, una silla o un jergón; todo les valía para calentarse, y más ante la indiferencia de los mandos hacia los desgraciados lugareños, los cuales tenían muy presente lo sucedido en la guerra de 1793-1794. Los habitantes de las granjas y las aldeas habían huido en todas direcciones, llevándose sus escasas pertenencias y el poco ganado que sobrevivió al I Armeekorps, que aunque no solía pasar de Frasnes a veces llevaba sus requisas tan lejos como a Waterloo. Los campesinos sólo dejaban atrás paredes desnudas, alacenas vacías y corrales deshabitados. Bertrand no encontró en Le Caillou nada que mereciera la pena, salvo una sirvienta llorosa que sus desalmados señores habían dejado atrás, otorgando a un par de cochinos su espacio en la carreta; después de todo, le dijeron a título de consuelo, ni los ingleses ni los franceses se la iban a comer. Cierto, no pensaban hacerlo, le dijo el caritativo Bertrand —callando que la encontrarían excesivamente dura— poniendo en su mano un Napoléon, con lo cual el llanto cesó y comenzaron a surgir sábanas y manteles, vasos y cubiertos. No vendrían mal para la mesa de l’Empereur, que pensaba cenar con La Bédoyère, Ney, Soult, Reille, Drouot, Pajol, Mouton, Drouet, Kellermann, Milhaud, Desvaux, Bassano y el propio Bertrand.

Conde Charles de La Bedoyérè, por Jean-Urbain Guerin

General George Mouton

General Honoré-Charles Reille

Al término de la cena llegó un mensaje de Grouchy. Según decía, el III había llegado a Gembloux y el IV debería vivaquear en el camino, que se hallaba imposible por la lluvia, especialmente para las piezas de artillería, las cuales se atascaban en el lodo una y otra vez. Confirmaba que perseguían a Thielmann y que no marchaba en la dirección de Lieja, sino hacia Walhain. Todo parecía indicar, añadía, que las dos columnas prusianas convergerían en Wavre. Malas noticias, aceptó l’Empereur. Aun así, no pensaba que la intención de Blücher fuera reunirse con Wellington en el plateau de Mont-Saint-Jean, quizá por estar demasiado fatigado para pensar nada, y además le preocupaba que alguna otra piedra estuviese rondando, pues el pis no acababa de salir tan claro como sería menester. A eso se debió que se fuese a la cama sin inspeccionar en persona la línea de batalla, lo que jamás hasta entonces había dejado de hacer. Los abandonados comensales, sin ánimo de charla, comenzaron a dejarse caer por los rincones, una vez sus ayudantes improvisaran las pertinentes yacijas de paja. La única excepción fue Ney, que prefirió volver a su puesto de mando en la posada Chantelet, a un kilómetro de allí. Los otros generales, y también los coroneles, se repartían entre las granjas y posadas que flanqueaban la carretera de Charleroi. Bachelu, Piré-Hippolyte, Foy y el príncipe Jérôme eligieron la Roi d’Espagne. Cenaban animadamente, sabedores de que allí, horas antes, desayunaron Wellington y sus oficiales. Un camarero que decía saber inglés susurró al oído de Bachelu que durante aquel desayuno se comentó que los prusianos y los británicos se reunirían al sur del bosque de Soignies, para presentar batalla. Bachelu se preguntó si debía dar cuenta de aquello, para decidir que no. Despertar al Emperador para transmitirle un cotilleo de camarero sería una imprudencia. Napoleón no era el de Friedland, donde Bachelu fue uno de sus aides-de-camp. Lo que había ganado en peso lo perdía en vivacidad y sentido del humor. Decididamente, no le despertaría por eso.

23.00 h.

Gneisenau despachaba las últimas órdenes. Las dirigidas a Bülow eran las únicas que redactaba en persona; las otras eran de Grolman, aunque las firmara él. Empleaba un lenguaje distinto al hasta entonces usual cuando trataba con Bülow: el directo, sencillo y claro de un Generalstabschef ordenando cosas a un armeekorpskommandant. De ninguna manera quería que se repitiera el episodio que acabó costándoles la masacre de Ligny. Si le molestaba, que dimitiera o se aguantase. Así, le hacía saber que su IV Armeekorps sería el primero en marchar, le señalaba la ruta y le ordenaba que al llegar a Chapelle-Saint-Lambert comprobara el empeño en la batalla que mostrara el Herzog Wellington. Si la situación no era excesivamente seria para los colores británicos debería mantenerse al amparo del bosque de París, hasta que llegara un buen momento para lanzar un golpe decisivo contra las reservas francesas, previsiblemente a través de Plancenoit. Si, por el contrario, advirtiese que Wellington estaba en riesgo de perder la batalla, debería lanzarse contra el flanco derecho de Bonaparte. Dada la hora en que alcanzaría Chapelle-Saint-Lambert lo primero sería más probable. El Fürst Blücher, si se hallara en condiciones de montar, y él mismo, se reunirían con él a primera hora de la tarde, antes de que se viera en la disyuntiva de atacar o seguir esperando.

Álava en Waterloo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Agradecimientos.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
autor.xhtml
notasAndante.xhtml
notasAllegroGrazia.xhtml
notasAllegroVivace.xhtml
notasAdagio.xhtml
notasCoda.xhtml