Valonia y Trier, viernes 16 de junio

00.45 h.

Los generales y los oficiales de mayor rango se despedían de la entristecida duquesa —lo previsto era que la orquesta tocara el God Save the King justo al amanecer—; los demás sólo se preocupaban de buscar las bolsas donde trajeron sus uniformes de diario, para cambiarse donde buenamente pudieran y emprender el regreso a sus unidades. Los destinados en Bruselas podían quedarse hasta las dos; a esa hora caería el telón para ellos también, pues a las tres deberían estar en sus puestos, a fin de que la V División, acompañada de los brunswickers y los nassauers, iniciase su andar at day light; franquearían la puerta de Halle y marcharían a Les Quatre Bras, donde Bonaparte ofrecía su propio baile. Dado su reducido número, no bastaban para satisfacer la demanda femenina, de modo que los caballeros civiles, antes desdeñados, habían pasado a estar solicitados. El consejero Miniussir era de los que más lo estaban, no sólo por la escasa competencia sino por ser un tipo ciertamente apuesto. Desde hacía un buen rato enlazaba un vals con otro y una dama con otra, pero de un modo automático. Para él era una forma de huir de sí mismo, a su vez consecuencia de haber salido a tomar el aire al filo de la medianoche. La wash house no era una simple gran casa con un salón de baile a su lado; era el centro de una parcela —un híbrido de selva y escombrera— donde se alzaban diversos cobertizos acondicionados como viviendas y donde habitaban los que no se hallaban cómodos en el interior de la casona. El más alejado lo usaba Lord March. Miniussir había estado allí una vez, y lo tenía por acogedor. Aquella noche March iba tras Wellington como un perro tras su amo, de modo que no podía servirse de su casita; la puerta, sin embargo, estaba entreabierta; un misterio sin importancia, si bien a Miniussir, que había perdido de vista la esplendorosa pareja que formaban Lord James Hay y Lady Jane Lennox, se vio asaltado por una imperiosa necesidad de investigar. Para satisfacerla no era necesario esforzarse; bastaba con asomarse a cualquiera de las ventanas, pues todas daban a lo que al tiempo era salón y dormitorio. No llegaba luz del interior, pero la luna se bastaba para iluminarlo, tanto como para establecer que había sido invadido. Los invasores eran Lord Hay, a la sazón con los calzones bajados, y Lady Jane, la cual, deseosa de regalar al esforzado Lord un recuerdo visual que le hiciera compañía las noches de guardia, se había desprendido de la parte de su ropa situada entre su delicado pescuezo y algo más arriba de sus rodillas, donde comenzaban sus medias. El apenado Miniussir podía dar fe gracias a que Hay, llevado de la pasión, acababa de incorporarse desde su anterior posición, de corte tradicional, para conseguir de su rendida enamorada un giro torsional sobre su eje longitudinal, hacer que se arrodillara y, sin más, proceder en la forma que la naturaleza recomienda para el acoplamiento eficaz entre cuadrúpedos. De Lady Jane no podría decirse que cooperase con entusiasmo, ya que su perfil sólo mostraba una severa inexpresividad, quizá por hallarse muy concentrada en lo que hacía, o en lo que le hacían. Miniussir ya no necesitaba ver más, de modo que retrocedió sobre sus pasos al tiempo de recitarse un mantra de su jefe, uno que solía entonar para subrayar acontecimientos funestos, desgraciados o altamente desfavorables:

Qué tristeza da mirar a la mujer que uno estima,

tirada en un muladar con un hijo puta encima.

02.00 h.

Wellington no bailaba. Prefería reflexionar sentado en un sofá, en compañía de Lady Dalrymple-Hamilton, quien se conformaba con admirar su aquilino perfil, consciente de que Sir Arthur no estaba para nada. Su papel era disuadir a cualquiera que deseara pegar la hebra con His Grace. Así éste podía seguir perdido en la inmensidad de su cerebro sin que nadie le molestara, pero al dar las dos se volvió a su amable Cerberus, sonrió, se levantó y salió en búsqueda del anfitrión, por entonces observando pensativo las evoluciones de la masa. Quería pedirle un mapa de Valonia. El duque tenía uno, de modo que señaló a Wellington el camino de su despacho, en el acertado criterio de que no lo querría examinar allí. Era un Le Capitaine francés, menos detallado que los Ferraris pero de suficiente resolución. Tras desplegarlo sobre una mesa Wellington reanudó sus reflexiones, acompañado de un Richmond que se conformaba con mirar, pensando que igual contemplaba un momento crucial de la historia, el de Wellington dando con la clave para salvar al planeta o algo por el estilo.

—Debo regresar a mi headquarter. ¿Tendrás la bondad de disculparme con Charlotte?

El duque se limitó a farfullar un «por supuesto», para tras eso franquear el paso al imponente Wellington, el cual no necesitó buscar a sus ADC: le habían seguido hasta la puerta.

Ya en su residencia ordenó que se presentara Sir William, para disgustarse al oír que se había ido a su casa, pero que seguía trabajando porque cada poco se le hacían llegar los mensajes que llegaban y se recogían las órdenes que daba. Eso no lo acabó de comprender, porque su aterrado ayudante, consciente de que cuando The Beau paseaba por su despacho como un tigre por su jaula podía pasar cualquier cosa, no supo explicarse. De ahí que le ordenara buscarle, para que se presentara de inmediato. Dada la escasa distancia que había del cuartel general a la residencia del QMG, debería presentarse allí mismo en cinco minutos. De no ser así, comenzarían los fusilamientos.

De Lancey estaba mejor que antes. El milagro era obra de Álava; compasivo, le había enviado a descabezar un sueño, no más de una hora pese a que se transformara en el doble; eso, combinado con el enérgico fregoteo con agua semihelada que le administró Lady Magdalene, le había llevado a reintegrarse a su puesto con el criterio en su sitio. Aun así sentía una íntima inseguridad, de modo que, tras una breve duda, pidió al buen amigo español un último favor: que le acompañara.

El duque, al verles llegar juntos, comprendió, al punto que arrinconó su mala disposición y, en tono amistoso, pidió a De Lancey que les explicase, a él y a Somerset, que se acababa de incorporar, las medidas que había tomado. Álava, prudente, comentó que, no siendo necesaria su colaboración, preferiría volver a su casa, pero His Grace le pidió que se quedara. Intuía que no pocas de las órdenes que hubiera dado De Lancey debieron brotar de su cerebro —la peste a vino que su QMG exhalaba cuando se vieron horas antes le dejó muy preocupado—, de modo que mejor tenerle a mano para que las explicara si De Lancey no lograba ser comprendido. Así los tres, en pie frente al Ferraris, comenzaron a ver cómo el ya despejado QMG, con la copia de las órdenes en una mano, iba moviendo banderita por banderita, siendo cada una un batallón, un escuadrón o una batería.

03.15 h.

El carruaje del Prins Willem se detuvo en la Grand Place de Brainele-Comte, frente al Hôtel du Miroir, donde semanas antes Constant-Rebecque había instalado el cuartel general. De bastante mal humor se dirigió a la oficina de su QMG, para llevarse otra sorpresa: el ayudante que allí parecía esperarle decía que a medianoche se trasladó, con todo el equipo, al campamento del Prinz Sachsen-Weimar, en Les Quatre Bras, donde pensaba establecer el estado mayor del I Army Corps. Al tiempo de decírselo le tendía una carta del propio Constant-Rebecque. En ella le hacía saber que la III División del VKN (Chassé) marchaba sobre Les Quatre Bras para reforzar a la II (Perponcher-Seldnitsky); esperaba que llegase a tiempo de tomar posiciones antes de la salida del sol, hora en la que, según dos desertores, serían atacados por el 3.º Corps de Chevalerie, al que seguiría el II Corps d’Armée. Las fuerzas de Ney eran fuertes en veinte mil infantes, cincuenta piezas de artillería y cinco mil jinetes. Las que poseía Perponcher-Seldnitsky, siete mil quinientos infantes y ocho piezas, permitirían resistir algún tiempo, pero mientras no llegara Chassé se hallarían en precario. La III División sumaría seis mil quinientos infantes y otros ocho cañones, con lo cual se podría defender Les Quatre Bras durante unas horas, aunque ambas divisiones serían irremisiblemente aplastadas de no llegar refuerzos, los cuales había pedido a Lord Wellington, rogándole —al Prins Willem— que se sumase a su petición. Por lo demás, todo iba bien.

—¿Por dónde andan los demás? Cooke, Alten y Colläert, quiero decir.

—No lo sé, Alteza, pero el Major-Général de Constant-Rebecque comentó que las fuerzas de Lord Wellington estaban más cerca de Les Quatre Bras que las de cualquiera de los tres.

Al Prins Willem le daba vueltas la cabeza. Saltar de un baile a una guerra es duro y él acusaba el golpe, aunque algo no se le había olvidado de las lecciones aprendidas en la Península.

—¿Quién más está por aquí?

—Me temo que Su Alteza Real y yo somos los últimos.

—Si es así, marche volando a Bruselas. Se presenta en mi nombre al Old Attie y se lo repite. Ah, y añada que salgo para Les Quatre Bras. Si vamos a danzar con los franceses, el primer baile será mío.

El oficial, que había pasado nueve años guerreando con la Grande Armée y que fue de los últimos holandeses en llegar a Vilna tras cruzar el Bérézina, se cuadró con solemnidad, al tiempo de decirse que Su Alteza no sería un príncipe muy listo, pero al menos tenía los valseuses en su sitio.

03.30 h.

His Grace daba por buenas las medidas, pero aun así quiso hacer una última revisión, para formarse una idea resumida. De Lancey, que lo esperaba —era una de las muchas manías del duque—, sacó de una carpeta un cuadro sinóptico, en dos hojas, que mostraba la posición en que se hallarían las diversas unidades principales una vez concluyera la concentración. Wellington quiso verlo sin mostrar interés, aunque Álava no se dejó engañar: His Grace había identificado algo que le podría ser útil. Quedó claro para qué cuando pidió al desconcertado De Lancey que, junto a su firma, especificara que aquella sería la situación del Army of the Low Countries a primera hora de la tarde, la hora en que culminaría la concentración si todo salía con acuerdo a lo deseable. De Lancey quizá se preguntara por qué se lo pedía, pero no entraba en su mentalidad discutir una orden; dicha en muy buen tono y en un entorno de cordialidad, pero una orden, así que firmó sin más, para sentir una desagradable inquietud al ver al duque doblar los dos folios y guardarlos en un bolsillo de su levita. Él, como Álava, temía que la situación a esa hora sería distinta, muy distinta, y Wellington, sin la menor duda, lo sabía. La reserva de caballería, para empezar, estaba veinte kilómetros al oeste de Bruselas, en el triángulo Ninove-Aspelare-Nederhasselt; aun así, era la única fracción del Army of the Low Countries que podría llegar a Les Quatre Bras antes de mediodía. En cuanto a las divisiones de infantería, la V y los brunswickers estaban a doce horas de marcha normal y algo menos de once a paso forzado, si lo resistían. Era improbable que Wellington pudiera oponer a Ney más de treinta y cinco mil hombres, y eso a partir de las cinco de la tarde. Los siete mil quinientos de Perponcher-Seldnitsky difícilmente podrían resistir hasta esa hora el asalto de dos corps d’armée y uno de chevalerie. Era, pues, impensable que Wellington pudiera destacar un solo batallón para reforzar al Niederrheinarmee. Sin embargo, se le hacía claro por momentos que pensaba emplear su documento para convencer a Blücher de lo contrario. Al llegar a esa conclusión volvió a sentir malestar, pero sin tiempo de saborearlo, pues His Grace, tras ordenarle que se presentase a las seis, para marchar con él a Les Quatre Bras, daba por terminada la reunión.

Álava y De Lancey habían salido por la puerta del parque. Les apetecía caminar unos minutos, para despejar la cabeza con el aire del amanecer. Tras eso De Lancey marcharía para su casa, con ánimo de descansar un par de horas, escribir al capitán Mitchell para rogarle que se hiciera cargo de su mujer y su doncella y reunirse con Wellington a la hora convenida. El general tenía menos prisa. También pensaba marchar a Les Quatre Bras, aunque dos horas después, tras haber dormido cuando menos hasta las ocho. No iría solo; llevaría con él a su joven consejero, recién convertido en ADC, y a su criado-cocinero, pues no quería ser una carga para la intendencia británica; le bastaba con que la gente de Sir William le consiguiese un par de habitaciones allá donde se alojaran Wellington y su entourage, lo que aquél le garantizó. Contaba con alojamiento para el staff del duque, los comisionados, los comandantes de los Army Corps y los jefes de división y brigada; no en vano sus hombres habían requisado, hacía ya unos días, las mejores casas de Genappe, Nivelles y Waterloo.

Caminaban ceñidos a la Rue Royal, pues el parque rebosaba soldados en formación. Eran de la V División, la de Sir Thomas Picton, quien seguía de paisano; sus ayudantes habían conseguido uniformes a saber dónde, pero él era escrupuloso en materia de ropas; no tenía nada contra las pulgas y los piojos, siempre y cuando fueran los suyos. La tropa —8.ª y 9.ª Brigadas de Infantería británica y 5.ª de Infantería de Hannover; siete mil hombres en total— mataba el tiempo con ayuda de sus bandas de música. La del 92.º Highlanders, formado cerca de donde marchaban, tocaba con sus pífanos y sus cornamusas, sin tambores, unos aires sumamente melancólicos, aunque agradables al oído, que Álava no supo reconocer, pese a que le sonaban de algún momento en España o en Francia.

—Es el Robert the Bruce. Bueno, así lo llaman los ingleses; para nosotros es Brosnachadh Bhruis, o Hey Tuttie-Tatie. A His Grace no le gusta mucho. Es porque Robert de Bruce fue un rey escocés que allá por 1314 barrió en Bannockburn a las tropas del King Edward II, logrando así nuestra independencia —Sir William, evidentemente, ya era más que un escocés consorte—, la cual, por desgracia, sólo nos duró tres siglos. A los ingleses aún les escuece, y Hookie, bien lo sabes, no puede ser más inglés. Los del 92.º —señalaba los montañeses de casaca roja y kilt Gordon—, que lo saben, lo tocan siempre que puede oírles; una manera como cualquier otra de meterle un dedo en el ojo.

Sir William guiñaba uno de los suyos al sonriente Álava; se le veía contento, pensaba éste. Quizá por pensar en una despedida más ardiente de lo que se le podría recetar, aunque también era verdad que si estuviera en sus zapatos él haría lo mismo. La deliciosa Lady Magdalene bien lo valía.

04.00 h.

El Emperador se había levantado, despejado y sin fiebre, para estudiar los informes recibidos desde medianoche. Pronto tuvo claro que no hacía falta modificar el despliegue. L’Armée du Nord estaba bien como estaba, repartida en un triángulo de quince kilómetros de lado y siendo los vértices Frasnes, Fleurus y Charleroi. El I, el VI y la Garde Impériale, concentrados en la última, estaban en situación de pivotar en las dos direcciones, al este o al norte. El II y el 3.º de Chevalerie seguían en Frasnes; el III, el IV, el 1.º, el 2.º y el 4.º, en Fleurus. Era la disposición ideal para empujar a Blücher hacia Mästricht y a Wellington a Oostende, pues no sería tan bobo como para replegarse sobre Bruselas. Tres días y dos batallas, que no serían las más grandes que habría disputado, y estaría en situación de convencer a Metternich y al Zar de que proseguir la guerra sería negativo para sus intereses. Tras apartar de un manotazo la idea de que quizás era más optimista de lo aconsejable llamó a Soult, que apareció con cara de haber dado, todo lo más, un par de cabezadas. Sin dar muestras de interés por su estado le mandó enviar órdenes a Grouchy y a Ney. A Grouchy para que se dirigiese a Sombreffe y tomase posiciones a la espera de su llegada con la Garde Impériale y el VI Corps d’Armée. A Ney, que con el II y el 3.º tomase Les Quatre Bras y explorara el terreno en las direcciones de Nivelles y Genappe. A la vista de lo que detectase ya le daría instrucciones para progresar en alguna de las dos o esperarle allí, en Les Quatre Bras. En cuanto al I, debería seguirle sólo hasta Frasnes, para dejarlo allí en situación de pivotar hacia Fleurus si el duelo contra Blücher lo aconsejaba, o hacia Les Quatre Bras y más allá si el camino hacia Genappe estuviera despejado. Eran órdenes consistentes con el plan de Avesnes; ninguna novedad aconsejaba modificarlo, pero Soult sentía una doble inquietud: ni habían hecho a Zieten el daño que predijo l’Empereur ni Wellington estaba tan lejos de Les Quatre Bras como se había supuesto; la presencia de nassauers —Ney no consiguió hacer prisioneros, de modo que su identidad seguía sin ser confirmada— era la causa principal de la mala cara que tenía.

04.15 h.

El 92.º Gordon Highlanders[160] estaba próximo a cruzar la puerta de Halle, justo a continuación del 28.º North Gloucestershire; mataba el tiempo frente al hotel Bellevue, desde cuyas ventanas les jaleaban unas cuantas damas insomnes en distintos grados de desnudez, agradecidas al espectáculo que Lord Wellington les brindaba y vitoreando a los flemáticos montañeses cada vez que la brisa matinal les alzaba los kilts. Los soldados, por su parte, no habían cesado de cantar a voz en grito cancioncillas obscenas, en inglés —en scottish lo hacían sólo cuando querían cabrear a sus oficiales—, haciendo saber a la somnolienta Bruselas que marchaban a la batalla, y posiblemente a la muerte, con el más elevado de los espíritus, pero la visión de tanta carne suculenta les hizo cambiar de criterio. A eso se debió que se arrancaran con una tonada irlandesa dolorosamente nostálgica.

All the dames of France are fond and free and Flemish lips are really willing.

Very soft the maids of Italy and Spanish eyes are so thrilling.

Still, although I bask beneath their smile, their charms will fail to bind me.

And my heart falls back to Erin’s isle to the girl I left behind me…[161]

04.45 h.

Sachsen-Weimar tampoco había dormido; los franceses les habían hostigado toda la noche a fin de hacerles algún prisionero, enviándoles destacamento tras destacamento, los cuales, una vez escuchaban las esperadas voces de alarma, se daban a la fuga, salvo los que preferían la deshonra de la deserción al honor de perecer a la mayor gloria de su Emperador. Los holandeses y los nassauers de la 2.ª Brigada eran voluntarios; estaban allí porque así lo habían querido, no porque se les hubiera obligado en nombre de un Dios del que desconfiaban, una patria en la que no creían y un Emperador al que a esas alturas detestaban con fervorosa intensidad. En la Grande Armée, como en cualquier ejército de conscriptos, la deslealtad se pagaba con la vida. Los ardorosos tiempos de la Convención, todo heroísmo y entusiasmo por la causa de la Libertad, habían quedado atrás; de ahí la gran envidia que sentían por sus enemigos profesionales, que no estaban allí por ninguna clase de fanatismo, ni obligados por la fuerza. Estaban por la paga, la ginebra y el saqueo, de modo que para nada necesitaban ser leales, ni a sus mandos les preocupaba que no lo fueran. Al buen soldado mercenario no le hacía falta ser patriota. Para que fuera fiel hasta la muerte bastaba con pagarle bien.

Les Quatre Bras formaba una cruz. El brazo norte señalaba Bruselas, el este Sombreffe, el oeste Nivelles y el sur Charleroi. Mirando hacia el sur en el centro del cruce, como estaba el joven príncipe-coronel, se divisaba, del lado derecho de la carretera y a unos cien metros de su eje, la linde del bosque de Bossu, donde se ocultaban sus batallones holandeses; al izquierdo, y algo más lejos, se alzaba una granja bastante grande, llamada Gemiouncourt. En el brazo izquierdo, en la dirección de Sombreffe y a sólo cuatrocientos metros, se veía un caserío, el de Pireaumont; entre su vallado sur y Gemiouncourt había otro bosque, llamado de Hottu y aún más grande que Bossu; sus nassauers habían fortificado el primero, para luego deslizarse a través de Hottu y de los campos de centeno que comenzaban en su linde sur. A los dos lados de la carretera Sombreffe-Nivelles, el este y el oeste, formaba su exigua reserva de artillería, ocho piezas en cada uno. Hacía falta muy buena vista para divisar uno solo de sus soldados, incluso cuando el aún bajo sol asomaba entre los oscuros nubarrones. Los que no estaban parapetados tras los árboles se habían tumbado en el centeno, tan crecido que superaba la estatura de los gastadores. Su brigada era virtualmente invisible, y así quería que siguiera. De ahí que ordenase suspender el fuego. Durante toda la noche hubo disparos, pero desde hacía unos minutos se habían generalizado, sobre todo del lado francés. Quizá Bachelu —gracias a los desertores sabía quién estaba en el lado sur de los bosques: el 2.º de infantería ligera y el 61.º, el 72.º y el 108.º de infantería de línea, bajo el mando de los generales Husson y Campi, ambos a las órdenes del comandante de la 5.ª División, Gilbert-Désiré Bachelu; cuatro mil ochocientos hombres y veinticuatro cañones, a los que al amanecer se unirían las otras cuatro divisiones del II Corps d’Armée— pretendiera determinar cuáles eran sus posiciones por el humo de pólvora que delataba el fuego de los holandeses; los nassauers andaban tan mal de munición, apenas diez disparos por soldado, que no malgastaban un tiro, a sabiendas de que sólo podrían abastecerse de los franceses que mataran o capturaran, pues utilizaban sus mismos mosquetes 1777-XIII,[162] de calibre incompatible (17,5 mm) con los Brown Bess (18 mm) de los holandeses y de casi todos los ingleses. Hasta podría ser el preludio de un ataque. Sería el primero de los muchos que vaticinaba. Lo mejor para resistir era ocultarse, y que nadie disparase mientras su blanco no estuviera centrado en la mira. Si Bachelu quería orientarse, que avanzara. Ya le haría saber dónde andaba la 2.ª cuando se hallaran a cuarenta pasos. Antes, de ninguna de las maneras.

05.00 h.

L’Empereur seguía estudiando noticias. Una de Grouchy le reafirmó en sus asunciones: Zieten se retiraba de Fleurus para tomar posiciones en el eje Ligny-Sombreffe; Thielmann parecía moverse hacia la posición Sombreffe-Le Docq, mientras Pirch, que con toda probabilidad sería la reserva, formaba entre Sombreffe y Brye. Blücher, así pues, aceptaba la batalla. Debía pensar que su posición era buena. Él sabía que no, se decía inclinado sobre su Le Capitaine. Si todo marchaba según lo previsto, a la noche Blücher sólo contaría con un par de cuerpos, el IV y el que pudiera formar con los supervivientes de la matanza que se avecinaba. Bruselas ya estaría más cerca.

Johann, Freiherr von Thielmann

05.45 h.

Dörnberg había dejado Mons a medianoche, con muy mal cuerpo. Era por haber desestimado un informe de Sir Colquhoun Grant —los hacía llegar a Wellington a través de él— sobre la inminencia de un ataque a Charleroi, tras el cual l’Armée du Nord se dividiría en dos columnas; la menor avanzaría sobre Genappe y la mayor buscaría batalla con el Niederrheinarmee; una vez lo destrozara se reuniría con la otra, para ofrecer a Wellington un choque decisivo. El ver que aquellas profecías se cumplían le llevó a la decisión de galopar en plena noche hasta la Rue de la Montagne du Parc, para poner a Wellington en antecedentes y ofrecerle su cabeza, en el entendimiento de que si sobrevenía un desastre parte de la culpa la tendría él. Wellington, para su sorpresa, no dijo nada. Conocer aquello unas horas antes no le habría hecho cambiar sus planes, los que Constant-Rebecque había destrozado del modo más irresponsable. No quiso explicar al contrito Dörnberg la razón de su imperturbabilidad; su castigo sería ése, la incertidumbre. Se limitó a indicarle que aguardara en su despacho mientras él se arreglaba. Tras eso, con Somerset y De Lancey, saldrían hacia Les Quatre Bras.

06.00 h.

Blücher se había subido a su charger nada más amanecer, de mal humor y más gruñón de lo usual. A diferencia de Gneisenau, todo cálculo, precisión y estudio exhaustivo de los detalles, él juzgaba las situaciones a partir de lo que decían sus tripas, que aquella mañana se mostraban convencidas de que algo no iba bien, de que aún iría peor y de que su Generalstabschef habría debido andarse con menos miramientos cuando escribió a Bülow, sin recordar que, habiendo tenido la oportunidad de corregir tanta cortesía, no lo quiso hacer. La posición Saint Amand-Ligny-Sombreffe había sido estudiada en todos sus detalles y nunca se cuestionó que sería un bastión infranqueable, pero aquellas reflexiones partían de considerar que alinearía ciento veinticinco mil hombres y doscientos veintiséis cañones, no noventa mil y ciento setenta y ocho. Cierto que aun así el número seguía de su parte, pero el II era muy flojo. Buena parte de sus efectivos eran infantes landwehr nacidos en territorios que hasta poco antes lo último que desearían en esta vida sería formar parte de Prusia, reclutados a la fuerza y cuya lealtad se consideraba dudosa, por expresarlo, como hacía Nostitz, con suavidad diplomática. De diez mil a veinte mil de sus recién uniformados infantes, y no menos de dos mil de sus jinetes sin caballo, a poco que vieran mal la situación saldrían corriendo, y quisiera Dios que al menos lo hiciesen hacia el Rhein, no hacia la línea francesa.

Gneisenau escuchaba el rosario de gruñidos con expresión grave aunque sin prestar atención. La tenía puesta en los detalles, el lugar donde mora el Diablo. Los que barajaba mientras avanzaban hacia el molino Bussy, en Brye —identificado en su Ferraris como «colina 162»—, no eran tan negativos. Bonaparte, debía de ser verdad lo que filtró Álava, estaba en baja forma, porque de otro modo no se comprendía que a esas horas no estuviera cargando contra sus armeekorps, el I a media distribución en la primera línea de contención, el II sin haber terminado de ocupar sus posiciones en el segundo escalón y el III aún marchando desde Mazy. El Bonaparte no ya de Iéna, sino el de Montmirail, no habría perdido un minuto. Se habría reorganizado a lo largo de la noche, se habría desplegado en posiciones de ataque antes del amanecer y habría saludado a la luz del día con la salva de tres piezas con que la cortesía militar señalaba el comienzo de las carnicerías. No le sorprendió que no lo hiciera, pues sus patrullas no cesaban de verificar lo que sucedía en el campo francés, donde tampoco las cosas estaban bien. Casi toda su artillería, su III Corps d’Armée y su Garde Impériale seguían sin cruzar el Sambre; tras eso tendrían veinte kilómetros de marcha para llegar frente a ellos, lo cual hacía imposible que abriera el baile antes de mediodía, si no alguna hora después. Eso le daba un buen margen, no sólo para colocar sus armeekorps sino para reunirse con Wellington y asegurarse de que colaboraría. El hueco que dejaba el IV debería ser cubierto por un par de divisiones británicas, y dada la forma en que Napoleón desplegaba sus dos alas, y si fuera verdad lo que Müffling decía en papel de His Grace, el Niederrheinarmee quizá se hallaba en situación de alcanzar una victoria decisiva. Lo malo era que no se lo creía. Difícilmente Sir Arthur sería tan generoso como para permitir que las armas prusianas triturasen a Bonaparte y quedaran bien colocadas para emprender la carrera de París. Ése no sería el Wellington que intuía tras su imperturbable fachada, la que tanto ensalzaba Blücher; debía estar tramando alguna jugada de calibre similar a la que prepararía él si se hallase al mando y no estuviera condenado a llevar por el buen camino, lo que cada día consumía más tiempo, al miope, obtuso e intelectualmente despreciable Blücher, por el que cada día que pasaba sentía menos cariño. De ahí las pocas lágrimas que derramaría si algún providencial disparo francés hacía para Prusia el más de agradecer de los servicios, aunque no caería esa breva, se decía con amargura.

—¿Hay noticias de Wellington?

—Tras el último mensaje de Müffling, ninguna.

—Deberíamos hacer algo, ¿no te parece?

—Pensaba enviar a Brünneck a Les Quatre Bras, para invitarle a que venga. También podríamos ir nosotros —a Blücher no debía parecerle mala idea, porque asentía—, pero entre unas cosas y otras no estaríamos de regreso antes de la una, y para entonces ya tendremos aquí a Grouchy, o al propio Bonaparte. Debería venir él. Al fin y al cabo, está menos presionado.

Blücher no necesitó pensárselo; en general, nunca lo hacía. Para pensar estaba Gneisenau.

—Envíalo, pues. Cuanto antes.

No necesitaba preguntarse por qué Gneisenau había elegido a Brünneck. Un oficial joven, despierto, de muy buen trato y que, a diferencia de lo usual, hablaba un excelente francés.

06.30 h.

El Graf Kleist, en Trier, releía la orden de Gneisenau enviada la noche del 13: trasladar el Norddeutsche Bundeskorps a la fortaleza de Arlon, en el ducado de Luxemburg. No necesitaba mirar su Le Capitaine para entender que con aquel movimiento se convertía en el quinto Armeekorps del Niederrheinarmee. Según tenía decidido desde que recibió la orden de marchar a Trier, era el momento de sentirse muy mal, lo que además sería verosímil porque desde hacía días lucía una cierta ictericia; su estado mayor la imputaba piadosamente a que había comido algo en mal estado, aunque la sospecha general era que si algo le ponía de veras enfermo era la certeza de que, tarde o temprano, se vería obedeciendo a Gneisenau. Pues visto para sentencia: en cuanto llegaran sus jefes de brigada les anunciaría su retiro temporal por causas de salud y entregaría el mando al más antiguo, un Generalleutnant Engelhardt ya sesentón que mandaba las tres brigadas Hessen-Kassel. Tras eso se metería en su cama y allí se quedaría unos cuantos días. En cuanto a Gneisenau, que se fuese al diablo.

07.15 h.

Los exploradores habían identificado al enemigo: la II división holandesa. Según el manual de campaña sólo eran cinco mil hombres, pero Reille pensaba que había más. Por muchos que fueran, opinaba Ney, no llegarían a ocho mil, porque ni Wellington ni nadie organizaba sus fuerzas en divisiones más grandes. Él ya contaba con las de Bachelu, Foy, Piré-Hippolyte y Lefebvre-Desnoëttes, que totalizaban nueve mil cuatrocientos infantes y tres mil cuatrocientos jinetes, así como veinticuatro cañones. No bastarían para desalojar a bajo coste un enemigo de cuantía indeterminada que se ocultaba en dos bosques, una granja fortificada y un caserío que también debía estarlo. No quería quemar la oportunidad que tan por los pelos le concedía l’Empereur —recordaba el consejo de Mortier: «coge lo que te dé y no discutas, porque si Metternich no se hubiera cargado a Berthier ni te habría llamado»—, de modo que decidió aguardar la llegada de la 6.ª y la 7.ª. Entre las dos aportarían nueve mil ochocientos infantes, suficientes para organizar una pinza, la infantería en los bosques y la caballería por los flancos, con lo cual Perponcher-Seldnitsky se retiraría para unirse a las lejanas fuerzas de Wellington. Disponía por lo menos de diez horas para forzar la situación, así que nadie podría criticarle que aguardara la llegada de refuerzos. Todo fuera por sufrir pocas bajas.

07.30 h.

El Prins Willem había llegado a Les Quatre Bras. Él y su escolta, sin refuerzos. Constant-Rebecque y Perponcher-Sedlnitsky no contaban con ellos, o no si hubieran de llegar desde Nivelles o Braine-le-Comte. Las unidades más cercanas eran las que Wellington mantenía bajo su mando y que suponían de camino gracias a un mensajero del coronel De Lancey llegado minutos antes, pero habrían agradecido un milagro, pues no eran capaces de imaginar las razones que pudiera tener Ney para no aplastarles. El Joven Sapo tampoco sabía mucho, por no decir que no sabía nada. Ni siquiera si sería o no del interés de Wellington luchar por aquel cruce de caminos, aunque al menos entendía que, lo quisiera o no, ahora no tenía más remedio que conservarlo en su poder, so pena de perder una valiosísima división en tres cuartos holandesa y en un cuarto de Nassau. No se podía permitir el lujo de abandonarles, por lo que daba por seguro que vendría. Lo que no era capaz de predecir era cuándo.

Mientras charlaban apareció un oficial prusiano, el Major Brünneck. Venía por orden del Graf Gneisenau para explicar a Lord Wellington la situación del Niederrheinarmee y conocer la del Army of the Low Countries, y si había ido a Les Quatre Bras era porque Müffling les indicó que allí estaría. Ellos no sabían cuándo llegaría, le contestó el Prins Willem; Brünneck podría elegir entre salir a su encuentro por el camino de Bruselas o esperar a que llegase, lo que no tardaría en suceder si había salido al amanecer, como acostumbraba. Para un jinete como Wellington, y con los purasangres que montaba, los cuarenta kilómetros que había entre Bruselas y Les Quatre Bras supondrían dos horas y media. De ahí que, con afabilidad principesca, le invitase a desayunar con ellos y a explicarles qué tal estaba el Niederrheinarmee tras el día tan perro que les había dado Boney.

07.45 h.

Lady Magdalene y Siobhán, su doncella y confidente de toda la vida, salían de Bruselas en el carruaje de Sir William con la sola compañía del cochero y un soldado cuya misión oficial era llevar al capitán Mitchell, jefe de la oficina en Amberes del QMG, las últimas órdenes de His Grace, aunque la oficiosa era más importante: cuidar lo que más valía en este mundo para el preocupado Sir William, el mismo que flanqueando a Lord Wellington y precediendo la comitiva de mando —Lord Fitz-Roy Somerset y Sir Edward Barnes, los ADC de todos ellos, los generales Müffling y Dörnberg, y el entourage del duque, compuesto por el doctor Hume, el reverendo Briscall, el valet Tesson, el cocinero Thornton y el inclasificable Beckermann—, más el escuadrón de light dragoons que les escoltaban, dejaba el hôtel de la Rue de la Montagne du Parc para emprender el camino de Les Quatre Bras. A Lady Magdalene, que había ya visto pasar a la V División, le faltaba ver a su marido; de ningún modo pensaba dejar el balcón sin decirle adiós con la mano, y hasta lanzarle un beso si tal cosa no chocara con su férrea reserva escocesa. Se conformó con lo primero y hasta supo devolver el amable saludo de Wellington, que se había descubierto al pasar frente a su casa. Era un cierre magnífico para el hermoso espectáculo que contemplaba desde que Sir William saliera para reunirse con His Grace. Aunque fuera tan monótono como suelen ser los de naturaleza militar, no quería perder la última oportunidad de ver a su marido. Aún conservaba el íntimo calor que le dejó en su apasionada despedida, en el corazón y algo más abajo. Sabía qué significaba casarse con un coronel, de modo que no tenía derecho a maldecir su mala suerte, pero aun así sentía una considerable angustia, pese al consuelo que le brindaba la prosaica Siobhán: al ser el puesto de Sir William tan cercano a Lord Wellington nada malo le podría suceder, ya que los generales rara vez caían, pues bien se preocupaban de no ponerse donde silbaran las balas, de modo que quienes combatieran a su lado estarían tan a salvo como ellos. Era un razonamiento incontestable, lo aceptaba; en la Península, su marido y Wellington estuvieron juntos en a saber cuántas batallas y ninguno sufrió un mal rasguño. No habían derramado más sangre que la inevitable al afeitarse, aunque por mucho que se lo repitiera no lograba quedarse tranquila. Ser una viuda de veintidós años no le apetecía en absoluto.

08.30 h.

Álava, tras escribir una breve carta para Cevallos, sólo había dormido tres horas, lo que para él era nada. De ahí que no estuviera de buen humor. Cabalgando junto a él, su ADC tampoco hablaba, ni mostraba mejor talante. No sólo por el sueño que tenía —dejó el baile al amanecer, para darse con el general cuando regresaban los dos a la embajada y así saber que a las ocho y media, uniformados y desayunados, saldrían hacia Les Quatre Bras—, sino porque la imagen de Lady Jane, puesta de cuatro patas, no se le iba de la cabeza. Cerraba la formación el imperturbable Zurraspas. Como el viejo soldado que a fin de cuentas era, desde hacía días venteaba la guerra. De ahí que ya hubiera colocado los bultos de sus amos en las bestias de respeto, cargado sus armas y las del general —el chaval ya se las apañaría—, y estuviese listo para emprender el camino. Él no iría tan lejos como su amo; se quedaría en Genappe, en la casa que Sir William reservó para los comisionados ruso, austríaco y español, sus aides-de-camp, sus criados y sus monturas. Su función sería procurarse víveres —llevaba sobrados, pero los soldados veteranos saben que nunca estorban— y vigilar que todo estuviera en condiciones para que a la noche Don Miguel y Don Nicolás, si volvían, cenaran bien y descansaran mejor.

Pasaban frente al Bellevue cuando el general comentó a su ADC que presentaba una facha excelente. Miniussir se lo quedó pensando. El uniforme de oficial de los Reales Ejércitos, distintivos de grado aparte, desde la promulgación de la Ordenanza de 1768 comprendía una levita de color azul con divisa grana y unos pantalones que debían ser de franela blanca en verano y paño carmesí el resto del tiempo, un diseño que nada tenía que ver con el británico, al punto que a cualquier soldado nervioso le podría sonar a francés, con los naturales y peligrosos efectos. Lo único que su jefe y él respetaban de la Ordenanza era la prenda de cabeza, un bicornio similar al inglés aunque adornado con la escarapela de los Reales Ejércitos, y con una cenefa blanca en el caso del general. Unas diferencias tan de matiz que pasarían desapercibidas. El teniente general Álava bien podría presentarse como General Sir Michael d’Álava, y el capitán a media paga Nicolás de Miniussir como Major Nicholas Miniussir. His Grace lo había pedido así para que nadie desconfiara del que quizá terminara siendo su noveno ADC.[163] Un papel que al fingido Major no le disgustaba. Tenía presente la profecía del general; no sabía cómo, pero aquel hacer unos días de british major igual resolvía su porvenir.

09.30 h.

La comitiva de Wellington había rebasado a los brunswickers, que marchaban en cabeza. Se hallaban a mitad de camino, de modo que De Lancey susurró que hasta las dos, si seguía sin llover, Perponcher-Sedlnitsky debería resistir sin ayuda. Wellington asintió al tiempo de saludar al duque Friedrich-Wilhelm, que cabalgaba junto a su segundo, el Major Brandenstein. Atravesaban Waterloo, dejando a su derecha la iglesia de Saint Joseph y a su izquierda la requisada fonda Jean de Nivelles. Wellington marchaba con prisas, pues quería comprobar cuanto antes la situación de Perponcher-Sedlnitsky. También, al adelantar a las unidades que integraban la columna —saludando a sus banderas— hacía saber a sus oficiales que los alegres días de danzar hasta la madrugada se habían terminado. Ahora llegaban los de bailar con los franceses. De ahí venían ciertos cambios en los que sólo reparaban sus ADC. Uno era que no vestía ninguno de sus majestuosos uniformes —su preferido no era el de Fieldmarschal inglés; con frecuencia se dejaba ver de capitán general de los Reales Ejércitos, cuyo diseño se adaptaba mejor a sus gustos personales, pues al no estar reglamentado le permitía ir como le daba la gana—, sino una levita gris bastante sencilla, unos pantalones de franela blanca y un bicornio negro en el que Tesson había cosido las únicas notas de color de su muy sobria fachada: las escarapelas de Inglaterra, Portugal, España y el VKN. A sus próximos no les sorprendía, pues era su vestimenta de campaña; las tropas la conocían, y si bien jamás le vitoreaban —lo tenía prohibido; dar libertad para ensalzar y aplaudir era también darla para criticar y abuchear; el soldado, en su criterio, estaba para combatir, saquear, sobrevivir o perecer, y llegado el caso cobrar su paga, pero jamás opinar— sentían alivio cuando le tenían a la vista, calmado e impasible por muchas granadas que cayeran a su alrededor, lo que incrementaba no sólo su confianza, sino su moral de victoria.

Otro cambio era su montura; en Bruselas solía exhibirse sobre sus purasangres ingleses, cuya sola vista despertaba la envidia de los que sabían de caballos, pero aquel viaje lo emprendía sobre Copenhagen, un field hunter[164]alazán de gran alzada y del cual se decía que no sólo resistía un día de operaciones —lo que podría significar sesenta millas con su jinete a cuestas, y Wellington no era de los ligeros—, sino que ni siquiera relinchaba cuando veía pasar entre sus patas proyectiles de doce libras; era una bestia joven, tan imperturbable como su amo y no menos intratable —más de un mozo de cuadra se había jubilado antes de tiempo a causa de alguna coz bien apuntada—; no era elegante ni distinguido, ni veloz pese a ser hijo de Meteor, un semental muy apreciado por los criadores, y Lady Catherine, una yegua que de potranca quedó colocada en el Epsom Oaks de 1803; su primer dueño lo hizo correr al cumplir tres años, esperando que saliese a su madre, para quedar decepcionado al ver que siempre llegaba el último, cuando llegaba, porque no era infrecuente que sus jockeys, que lo detestaban, desmontaran por las orejas, pero si Hookie lo prefería para los asuntos serios (cazar zorros, ciervos y Bonapartes) sería por algo. El último indicio de que todo era distinto era su silla; la de pasear por Bruselas lucía desnuda, pero la de aquella mañana llevaba sujeta una valija; contenía un recambio de ropa, y no sólo por si se veía en la necesidad de pernoctar lejos de su valet, sino por si se notaba más sucio de lo admisible —sus más próximos sabían que para los asuntos relacionados con el aspecto físico era no ya exigente, sino maniático—; lo que no tenía relación con sus costumbres higiénicas era lo que guardaba en el hueco de la pistola: un portafolio de campaña con papel, plumas, tinta, secante y lápiz. No confiaba en que su QMG o su secretario contaran con todo eso en todo momento. Jamás incurriría en el riesgo de dar órdenes verbales, salvo si le conviniera darlas; una situación, la última, rara en él, aunque a lo largo de aquella campaña quizá necesitase dar alguna, para en el caso de que algo saliera mal poder decir que no había mandado nada. Los grandes generales, bien lo sabía, no eran los que más acertaban, sino a quienes menos errores se les podía probar.

De Lancey, antes de salir, había enviado una bandada de mensajeros a las divisiones de infantería y a las reservas de artillería y caballería, con instrucciones de que a su regreso le dijeran dónde y cuándo las habían encontrado, y cuándo preveían sus jefes alcanzar los lugares de concentración que tenían asignados. La lluvia de órdenes que Wellington comenzó a emitir a la caída de la tarde había creado una gran confusión; su trabajo era resolverla, pero el ejército estaba tan disperso que le llevaría tiempo. Temía, también, que algunas de las órdenes no hubieran alcanzado sus destinos, por no disponer de suficientes oficiales para lanzarlas por triplicado. El que Wellington hubiera despeñado tres conjuntos con escasas horas de diferencia, empezando al anochecer y terminando al amanecer de una de las noches más cortas del año, no era propio de un ejército bien organizado, ni de un jefe que tuviera las ideas claras. Sobre todo, era inadecuado que al tiempo de dictar tales órdenes se hallara participando, con buena parte de sus mandos, en una fiesta innecesaria e intempestiva. Bien sabía que Wellington, en la Península, estiraba su suerte más allá de lo razonable, aunque sin hacer que su gente se implicara. Lo hacía él solo, como cuando andaba enfrascado con la escandalosa Madame de Quintana. En la Península, por si fuera poco, se las veía con mariscales más o menos ineptos, pero allí tendría enfrente a Boney en persona. Demasiadas ventajas eran las que His Grace le concedía. Dios quisiera que se confundiera, pero en su fría opinión profesional el Army of the Low Countries avanzaba derecho al desastre; de un modo, eso sí, elegantísimo.

Wellington cabalgaba muy pensativo. Aun así, de vez en cuando se dejaba interpelar por algún acompañante. Uno muy asiduo era Müffling, a la sazón inundado de dudas. Una era tan fuerte como para sugerir un despliegue agresivo, no a la espera de lo que hiciera Bonaparte. Wellington no necesitó pensarse la respuesta; un tanto desganado explicó que si algo intentaba evitar, en aquella campaña y en todas las que había emprendido, era realizar movimientos en falso. Prefería moverse más tarde del momento adecuado a deshacer sus acciones, lo cual generaría no sólo cansancio innecesario, sino confusión logística, que a su entender era la peor. De ahí que ordenase mantener las posiciones en el área de Mons, lo cual, a los ojos de Müffling, daría lugar a que no contase con una fracción importante de su fuerza si se viese atacado por el grueso de l’Armée du Nord. Cierto, podría suceder, pero lo malo de mandar un gran ejército, añadía con evidente hastío, era que asumir riesgos resultaba inevitable. De ahí que prefiriese tomar sólo aquellos que hubiese calculado con suficiente detenimiento. Lo que se preguntaba el contristado Müffling —la displicencia de Wellington le resultaba más hiriente que los sarcasmos de Gneisenau— era si habría calculado alguno. Por lo que llevaba visto de cómo planteaba la campaña, la especialidad de His Grace era la improvisación.

10.00 h.

Grouchy regresaba de ver al Emperador. Sus instrucciones eran atacar la línea enemiga en dos columnas, la izquierda (IV Corps d’Armée) contra Saint Amand y la derecha (III) contra Ligny, flanqueadas por sus dos corps de chevalerie. La Garde Impériale permanecería en reserva. El ataque debería comenzar cuando los cuatro corps dispusieran de sus efectivos al completo, lo que Soult estimaba sobre las dos. L’Empereur habría preferido que fuese antes, pues había riesgo de tormenta, pero no sería sensato lanzarse contra noventa mil hombres con menos de los setenta mil que tendría Grouchy una vez llegaran las últimas unidades. El retraso del III, que a su vez provocó el del VI y el de la Garde Impériale, le costaba no atacar a la hora prevista, las diez de la mañana. Si sus órdenes se hubieran obedecido al pie de la letra, seguía refunfuñando, a esas horas Blücher tendría un armeekorps menos.

10.15 h.

Wellington se reunía con el Prins Willem, Constant-Rebecque y Perponcher-Sedlnitsky. A su primera pregunta, con qué fuerza contaban, escuchó que siete mil quinientos hombres de la II División y dieciséis piezas de artillería. Esperaban la llegada de la III, y también algunos escuadrones de la I de Caballería. No comprendían las razones de Ney para no hacer nada, salvo que les creyera más fuertes y esperase refuerzos. También podría ser, pensaba His Grace, que sólo pretendiera fijarle al terreno y que movilizara recursos, para lanzar así una maniobra envolvente por el oeste. A eso se debía su decisión de conservar entre Mons y Le Rœulx la IV Británica y la I de Infantería VKN, que totalizaban dieciséis mil seiscientos hombres y cuarenta cañones; de ningún modo se dejaría envolver, como Mack en Ulm diez años antes. Tras eso el Prins Willem comentó que andaba por allí un tal Brünneck, enviado por Blücher para conocer sus intenciones, pues de lo que pensase hacer él dependía lo que hiciera el Niederrheinarmee. Según les dijo en buen francés, Blücher contaba con tres armeekorps; no serían suficientes para defender su posición si Boney les echaba encima cuatro corps d’armée y la Garde Impériale, al punto que Gneisenau hablaba de replegarse hacia Gembloux. Era la peor noticia que le podían dar, se dijo Wellington. Boney no iría tras Blücher con toda su fuerza; dejaría un corps d’armée a modo de interposición y se lanzaría sobre sus posiciones con más de cien mil hombres, a los que difícilmente lograría contener y de ningún modo derrotar. Alarmado, escribió una nota para Gneisenau en su más claro inglés, explicando que sus divisiones marchaban desde Bruselas y Nivelles hacia Les Quatre Bras, donde se coordinarían con el Niederrheinarmee, con lo cual quizás el otro entendiera lo que no le decía, que iría en su ayuda de ser necesario. Añadió que Ney parecía contar con dos corps d’armée, uno o dos de caballería y alguna fracción de la Garde Impériale. Cuantos más franceses pensara Gneisenau que se hallaban en Les Quatre Bras, menos creería tener enfrente, con lo que disminuirían sus deseos de largarse. Lo que pretendía dar a entender —sin decirlo— tampoco era cierto, pues hasta muy entrada la tarde no recibiría refuerzos en cantidad suficiente para despachar dos divisiones a Sombreffe, en el improbable caso que decidiese hacerlo, y para entonces ya sería tarde para Blücher. De todos modos, se decía tras mandar llamar a Brünneck, con aquello no era seguro que pudiese convencerle de presentar batalla. Iba viendo inevitable visitar el molino Bussy. Todo fuera por que al caer la noche su aliado y su enemigo estuvieran debidamente desangrados.

11.15 h.

Fouché había construido en Brabante y Valonia una densa red de información. Le fue fácil, pues durante veinte años habían sido provincias francesas. Era lógico, pues, que l’Armée du Nord conociera no sólo la composición del Niederrheinarmee y del Army of the Low Countries, sino la posición de sus unidades. Una de las órdenes que dio en los últimos días fue informar al cuartel general, en Mons, en Charleroi o en Namur —no podía ser más explícito; daba por hecho que alguno de sus espías cobraba también de Wellington—, de cualquier movimiento importante que se advirtiera en el ejército británico. De ahí que nada más amanecer diversos individuos emprendieran el camino de Charleroi dando amplios resguardos a la ruta natural. El primero, exhausto tras cabalgar más de setenta kilómetros, informó a La Bédoyère y luego a l’Empereur que la V División Británica —los «casacas rojas», especificaba—, los de Nassau (de verde) y los de Braunschweig-Wolfenbüttel (los de negro con calavera) comenzaron a salir de Bruselas a las cuatro de la mañana. L’Empereur no era tacaño con quienes le servían bien, y aquel seminarista nacido francés merecía los diez napoleones que mandó se le dieran. Tras eso se concentró en sus mapas y en las notas de Fouché. Aquellas tropas no eran el total de la reserva de Wellington, porque ni la caballería ni la VI División se acuartelaban en Bruselas; marcharían también hacia Les Quatre Bras, pero más retrasados por partir desde más lejos. Los Army Corps de Hill y del príncipe Willem debían estar igualmente de camino, pero aun así era imposible que antes de las tres Wellington dispusiera en Les Quatre Bras de fuerzas tan numerosas como para frenar a Ney. Así pues, todo dependía de la prisa que se diera el inusitadamente cauto Maréchal; ya debería escuchar los cañonazos, pero sólo llegaba un silencio que no le gustaba nada. Sin dudar, ordenó a La Bédoyère que trasladase a Ney su deseo de que atacase cuanto antes y no se detuviese hasta Genappe, añadiendo que frente a él no había más de dos divisiones, inglesas u holandesas. Tras eso no quedaba nada por hacer en Charleroi. Era momento de salir hacia Fleurus, donde Soult había instalado el cuartel general. Así, aupado por Alí, se subió en La Marie, la que prefería de sus tranquilas yeguas blancas. Pocos sabían que rara vez eran francesas; aquella, sin ir más lejos, era una purasangre de MecklenburgSchwerin, el ducado natal de Blücher. Quizás incluso procedía de sus cuadras.

11.30 h.

La última vez que pasó por allí fue a la vuelta de Chimay, se decía el general Álava con un punto de nostalgia. No recordaba nada, pues el paisaje no podía ser más anodino; bosques, centeno, granjas y una carretera recta pero muy ondulada. Si no fuera por los cientos de soldados que ocupaban el cruce y se repartían a izquierda y derecha, y que debían de ser la reserva de Perponcher-Sedlnitsky, pues el grueso se desplegaba en los bosques y en la granja que se divisaba un kilómetro más lejos, habría pasado de largo sin siquiera suponer que aquella encrucijada era ese Les Quatre Bras que de un modo nada disimulado había maldecido Wellington. A la encrucijada y a unas cuantas cosas más.

Tras saludar al muy serio Constant-Rebecque, le preguntó por dónde andaba His Grace; el otro contestó señalando un pino cercano, bajo cuya sombra se había tumbado Wellington con un periódico tapándole la cara. Un despliegue familiar, se dijo Álava; su amigo poseía un valioso don, el de dormir profundamente casi a voluntad. Gracias a eso conseguía irse a la cama rara vez antes de medianoche y estar en pie, aseado, afeitado y perfectamente atildado, a la salida del sol.

—¿Hace mucho que se puso ahí?

—Como un cuarto de hora. Cuando acabó de flagelarme. Álava sonrió al abatido general. Wellington era para conocerle, y lo primero que un oficial debía tener por ley divina era que tomar iniciativas arriesgadas contradiciendo sus órdenes costaba un consejo de guerra cuando todo salía bien. Tras eso caminó hacia donde yacía The Beau con la cabeza tapada por The London Gazette. No estaba dormido, porque al sentir que alguien se acercaba se despojó de la prensa y alzó la cabeza en un gesto nada simpático, aunque lo dulcificó al momento.

—Hola, Miguel. No viste nada de lo de Charlotte, ¿verdad? —lo decía mientras se levantaba—. No lo lamentes, porque no fue gran cosa. ¿Quién es el último con el que te has cruzado?

—Dejé atrás al 28.º, el de Belson, a las diez y veinte, frente a Mont-Saint-Jean; marchaban a buen paso, marcando el ritmo al 92.º. Les tendremos aquí a las dos y media, si no se paran. Tras ellos venían los brunswickers, algo más despacio. Parecían sin fuelle. Son menos duros de lo que se podría pensar de sus calaveras y de sus uniformes de osario. Deberías arroparles —His Grace tomó nota para sí mismo; haría que De Lancey distribuyera los refuerzos según fueran llegando, con cuidado de mezclar las unidades veteranas con las de reclutas y novatos; sería, también, un buen pretexto para no llevarle a Brye—. Constant-Rebecque anda un poquito mohíno. ¿Le has reñido mucho?

—Le habría fusilado, pero con Ney ahí —señalaba el bosque de Bossu— sería una medida mal vista. ¿Por qué carajo se habrá puesto a pensar? —Álava no contestó; su experiencia con His Grace predecía un largo y amargo soliloquio—. Si el maldito majadero se hubiera limitado a obedecer, a estas horas Ney andaría desparramado entre Fleurus y Genappe, al frente de un solo corps d’armée y, como mucho, uno de caballería. Estaría peor que Marmont en Salamanca y le haría pedazos exactamente igual, de la misma forma. Boney, mientras tanto, se habría lanzado con cien mil hombres contra Blücher. A la noche los dos estarían hechos polvo, lo que quedase del uno marchando hacia Namur y no más de dos tercios del otro siguiéndome hacia Mont-Saint-Jean. El domingo seríamos cien mil contra no más de setenta mil, y aunque Boney lo supiera no tendría más opción que atacar, pues lo contrario sería darse por vencido y aceptar que lo había perdido todo. Este imbécil me ha costado que Ney tenga dos corps en lugar de uno, que a la noche tendré unos cuantos miles de bajas más de las esperadas y, lo peor de todo, que Blücher no estará tan averiado como debería, ni Boney tan maltrecho. Ya ves, Miguel, lo que puede suceder cuando un cretino iluminado por el Altísimo desobedece sus órdenes, abandona su posición, destroza la estrategia de su jefe y compromete la suerte de la campaña. Le salva no ser inglés. Si lo fuera ya estaría columpiándose de una rama —cualquiera que no conociese al Wellington de las batallas pensaría de aquellas palabras que sólo eran una elegante figura de dicción, propias del muy británico sentido del humor de His Grace, pero Álava sabía que no, que hablaba con el corazón y que Constant-Rebecque tenía una inmensa suerte, la de figurar en la nómina del Koning Willem—. Gneisenau me mandó un propio esta mañana, un major que habla un buen francés. Lo comento para te hagas una idea de mi mosqueo. Si sólo quisiera transmitirme algo y esperar respuesta se habría servido de cualquiera, pero el tal major quería detalles. El sajón de los demonios igual está pensando rehusar la batalla y retroceder hacia Gembloux para reunirse con su IV Armeekorps. De ahí que piense ver a Blücher. Seremos tú, yo, Dörnberg, Müffling, Somerset y unos cuantos ADC. Por cierto, me gustaría que llevaras a tu chico y a sus orejas.

—¿Y De Lancey?

—Le dejaré aquí. Alguien deberá distribuir los refuerzos a medida que vayan llegando.

Al general no le costó un segundo de reflexión encontrar el sentido final de que Wellington se guardara en un bolsillo el estado de situación que hizo firmar a De Lancey. Todo tomaba cuerpo ante su cómplice mirada. El que le llevase a la reunión con Blücher, también. De nuevo, y no podría decir que sin ganas, se transformaba en el QMG del Duke of Wellington.

—¿Cuándo nos vamos?

—Ya. Estaba esperándote. Dije a Brünneck que llegaríamos sobre las doce. Ya sé que no hay tanta distancia, pero prefiero ir despacio. Según el Ferraris, la carretera discurre un tanto elevada sobre la línea Saint Amand-Ligny-Sombreffe. Me gustaría que precisaras si Gneisenau se ha desplegado para combatir o para retirarse a poco que las cosas se pongan difíciles. Te lo pido porque Müffling no me dejará en paz. Dado que de ti no se ocupará, ten la bondad de hacerlo por mí. Sobre todo, calcula cuánto adelgazará una vez Boney se le venga encima. Si le sangrara treinta mil hombres, o un poco más, estaría dispuesto a sumarme a los que le tienen por el mayor genio militar de la historia.

12.00 h.

Ney releía la orden que l’Empereur le había enviado a las once menos cuarto. Si los datos eran correctos, él sería superior a los holandeses en la proporción dos a uno, si no tres a uno. Lo sería si todas sus fuerzas se hallaran allí, pero no era el caso. Seguía esperando a que llegase la 6.ª, que por si fueran pocos sus males la mandaba el infame König Lustig.[165] Debería estar allí antes de las dos. Atacando entonces aún habría tiempo para recorrer los seis kilómetros hasta Genappe y hacerse fuerte ahí. Reille, sin embargo, estaba por empezar, pues el tiempo, ya muy amenazador, podría empeorar, obligando a detener el ataque. Tenía sentido, Ney lo aceptaba, pero aun así no quiso ceder. De ningún modo querría verse ante Napoleón con el II reducido a cenizas, aun habiendo vencido. Aquella no sería la batalla decisiva, y su deber era conservar cuantas más fuerzas pudiese para el momento de vérselas con Wellington al completo, lo cual, con seguridad, no sería en ese cruce de caminos.

12.30 h.

Zieten había culminado el despliegue del I en la línea Saint Amand-Ligny, situándose tras dos arroyos que bajaban muy crecidos, el Grand Rye y el Ligne. Pirch colocaba el II tras el I, entre Brye y Ligny. A Thielmann no se le veía desde la elevación donde la comitiva de Wellington se había detenido, pero aun así era evidente que no era en su posición donde se aguardaba el ataque principal; más parecía ser el cerrojo de una retirada en buen orden hacia Namur o Gembloux. La razón de haberse detenido en el punto más alto de la carretera de Sombreffe era de naturaleza inexorable, y es que hasta los mariscales ingleses de vez en cuando hacen pipí, si bien sólo se trataba de dar tiempo a su cómplice para que revisara con detenimiento la forma en que Gneisenau distribuía sus armeekorps.

La comitiva era nutrida, pues a la escolta regular se sumaba un escuadrón de húsares de Silesia mandado por un joven Major Zehelin; se habían extraviado en su retirada de Charleroi, y aunque Zehelin pensaba regresar a su aire aceptó pasar a ser escolta del general Müffling, quien parecía encantado de ver tantos y tan vistosos uniformes azules —lucían unos dolmans muy elegantes—, cabalgando a la par con los inmaculados dragones ligeros del 11.º Regiment. Zehelin, que no sufría don de lenguas, llevaba toda la mañana sin comunicarse con nadie, salvo algún inamistoso aide-de-camp del general Constant-Rebecque; a eso se debía que agradeciese la compañía del Major Miniussir, cuyo perfecto alemán les permitía intercambiar datos sabrosos, en su mayoría de carácter frívolo aunque también de tipo profesional; por ejemplo, a Zehelin le parecía inconcebible, no por observación directa sino porque así lo había dejado caer Müffling, que Les Quatre Bras sólo estuviera defendido por una división de infantería y que las demás fuerzas de Wellington se hallaran muy lejos de allí. Tampoco entendía que al comentadísimo baile de la duquesa de Richmond hubiesen acudido tantos oficiales británicos, empezando por Wellington, cuando Bonaparte, a las mismas horas, machacaba sin piedad al I Armeekorps; tal cosa, sostenía, jamás entraría en el pensamiento de un general prusiano. Quizá por eso se quedara perplejo cuando escuchó de Miniussir que al menos sí entró en el de Müffling, pues le había tenido junto a él, bebiendo el mismo ponche aguado, en el baile de la duquesa. Tras eso, era inevitable, llegaron a un acuerdo de camaradas: todos los jefazos eran idiotas.

De nuevo en marcha, y con el molino Bussy a la vista, Wellington se desembarazó con alguna brusquedad del infatigable Müffling, empeñado en convencerle de que a medida que llegasen a Les Quatre Bras desviase hacia Saint Amand los totenkopf[166] del Herzog Braunschweig-Wolfenbüttel, y se puso a la par con el comisionado español, cuyo gesto era el de tener algo que decirle.

—No se plantean salir corriendo a poco que las cosas se compliquen. Sus posiciones son firmes. Ahora, Boney les hará pasar un mal rato con su artillería. Están demasiado expuestos.

Wellington asintió; por bien que los prusianos se parapetasen, los proyectiles de doce libras les iban a masacrar. Le asombraba que alguien con la fama de gran estratega que tenía Gneisenau se mostrase tan a la vista. Él jamás se dejaría ver así, tan expuesto como en un tiro al blanco. De aquello, lo encontraba seguro, Blücher saldría malparado. Su centro, en Ligny, era muy débil. Si cometiera el error de comprometer demasiado pronto sus reservas, y la cercanía del II al I así lo indicaba, saldría de ahí, si salía, tan vapuleado como de Lützen y de Bautzen. Aquella posición estaba estudiada para ser defendida con cuatro armeekorps, no con tres. La consecuencia era evidente: Blücher y Gneisenau pensaban pedirle que pusiera el cuarto, y si no se comprometía levantarían el campo y marcharían al encuentro de Bülow, lo que a Boney le parecería la mar de bien, pues así podría volverse contra él con todo lo que tenía. Eso era, exactamente, lo último que deseaba.

12.45 h.

El Emperador, ya en el molino Naveau, en Fleurus, estudiaba no sólo la disposición de los prusianos, sino el molino Bussy, más allá de Brye, donde los muchos soldados que lo rodeaban le hacían pensar que allí estaba Blücher. De momento no quería tomar el mando, sino ver qué tal se las componía Grouchy. Sus aides-de-camp le observaban con curiosidad, porque no vestía el verde y blanco de los chasseurs-à-cheval, sino el azul de un coronel de su artillería montada. El bicornio era el de siempre, aunque su legendario redingote gris no aparecía por ninguna parte. Hacía un calor agobiante, pese a que unos sospechosos nubarrones hacia el oeste indicasen que la jornada terminaría en otro diluvio. A l’Empereur le inquietaba que del mismo ángulo no llegara un bramar de cañones. Impaciente, ordenó a Soult enviar a Ney órdenes perentorias: atacar de inmediato. Mientras no oyera la voz de su artillería no pensaba dar a Grouchy la orden de hacer lo propio. Lo último que se podía permitir era una sorpresa por su flanco izquierdo, la muy lamentable de que Wellington rehuyera el combate con Ney y se lanzase contra él. No creía que pudiera suceder, pero mientras no escuchase la hermosa voz de sus belles filles, las del II Corps d’Armée, no estaría tranquilo.

13.00 h.

Desde la plataforma que los zapadores del II habían construido en el molino Bussy la visibilidad era excelente, gracias a lo cual Blücher y Wellington verificaban que Bonaparte aún no estaba listo. Sus fuerzas visibles no subirían de cincuenta mil hombres, aunque no cesaban de llegar regimientos. Su disposición sugería un ataque repartido en dos columnas de infantería flanqueadas por masas de caballería. Con eso comprometería dos corps d’armée y dos de chevalerie. Le quedarían, en reserva, uno de los primeros, otro de los segundos y la Garde Impériale. Dadas la situación y la orientación de las piezas de artillería, el arma favorita de Bonaparte, lo primero que oirían sería un gran concierto de belles filles, que haría estragos entre las mal colocadas fuerzas de Blücher, cosa que Wellington no pensaba decirle. De ningún modo pondría en peligro una cosa tan magnífica.

Tras el estudio de las fuerzas en presencia, los comandantes en jefe y sus respectivos equipos se reunieron en el interior del molino. Por el Niederrheinarmee participaban el Fürst Blücher, el Graf Gneisenau, el Generalmajor Grolman, el Oberst Reiche, el Oberst Aster, el Oberst Clausewitz, el Graf Nostitz, el Fürst Thurn und Taxis y el Colonel Hardinge. Por el Army of the Low Countries, Lord Wellington, Lord Fitz-Roy Somerset, el Major-General Dörnberg, el Generalmajor Müffling y el General d’Álava, más dos docenas de aides-de-camp prusianos, británicos o asimilados. La reunión se celebraría en francés; Müffling actuaría como intérprete de Blücher. Las primeras espadas se congregaban alrededor de una mesa rectangular, lo suficientemente amplia para que se pudiera desplegar una copia prusiana del gran mapa Ferraris; Wellington habría preferido el suyo, un combinado del Ferraris y el Capitaine levantado ad hoc por el Major Oldfield, de los Royal Engineers; no los mejoraba, pero había sido adaptado a la simbología de la cartografía militar británica, lo que resultaba de ayuda cuando no sobraba el tiempo y quienes debían interpretarlo no eran oficiales avispados. Las fuerzas prusianas estaban representadas con todo detalle, incluyendo al IV Armeekorps, que a esas horas atravesaba Perwez, doce kilómetros al noreste de Gembloux. Las francesas aparecían con acuerdo a lo que se apreciaba desde lo alto del molino, a lo que decían las patrullas y a lo que indicaba el general Álava, que para sorpresa de Grolman y Gneisenau —se preguntaban por qué De Lancey no habría venido— se comportaba más como un QMG que como el comisionado de un ejército lejano. Sumando las tres fuentes de información parecía determinarse que frente a las posiciones prusianas se alineaban, o se hallaban camino de hacerlo, tres corps d’armée (Gérard, Vandamme y Mouton; Müffling, que describía la situación por mucho que no hiciese falta, prefería identificar a las unidades francesas por el nombre de sus jefes), tres de chevalerie (Exelmans, Pajol y Milhaud) y la Garde Impériale (Drouot), salvo su caballería ligera; ésta, junto a los corps de Reille, Druet y Kellermann, estaba en Les Quatre Bras. Las fuerzas que se verían con el Niederrheinarmee parecían al mando de Grouchy, aunque nadie dudaba que Bonaparte acabaría por asumirlo. A las otras las mandaba Ney.

Tras aquella detallada introducción, a nadie le sorprendió que Gneisenau preguntara —en inglés— cuál era el despliegue del Army of the Low Countries —Where is your army, Your Grace?—, a lo que respondió el propio Wellington, sin palabras, pues de un modo un tanto teatral extraía de su bolsillo un par de hojas cuidadosamente dobladas, las mismas que Álava le había visto guardar horas antes. Las depositó sobre la mesa frente a Gneisenau, Grolman y Müffling, para que fueran leídas en voz alta por el último, el cual reconoció la letra y la firma del coronel De Lancey, así como la hora en que se había fechado: las cuatro menos cuarto de aquella mañana. Las leyó con detenimiento y nadie le interrumpió, aunque al final Gneisenau creyó conveniente resumir lo que había escuchado:

—Si he comprendido bien, su ejército, a la hora en que se firmó este cuadro de disposición, marchaba sobre Les Quatre Bras o ya se había concentrado allí —Wellington no dijo nada; comportarse como una esfinge le salía estupendamente—; la I División Británica marchaba de Braine-le-Comte a Nivelles; la II, lo mismo; la III estaba entre Nivelles y Les Quatre Bras; la IV iba desde Audenarde a Braine-le-Comte; la V marchaba desde Bruselas y la VI desde Assche; la I División Holandesa marchaba desde Sotteghem a Enghien; la II y la III ya estaban en Les Quatre Bras; su reserva de caballería marchaba desde Ninove, salvo la 3.ª Brigada, que lo hacía desde Mons —Dörnberg asintió; le admiraba que Gneisenau declamase todo aquello de memoria, sin servirse de notas—; la caballería holandesa marchaba desde Braine-le-Comte y los contingentes de Nassau y Braunschweig-Wolfenbüttel, por último, lo hacían desde Bruselas. ¿Es así, o en algo estoy equivocado?

—Su Excelencia lo ha captado tal y como dice ahí —Wellington señalaba el documento firmado por De Lancey,[167] por entonces en las manos de Müffling, que lo sostenía para que Grolman y un inesperado Clausewitz lo transcribieran en sus diarios de operaciones, en alemán.

—¿Podremos contar con refuerzos británicos, toda vez que las fuerzas de Ney en Les Quatre Bras no parecen capaces de causar graves dificultades a Your Grace?

La pregunta era tan directa como la mirada de Gneisenau, más de halcón suspicaz que nunca. No cabía más opción que responder de igual forma, y Wellington no dudó en hacerlo, si bien clavando sus ojos en los de Blücher, despreciando los de su segundo.

—Destacaré al menos una división para cubrir su flanco derecho, salvo si yo mismo soy atacado.

Müffling lo tradujo al alemán; tras eso Blücher asintió con solemnidad, obsequiando a Wellington con su mirada de más noble y leal reconocimiento. Álava sabía muy poco alemán, aunque le pareció que la frase traducida era demasiado breve. Quizá se debiese a que Müffling, duro de oído —por los muchos cañonazos que llevaba escuchados; a él le pasaba lo mismo—, sólo había captado la primera oración, pronunciada en tono firme y claro; la segunda, sin ser un susurro, no fue dicha igual. En cualquier caso, nadie reparaba en lo que a juicio de Álava sería un exquisito malentendido, pues era indudable que Ney atacaría en cualquier momento, si no lo había hecho ya. Con aquello, se decía viendo iniciarse la marcha de personalidades rumbo a las batallas de cada cual, el insuperable Wellington remataba su plan: conseguir que los prusianos marcharan alegremente al matadero mientras él se reservaba incólume. Ahora entendía que se hiciera con el estadillo de Sir William de la forma en que un cernícalo se lanzaría sobre un conejo. De Lancey, al escribir aquello, pretendía resumir la posición que ocuparían las diferentes unidades doce horas después, cuando Chassé y Perponcher-Sedlnitsky ya no pudieran contener a Ney. Para que se hallaran en esos lugares en ese momento, poco después del mediodía, tendrían que haber iniciado la marcha mucho antes de cuando lo hicieron, lo cual era evidente para él y para Wellington, pero ni Müffling ni Gneisenau lo sabían. De ser éste consciente de que Wellington les dejaba vendidos, en el acto habría convencido a Blücher de levantar el campo y marchar a Gembloux. Si antes valoraba como nada en este mundo el talento estratégico de Wellington, aquello le llevó a reconocer la excepcional maestría de aquel hombre, capaz de mandar al Más Allá, sin pestañear, un mínimo de veinte mil prusianos, porque a Blücher no le saldría por menos su inexplicable confianza en un hombre que sólo se fiaba de sí mismo.

Los aides-de-camp marchaban tras sus jefes. El único que poseía el comisionado español —un signo de pobreza; nadie, allí, tenía menos de tres— se situó a estribor de su inexpresivo superior una vez éste culminó el trámite de saludar a cada uno de los miembros de la canaille prusiana.

—Mi general, el Freiherr Müffling no tradujo al completo lo que dijo His Grace. La segunda mitad se le quedó en el tintero.

—¿La de «si yo, a mi vez, soy atacado»?

—Esa misma, mi general.

—Ya. Bien, pues hará usted el favor de olvidarlo ahora mismo. ¿Conforme?

El aparente major no se sorprendió. Servir a las órdenes del general Álava era un curso continuo de no sorprenderse por nada, pero no era cosa de reflexionar sobre lo que aquello significaría porque ya estaban junto a sus caballos. Buenos animales, los dos. El suyo, cortesía de Wellington; si debía en algún momento ser uno de sus ADC, que se le viera tan bien montado como a los de verdad.

Mientras emprendían el camino, cerrando la formación —la tendencia natural del general era ser el matalote de más a popa[168]—, Álava se decía que Wellington no había medido bien los riesgos. El más grave, a su entender, era que a Blücher le pasase algo, una hipótesis no improbable, ya que a sus setenta y dos años seguía comportándose con la imprudencia de un húsar de veinte. Gneisenau se haría con el mando y la colaboración entre los dos ejércitos se volvería complicada, pues por elaboradas que fueran la vesania y la perfidia de His Grace, el Army of the Low Countries no podría batir por sí mismo al Armée du Nord. Necesitaría del Niederrheinarmee o de lo que aún sobreviviera, y veía difícil que pudiera mangonear a Gneisenau, sin duda convencido de haber sido vilmente traicionado, con la facilidad con que hasta esa mañana lo había hecho con Blücher. No le costaría la campaña, pero sí la gloria, porque al no contar con el escarmentado sajón su mejor opción sería entregar Bruselas, replegarse sobre Amberes y esperar a que Schwarzenberg y Barclay de Tolly obligaran a Boney a replegarse. Desde ahí, las posibilidades de Inglaterra de imponer a Louis XVIII en el trono francés —objetivo estratégico de la campaña; no necesitaba que Wellington se lo explicara— se volverían precarias.

Todo eso, por otra parte, le daba igual. Ni se le había perdido nada en esa guerra ni le iba nada en ella. Nada de tipo patriótico. Sus obligaciones eran representar a SCM en las cortes del rey Willem y del rey Louis, y en el cuartel general del duque de Ciudad Rodrigo. Eso era todo, y si lo hiciera sentado en su casa de Bruselas nada tendría que temer, pues lo último que buscaría Napoleón sería un incidente diplomático con un país que para bien no pintaría gran cosa, pero para mal podría volver a ser «la úlcera española». Si galopaba cerrando la formación y oteando hacia el sur, por si aparecían los húsares de Ney, era por su apuesta personal, no sólo por su deber de fidelidad hacia el hombre al que debía su libertad y pudiera ser que hasta su vida. Su porvenir estaba ligado al de Wellington, sobre todo si de aquella guerra éste salía coronado Salvador del Mundo, como decía el Zar. De ahí que su decisión estuviera tomada desde mucho antes de aquel día: con él hasta el final.

14.00 h.

A la 6.ª División le quedaba una hora de camino. Sin muchas ganas —en sus veinticuatro años de carrera Michel Ney llevaba disputadas más de cien batallas; conocía el aroma de la victoria, lo sabía identificar, y aquellos bosques y aquel mar de centeno desprendían un tufo que no le gustaba nada— ordenó iniciar el ataque, comenzando por un bombardeo contra las posiciones holandesas en la granja Gemioncourt. Después debería cargar al viejo estilo, soportando fuego de frente y por ambos flancos. La carnicería sería espantosa, pero no había mejor opción. Otra cosa sería si la maldita 6.ª División hubiera llegado ya, mas carecía de sentido protestar. Lo último que deseaba era ser retirado del mando por falta de coraje ante las posiciones enemigas, y después de todo —se decía para darse ánimos— el día de Borodino aún estaba peor y salió no sólo victorioso, sino coronado Prince de la Moscowa. Si había que morir, aquel de Les Quatre Bras sería tan bueno como cualquier otro.

—Reille, avanzando en dos columnas, el 72.º y el 108.º los primeros, una compañía de infantería ligera por delante y que Dios nos proteja.

14.15 h.

Desde hacía diez minutos, cuando el bramar del cañón les indicó que Ney se desperezaba, galopaban a matacaballo, temiendo que del bosque de Hottu brotase un escuadrón de chasseurs-à-cheval y les amargara la jornada. La flema del duque, se decía el intranquilo Álava, cualquier día les costaría un disgusto. Había recomendado desviarse por Dames-Avelines, lo que sólo supondría tres kilómetros más, pero Wellington prefirió clavar espuelas. A lo lejos se divisaba un cuadro de infantería, cruzado en el camino cien metros antes del caserío Pireaumont. Quizá los primeros refuerzos habían llegado a Les Quatre Bras, y De Lancey, sabedor de por dónde debía volver His Grace, los había enviado en su búsqueda. Si fue así no pudo calcular mejor, pues lo que tanto temía se hizo realidad: de una vereda brotaba una masa de jinetes verdes que cargaban contra ellos. No había más opción que tirar de fusta. Les sacaban doscientos metros, así que llegarían al cuadro, que se les abría del modo más amoroso, antes que los franceses a ellos. El bendito 92.º Gordon Highlanders formaba un rombo contra cargas de caballería. Una primera fila de infantes rodilla en tierra con las bayonetas apuntadas a las barrigas de los caballos; una segunda con las armas encaradas y órdenes de no abrir fuego hasta que la distancia bajase de veinte pasos, con cuidado de apuntar a las monturas —a los jinetes ya los rematarían después—, y una tercera de tiradores listos para ocupar los huecos de los que cayeran. Una táctica vieja de un siglo y que a Churchill le dio excelentes resultados en la Guerra de Sucesión Española; funcionaba tan bien que Wellington no veía razón para cambiarla, salvo si la caballería enemiga traía consigo piezas de artillería montada; en ese caso todo cambiaba, pero los chasseurs à cheval no tenían tales cosas, de modo que se quedaron a prudente distancia. Sus órdenes eran cargar contra la letal artillería del Prinz Sachsen-Weimar; no se les había dicho que podrían darse con un cuadro de amazonas,[169]de modo que se retiraron para dar la novedad con gran alivio de los cobijados en el 92.º. His Grace, por su parte y con acuerdo a su leyenda, mantenía la expresión de haber salido a dar una vuelta. «Definitivamente», se decía en madrileño castizo su más reciente ADC, «el tío tiene huevos».

14.30 h.

Napoleón estudiaba los despliegues. Contaba con setenta y un mil hombres y doscientos cuarenta y dos cañones, y de ser necesario echaría mano de los veintidós mil del I. Los prusianos parecían oponer sesenta mil, pero un prisionero había explicado que pasaban de ochenta y cinco mil, y además esperaban la llegada del IV Armeekorps y alguna división de Wellington. Basar una batalla en lo que dijera un oficial capturado sería una insensatez, pero era una información consistente con la suya, salvo en lo del IV Armeekorps, que difícilmente podría llegar antes de la madrugada. El verdadero número de los prusianos coincidía con su información para los tres primeros armeekorps, y el riesgo de que Wellington desviara una o dos de las unidades que había dejado Bruselas al amanecer no era despreciable. Ney debería mantenerle ocupado, sin que se arriesgase a detraer un solo soldado en apoyo de Blücher, así que debería redoblar esfuerzos.

—Grouchy: adelante. Soult: que Ney deje de vacilar y se lance con todo lo que tenga.

La infantería del IV se desplegaba por la izquierda, frente a Saint Amand. El III lo hacía en el centro, apuntando a Ligny. El 1.º y el 2.º de Chevalerie ocupaban el extremo derecho, mientras la 3.ª división de caballería del III, a las órdenes de Domon, protegía el flanco izquierdo. A l’Empereur no le importaba dejar desatendido el III Armeekorps, que se desplegaba entre Sombreffe y Mazy; estaba demasiado lejos para poder actuar, ni siquiera como fuerza de reserva. Blücher se había desparramado a lo largo de nueve kilómetros, demasiados para contener una presión central que se lanzara con decisión. Soult tenía razón: esa posición requería cuatro armeekorps; tres eran insuficientes, por mucho que hubieran fortificado las aldeas. Los que se parapetaran tras los vallados resistirían mientras no se vieran cercados, pero los que permanecían al descubierto, que quizá fueran la mitad del I y un tercio del II, parecían tentetiesos esperando ser derribados por sus proyectiles de doce libras. Una cortesía que Blücher no podría devolverle; su propia infantería, tumbada en el centeno, era invisible para sus apuntadores. En definitiva, Blücher seguía siendo la misma bestia de siempre: no entendía nada. Su segundo quizá fuera bueno, pero su criterio, si lo tenía, de poco servía frente a la cerril rigidez táctica de un carcamal que seguía en la guerra de los Siete Años.

Una batería de la Garde Impériale disparaba la salva de cortesía. L’Empereur miró al cielo. Habría tormenta, pero no antes de dos horas. No necesitaría mucho más para hendir el centro prusiano y liquidar así la que, con suerte, sería la penúltima de sus batallas y la penúltima de sus victorias.

15.15 h.

Gemioncourt ya estaba en manos francesas. Sus desalojados defensores preferían luchar en los bosques, donde ni la caballería ni la superioridad artillera pesaban demasiado. Pretendían ganar tiempo, ya que los exploradores de Lefebvre-Desnoëttes no dejaban de indicar la llegada de fuerzas. Primero apareció un regimiento de «amazonas»; venían corriendo para formar cuadros a la derecha del cruce y así proteger las piezas de artillería; tras ése aparecían más y más, en una riada incontenible aunque de procedencias diversas. Ney, a través de su catalejo, veía uniformes rojos, negros, verdes, azules e incluso amarillos, sin que su estado mayor fuera capaz de identificarlos. Por fortuna, la 6.ª División llegaba también. Ney volvió a considerar la idea de lanzarla por la izquierda, rodeando Bossu para caer de flanco sobre la retaguardia de Perponcher-Sedlnitsky, pero Reille aconsejaba dirigirla contra el propio Bossu, a fin de desalojarlo. Era el último lugar al oeste de la carretera de Bruselas donde las tropas de Wellington se podrían esconder; desde su linde septentrional hasta Genappe todo era centeno, y sería preferible obligarles a salir en vez de dejarlos atrás para que siguieran castigando su flanco izquierdo. Reille había pasado cuatro años en España; se las había visto con la infantería inglesa muchas más veces que Ney, e insistía en que de ningún modo se les debía dejar atrás y escondidos. Wellington jamás se mostraba en su totalidad antes del final, cuando no quedaba más opción que salir corriendo ante su caballería, y eso, así lo temía, era lo que acabaría por suceder si permitían que sus tiradores siguieran parapetados en Bossu. A regañadientes, Ney aceptó. Aquella clase de guerra no le gustaba. Moverse por entre los árboles era la más innoble y frustrante forma de defender una posición. Wellington sería un aristócrata, pero no un caballero. Uno de verdad jamás haría que sus soldados parecieran estafermos de ramas y hojarasca. En realidad, a Wellington tampoco le gustaban esas tácticas. Los regimientos de la 2.ª Brigada no luchaban con acuerdo al manual táctico de los ejércitos ingleses u holandeses. Su jefe, que años atrás siguió un interesante curso en la Kriegschule de Berlín, había buscado inspiración en las nada conocidas enseñanzas del entonces Oberstleutnant Gneisenau, quien, desde que regresara de Estados Unidos, parecía empeñado en que las tropas a su mando lucharan como los milicianos americanos y sus aliados pieles rojas.

15.30 h.

Los refuerzos llegaban desde Genappe (al norte) y Nivelles (al oeste), lo que daba lugar a desorden e incidentes; Wellington había ordenado a De Lancey que distribuyese a los primeros y a Somerset que se ocupara de los segundos —la 1.ª División de caballería VKN, encabezada por su 2.ª Brigada ligera, la del Major-General Merlen—; éstos tenían más problemas, pues venían al galope y bajo el fuego de amigos y enemigos. El de los últimos procedía del bosque de Bossu, donde los tirailleurs del 2.º de infantería ligera se habían abierto un hueco entre los regimientos del Prinz Sachsen-Weimar y hacían fuego contra el tramo final de la carretera Nivelles-Les Quatre Bras; el otro confirmaba una profecía de Álava: los uniformes de las unidades valonas y holandesas, los que antes habían lucido por cuenta de la Grande Armée, iban a costar bajas. Buena parte de la infantería del VKN ya vestía de horrendo verde lagarto, pero los húsares de Merlen aún se asemejaban a los franceses. No tuvo nada de particular que los cuadros del 42.º, formados apresuradamente para encarar una masa de jinetes sospechosos que se aproximaban a gran velocidad, les mataran treinta caballos y unos cuantos hombres antes de que los gritos de los supervivientes, que por si fuera poco los daban en francés (eran valones), hicieran sospechar al Lieutenant-Colonel Sir Robert Macara, su jefe, que quizá no fueran enemigos.

Wellington había ordenado a sus ADC Fremantle y Percy que salieran hacia Nivelles y Genappe, respectivamente, para observar de primera mano la situación de las tropas que llegaban, estimar la hora en que lo harían y ordenar a sus jefes que aceleraran. Los dos acababan de regresar, y sus informes no eran tan buenos como Wellington esperaba. Las fuerzas que llegaban de Nivelles, que a su vez procedían de Braine-le-Comte y Le Rœulx, habían atascado la carretera, tan estrecha y desigual que no pocos de los comandantes optaban por marchar campo a través; por si fuera poco, los carteles indicadores en los cruces de caminos habían sido arrancados por orden de Constant-Rebecque, de modo que los oficiales no familiarizados con el terreno, desesperados, se orientaban «al cañón», marchando hacia donde resonaba la batalla, lo que con el viento que soplaba no resultaba fiable. Las que venían de Bruselas formaban una columna que acababa en Genappe; la carretera era mejor que la otra, pero insuficiente para que las unidades de mejor paso adelantasen a las más cargadas, lo que daba lugar a palabrotas, blasfemias y amenazas de todo tipo si los que caminaban a marcha regular no cedían el espacio a los que venían a paso ligero. Poco a poco, aun así, su número aumentaba. Los regimientos 42.º, 79.º y 92.º ya ocupaban posiciones de combate, uniéndose a los presionados batallones de Sachsen-Weimar, como también lo hacían los tres de infantería ligera del Herzog Brausnschweig-Wolfenbüttel, con su jefe a la cabeza, que ya se mezclaban con los nassauers en el bosque de Bossu. La situación difícilmente podría ser más confusa, pero al general Álava le tranquilizaba ver a Wellington tan frío como siempre, yendo de un lado para otro, comprobando por sí mismo el estado de la línea de fuego, la eficacia de sus cañones y elevándose de vez en cuando sobre los estribos del flemático Copenhagen, para gritar cualquier orden a un general, un coronel, un capitán o un simple sargento. En la línea de fuego, se sabía desde los tiempos de Seringapatam, Attie hablaba con todo el mundo; a eso se debía que la vista de su bicornio y su levita ejerciera un efecto sobre sus hombres similar a la de Bonaparte sobre los suyos: con él a la vista, nadie les podría derrotar.

15.45 h.

Tras una hora de bombardeo la línea prusiana estaba lejos de venirse abajo, se decía un sudoroso Emperador. La causa de su incomodidad no sólo era la elevada temperatura. Era un íntimo malestar que conocía bien: el de sentir que una piedrecilla minúscula descendía por el uréter derecho, se atrancaba en algún recodo del camino, cerca ya de la vejiga, e iniciaba un dolor pulsante, muy tenue pero continuo, que ni echando mano de su sobrehumana voluntad lograba desoír. Un dolor para el que sólo conocía una solución, el agua medio hirviente de un baño muy largo, una hora como poco. Ningún placer era comparable al de su brusco cesar, cuando la piedrecilla, tras encontrar que la cañería se dilataba, dejaba de torturarle; según Larrey no había otra solución: agua y más agua, caliente para bañarse y fresca para beber cuanta pudiese, así como grandes dosis de paciencia. Sí, cierto, lo sabía, pero aquel era el campo de batalla y de ningún modo podría delegar su destino en Grouchy; pese a lo mucho que debía sudar, él también, aquel duelo frente a Ligny le venía grande.

Pidió una silla, en apariencia para reflexionar y en realidad por si con el cambio de postura el dolor desaparecía. No sería la primera vez; quizá, con suerte, Dios decidiera estar de su lado.

—¡La Bédoyère! —un taconazo; estaba tras él, como siempre—. Marche a Fleurus. Reúnase con el Comte d’Erlon. Necesito que caiga sobre Zieten. Su ala derecha está desprotegida, ¿lo ve? —señalaba con su catalejo el extremo suroeste de la línea prusiana—. Blücher está moviendo sus reservas hacia el centro. Si d’Erlon se da prisa, dentro de tres horas Zieten y Pirch serán historia, como esta condenada guerra. Dígaselo a Soult, para que lo sepa, pero salga ya mismo. ¡Volando!

El Milagro. Sucedía como siempre, cesando sin que lo advirtiera. Lo percibía sólo al cabo de un rato, cuando aún dolorido notaba que la pulsación ya no estaba. Regresaría, también como acostumbraba, pero quizá no en un par de horas. No necesitaría mucho más para liquidar a Blücher.

—Digan a Soult que nos vamos. Asumo el mando.

16.00 h.

El viento había rolado al sur, presagiando tormenta; soplaba con fuerza, tanta que hacía llegar a Bruselas el fragor de cuatrocientas cincuenta piezas de todos los calibres disparando a razón de dos descargas por minuto. En el château de Walcheuse, una milla más al sur de la puerta de Halle, un grupo de señoras se angustiaba con elegancia; era la residencia veraniega de la familia Capel, que lo había contratado a precio de risa un año antes, cuando ni el más delirante de los profetas auguraría que trece meses después sonaría en la veranda un concierto de artillería. Sentadas a un velador, Lady Caroline Capel, Lady Charlotte Lennox, Lady Charlotte Greville y Lady Charlotte Paget, acompañadas de las muchas hijas que tenían entre todas, se preguntaban en qué medida convenía permanecer en Bruselas. Las cuatro tenían una fe cuasi mística en Lord Wellington, y Lady Paget y Lady Capel complementaban las suyas con una todavía mayor en Lord Uxbridge, que por algo era marido de la una y hermano de la otra, pero el caso era que aquellos cañonazos sonaban como al otro lado de la colina. Dado que habían oído salir a las tropas a las cuatro de la madrugada, el concierto de salva y andanada debía celebrarse no excesivamente lejos. El tiempo que hubieran necesitado las tales tropas para llegar a la línea de fuego era lo que tardarían las del Ogro en llegar a la encantadora veranda si el buen Arthur y el bravo Henry no lograban contenerle. Aun así, no se daban con las fuerzas necesarias para iniciar el cambio de aires. Lady Uxbridge por tener a su marido al frente de la caballería británica, Lady Lennox porque su hijo segundo era uno de los ADC de Wellington y Lady Greville porque Algernon, su prometedor cachorro de dieciséis años, ya era ensign en los granaderos de la Royal Household. Lady Capel no tenía hijos en edad de combatir, pero sentía una lógica preocupación por su hermano Henry, el marido de Lady Uxbridge; por si fuera poco, estaba muy embarazada. Unas cosas con otras, ninguna reunía la determinación adecuada para mudarse a lugares menos amenazados. A su alcance sólo quedada confiar en Dios, y en todo caso disfrutar de su Earl Grey.

16.30 h.

Jean-Baptiste Drouet, Comte d’Erlon, tenía mucho en común con Ney, empezando por un origen humilde —si el Maréchal era hijo de toneleros, Drouet lo era de carpinteros—, siguiendo por haber empezado a guerrear en 1792, pasando por haber conseguido sus entorchados en el campo de batalla y terminando por sufrir muy pocas derrotas. Como él hizo una buena boda —su esposa Marie-Anne, née Rousseau, era hija de un banquero de Reims—, como él se colocó bien bajo Louis XVIII —le nombró Chevalier de Saint Louis— y como él se había embarcado en algo que, a la vista de cómo iban las cosas, podría costarles la carrera, la fortuna e incluso la vida, sin que pudieran explicar a cambio de qué. La llegada de La Bédoyère, al galope y muy alterado, le había escamado. Ni el jefe de los aides-de-camp de l’Empereur era el conducto natural para transmitir órdenes en campaña —para eso estaban Soult y sus ayudantes— ni el mensaje debería ser para él, sino para Ney, a cuyas órdenes creía seguir estando. Por si fuera poco, el papelucho que mostraba La Bédoyère, con unos cuantos garabatos escritos a lápiz, sin firmar, podría ser del Emperador o de a saber quién. De ahí que su reacción fuera lógica: no lo veía claro, quería consultar a su jefe y aquellas, además, no eran formas, pero también sabía cómo de próximo al Emperador estaba el exaltado La Bédoyère, que insistía de un modo tan apasionado que bordeaba la histeria. Tras encogerse de hombros dio la orden de arrumbar al cañón del este, siguiendo la calzada romana que iba de Frasnes a Wagnelée y de ahí a Saint Amand. Serían diez kilómetros, de modo que Su Majestad podría contar con que atacaría el flanco de Zieten hacia las siete de la tarde. A La Bédoyère le alegró escucharlo, y tras afirmar que la suerte de Francia recaía en los hombros del conde d’Erlon, que por su parte detestaba esa clase de solemnidades —su opinión sobre La Bédoyère no era positiva: le consideraba un inconsciente, pero desde que se pasó con su regimiento al bando de l’Empereur era el más bonito de sus niños bonitos, por lo cual, tan precavido como cualquier general conocedor de Bonaparte y de su peculiar sentido del nepotismo, no le perdía de vista—, volvió grupas e inició el regreso al molino de Naveau, sin llegar a ver que Drouet despachaba uno de sus aides-de-camp para que hiciera saber a Ney que se quedaba sin el I Corps d’Armée.

Jean-Baptiste Drouet d'Erlon, por Ary Scheffer

17.00 h.

El combate había llegado a un punto de gran dureza. Ney presionaba en el centro, en el cruce de Les Quatre Bras. Los bosques seguían en manos holandesas, pero las lindes de la carretera de Charleroi ya eran francesas, de modo que las divisiones del II avanzaban sin ser hostigadas. Wellington volcaba en su centro los refuerzos que llegaban, convencido de que, si resistía otra hora, la proporción de fuerzas se invertiría en su favor. La última de las unidades en llegar, la 2.ª Brigada brunswicker, la desplegó tras la 1.ª de Infantería Ligera, en el mismo centro de la línea, y si bien Álava y De Lancey eran pesimistas sobre la determinación con que lo defenderían —eran soldados muy jóvenes—, no había duda sobre la energía con que las galvanizaba su jefe, Friedrich-Wilhelm, Herzog Braunschweig-Wolfenbüttel und Braunschweig-Lüneburg, que a sus cuarenta y tres años había padecido una vida interesante. Hijo del duque Karl-Friedrich-Ferdinand, férreamente asociado a Prusia, tanto que llegó a Generalfeldmarschall de su ejército, y de la princesa Augusta, hermana de George III de Inglaterra, era primo y cuñado del Regente. Su padre mandaba el ejército prusiano el día de Iéna, donde resultó herido de tan extrema gravedad que falleció poco después. Él, que también participó —con el grado de Generalmajor—, se convirtió en el nuevo duque, aunque sin ducado, sin tropas y sin dinero, porque sus bienes y sus tierras fueron confiscados por Napoleón para integrarlos en el fantasmal reino de Westfalia, en cuyo trono puso al mismo Jérôme Bonaparte cuya 6.ª División cargaba en ese instante contra él. No era de los que se amilanaban, de modo que se refugió en Baden, hipotecó los pocos de sus terrenos donde no gualdrapeaba la tricolor y con lo que obtuvo reclutó una fuerza de dos mil quinientos hombres, expulsados como él de sus añorados ducados. Los uniformó de negro, en luto por la patria perdida, los distinguió con un totenkopf sobre tibias prendido en sus chacós —en recuerdo del duque Karl-Friedrich— y, tras no hacer nada de particular el día de Wagram, cruzó con ellos el continente para embarcar hacia Inglaterra, su segunda patria. De allí marcharon a la Península y se integraron en el ejército de Sir Arthur Wellesley. Sus tropas, conocidas como «Black Brunswickers», se distinguieron bastante, aunque hacia el final de la campaña sus hombres vivos y en una pieza eran tristemente pocos. Tras la Befreiungskriege de 1813-1814 volvió a sus territorios, pero el regreso de Bonaparte le resucitó el ardor guerrero. En parte a expensas de su ducado y en parte a las de sus propios bienes reclutó una nueva fuerza (dos brigadas de infantería y una de artillería), la uniformó igual que la de 1809 y, resistiendo las presiones de Hardenberg y de Friedrich-Wilhelm, se puso a las órdenes de su antiguo jefe.

Les Quatre Bras el 28º Foot formando un cuadro contra caballería

Les Quatre Bras Braunschweiger Totenkopfers

Recorría la línea de fuego cuando una bala del 17,5 alcanzó a su caballo alzado sobre sus patas traseras, atravesándolo de lado a lado para terminar alojado en el hígado del sorprendido Schwarze Herzog, su apodo no sólo entre sus hombres sino entre los cuarenta mil alemanes (hanoverians, nassauers & brunswickers) que hacían el trabajo sucio en el Army of the Low Countries. Ya en el suelo, y tras verse la herida, se supo muerto en cuestión de minutos. Conservó la serenidad suficiente para entregar el mando al Oberst Olfermann y pedirle que le despidiera de Wellington; tras eso le trasladaron a retaguardia, donde se apilaban los cadáveres ilustres para, en su momento, ser trasladados a Bruselas. Wellington, que no estaba lejos, no perdió tiempo en despedidas que podría dejar para más tarde; viendo que la línea de brunswickers podía hundirse —el Schwarze Herzog había caído a la vista de su gente— se plantó en cuatro saltos del tranquilo Copenhagen al frente de las desconcertadas tropas, arrebatando el mando al desorientado Von Olfermann y demostrando que hablaba el suficiente alemán para ser obedecido sin problemas, pese a que los infantes franceses cargaban con aún mayor determinación, entendiendo que con la pérdida del que parecía estar al mando aquellos críos de negro se vendrían abajo. La situación se volvía crítica, pero si no los dioses al menos los relojes formaban en el lado inglés, pues cuando todo amenazaba ruina llegó el 2.º batallón del 95.º de Infantería, que al momento se repartió en cuadros para contener a los coraceros del Général Hubert, en uno de los cuales se zambulló el perseguido Wellington; por segunda vez en el día, sus cuadros le salvaban de pasar a ser el más apreciado huésped de Bonaparte.

Una vez repelida la carga, el impertérrito duque saludó al recién llegado Alten. Ya contaba con veintidós mil infantes, los mismos que debían quedarle a Ney. Aún era inferior en caballería y en artillería, pues con los de Alten sólo dispondría de veintidós cañones, pero ya estaba en condiciones de aferrarse al terreno y, en cuanto llegaran más refuerzos, de contraatacar. Al tiempo, el recién llegado Leutnant Wussow se detenía frente a Müffling. Había tardado media hora en recorrer los diez kilómetros que separaban el molino Bussy de Les Quatre Bras, encontrando el último por demás acogedor, ya que ni un solo instante le habían dejado de disparar. No traía ningún mensaje; sólo quería una respuesta. Gneisenau le había explicado, en persona, que la presión de Bonaparte sobre su línea era fortísima. Necesitaba saber si podría o no contar con ayuda británica. En el caso de que no fuese así, su mejor opción sería levantar el campo y retirarse a Gembloux, lo cual ordenó dijese al Freiherr Müffling y, si no fuese posible, al Herzog Wellington. La tendría, le aseguró el nada impávido Müffling; no era cobarde, pero el silbido de los proyectiles de doce libras no le dejaba concentrarse; sólo sería cuestión de aguardar unos minutos, los que tardara His Grace en abandonar el 95.ª. No fueron más de diez, al que siguió uno para transferir a Wellington el mensaje de Wussow y no mucho más para traducir a éste la respuesta —el oficial no comprendía el francés de Wellington, seco, rápido y de frases muy cortas—, sin reparar en que His Grace y Álava se miraban con complicidad. Wussow se dio por satisfecho tras saber que Wellington resistía el asalto de fuerzas francesas superiores, para invertir la situación cuando llegaran refuerzos aún en camino; entonces cargaría contra Ney, con lo que descongestionaría la situación del Fürst Blücher. Álava se admiraba del cuidado que ponía His Grace en elegir sus palabras, pues de las mismas no se podría deducir que pensaba enviar regimiento alguno a la línea prusiana, pero tampoco lo contrario. Wussow, tras saludar, volvió grupas y salió disparado, escorado a babor a fin de presentar el perfil que Álava el marino denominaba «mínima silueta»; ignoraba que Gneisenau pretendía que la instrucción de la caballería prusiana incluyera cabalgar hurtando el cuerpo, al estilo de los indígenas que combatieron junto a los ingleses y sus mercenarios —o contra ellos; según les daba— en la guerra de Carleton contra Washington. Aquella variante de la equitación, según supo de Müffling nada más irse Wussow —le gustaba explicar historias, aunque no solía disfrutar de mucho público, pues el que más y el que menos rara vez tardaba en escapar; a eso se debía la estima que sentía por el cortés Álava, quien nunca manifestaba impaciencia cuando le veía carraspear, invariable preludio de su repertorio—, no había terminado de prender en los usos de la caballería prusiana, salvo en el 6.º de Ulanos, cuyas tradiciones eran lamentablemente indulgentes, ya que a su jefe, Lützow, le traía sin cuidado que le acusaran de mandar una horda de comanches.

Ney daba un respiro; la tropa lo aprovechaba para echar un trago, vendarse las heridas o encender sus pipas. Wellington, De Lancey y Somerset preferían estudiar cómo mejor desplegarse, decidir los emplazamientos para los refuerzos que no cesaban de arribar y valorar lo que contaban los prisioneros. Tras eso, y una vez entretenidos los dos coroneles en instruir a sus respectivos ADC, Wellington se acercó al paciente Álava. Quería preguntarle su opinión sobre lo que había explicado a Müffling y a Wussow, y sobre las reacciones de los dos, a las que no había podido prestar atención.

—Müffling quizá no escuchó lo último que dijiste a Blücher, «salvo si yo soy atacado», porque no lo tradujo. A eso se debe que no quiera desengañar a Gneisenau. Cualquier otro en su lugar habría dicho al otro, a Wussow, que de ningún modo espere ayuda británica, estando como estamos con Ney.

—¿Por qué sabes que no lo tradujo?

—Me lo pareció, aunque luego lo confirmó Miniussir. El duque se lo quedó pensando.

—Igual sí la escuchó y no la quiso traducir; a Müffling, ya te habrás dado cuenta, nada le gustaría más que nuestro común amigo August-Wilhelm acabara su carrera esta misma tarde.

La mirada del duque de Ciudad Rodrigo se había vuelto de acero; una calidad que Álava conocía bien; era la misma de un lejano Mon cher d’Álava, Marmont est perdu!

17.30 h.

Ney estaba muy acalorado. Había perdido más de mil hombres entre muertos y malheridos, le habían matado tres caballos entre las piernas y los únicos premios eran la granja Gemioncourt y las lindes de Bossu y Hottu. Wellington, mientras tanto, recibía refuerzos y más refuerzos, al punto que su pretendida superioridad inicial había desaparecido. Si quería inclinar la victoria de su lado necesitaba dar un golpe maestro, y aunque habría preferido no servirse del I Corps d’Armée ya veía que no quedaba más opción. De ahí que cuando su temeroso aide-decamp le dijo que no había tal, pues por orden de l’Empereur marchaba sobre Saint Amand, estalló en una cólera similar a la de abrirse paso hasta los vestidores de las duquesas. Una cólera que se habría quedado en eso si el aide-de-camp no le tendiera la nota que antes recibiese del aide-de-camp de Drouet, el cual permanecía en las proximidades con orden de recuperarla una vez Ney la hubiera leído; un papel como aquel bien podría valer una cabeza, la del precavido Drouet, si al final todo salía mal y el inevitable consejo de guerra se lanzaba por la del desgraciado que hubiese metido más la pata.

Ney nunca recibía órdenes escritas de l’Empereur. En los buenos tiempos le llegaban con la primorosa caligrafía de Berthier, y jamás a lápiz. Aquello podría ser una orden directa de Su Majestad, una verbal puesta en un papel por La Bédoyère, o una simple invención del maldito imbécil que a fin de cuentas era Charles-Angélique Huchet, Comte de La Bédoyère, un niñato miserable que a sus veintiocho mal cumplidos se permitía juzgar con presuntuosa displicencia las habilidades y la experiencia de aguerridos mariscales que llevaban veinte años guerreando. Alguien con la cabeza más fría se habría dicho que, fuese por lo que fuera y llevando Drouet una hora de marcha, se necesitarían más de veinte minutos para que le alcanzara un aide-de-camp con la orden de regresar, y hora y cuarto más para tenerle de vuelta, bastante reventado por casi tres horas a paso ligero. Serían las siete y todo estaría decidido, pues si a Wellington le seguían llegando refuerzos él ya se habría retirado. Era, en fin, lo que pensaría un Maréchal d’Empire que dispusiese de algo con lo cual pensar, pero Ney era lo contrario de tal concepto, al punto que ninguno de sus aides-de-camp osaba pedirle que razonara cuando le veían en el estado de total irritación, si no arrebato histérico, en que se hallaba entonces.

Le veían pedir papel y pluma para ordenar a Drouet que regresara. Con aquello no se ganaría la batalla, pero costaría que l’Empereur no ganara la otra, la que luchaba con dos tercios de l’Armée du Nord. Fatalistas, no dijeron nada. Los oficiales prudentes, cuando ven que la locura se apodera del jefe, suelen reaccionar igual: susurrándose «que sea lo que Dios quiera» en el idioma de cada uno.

18.00 h.

A Gneisenau le parecía mentira que Blücher se dejara engañar por las apariencias. El problema era no poder contradecirle. Allí arriba, en lo alto del molino y delante de media docena de aides-de-camp, era imposible cogerle del brazo y decirle «deja de hacer locuras porque nos estás llevando a la ruina». Por mucho afecto que le tuviera, si osase discutir sus estúpidas órdenes le relevaría en el acto, con lo que su limitada capacidad de salvar lo más posible del zozobrante Niederrheinarmee se iría por la borda. Blücher rara vez mandaba nada sin mirarle antes, pero aquella tarde no parecía en sus cabales. Lo puso de manifiesto al ver la dureza con que uno de los corps franceses, el IV, cargaba contra su ala derecha. Zieten resistía bien, pero él creía que no, de modo que ordenó que se le uniera una brigada del II. Poco después, también sin pedir su opinión, mandó que fueran dos; así, las reservas cuidadosamente preservadas por Gneisenau quedaban reducidas a la mitad. Una medida muy peligrosa, porque Bonaparte aún no había empleado a fondo su III Corps d’Armée, ni había movilizado a la Garde Impériale. Eso significaba que, cuando viera madura la situación, cargaría contra su centro con ella y con el III; con sus reservas reducidas a la mitad en poco lo podría reforzar, de modo que la batalla terminaría en desastre. A eso se debía que ya calculase la mejor forma de retirarse. Las noticias que traía Wussow le afianzaban en la idea; dado lo comprometido que parecía estar Wellington, antes de que una división suya llegase a Saint Amand serían las ocho y media, si no aún más tarde. Para entonces todo se habría perdido, salvo si acaecía un milagro y lograba escapar a tiempo.

18.15 h.

Por el camino de Nivelles llegaban cuatro batallones, tres del Regimiento de Infantería de la Guardia (Foot Guards) y uno del Coldstream.[170] Entre los cuatro aportaban ciento cincuenta oficiales y cuatro mil veteranos. Con ese refuerzo, más los llegados en la última hora, Wellington disponía de treinta y cinco mil hombres y setenta cañones frente a los veintitrés mil y veinticuatro en que había evaluado la fuerza de Ney. Era momento de recuperar Gemiouncourt y las lindes de los bosques. No pensaba ir más allá. Cuanto más se alejase de Mont-Saint-Jean más camino tendría que desandar y más riesgo habría de que la caballería francesa le hostigara por el este. Si combatía en aquel estúpido lugar era porque Constant-Rebecque le había obligado, pero de ningún modo era esa la batalla principal, la que abriría el camino de París.

—Your Grace, ¿sería posible desviar a Brye alguna de las unidades recién llegadas?

—Mi querido Müffling, para derrotar a Ney necesito hasta el último de mis hombres. Desgraciadamente, no me sobra nadie. Por otra parte, son las seis y cuarto. Antes de que llegase un batallón a la línea del Fürst Blücher serían las nueve; a esa hora de muy poco iban a valer, ¿no le parece?

Müffling murmuró algo incomprensible; tras eso se apartó con sus ayudantes. Álava no podía entender qué les decía, pero al ver salir hacia Brye un joven teniente supuso la explicación.

—Müffling quiere hacer saber a Gneisenau que no piensas ayudarle.

—Ya lo habrá supuesto. En ningún momento debió de pensar que lo haría. Es demasiado inteligente para creer en las hadas. Ahora, Blücher me preocupa. Él sí debió creerlo.

—¿Qué crees que hará?

—Retirarse. Adónde lo haga será la clave del asunto. Si es hacia el norte, yo iré también al norte. Si es al este, no me quedará otra que ganar Amberes y esperar a que Schwarzenberg y el ruso saquen a Boney de Bruselas. Lo decidiré cuando sepa qué dirección toma. No creo que Gneisenau se preocupe de tenerme al corriente. Había pensado enviar esta noche a Gordon para que lo averigüe. Debería ir con alguien que hable alemán. Podría echar mano de algún oficial de la KGL, aunque preferiría que fuera tu chico, Miniussir. No le digas nada, porque aún no estoy seguro de lo que haré.

18.45 h.

Abría marcha el 7.º de Húsares, el del coronel Marbot. Iban al paso, en columna estrecha y muy vencidos al lado izquierdo del camino. Lo hacían por prevención, pues de llegar algún ataque sería por ese lado, aunque también para evitar que los tirailleurs del 13.º de Infantería Ligera, que avanzaban tras ellos, pisaran demasiada mierda. Drouet y su plana mayor venían a continuación del 13.º, atentos al cañón —el de Les Quatre Bras ya no les llegaba— y pendientes de los pelotones encargados de advertir si en el camino se atravesaban tropas prusianas y, en su momento, conectar con el flanco izquierdo de l’Empereur. De ahí que sólo mirasen hacia delante, a lo cual se debió su sorpresa de ver adelantarles a un aide-de-camp del Maréchal Ney, el cual tendía un papel al perplejo Drouet.

Las órdenes se dan para ser cumplidas y aquella no admitía discusión: en tinta y con trazo firme, ni de lejos era tan dudosa como la otra, la que trajo La Bédoyère. Sin detenerse a pensar que sólo faltaban tres kilómetros, y que sin duda l’Empereur contaba con su I Corps d’Armée, dio dos órdenes: girar en redondo para desandar lo andado y recuperar las avanzadillas. Minutos después, y viendo volver al inquisitivo 13.º —los soldados le miraban con cara de pensar «este asno se ha vuelto loco»—, dio una tercera: que una copia de la de Ney —no pensaba quedarse sin el original— se hiciese llegar a La Bédoyère, junto con una nota suya en la que hacía saber que, obedeciendo la orden de su superior jerárquico, iniciaba el regreso a Frasnes. Con eso, pensaba, su responsabilidad quedaría bien a salvo. En un ejército cuyos mandos de mayor rango estuvieran en sus cabales seguiría su camino en demanda del cañón, pero en aquel de Ney, Soult, La Bédoyère y el resto de los lunáticos, más valía poner el trasero a salvo. Como buen y veterano general francés llevaba veintidós años viendo fusilar, guillotinar, encarcelar o degradar a infinidad de jefes y oficiales despreocupados, ingenuos o incautos que no supieron tapárselo. Por su parte, lo último que aceptaría en su ya de por sí arriesgada vida sería vérselas frente a un pelotón de fusilamiento por no haber conservado aquel maldito papel.

Chispeaba. Quizá volver grupas no tuviera la trascendencia que temía. Las batallas acababan por una de tres causas: un contendiente capitulaba, llegaba la noche o caía la lluvia. Con ésta no había discusión: los cañones no podían disparar y el pedernal dejaba de hacer chispa. Las armas útiles volvían a ser las blancas, y salvo en caso de abrumadora superioridad ningún general confiaría su suerte a las lanzas, los sables y las bayonetas. Lo malo del progreso, no hay militar que no lo sepa, es lo pronto que hace olvidar las viejas técnicas, las viejas tácticas y, sobre todo, los viejos principios.

19.45 h.

Acababa de saber que no podría contar con el I Corps d’Armée. Gruñendo sordamente se concentró en la línea prusiana. El III Armeekorps, muy a la derecha, permanecía olvidado de los suyos; el I, a la izquierda, resistía las acometidas de Gérard, pero sólo porque Blücher había puesto a su lado la mayor parte del II. Su centro, así pues, ya estaba maduro. El III y la Garde Impériale bastarían para hundirlo, separar al I y al II del III y acabar con los dos primeros. Tras eso, a Blücher no le quedaría otra que retirarse con el III hasta encontrarse con el IV. Aun sumándolos sería una fuerza inofensiva. No podría impedir que cayera sobre Wellington y le hiciera pedazos, a él también.

—Soult: ataque general. El III, las brigadas de Duhesme y de Barrois[171] y el 1.º de Chevalerie. Todo contra el centro —señalaba el fantasmagórico Ligny, en llamas tras siete horas de bombardeo—; en una hora ya no habrá más Blücher. ¿Entendido? Pues andando.

—Amenaza tormenta, Sire. ¿Qué ocurrirá si empieza cuando aún estamos avanzando?

—Que nos mojaremos tanto como ellos. Por lo demás, nuestras bayonetas son mejores.

Las distancias eran tan cortas que diez minutos después la masa que formaban el III y la Jeune Garde, alrededor de veinte mil hombres, comenzaban el asalto al centro prusiano, esparcido a lo largo de la hilera de casas que limitaban Ligny por el sureste. No sólo avanzaban los regimientos; también lo hacían las bandas de música. Las de la Jeune Garde no se ponían de acuerdo, de modo que una tocaba la Marche de la Garde Consulaire y la otra se afanaba con el sombrío Veillons au salut d’Empire; las del III tampoco se sincronizaban; una prefería el Pas de Manoeuvre II, otra se conformaba con el I y la tercera, insospechadamente republicana, se inclinaba por el vibrante Chant du Départ. Dado el colosal ruido —los cañones prusianos disparaban furiosamente, igual que sus fusileros—, sólo las compañías más cercanas a las bandas podían oír algo de sus melodías, aunque les traía sin cuidado lo que tocaran. L’Empereur solía insistir en que acompañasen a los batallones hasta muy cerca de la línea de fuego, aunque no porque sintiese apego por la música —más de una vez la definió como un ruido inútil—, sino en el criterio de que a sus compases la tropa se motivaba un poquito mejor. Como una vez explicase a Talleyrand, las partituras patriótico-militares, al igual que la religión, facilitaban el pastoreo de las mentes sencillas, de modo que se convencieran, con eficacia y rapidez, de que perecer en la batalla no era ni necesariamente malo ni lo peor que les podría ocurrir.

20.30 h.

Blücher maldecía sin cesar. Aquella masa de veinte mil hombres —estimaba Gneisenau— estaba hundiendo su exhausto centro. Veía combatir casa por casa, huerto por huerto y calle por calle, y pese a la valentía de sus reclutas, pues eran eso precisamente, reclutas mal adiestrados, la Garde Impériale los masacraba. De contar con reservas sería el momento de lanzarlas, pero ya las había sacrificado, de lo que además no podía culpar a nadie, pues la decisión fue suya y las órdenes también. Recordaba la inexpresiva mirada de Gneisenau cuando mandó avanzar los últimos regimientos del II. Del todo irreprochable, pero bien sabía que cuando August-Wilhelm ponía ese gesto de piedra era por no estar de acuerdo. Aun así no se volvió atrás, y ahora pagaba las consecuencias. Dado lo que veía, sólo habría una: su Niederrheinarmee quedaría destruido. Prefería no vivir para verlo, de modo que tomó la que quizá fuera última de sus decisiones: congregar los restos de la caballería de los Armeekorps I y II, treinta y dos escuadrones entre dragones, ulanos y húsares, ponerse a su frente y cargar contra el flanco izquierdo de la columna francesa, no con ánimo de romperla, porque sería imposible, sino para conceder a su zarandeada infantería el tiempo necesario para retirarse de Ligny en un orden razonable. Lo más probable sería que de aquello no regresara, pero lo aceptaba. Él era el responsable de aquel desastre, y si le tocaba pagar el precio supremo, lo pagaría.

Los treinta y dos escuadrones —algo más de cinco mil hombres— no tenían la moral muy alta. Se las habían visto en tres o cuatro encuentros con los corps 1.º, 2.º y 4.º, así como con las divisiones 3.ª y 7.ª, las adscritas a los corps d’armée III y IV, y les habían vapuleado sin paliativos. Las monturas francesas eran mejores, sus jinetes más expertos, su armamento más adecuado y sus mandos tenían las ideas más claras. Todo ello daba lugar a un pesimismo indisimulable, pero ver acercarse al Alte Worwärts en su bonito caballo inglés, seguido de su ayudante, un coronel Nostitz que hiciera lo que hiciera Blücher siempre podría contar con su lealtad, les devolvió la moral perdida. Le vieron empinarse sobre los estribos, blandir el sable y gritar con su estruendosa y muy cazallera voz su secular grito de guerra: Vorwärts! Immer Fester Druff!,[172] y después no hizo falta que dijera nada más, pues con eso bastaba para que sus jinetes, sus kinder, rugieran con entusiasmo. Sólo faltaba ver a cuál regimiento escogía para ser el primero en cargar con él contra El Francés. Las últimas veces que había hecho eso mismo, lanzarse contra el enemigo al frente de sus escuadrones, eligió el 5.º de Húsares,[173] pues por algo era su coronel honorario, pero en aquella ocasión debía rondarle alguna segunda idea por la cabeza, pues se puso al frente del 6.º de Ulanos, los tétricos totenkopf del Oberstleutnant Adolph von Lützow, el cual era notorio que le tenía por un viejo loco, alcoholizado y medianamente subnormal. Quizá significaba que las cuentas personales quedaban al margen y que llegaba el momento de darlo todo por la patria, empezando por la pobre y lamentable vida que padeciera cada uno. Fuera por lo que fuese, y con el cornetín de órdenes a su lado, en pocos segundos fue pasando de al paso al trote, de ahí al galope y tras eso ¡a la carga!, blandiendo su sable como el húsar que había vuelto a ser. Si había que morir, aquella era la forma que preferiría cualquier Generalfeldmarschall prusiano.

Blücher Vorwärts! Immer fester druff!!!

Gneisenau observaba desde lo alto del molino. Entendía lo que atravesaba la cabeza de Blücher: buscaba la muerte, lo que no le parecía mal, porque sin su molesta presencia quizá lograra salvar la mayor parte del Niederrheinarmee; Gneisenau era un militar absolutamente disciplinado, al punto que, fueran cuales fuesen sus pensamientos, jamás contravendría una orden de un superior, aunque no por eso dejaba de valorar la suerte de quedarse solo. Había rechazado la propuesta de un Grolman que tampoco mantenía la cabeza fría: lanzar el III Armeekorps contra el flanco derecho francés. Le constaba que Bonaparte sólo había volcado en el asalto a Ligny su excelente Jeune Garde; conservaba en reserva quince batallones de los aún mejores grenadiers-à-pied y chasseurs-à-pied, sus merecidamente respetados grognards (la Vieille Garde), más los escuadrones de grenadiers-à-cheval del general Guyot, la más que temible caballería pesada de la Garde Impériale. No sólo eran sus mejores hombres; eran además, según dijera Müffling, doce mil y cuatro mil seiscientos, respectivamente. A campo abierto, los infelices reclutas de Thielmann no tendrían nada que hacer, salvo dejarse matar. Sabía que Clausewitz le había hecho llegar un mensajero proponiéndole lo mismo que Grolman, pero ni siquiera contestó. El III debía ser la llave que garantizara el correcto repliegue del I y del II, y ninguna otra cosa. La batalla de aquella tarde se perdía inexorablemente, cierto, pero a poco que supiera retirarse no sería un desastre decisivo, sobre todo si no sufría más bajas. Había perdido entre diez mil y quince mil hombres. Podrían ser veinte mil y no pasaría nada. Una vez se juntaran con el IV podrían acabar con Bonaparte, siempre y cuando lograra entenderse con el maldito inglés. Su espantada de aquella tarde no podía ser más inequívoca: les había dejado en la estacada con el fin de ser más fuerte cuando llegara el momento de marchar sobre París. Bien, pues a eso podrían jugar los dos. Wellington y él.

—Grolman: retirada general. Comienza Pirch, le sigue Zieten y cierra Thielmann. Lo que reste de la caballería una vez el Fürst Blücher acabe de distraer al enemigo, que cubra la retaguardia. El I y el II, hacia Tilly. El III a Gembloux, donde se reunirá con el IV, y desde ahí seguirán a Mont-Saint-Guibert.

A Grolman le admiraba que Gneisenau mantuviera el Ferraris, completo, en su gran cabeza. Él jamás perdía de vista el suyo. En aquella ocasión no dudó en desplegarlo, pese a la escasa luz. Aún no anochecía, pero el color del cielo era el del Diluvio Universal.

—Herr General, no encuentro Tilly en el mapa. Tampoco Mont-Saint-Guibert.

Gneisenau entendió qué pasaba: Grolman usaba una de las copias trazadas por su cuerpo de ingenieros y topógrafos. Una mala copia. Nada que ver con el original.

—¿Qué otros pueblos aparecen al norte de Sombreffe y al noroeste de Gembloux?

—Las dos rutas convergerían en Wavre, Euer Exzellenz.

—Pues Wavre. Que los tres armeekorps se dirijan allí. Que no se detengan a vivaquear. Informe a los stabschefs que Bonaparte les perseguirá, y si les alcanza será su fin. Que marchen hasta que no puedan más, y en todo caso que no se detengan hasta que sea de día y puedan vigilar lo que lleven detrás. ¿Entendido? —Grolman se cuadró «a la prusiana»—. Otra cosa: envía un oficial que hable francés a explicar a Müffling que la batalla está perdida y que nos retiramos. Si no da con él, que se haga conducir ante Wellington, o ante Álava si no hay nadie más, y se lo explique de palabra.

—¿Álava? ¿Y qué pinta en todo esto? Sólo es el comisionado español.

—¿No recuerdas que vino con él esta mañana? —Grolman, perplejo, asintió—. Por si no te has dado cuenta, mi querido Karl, Álava es lo que Wellington dice no tener: su Generalstabschef.

21.00 h.

Los hombres de Blücher habían salido a campo abierto entre Saint Amand y Ligny, para cargar contra la izquierda de la columna francesa. Les esperaba una gran masa de caballería, desplegada tras una doble línea de tirailleurs, todos de la Jeune Garde. Dispararían a su mayor velocidad hasta tener al enemigo a unos ciento cincuenta pasos; ahí los jinetes franceses cargarían contra sus iguales prusianos, los cuales, pese a su arrojo, tenían un problema: eran menos que sus contrarios, lo cual empeoraba merced a la puntería de los tirailleurs. Los jinetes que cabalgaban a la cabeza de la formación eran sus blancos preferentes, porque debían de ser los jefes. El caballo gris del que galopaba más al frente les atraía más que ninguno, a lo cual se debió que, hallándose a trescientos metros de la línea de tirailleurs, una de las mortíferas balas del 17,5 alcanzara en el pecho al precioso charger gris que His Royal Highness the Prince Regent of England and Ireland regalase un año antes al Fürst Blücher zu Wahlstatt. El animal mantuvo su galope unos segundos hasta caer de costado sobre su jinete, que así se vio atrapado bajo una bestia de quinientos kilos y con la bota enredada en el estribo. No era la primera vez que le ocurría —de una en 1795 conservaba una cojera que se le agravaba cuando cambiaba el tiempo—, pero era la más inoportuna, pues aun viéndose rebasado por cientos de vociferantes ulanos lanzados a la carga era cuestión de dos minutos que los viera regresar, seguidos de otros tantos coraceros franceses, los del 9.º según declaraban sus guiones.

El Graf August-Ludwig von Nostitz llevaba diez años con Blücher, de quien era bastante más que su aide-de-camp. Siempre compartió su destino, incluso la prisión y el exilio. Aquella no sería una excepción. Su caballo no era tan veloz como el charger de Blücher, así que le dio tiempo a frenar, detenerse junto al caído Generalfeldmarschall, atar las riendas a las del caballo muerto y, tras eso, intentar con todas sus fuerzas apartar a la bestia, pero sin éxito. Al tiempo veía regresar a los descalabrados totenkopf, que pasaron a su lado sin reparar en que abandonaban a su suerte al idolatrado Alte Vorwärts. Dispuesto a compartir hasta el final la suerte de su jefe desenfundó la pistola, desenvainó el sable y se plantó ante Blücher, ocultándolo a los coraceros que llegaban al galope. Para su sorpresa, ninguno le hizo caso, quizá por no ser el único jinete desmontado. Su destino y el de su jefe sería, ya lo comprendía, ser apresados por la horda de infantería que veía correr hacia ellos; una suerte muy mala, pues bien sabía que Blücher disfrutaba de una justa popularidad en la Grande Armée —la mitad de sus efectivos disfrutaría lo indecible cosiéndole a bayonetazos; la otra se inclinaría por descuartizarle—; se preparaba para lo peor cuando de nuevo vio pasar a los coraceros, en dirección contraria. Los totenkopf les seguían muy de cerca, tanto que ningún francés mostró intención de hacerse con ellos. Quienes sí lo hicieron fueron tres ulanos, un sargento y dos soldados, que habían cargado contra un enemigo superior sólo por rescatar al viejo Vorwärts. Los soldados desmontaron de un salto, mientras el sargento sujetaba las riendas de sus monturas; con el apoyo del coronel levantaron el charger lo bastante para extraer al dolorido Blücher, cortar de un tajo la cincha del estribo y auparlo a la grupa del sargento, un tal Schneider que de este modo conquistó el derecho a no ser olvidado. Así, todos juntos iniciaron el regreso escoltados por el resto del regimiento; se sentían mal, aclaró después a Nostitz su jefe accidental, el Major Bürsche, porque habían salido por su cuenta y sin órdenes a buscar al Fürst Blücher y al Freiherr Lützow, a quien también habían matado el caballo, pero con éste no hubo suerte, porque llegó más lejos y los franceses le apresaron. Tras eso no quedaba más que decir. Los treinta y dos escuadrones se habían dispersado, aunque no tanto como para quedarse sin oír el toque de retirada. La dirección que se gritaba era Wavre, al norte, y allá marchó el 6.º, con el parcialmente inconsciente Blücher aferrado al generoso Schneider. Nostitz y un ulano se habían emparejado con él, sosteniéndole a fin de que no se venciera, cayese del caballo y acabase así su zarandeada vida. No sabían qué habría sucedido, ni con la carga ni con la línea, ni a Nostitz le importaba. Lo que contaba era salir de allí, a lo cual ayudaba el faro en que se convertía el molino Bussy; ardía como una tea, gracias a lo cual el camino era inequívoco: todo seguido, dejándolo a la izquierda. Por mucho que se hubiera saboteado la señalización, para cualquier oficial que supiera usar su brújula sería imposible perderse: siempre hacia el norte, hasta llegar a ese Wavre que ya les parecía la tierra de promisión.

21.15 h.

La noche caía sobre Les Quatre Bras. Al no dejar de llover la visibilidad era escasa. Ney se retiraba en buen orden hacia Frasnes, donde no tardaría en llegar el I Corps d’Armée, que regresaba de Fleurus chapoteando en el mismo barro que había pisoteado a la ida. Los hombres del I, pese a la fatiga de aquella estúpida marcha, no se sentían frustrados; es siempre mejor hacer el imbécil que luchar una batalla, y más como las dos que habían escuchado, verdaderos conciertos de cañonazos; si algo temía el soldado de infantería era el bote de metralla disparado a quemarropa, y aquella tarde se habrían consumido decenas de miles, en Les Quatre Bras y en el otro condenado sitio, como se llamara. Por fatigosa que hubiera sido la marcha les dio un día más de vida, lo que para la mayoría no estaba mal. A eso se debía que cantaran, aunque no las ridículas patrioterías de cuando l’Empereur andaba cerca. Drouet, un general de soldados, no estaba en contra de que la tropa se relajara entonando cancioncillas obscenas; bien sabía él que unas pocas risas, bien administradas, contribuían a elevar la moral bastante más que los discursos, las arengas y las soflamas. Los que no cantaban eran los destacamentos de infantería ligera que caminaban a la derecha de la columna; su función era verificar que no había tiradores enemigos escondidos. Se complementaban con patrullas de húsares, pero los infantes, tirailleurs escogidos en su mayoría, tenían mejor puntería. Los últimos disparos del día los hicieron en el punto donde la calzada romana se acercaba más a la carretera por donde marchaba el alegre I Corps d’Armée. Uno de los infantes, de vista y puntería muy acreditadas, oyó a lo lejos el sonido de un galope viniendo de Brye. Tras atraer el interés de sus compañeros apuntó cuidadosamente, pronto acompañado de los demás. A una distancia de cien metros abrieron fuego casi al tiempo, para estallar en alaridos de alegría cuando vieron caer al jinete y a su montura, sin que al cabo de un largo minuto advirtieran en ninguno de los dos el menor deseo de levantarse. Los tirailleurs del 4.º de Infanterie Légère podían seguir presumiendo de ser los mejores de la Grande Armée.

21.30 h.

Lord March tenía una misión: presentar a The Beau la lista de oficiales ingleses muertos; sólo ésa, pues los heridos eran responsabilidad del doctor Hume. Los holandeses y los alemanes no eran asunto del British Army; de hecho, ni Lord March sabía dónde andaban ni le importaban lo más mínimo. Sus órdenes eran levantar aquella lista y asegurarse de que salieran para Bruselas esa misma noche con una buena escolta, para que no fueran asaltados por los carroñeros que inexorablemente aparecían incluso antes de que las batallas concluyeran. Según Hume, el Army of the Low Countries había perdido cuatro mil seiscientos cincuenta hombres entre muertos y heridos graves; ante tamaña carnicería era comprensible que sólo quisiera terminar aquello tan desagradable, comer algo y echarse a dormir. Por muy endurecido que pretendiera estar, a Sir Charles Lennox le faltaban unos cuantos hervores.

Sería una lista fácil de levantar, pues los muertos no eran demasiados, ni estaban dispersos. De algún modo —el joven March ignoraba cuál— habían sido trasladados del punto en que cayeron o expiraron —rara vez era el mismo— al comedor de una casa de Pireaumont que aún seguía en pie. Allí el angustiado Lord inspeccionaba los cuerpos, mientras su ayudante coyuntural, el flemático Major Miniussir, tomaba nota. Seguían el orden de sus regimientos: el Captain Brown y el Ensign Barrington del 1.º de Infantería, el Captain Buckley y el Ensign Kennedy de los Scot Guards, los Captains Whitty y Cassan del 32.º, el Lieutenant-Colonel Macara, el Lieutenant Gordon y el Ensign Gerard del 42.º, el Lieutenant Tomkins y el Ensign Cooke del 44.º, el Lieutenant-Colonel Morice del 69.º, el Lieutenant-Colonel Cameron, los Captains Little y Grant, los Lieutenants Chisholm y Becher, y el Ensign McPherson, todos del 92.º, el Lieutenant Lister y el recién fallecido Major Smyth —disfrutó una larga y desagradable agonía, les explicaba un indiferente sargento—, ambos del 95.º y, por fin, el Ensign Lord James Hay, ADC de Lord Saltoun, comandante de la infantería ligera del 1.º Regimiento de Guardias.

—Veintiuno —decía el Major con voz de contar los huevos que hubieran puesto las gallinas—; a diferencia de March, llevaba muchas ceremonias como aquella, donde los muertos, además, no presentaban unos aspectos tan agradables; él estaba hecho a cuerpos destrozados por botes de metralla disparados a quemarropa, con las vísceras, las glándulas y los sesos desparramados en todas direcciones; los caídos de aquel comedor, salvo el desventurado Smyth, parecían estar allí a causa de un tiro en el corazón o en la cabeza; de ahí que se lo tomase con aparente frialdad. En realidad su indiferencia era menor; la vista de Hay, al que no conseguía sacarse de la cabeza con los calzones bajados, la lengua fuera, meneando el culo y taladrando a una Lady Jane que para nada parecía sufrir algo peor que la muerte, le zarandeaba el ánimo. No guardaba rencor al pobre diablo, pero verle allí, tumbado cuan largo era y con la cara destrozada por el impacto de una bala del 17,5 —había visto muchas heridas de tan excelente calibre—, no le apenaba en absoluto.

—Y pensar que anoche bailábamos con él en la casa de mi madre…

«Puestos a decir tonterías, habrías podido parir una más elaborada», se decía Miniussir con cierta impaciencia. Si estaba con aquel idiota era por haber aceptado no dejarle pasar solo el mal trago, pero le rugían las tripas; quería reunirse con el general, que minutos antes insinuó que les aguardaba una buena cena. La que Wellington compartía con sus ADC cuando ganaba una batalla.

—¿Te parece que vayamos acabando?

—Espera un momento.

Se arrodillaba junto al difunto Hay, le cerraba el ojo superviviente y le palpaba los bolsillos. «Vas a encontrar tú mucho», se decía el encallecido Miniussir, que bien sabía cómo las gastaba la tropa cuando trasladaba cadáveres de oficiales, pero algo quedaba: un dije colgado del pescuezo. Lord March le movió la cabeza para extraerlo sin descomponerle mucho más de lo que ya estaba —seis horas al calor de junio sientan mal a los difuntos—; tras eso lo abrió, para encontrar el rostro de una Lady Jane a la que algún imbécil había retratado con expresión angelical; «tendría que haberla visto follando como una loca», se decía el rencoroso Miniussir viendo como Lord March lo guardaba en un bolsillo.

—Si no lo cuento, y tú sí, ¿harás el favor de dárselo? A la pobre Jane, quiero decir.

—No será ningún placer —Lord March elevó sus cejas, sorprendido—; es que te habrás muerto, burro, y no quiero que lo hagas, así que dáselo tú. Por cierto, ¿estaba tan encandilado como para llevar eso al cuello? A James se lo rifaban las chicas. ¿Qué tenía Jane de particular, para él?

—Anoche me dijo que la quería de verdad, como jamás había querido a nadie, que para él ya no existía ninguna y que le había pedido matrimonio. Ah, y que le dijo que sí.

«Y, ya puestos, la muy puta le concedió un anticipo».

—Ya. Bueno, pues si no te importa, nos vamos. Aquí va oliendo mucho a muerto.

21.45 h.

En Ligny ya no llovía. Lo había hecho durante cuarenta minutos, lo que primero interrumpió el fuego de artillería y después el de la infantería. Las últimas unidades prusianas se desvanecían más allá del humeante molino Bussy, sin que la exhausta infantería francesa las hostigase. La lucha nocturna no les gustaba, perseguir fuerzas enemigas era cosa de la caballería y, si algún pretexto les faltaba, nadie les ordenaba que lo hicieran. Ni a los soldados, ni a los oficiales, ni a los jefes, ni al mismísimo Grouchy, que al menos de un modo formal mandaba el ala derecha. Era por sentirse inseguro. Desde que l’Empereur se presentara, no fue más que un mero ejecutor de las continuas órdenes que despeñaba. De ahí su desazón al regresar de la línea de fuego —un calificativo merecido, pues Ligny ardía en pompa; los implacables prusianos cubrían su retirada pegando fuego a todo—, cuando Soult le dijo que se habían quedado solos. L’Empereur dijo no sentirse bien, y con Bertrand, La Bédoyère y su coro de jesuseros se marchó sin decir adónde; Soult sabía que Bertrand, horas antes, había declarado el château de la Paix, en Fleurus, palacio imperial de aquella noche, pero sólo por un cotilleo de aides-de-camp, no porque nadie se hubiera molestado en explicárselo.

—¿Y qué hacemos?

—Tú sabrás. Que yo sepa no te ha destituido, así que sigues teniendo el mando del ala derecha.

—Pero tú eres el Maréchal más antiguo.

—No pretendas escurrirte, querido. El mando es tuyo y la responsabilidad también. El chef d’état major, o sea, yo, sólo es un humilde recurso a tu disposición. Mi deber acaba en aconsejarte, así que, con todo respeto, voy a recomendarte que le veas y que hagas lo que te diga, porque ya sabes cómo se pone cuando alguien actúa por su cuenta y luego las cosas no van bien. Si, por lo que sea, no consigues que te diga nada, entonces sí. Entonces piensa por ti mismo y decide cómo hemos de seguir.

Sonaba razonable, se decía Grouchy. Soult moraba en la proximidad de l’Empereur desde hacía muchos años. Le conocía mejor que ninguno de sus iguales, salvo Davout. Sería bueno hacerle caso.

—Bien, pues allá voy. Deséame suerte.

El hábil Soult se cuadró con algún aparato. «Si pensabas que iba yo a pringarme, apañado ibas», se decía sin que nada en su expresión le traicionase. Quizá no fuera el más victorioso de los Maréchaux d’Empire, aunque alguna razón habría para que, con Davout y Suchet, fuera el menos derrotado.

Louis-Gabriel Suchet (1770-1826), por Vicente López.A juicio de muchos fue el más completo y competente de los mariscales de Bonaparte

22.15 h.

Una responsabilidad del QMG era conseguir hospedaje a los mandos superiores. Si escogió la fonda Le Roi d’Espagne fue a sugerencia de Álava, que meses antes se había detenido allí. Era grande, limpia y bien surtida. Muy adecuada para que pernoctaran el duque, sus ADC, los comisionados —sólo habían venido el prusiano y el español—, Lord Fitz-Roy Somerset y él mismo, además de los ayudantes de todos ellos. La cena sería obra de Thornton, que aportaría parte de los víveres y los demás los buscaría en el mercado local —pese a la guerra, la vida no se detenía—; entre los que traía de Bruselas figuraban varias botellas de un gran borgoña, pues al duque le gustaba celebrar las victorias y lo de aquel día lo fue. Irregular, errática y atropellada, pero conservaron la posición, pusieron a Ney en fuga y el número y la calidad de las bajas entraba en lo razonable. Salvo la pérdida del duque de Brunswick, que Wellington sentía no porque le unieran lazos especiales al pobre diablo, sino por los efectos que pudiera tener en la moral de los cinco mil y pico brunswickers, ninguno de los caídos era irremplazable. Ni siquiera Hay, pese a que le tocaría escribir la fastidiosa carta de duelo a Sir William, Earl of Erroll, de quien aquél era su hijo mayor y presunto heredero; una molestia, pero desde hacía muchos años se ocupaba de las misivas de condolencia de los oficiales que las merecían, los cuales eran los que tenían por padre un príncipe, un duque, un marqués o un conde —de vizcondes abajo no se preocupaba—; con la del joven Hay debería esforzarse algo más, pues le constaba que a Sir William no le gustaba que anduviera por el continente jugándose la vida; sabía que no le quedaba mucho de padecer su escaño —aun siendo más joven que Wellington estaba muy averiado, cosa no infrecuente cuando se han sufrido tres esposas y once hijos, de los que siete, por si fuera poco, eran mujeres—, y por el joven James sentía una predilección especial, tan marcada que había comenzado a entrenarle para las duras exigencias de la House of Lords. Por fortuna le quedaban otros tres varones, de modo que la pérdida se le haría llevadera, pero aun así debería pensarse las palabras. Si algo no necesitaba era que desde un asiento de la House of Lords se alzase una voz contra él.

A la mesa, presidida por His Grace, se sentaban el general Álava, el Freiherr Müffling, Lord Fitz-Roy Somerset, Sir William de Lancey y trece ADC; dos no eran de plantilla, si bien al Major Miniussir se le podría considerar como tal; el otro, un Leutnant Wurcherer del que no se sabía si hablaba inglés o no, de tan callado como era, se había unido al grupo sólo porque Müffling se lo mandó; de naturaleza hosca, mezclarse con los alegres ADC no le gustaba mucho. Éstos, pese a la reserva que debería presidir la cena —por los camaradas caídos y porque al día siguiente, o al otro, les aguardaba una nueva batalla—, se mostraban comunicativos y corteses. El acto llevaba camino de prolongarse, pues His Grace lo disfrutaba, de modo que ni el prudente De Lancey ni el espartano Müffling osaban decir que sería bueno irse a la cama, los que tuvieran una —los ADC se las apañarían con las usuales yacijas de paja, pero a His Grace, a los comisionados, a Sir William y a Lord Fitz-Roy les aguardaban buenos y blandos lechos—; de ahí que resultara del beneficio general que apareciese un embarrado teniente del 15.º de dragones preguntando por el general Müffling, el cual se levantó un tanto desconcertado para salir al pasillo con el desaliñado caballero; regresó un minuto después, momento en que cesaron las conversaciones. Sucedía, explicó, que una patrulla del 15.º había encontrado un oficial prusiano junto a un caballo muerto; decía llamarse Winterfeldt y ser aide-de-camp del general Grolman, y traer un mensaje verbal para el general Müffling; todo eso lo supieron tras llevarle a Les Quatre Bras —con un hombro fuera de su sitio y una pierna fracturada— y pedir a un oficial de la KGL que hiciera de intérprete; gracias a eso sabían también que no pensaba decir una palabra más, salvo al general Müffling, al general Álava o al duque de Wellington. Tras aquello era natural que todos se miraran, los unos a los otros y luego a Müffling, quien, después de ordenar a Wurcherer marchase con el teniente a saber qué diablos quería el tal Winterfeldt, explicó que aquello era irregular. En los procedimientos prusianos jamás se transmitían mensajes verbales, y menos a destinatarios que no formaran parte de los ejércitos propios o aliados, de modo que una vez supiera qué pasaba con aquel oficial lo comunicaría de inmediato a His Grace. Una mirada les bastó, a éste y al comisionado español, para interpretar aquello tan desconcertante: Blücher había salido malparado y Gneisenau, o Grolman, no tuvieron tiempo, ni quizás oportunidad, para escribir. De ahí que, con independencia de lo que contase aquel ignoto Winterfeldt, conviniera indagar. No en ese momento, señaló Wellington con un gesto; lo harían minutos después, sin alarmar; la jornada, para Sir Alexander Gordon y Don Nicolás de Miniussir, estaba lejos de haber terminado.

22.30 h.

Bertrand se mostraba intratable: si Grouchy no sabía usar el poder que recibió la tarde anterior, debería esperar a que Su Majestad despertara. Tras eso y en un tono menos destemplado, explicó que l’Empereur regresó en un estado lamentable, con fuertes dolores en la zona inguinal. Mandó que se le preparase un baño de agua muy caliente, pero dado el reducido tamaño del recipiente no pareció que mejorase, ya que al cabo de unos minutos se levantó sin saber cómo ponerse, y auxiliado por él mismo y por Alí se metió en la cama, diría él que con fiebre y con los mismos dolores. Aun así, él era optimista. El Emperador de vez en cuando expulsaba cierta cantidad de arenilla, y algún cálculo que otro, lo cual le provocaba unas molestias que a veces resultaban intolerables, sobre todo cuando le asaltaban en alguna recaída de su chaude pisse, Su Excelencia ya me comprende. Una noche durmiendo con calor aplicado en la zona conveniente —Alí, devotísimo de su amo, le cambiaba la bolsa de agua caliente cada veinte minutos— debería bastar para que a la mañana siguiente se hallara en plena forma. Si el Maréchal volvía por allí sobre las cuatro quizá podría explicarle lo que traía —inventario de bajas, estimación de las del enemigo, cañones capturados y cosas por el estilo—, escuchar sus instrucciones y regresar con su ala derecha. En el entretanto intente Su Excelencia dormir un poco, que falta le hará para resistir el día que le aguarda mañana; será duro, ya lo verá.

Grouchy estaba desolado. Como cualquier mando de su nivel sabía que las victorias no servían de mucho si no se aprovechaban con una rápida persecución del enemigo en retirada, hostigándolo con la caballería y la infantería ligera, de modo que terminase abandonando lo que más dificultase su marcha: los cañones y los vagones de suministros. Cuando se alcanzaba ese punto la huida ya era desbandada; ningún ejército en esas condiciones era capaz de recobrarse, lo había visto infinidad de veces. Si en algo destacaba l’Empereur era en culminar las victorias con persecuciones implacables. Muy mal debía estar para que renunciase a la de aquella noche, cuando habría podido acabar con Blücher y alcanzar su objetivo estratégico: barrer a sus enemigos más belicosos, ocupar Bruselas y negociar desde allí con Austria y Rusia. Él tenía experiencia suficiente para emprender la persecución por sí mismo, y no habría vacilado en hacerlo, pero le faltaba el poder que sólo tenía l’Empereur. Vandamme, Gérard, Pajol, Mouton, Exelmans, Drouot y Milhaud habían visto durante toda la tarde que quien mandaba era Él, que quien pensaba y decidía era Él, y que su pomposo papel, comandante del ala derecha, sólo servía para transmitir sus órdenes y vigilar que se cumplieran. Si aquella noche se dirigiese a los siete reventados generales y les dijera que asumía el mando, que pusieran en pie a sus hombres y que le siguieran contra Blücher y su maltrecho ejército, se mearían de risa. De los siete sólo dos eran lo bastante disciplinados para no discutir las órdenes de un mariscal: Drouot, el comandante de la Garde Impériale, y Mouton, el del VI Corps d’Armée, pero no estaban a sus órdenes. Sus fuerzas eran la reserva de l’Armée du Nord, la que l’Empereur mantenía bajo su mando directo, y aunque pudieran pensar como él no se atreverían a seguirle. Francia no tardaría en reprocharle que no se pusiese al frente de las tropas y cabalgase contra el enemigo con la determinación exigible a un Maréchal, pero en su mano, tristemente, no había más opción que suplicar a Exelmans y a Pajol, a los que tenía por más profesionales, que le cedieran algunos escuadrones para emprender una tímida persecución, a la espera de que Su Majestad despertara y, de una maldita vez, le diera el poder y los recursos. Dios quisiera que para entonces aún no fuera demasiado tarde.

22.45 h.

Ney y sus generales habían dado cuenta de una buena cena, bien regada con un vinillo que no estaba mal, en el Auberge de l’Empereur —dos días antes aún se llamaba Zum Kaiser Inn—, en Frasnes. Tras eso pensaban echarse por ahí, en cualquier rincón. Ney tenía mucho sueño, pero no dejó de analizar el informe de bajas que le presentaba el médico del II: los muertos o inútiles para el servicio eran cuatro mil trescientos setenta y cinco, a los que debía sumar tres docenas de oficiales. Era más o menos lo que temía, el 15 por ciento de sus efectivos. Al día siguiente volverían a estar en condiciones de combatir, aunque no en el mismo sitio. Por la forma en que se desplegaba Wellington aquella no era la posición donde pensaba vérselas con l’Armée du Nord. De ahí la última de sus órdenes antes de aflojarse dos botones y dejarse caer sobre un montón de paja: que la tropa revisara su calzado, y el que se viera con las botas en mal estado que las cambiase con las de algún muerto. Al día siguiente les esperaba otra larga marcha.

23.30 h.

Blücher no podía más. Nostitz mandó parar viendo que acabaría por desplomarse. Tras eso, y la luz de dos antorchas, examinó su mapa. El pueblecillo que divisaba cien metros hacia delante debía ser Mellery. Tilly había quedado cuatro kilómetros al sur, de modo que ya estaban lejos de Ligny y de Brye. No parecía que les persiguiese nadie, lo que no dejaba de ser una sorpresa, porque las costumbres de Bonaparte, bien que las había sufrido alguna vez, eran distintas. Decidido, pues: ahí se quedaban. Quizás hubiese allí más prusianos refugiados, así que antes de hacer nada envió al providencial Schneider a reconocer el terreno. Regresó poco después con una excelente noticia: el doctor Bieske, cirujano del I Armeekorps y médico personal de Blücher, había montado en el granero comunal un hospital de campaña, muy en precario aunque mejor era eso que nada. Ordenó que aquel buen sargento y media docena de sus derrengados ulanos se quedaran con ellos, y tras eso despachó a Wavre al resto del escuadrón, siguiendo las instrucciones que poco antes les transmitiera un teniente del 3.º de Ulanos Brandenburg, que por orden del Oberst Treskow, comandante de la 1.ª Brigada de Caballería, recorría los caminos redirigiendo a los extraviados. La noche, como sucedía en todas las retiradas tras una gran batalla perdida, era pavorosamente confusa; pese a todo, algo de bueno tenía: la luna llena concedía suficiente visibilidad para no estamparse contra los árboles.

A Bieske le parecía milagroso que Blücher no tuviera nada roto. No sólo eso, sino que se hallara lo bastante consciente como para decir que aquello no era nada y que para recuperarse sólo necesitaba el curalotodo de los húsares, unas enérgicas friegas de ginebra y ruibarbo, y aún mejor funcionarían si además de por fuera se las daban por dentro. El valiente Bieske —había que serlo para desobedecer al Generalfeldmarschall— rehusó autorizar aquella segunda parte del tratamiento, aunque no se opuso a que su venerable superior despachase, a morro, un magnum de buen champagne que Schneider acababa de requisar en la recién saqueada bodega del arcipreste local. Así, más sosegado, tranquilizó a Nostitz sobre su estado y le ordenó buscar a Gneisenau. La confusión seguía siendo total, pero ver al mariscal de tan buen ánimo le tranquilizaba, porque significaba que no todo se había perdido. Aunque no tuviera idea de por dónde andaba el Niederrheinarmee, Blücher poseía un cierto sentido —Nostitz lo había comprobado muchas veces— para detectar cuándo las cosas no estaban del todo mal. Quizá fuera el ver marchar unidades de infantería frente al granero, apenas retirado del camino de Mont-Saint-Guibert. Lo hacían en buen orden y con la moral evidentemente alta. Se notaba en lo fuerte que cantaban sus entrañables obscenidades.

24.00 h.

Gordon y Miniussir no se habían tratado demasiado, pero al primero le habían hablado bien del segundo, y aunque no le gustaba que se disfrazara de lo que no era entendía que lo hacía por órdenes de Wellington, de modo no le quedaba más que agradecerle su colaboración. Salían de Genappe escoltados por medio escuadrón del 10th Prince of Wales Light Dragoons, con órdenes de dar con Blücher, y si no con Gneisenau. Wellington quería saber qué había pasado con la batalla de Ligny-Sombreffe, con qué fuerzas aún contaba el Niederrheinarmee y adónde se retiraba. Daba por hecho que así era, que les habían vencido y retrocedían, porque de ser al revés ya lo habrían hecho saber. Nada despertaría más a Blücher las ganas de aclararse la voz, desplegar las alas y cacarear, que haber batido a Boney en persona. Si no lo hacía sólo podía ser por haberse quedado sin plumas.

Álava en Waterloo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Agradecimientos.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
autor.xhtml
notasAndante.xhtml
notasAllegroGrazia.xhtml
notasAllegroVivace.xhtml
notasAdagio.xhtml
notasCoda.xhtml