Bruselas y París, viernes 2 de junio
Las razones por las que Wellington quería librarse de Sir Hudson se podrían condensar en que le ponía de los nervios. Lowe, soltero de cuarenta y seis años y encima irlandés, quizá respondiera en exceso a los parámetros que His Grace tenía por sospechosos,[150] pero al pobre diablo, analizado con la fría objetividad de Álava, sólo se le podría tachar de aburrido, lento e inoportuno. Aun así, que cesase aquella mañana era una gran noticia, sobre todo para él. Sir William Howe de Lancey había llegado la tarde anterior. Wellington decidió que cenaran los tres juntos, y así, a lo largo de las horas en que disfrutaron los horrores de Thornton, el coronel americano —nacido en New York— fue puesto al corriente del verdadero estado del Army of the Low Countries. Lo que al día siguiente le contase Lowe sería de índole rutinaria, nada con lo que no se pudiese hacer en poco más de una hora, momento a partir del cual ya podría considerarse auténtico QMG del Army of the Low Countries. Así Álava podría regresar a su abandonada vida diplomática, y en todo caso a la poco absorbente de comisionado en el headquarter, donde conservaría despacho y asistente, pues His Grace no quería dejar de contar con él.
Wellington participó en el relevo el minuto necesario para validarlo, y tras desear suerte al abatido Sir Hudson se retiró a despachar con Müffling, que traía novedades de interés. La principal era que las patrullas de Zieten habían detectado al VI Corps d’Armée veinticinco kilómetros al sur de la frontera, en las proximidades de Chimay. Frente al mapa que Álava mantenía tan sesgadamente como podía, los pensativos caballeros convinieron que Bonaparte podría descargar su primer golpe donde le diera la gana, pues no había nada en su despliegue que señalara preferencia por Mons, Charleroi o Namur. Aquel mapa no era el único en los que Álava trabajaba y en los que desde aquella mañana se afanaría De Lancey. Había otro donde sus vectores no eran tan inconclusos. Si bien todo podría cambiar de la noche a la mañana, se había jugado una cena en La Tour d’Argent a que Boney empezaría por Charleroi. Wellington, por su parte, valoraba que Bonaparte lanzara un corps d’armée sobre Mons para envolverle como a Mack en Ulm, evitando la línea Braine-l’Alleud-Mont-Saint-Jean-Smohain. Sería un golpe genial, pues entre Mons y Bruselas no había una posición comparable. De ahí su preguntarse si Boney conocería la reciedumbre de aquel risco. En sus reconocimientos había tomado la precaución de ir con poca escolta, y hasta prohibió que allí acampara nadie. Sólo dio instrucciones a Carmichael-Smith, el mismo con quien lo descubrió, de valorar lo necesario para fortificar las dos granjas, Hougoumont y La Haie Sainte. La intelligentzia de Bonaparte no podría determinar, al menos a partir de sus movimientos, que ahí era donde pensaba esperarle, pero Boney había pasado por allí unas cuantas veces, e igual sacó sus mismas conclusiones. Si fuese así, lanzar sobre Mons uno de sus corps d’armée le sacaría de su posición; no tendría más remedio que retirarse sobre Amberes, lo que si bien sería justificable desde un punto de vista militar resultaría desastroso ante la prensa de Londres. A eso se debía que ordenase a De Lancey estimar la fuerza necesaria y el lugar conveniente para detener un corps d’armée que avanzara sobre Mons. Sería doloroso sacrificarla en eso cuando quizá no hiciese falta, pero sería un seguro de vida, y ésos, bien lo sabía, convenía pagarlos.
El precio de conseguir que Müffling no perdiera la confianza del paranoico Gneisenau era suministrarle información de apariencia valiosa. Esa mañana no contaba con nada que quisiera compartir, salvo una nota de Clarke donde hablaba de un levantamiento en La Vendée que había obligado a Bonaparte a distraer treinta mil hombres. Por mucho que Clarke pudiera exagerar siempre serían quince o veinte mil que no formarían en l’Armée du Nord, cosa muy buena en sí misma. Cuanto más debilitado estuviera Boney menos bajas tendrían, cosa tan preocupante para Gneisenau como para él, aunque no por humanidad. Gneisenau no tenía de dónde sacar más y él se vería en problemas si le hacían demasiados, incluso si ganaba. La opinión pública, tras tantos años de guerra en cuya utilidad no todos creían, se preocupaba demasiado del scum[151] que combatía en el continente.
Se acercaba la hora de las audiencias reservadas, que aquella mañana sería una sola: Lady Frances llegaría sobre las doce por el discreto acceso de sus visitas privadas. Aparecería en sus habitaciones conducida por Lord Fitz-Roy, tras lo cual sus preocupaciones del día se congelarían media hora, o un poquito más. Se preguntaba si le daría tiempo a escribir a su hermano Henry, pero un leve toc-toc en la puerta le indicó que Lord Fitz-Roy ya bajaba por ella. En dos minutos la tendría con él. Tiempo apenas suficiente para repasar su aspecto. En cuanto a la carta, ya la escribiría después.
El Emperador había convocado a Carnot para entregarle un edicto llamando a la quinta de 1815. Un mes antes no habría tomado una medida tan impopular, pero las consideraciones políticas ya le daban igual. Sólo importaba contar en septiembre con ochocientos mil soldados en armas, quinientos mil más de los que por entonces se alineaban entre los corps d’armée, los acuartelados en las plazas principales y los que defendían las fortalezas. No cesaban de llegar noticias de revueltas, en la Vendée, en el Midi, en Nimes, en Burdeos, en Marsella y en Toulouse. La Iglesia, siempre perspicaz, se alineaba con L’Inévitable, al punto que los sacerdotes, además de predicar la deserción y la desobediencia, se negaban a finalizar las misas con el preceptivo Domine salvum fac imperatorem, explicando así dónde colocaba sus apuestas el Espíritu Santo. Definitivamente, reconciliar a Francia con la Iglesia fue de las mayores tonterías que jamás pudo cometer. Si volvía victorioso, sería de las primeras cosas que arreglaría.
Se concentró en el Moniteur. Traía los nombres de los 629 diputados y los 117 pares. Los tendría en París el día siguiente, la fecha señalada para que se constituyeran las cámaras con acuerdo a l’Acte Additionnel. La mayoría mostraba tendencias liberales, próximas a los postulados de La Fayette. Fouché no creía que formaran una fracción decisiva, pues el número de jacobinos superaba con holgura los doscientos, a los que, llegado el caso, se les podrían agregar unos cien bonapartistas, que por algo puso cuidado en que consiguieran sus actas. La cámara, conforme a ese diseño, sería tan manipulable como ruidosa. Un fragor suficiente para dar la impresión de que la Democracia gobernaba. Estaba seguro de contar con suficientes diputados para ganar las votaciones importantes. Las otras, que deberían habilitarse para guardar las formas, daría igual que se perdieran o no.
Con los 117 pares no había problema, pues todos le debían el escaño. Sus hermanos (Joseph, Lucien, Louis y Jérôme) formaban junto a Beauharnais, Cambacérès, Lebrun, el cardenal Fesch, los mariscales Suchet, Brune, Soult, Masséna, Moncey, Davout, Grouchy, Jourdan y Ney, los generales Lefebvre, Clauzel, Cambronne, Drouot, Flahaut, Drouet, Girard, La Bédoyère, Mouton, Rapp, Mortier, Pajol y Kellerman, y los ministros Maret, Carnot, Gaudin, Decrès, Mollien, Caulaincourt y el propio Fouché, además de otros notorios partidarios de su causa. Serían, en conjunto, dos cámaras fáciles de manejar; podría gobernar, por lo tanto, como lo había hecho siempre. Con ellas cerraba la cuadratura del círculo político, la de contar con la constitución más adelantada, una cámara electa representativa pero sometida y un senado amaestrado. Un panorama idílico, pero sus tripas le decían que no, que algo no iba bien o no estaba debidamente diseñado. La clave no se le ocultaba: la condenada pandilla estaría siempre a favor mientras todo fuera bien, pero a poco que llegaran malas noticias serían los primeros en saltar por la borda, como las ratas que a fin de cuentas eran. Se preguntaba si aquel esfuerzo habría valido de algo. Si tiró por aquel camino fue por mostrar al mundo que volvía del exilio convertido en un demócrata, pero ni dentro ni fuera de Francia se lo habían creído. Dentro, porque los índices de abstención eran clamorosos. Fuera, porque a la vuelta de nada se las vería con seiscientos mil hombres, contra los que no podía oponer ni la mitad. Era desalentador, pero su vida y su carrera jamás fueron fáciles. Lo que tenía por delante sólo era un peldaño. El más elevado, y además sabiendo que la escalera no acababa tras él. Habría más, muchos más y aún más empinados; era inevitable preguntarse si merecía la pena subirlos. La idea de un retiro en Estados Unidos convertido en riquísimo terrateniente, mientras su hijo reinaba en una Francia gobernada por un consejo de regencia fiel a sus ideas, no dejaba de rondarle la cabeza. La suya y las de sus próximos. La de Lucien, sobre todo. Le había propuesto que abdicara y se marchase, a fin de librar al país de una guerra que no podría ganar y en la seguridad de que Inglaterra, si así conseguía neutralizarle sin sangre, sería la primera en aceptar el trato. Si pudiera confiar en eso no lo dudaría, pero con Liverpool en Downing Street era imposible. Su destino, lo quisiera o no, estaba en sus manos. Salvo si vencía él.
Jean-Baptiste Jourdan, por Julie Volpelière