Bruselas, lunes 29 de mayo

Uxbridge había echado el resto. Sus diez mil jinetes —seis brigadas inglesas, una de la KGL y otra de Hannover— evolucionaban como en un ballet. Blücher, que sabía de hacer bailar escuadrones, componía un gesto de aprobación, lo mismo que Zieten, Pirch, Thielmann y Grolman. Bülow parecía de piedra, si bien Wellington ya sabía que aquel era su gesto para todo. De Gneisenau no se podría decir que disfrutase, aunque no por desdeñar lo que veía, sino porque no debía ver nada. Su expresión era la de uno que se hallaba no sólo a muchas millas de allí, sino a días, o años. El muy cabrito, según Müffling explicara en una cena con Álava, bien regada con los inusitados caldos que su criado sacaba de no se sabía dónde, sólo vivía para idear, planear y maquinar. A eso se debía que fuera tan difícil seguirle cuando enunciaba cualquier cosa, un avance o una retirada, un ataque o un atrincherarse. Lo tenía todo tan pensado que atreverse a opinar era como adentrarse por una ciénaga; de ahí que lo prudente fuera callar; era preferible a llevarse algún dardo de su despiadada mordacidad.

La parada se celebraba en una llanura limitada por el Dendre, junto a las aldeas de Jedeghem y Schendelbeek, y cerca del cuartel general de Uxbridge, al que no le fue fácil encontrar un terreno suficientemente amplio. Acabó por arrendar los doscientos cincuenta acres[148] que necesitaban sus escuadrones para maniobrar con holgura. Le costó quinientas libras esterlinas, una suma desmedida —la renta de un año—, pero se podía permitir esa clase de caprichos. Pagó a los lugareños cincuenta más, para que lo segaran y desmocharan; era una medida necesaria, pues el centeno estaba tan alto que ocultaría los caballos, viéndose solamente a los jinetes. El problema, se dijo Álava, era que aquello valdría para la revista de Blücher, pero cuando empezaran los cañonazos, y dado que toda Valonia era un campo de cultivo, los ejércitos tendrían problemas para verse los unos a los otros. El asunto le preocupaba lo bastante como para pensar en alguna táctica de reconocimiento que impidiera disparar contra los propios camaradas, aunque de aquello bien podría ocuparse De Lancey, cuya llegada era inminente. Por mucho que lo guardase para sí, estaba más que harto de trabajar para el Army of the Low Countries. A Wellington jamás podría negarle nada, porque hay deudas que un caballero español nunca termina de pagar, pero se moría de ganas de volver a levantarse a las diez, sin más preocupaciones que decidir entre pasear por el parque o visitar a cualquiera de sus nuevos amigos de Bruselas, Lovaina, Gante y Brujas. Había descubierto las bondades y las dulzuras de ser embajador, y ansiaba como pocas cosas volver a disfrutarlas.

Además de Blücher, Wellington y sus séquitos, asistían el duque de Berry, el de Braunschweig-Wolfenbüttel, los comisionados en los dos ejércitos y una nutrida representación de la mejor sociedad bruselense, la cual no conseguía que Wellington le hiciera el menor caso. Su atención seguía fija en sus escuadrones, y no porque disfrutara con la coreografía de Uxbridge, sino porque aquella vistosa fuerza no era ni la mitad de la que alinearía Bonaparte; por si fuera poco carecía de lanceros y coraceros, aunque a éstos, y a diferencia de Uxbridge, no los echaba de menos; había presenciado demasiadas veces el espectáculo de alguno caído de su caballo e incapaz de levantarse, correr y salvar su vida. Le habría venido bien la oferta que noches antes le trajo el agradable coronel Johann-Adolf von Zezschwitz, jefe de la despreciada caballería sajona. Ni él ni sus oficiales se conformaban con el papel de fuerzas en reserva con que los prusianos les humillaban. La insubordinación de un único batallón no justificaba que se les dejase fuera de la causa común, y contando con las bendiciones de su rey, nada feliz con las atroces cartas de Blücher, le ofrecía las dos brigadas a que había quedado reducido el Königlich Sächsische Armee. Le habría dicho que sí, porque aquellos ocho mil veteranos constituirían un refuerzo de categoría, pero el precio sería incurrir en más complicaciones diplomáticas, pues Gneisenau le acusaría de haber instigado la rebelión para birlarle la mitad del ejército de Friedrich-August. Dada la fragilidad de sus relaciones con aquel bárbaro, se limitó a explicar al desolado coronel las razones que le obligaban a rechazar su oferta, pese a la excelente opinión que tenía de sus tropas. Después, y tras acompañarle a su carruaje, redactó una nota para Hardinge; siendo inevitable que Blücher supiera de aquella visita, le ordenaba diese a Gneisenau cuenta de la misma con la mayor delicadeza posible, a fin de no buscar al pobre hombre problemas añadidos.

Tras la parada venía la revista. La encabezarían Blücher y Wellington, a los que seguirían, emparejados, los demás. Álava se vio junto a Gneisenau, que fue quien habló primero, al dejar caer que si Wellington quería intimidarle lo había conseguido. La caballería británica era extraordinaria y le gustaría contar en sus filas con algo similar, aunque a ese nivel de destreza, potencia y riqueza ellos no podrían llegar en muchos años. Aun así, pese a la gran admiración que sentía por aquellas brigadas, algo echaba en falta: los ulanos. Le asombraba que los ingleses no contaran con ellos. Ahí Álava se atrevió, preguntar qué cosa era un ulano, lo que resultaba un tanto difícil pues la conversación era en inglés, el acento del sajón sugería que al tiempo de hablar sorbía sopa y el término ulano era poco familiar en las orejas españolas. Gneisenau, todo cortesía, comenzó a explicar que las misiones de la caballería ligera no siempre podían ser desempeñadas por los vistosos húsares. Para según qué actividades hacían falta jinetes de otro tipo, y ahí fue donde Álava se quedó sin saber de qué otro tipo le hablaban, pues el Fürst Blücher se acercaba. No llegó a entender qué decía el majestuoso anciano a su Generalstabschef, pero Miniussir, que no estaba lejos, las tradujo por «magnífico ballet; ya veremos si estas bailarinas saben comportarse frente a los lanceros de Bonaparte». Blücher se llevaría una sorpresa si los viera en acción; él los había observado en Ciudad Rodrigo, Fuentes de Oñoro, Salamanca, Vitoria, Orthez y Toulouse, y sabía que no eran bailarinas. Ahora bien, cada vez que se las vieron con los lanceros franceses lo pasaron fatal. ¿Sería posible que aquellos dos animales tuvieran razón?

A la parada y a la revista siguió una cena en el cuartel general de Uxbridge, en la cercana Ninove. Una cena de soldados, lo que Blücher agradeció de corazón. Los idiomas no eran lo suyo, y verse rodeado de reyes, príncipes y duques, como la noche anterior, siempre acababa poniéndole nervioso. Fue una cena salvajemente protocolaria, ofrecida por el rey Willem para honrar a los mandos de los ejércitos estacionados en su país, en su calidad militar y en la de representantes de gobiernos aliados. La de Uxbridge, en cambio, era de compañeros de profesión, y los militares rara vez no acaban por entenderse. A la relajación general contribuía la cuidadosa distribución de asientos, obra de Álava; con delicadeza de diplomático los había repartido por idiomas, de forma que nadie quedara descolgado. Presidiendo la larga mesa, uno frente a otro, el príncipe y el duque. Junto a Blücher, Müffling, en su habitual papel de orejas y boca de su mariscal, y el Herzog Braunschweig-Wolfenbüttel, que si bien no era un amante de los prusianos opinaba bien del príncipe; ambos pasaron un buen rato, justo lo que pretendía Wellington, quien se veía flanqueado por Gneisenau y Thielmann, de los cuatro comandantes de armeekorps el que hablaba un mejor francés. Un irlandés entre dos sajones renegados, se decía el irónico Álava flanqueado por Lord Hill y el príncipe de Oranje, los tres haciendo frente a Zieten, Hardinge y un hierático Bülow que ni allí perdía su espléndida expresión de no haber venido. Una excelente cena de inminentes hermanos de sangre. Quizá no todos lo pasaron bien, comentarían después Wellington y Álava, pero no saltaron chispas. O no demasiadas.

Álava en Waterloo
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