Aachen, Bruselas, Viena y París, lunes 10 de abril
Gneisenau releía un edicto de Friedrich-Wilhelm llamando al pueblo a las armas, y de paso a cualquier ciudadano alemán que quisiera unirse a Prusia. No era mala iniciativa, pero él habría preferido algo más selectivo. El hambre hacía estragos, de modo que los más desfavorecidos responderían a la llamada del rey sólo por comer todos los días. Él no quería esa clase de reclutas. Entendía las dificultades de Friedrich-Wilhelm para despojar a los cuerpos V y VI de sus ya menguados efectivos, y asumía que Prusia no estaba en condiciones de contratar mercenarios, pero algo más sí habría podido hacerse, como llamar a los reservistas; cierto que muchos preferirían que se les cortase algún miembro antes de volver a verse de uniforme, pero había formas de incentivarles. Serían soldados preferibles a las acémilas atraídas por el edicto real, pues en quince días estarían en condiciones de medirse con los grognards, mientras que los reclutas no habrían aprendido ni a marcar el paso. Era una mala idea, como casi todas las que alumbraba el rey cuando ni él ni Boyen participaban en el parto. Aquella debía de ser de Knesebeck, el hombre de prosa más grandilocuente del universo y menos aficionado a preguntarse por las consecuencias de sus actos. Lo suyo era montar el festival, apuntarse las medallas ganadas con la sangre de los demás o, si las cosas iban mal, dejar que las calaveras las enterrase otro, a menudo Blücher, de modo que al final era su abrumado Generalstabschef el encargado de sepultar a los muertos, hospitalizar a los heridos, asilar a los mutilados y borrar las huellas. Lamentable, pero así sería mientras Friedrich-Wilhelm no comprendiera que, si no se lanzaba por la senda de las reformas, el día menos pensado se las vería con una revolución.
Íntimamente fastidiado, volvió a la carta de Wellington. Éste, a sus ojos, pretendía relegar el Niederrheinarmee a un papel secundario, para que su influencia en las conversaciones que siguieran a la guerra fuera mínima. Su respuesta debería establecer que si bien el Niederrheinarmee jamás se abstendría de defender el VKN, su misión era proteger las cuencas del Meuse, el Moselle y el Rhein. A tal fin pensaba desplazar a Lieja el cuartel general del Niederrheinarmee. Terminaría la carta, que pretendía fuese clara y concisa, lo usual entre comandantes en jefe —lo primero que despertó sus sospechas en la de Wellington fue su palabrería diplomática y sus alambicados giros de cortesía mundana; si de alguien desconfiaba era de los ingleses cuando intentaban ser amables; en su experiencia, era cuando resultaban más peligrosos—, con una recapitulación categórica: con carácter inmediato sus armeekorps quedarían unidos con el Army of the Low Countries por una malla de postas que permitiría mantener actualizados a los estados mayores en un máximo de veinte horas, y sólo seis una vez el Niederrheinarmee se desplegara en el eje Lieja-Charleroi, en primera línea frente a la Grande Armée y cubriendo el flanco izquierdo del Army of the Low Countries. A Wellington le sentaría como un tiro, pero mejor era dejar las cosas claras. No sólo se trataba de ganar una guerra, sino de ganar una carrera, y que de ningún modo pensaba consentir que His Grace hiciera trampas. Mejor dicho, no podría impedir que lo intentara, pero en ese caso que se atuviese a las consecuencias.
Wellington rara vez dejaba de regalarse alguna distracción. La de aquel día tendría lugar después de cenar, cuando él y su entourage ocuparan su palco en el desfalleciente La Monnaie. Como acostumbraba desde sus días en París, acudiría escoltado por un grupo de incondicionales. Los de aquella noche incluirían a Lady Sarah y Lady Georgiana Lennox, con quienes haría su entrada triunfal; eran las hijas segunda y tercera de los Richmond, ambas simpáticas y agradables, además de muy populares entre los oficiales solteros; le conocían desde los tiempos en que una señorita se puede sentar sobre las rodillas de un caballero sin ser crucificada, y le tenían un gran cariño. Se les unirían Lord Fitz-Roy Somerset y su esposa Emily, recién llegados de las islas, ella luciendo un embarazo de ocho meses pero aun así deseosa de no perderse una cena, una soirée o una función teatral. También acudirían los embajadores Álava y Pozzo, Lord Mountnorris y Lady Frances, y, a título de invitado especial, el general Clarke, secretario de Guerra de Su Exiliada Majestad Louis XVIII. Henri-Jacques Clarke, más que un general, era un administrador. En calidad de ambas cosas sirvió bien a Bonaparte, que hasta su caída le mantuvo a su lado como ministro de la Guerra. Para general sorpresa el rey le nombró Par del Reino, para luego incorporarle a su círculo de confianza. Clarke optó por seguirle al exilio para verse compensado con un nombramiento que no era más que humo, pero que si Wellington hiciera bien su trabajo le convertiría en uno de los hombres más poderosos de Francia. Se habían reencontrado días antes, cuando SCM le presentó a su renovado Conseil Privé; allí acordaron reunirse aquel lunes, para revisar la documentación que Clarke se había traído de París, la cual contenía el orden de batalla del ejército francés, batallón a batallón, fortaleza por fortaleza. Wellington, un punto indiferente, lo consideró en su justo valor: algo que Álava encontraría de utilidad para deducir los movimientos que Bonaparte podría realizar, y también los que no. Sería, en cualquier caso, un montón de trabajo, pensaba para sí a la vista del ominoso conjunto de listas, censos, cuadros, estadillos y escalillas. Era de agradecer aquella deferencia del inquieto Clarke, a todas luces más preocupado de lo que ya lo estaba él sobre la lealtad esperable de los altos oficiales holandeses, a los que conocía bien, pues había pagado sus nóminas de 1807 a 1814, los años en que lucharon con la Grande Armée.
General David-Hendrik Chassé
—Entre los generales de división sólo Collaërt y Perponcher-Sedlnitsky le serán de utilidad. Chassé, por mucho que clame fidelidad al rey, es un bonapartista declarado; en cuanto a los de brigada, sólo me fiaría, con reservas, de d’Aubremé, Zoutelande, Ghigny, Merlen, Stedman, Hauw, Bijland y Eerens. A los demás no les confiaría ni el mando de una compañía, en la certeza de que a la primera oportunidad se pasarán con ella, su impedimenta y su armamento, a las filas de Bonaparte.
Lo dijo de memoria, sin titubear ante ningún nombre. Su convencimiento era tan patente que Wellington no dudó en tomar nota, para después encargar al flamante comandante del I Corps que se cerciorara de la disposición de todos ellos, y también la de los otros, los que Clarke no nombraba.
—Hablando de lealtades, ¿cómo ve las que Bonaparte pueda concitar entre sus mariscales? La tropa y la mayor parte de la oficialidad le seguirán a ojos cerrados, pero los oficiales superiores alguna vez piensan por sí mismos, y los que tienen un mayor patrimonio, como Soult o Ney, difícilmente podrán considerarle como un caballo al que apostar.
Había meditado las palabras; les daba vueltas desde hacía horas, consciente de que aquello era un asunto delicado, cuando menos para un general francés que fue uña y roña con Boney desde los tiempos del Directorio hasta que le hicieron subir al HMS Undaunted.
—Salvo Davout y Mortier, no cuenta con ningún incondicional. Seducir a los cuatro que necesitaría para conducir una Grande Armée de seis cuerpos le costará trabajo. Acabará promocionando generales, y ésos, creáme, son siempre cara o cruz: hasta después de la primera batalla no hay forma de saber si son o no competentes, pero Bonaparte deberá ganar todas las que acepte, sin perder ninguna. El único de sus mariscales del que no desearía prescindir es, también, el único en el que no puede influir de un modo directo —el duque levantó las cejas, intrigado—; me refiero a Berthier. Es, para él, lo que Gneisenau para Blücher. Igual de imprescindible. Napoleón es un genio, pero como todo genio es desordenado. En el campo de batalla, bajo presión, se concentra tanto que deja de prestar atención a los detalles. Sus instrucciones son oscuras, cuando se ve obligado a escribirlas lo hace mal, en términos vagos, imprecisos, y como no deja de tener limitaciones, como las tenemos todos, de vez en cuando confunde los numerales de las unidades o las posiciones que ocupan. La suma de todas estas debilidades le habría costado la carrera más de una vez, pero Dios quiso darle a Berthier. Más que un Generalstabschef a la prusiana o un Quartermaster-General a la británica es una prolongación de sí mismo, de su personalidad y su intelecto. Berthier es una memoria formidable que camina junto a él, que traduce sus instrucciones verbales a un lenguaje de órdenes claras y precisas, que cuando descubre un fallo de lógica lo dice con sencillez y, asómbrese Your Grace, Bonaparte lo acepta y rectifica. Es el complemento ideal de Napoleón, el hombre que recuerda instantáneamente la posición de hasta el último batallón, el último escuadrón y la última batería. Bonaparte sin Berthier es la mitad de Bonaparte. A eso se debe que una de las primeras cartas que hizo enviar desde Grenoble fuera para él. Le necesita como el aire, y lo sabe. Ninguno de sus mariscales podría ocupar su puesto.
Maréchal Louis Berthier
Wellington reflexionaba. No era la primera vez que oía el nombre de Berthier, pero nunca le habían explicado su posición junto a Boney; menos aún, su valor para él.
—¿Por qué dice Su Excelencia que Bonaparte no podrá convencerle directamente?
—Porque no está en Francia. Su esposa es una duquesa bávara; el rey Max, con el que tiene cierto grado de amistad, le protege. Tras el desastre de 1814 marchó a Bamberg, abandonando la vida pública. Lleva una existencia retirada, se dice que dedicado a la cetrería y a la escultura, pero algunos pensamos que se plantea regresar. Si Your Grace me permitiera una sugerencia —Wellington asintió—, intensificar la vigilancia sobre Berthier sería una medida prudente. Influir en su voluntad con argumentos positivos, a fin de anular sus hipotéticas tentaciones de volver, sería recomendable. Si con eso no bastase para convencerle de que siga disfrutando de su vida y su fortuna, pues…
El general Clarke suponía, con razón, que no hacía falta ser más explícito.
—Tendré sus consejos muy en cuenta, general. El que no me ha dado, también.
Se sonrieron. A Clarke le gustaba Wellington. A Wellington no le gustaba casi nadie, pero sabía convencer de lo contrario. Tras acompañar hasta su carruaje al encantado visitante se dirigió al salón donde le aguardaba una parte de su «familia», la que acababa de llegar a Bruselas. «Familia» era el nombre que se daban a sí mismos los miembros del selecto grupo de jóvenes ADC que lucharon a sus órdenes la Guerra Peninsular: Lord Fitz-Roy Somerset, Sir William Russell, Sir Charles Manners, Sir Henry Clinton, Lord Fitz-Roy Stanhope, Sir Alexander Gordon, Sir Colin Campbell, Sir Henry Percy, Sir Charles Canning y Sir James Shaw-Kennedy, a los que se unían los dos que todo el tiempo habían estado a su lado, Sir John Fremantle y Lord March. A ellos se añadían His Royal Highness the Prins van Oranje, comandante del I Corps, y His Excellency Don Miguel de Álava, comisionado del King Ferdinand the Seventh. También se había hecho con Sir Edward Barnes para el puesto de ayudante general, con Sir George Wood para el mando de la Reserva de Artillería, Sir James Carmichael-Smith para el de los ingenieros y míster Henry Dunmore, un capaz funcionario civil, para la tesorería del ejército. Sólo le quedaban dos piedras en el zapato. Una, el crucial puesto de QMG, para el que no podría contar con Sir George Murray, aún empantanado en Canadá. Esperaba que Sir William de Lancey pudiera unírseles a tiempo. En el entretanto no le quedaba otra que servirse de Sir Hudson Lowe, si bien, para determinada clase de funciones —guiñó un ojo, provocando un aplauso— podrían contar con el general Álava, tan buen amigo de todos. En cuanto a la otra piedra, conseguir al recién ennoblecido Lord Combermere, el que tantas veces se cubrió de gloria en la Península, no había solución. La caballería quedaría en manos de Sir Henry Paget, Lord Uxbridge, igualmente conocido de todos y que tanto se distinguió en la retirada sobre Corunna. Lo que ya no añadió fue que, habiendo conseguido el 95 por ciento de lo que había pedido, sería una irresponsabilidad forzar la situación al punto de romper el brazo al Duke of York. Quedarse con Uxbridge era un precio razonable por todo lo alcanzado, y a fin de cuentas no era mal comandante. Bien sabía él que los había mucho peores.
Lord FitzRoy Somerset, por William Salter
Tras aquellos gratificantes minutos regresó a su despacho, a encarar su correspondencia. Si algo celebraba del regreso de Lord Fitz-Roy era lo bien que filtraba el correo; así le liberaba no pocas horas de trabajo, con lo que podía dedicar mayor reflexión a las cartas importantes. Ese día eran tres: dos de Gneisenau, entregadas por su pétreo comisionado Von Röder, y otra de Castlereagh; había una cuarta de Mina de Sagan, aunque prefirió dejarla para el final. Presintiendo malas noticias empezó por la de Castlereagh. Decía, entre otras cosas, que la situación económica era catastrófica. Conseguir los fondos necesarios para sufragar aquella nueva guerra les estaba costando, a él y al Chancellor of the Exchequer, unas durísimas condiciones de financiación. Inglaterra, predecía, caería en la bancarrota si la guerra durase demasiado. De ahí que le pidiese hacerla breve, y que diera los pasos necesarios con los comandantes aliados para evitar que nadie, actuando por su cuenta, se conformase con alguna compensación ridícula. Inglaterra fue demasiado generosa con el rey Louis a la hora de formalizar el Tratado de París. El acuerdo que pusiese fin a la inminente guerra de ningún modo debería ser tan favorable; Francia debería pagar no sólo la factura correspondiente a la nueva guerra, sino las que se habían dado por saldadas. Era pronto para dar cifras, pero él no respaldaría una cantidad inferior a mil millones de francos. Por prosaico que sonase, había llegado la hora de hacer caja.
La primera de Gneisenau era desagradable. Si alguna duda le quedaba de tener un aliado difícil, aquello la liquidaba. Sería bastante más complicado de mangonear que los santos varones del marqués de la Romana y el general Castaños, e incluso que aquel animal de Cuesta que quiso discutirle sus méritos en Talavera. Un suplicio que se vería incrementado por el talante de Röder, el bárbaro que le representaba en su headquarter. Cuando al fin llegase Blücher, y cada noche ofrecía sus oraciones para que fuese pronto, lo primero que debía pedirle sería que lo reemplazara por algún oficial que no fuera tan tarugo. Uno, a ser posible, fácil de manipular. La primera medida sería pedir información al amable Karl-Friedrich von dem Knesebeck, al que había frecuentado en Viena y con el que una vez salió a cazar osos con perros, unos enormes de una extraña raza húngara que los maestros de las jaurías llamaban komondorok y que tras verlos trabajar costaba no solidarizarse con los pobres osos. ¿Habría en el KPA un general inteligente, que hablara un buen francés y al que Gneisenau hubiera pisado los callos? Dado el carácter del sajón, el último requisito debían cumplirlo casi todos. El problema era dar con uno que además cumpliera los otros. Una lástima no poderlo preguntar directamente, pero Stewart seguía en Viena y no se llevaba mal con Knesebeck, de modo que anotó pedirle que le tantease al tiempo que comenzaba la segunda carta. Cuando terminó de leerla se dijo que prefería la primera; en ésta sólo se reflejaba la desconfianza de un pobre diablo al que habrían predispuesto contra él, pero la segunda, fechada la tarde anterior, era la de un patán que ponía en duda no ya su honestidad, sino la de Inglaterra. Menos mal que se dignaba explicar la razón: el ministro de Asuntos Exteriores de Bonaparte había encontrado un tratado secreto, firmado por Austria, Inglaterra y Francia. Lo sabía porque aquella mañana se le presentó un coronel francés para entregarle un sobre lacrado con el sello de Napoleón, el cual contenía la copia del tal tratado, la cual, una vez superada su incredulidad, le hacía llegar por si acaso desconocía su existencia. Ese documento, en manos de Gneisenau, suponía más peligro que un machete afilado en las de un intocable presa de amok. También era llamativo que Boney eligiese a Gneisenau como receptor del envío. Significaba, para empezar, que conocía el papel que desempeñaba; también, que le valoraba lo bastante para pensar que armaría un escándalo. Gneisenau parecía considerar el tratado como una conspiración contra Prusia. De ahí que terminara preguntándole de un modo que caía en la impertinencia en qué medida las disposiciones que sugirió para el Niederheinarmee, y que rechazaba de plano, venían determinadas por lo que pactaron Austria, Francia e Inglaterra en aquel papelucho ignominioso.
Lo primero que decidió fue no contestar. No entonces. Lo haría por la mañana, tras haber dormido. Tampoco se planteó llevarla más arriba, dejando a Bathurst o a Castlereagh la decisión de responder. Gneisenau, por mucho que fuera quien de veras mandaba, sólo era, en el plano formal, un QMG agrandado. Ninguno de los dos le contestaría, y si por un casual decidieran hacerlo sería con insultante displicencia. No, aún sería peor. Aquél, le gustase o no, era su problema. De cómo lo afrontase dependía que no se saliera de madre y se quedara en su cauce natural, el militar. Redactar la carta sería como pedir al dentista que le sacara con un martillo y un escoplo las pocas muelas que le quedaban, aunque sólo así conseguiría calmar al animal aquel, si tal cosa fuera posible.
Buscando un poquito de relajación rasgó el último sobre. La carta de Kleopatra no decía nada de particular, lo que a su juicio era significativo. Mina jamás pondría en un papel que pensaba en él y que sufría por su ausencia. Probablemente, porque no sufría en absoluto; era una mujer perfecta, si no por otra cosa por su envidiable capacidad de no amar y no sentir. No le costó trabajo contestar en el mismo tono desapasionado. Ninguna de las cartas, en el improbable caso de que algún periodicucho del tipo Saint James’ Morning Chronicle se hiciera con ellas, revelaría otra cosa que la duquesa de Sagan y el duque de Wellington mantenían una relación irreprochable, la que cabría esperar de unas personas de su altísima posición. Sólo quiso ser explícito en el último párrafo: «será para mí una gran alegría recibirla en París; no puedo comprometer una fecha, pero le aseguro que, una vez esté allí establecido, en un plazo de diez días nada podrá impedir que me tenga usted a su completa disposición».
Pocas cosas serían más interesantes que verlas juntas, a Juliette y a Mina. Si se apuntase Frances, entusiasmada con la idea de conocer París, aquello podría terminar en un torneo como el organizado por las diosas para elegir a la más hermosa del Olimpo. Él haría de Paris, Frances compondría una maternal Hera, Mina sería indiscutible como Atenea y Juliette aún podría pasar por una convincente Afrodita. En cuanto a la invitada indeseable que arrojara la manzana de oro, ninguna mujer, diosa o semidiosa sería más adecuada que Germaine de Staël. Si había un papel ideal para ella sería el del súmmum de la malignidad, la mala intención y la lengua muy afilada: la divertidísima Eris.
Las cuatro. Álava, Somerset y Barnes ya estarían esperándole. Sería una cena de trabajo, aunque no por eso dejaría de ser un acto agradable. Mejor que así fuera. Quería estar de buen humor para el concierto. No recordaba el programa, salvo la última pieza. Una Victoire de Wellington en la Bataille de Vitoria que compuso en su honor ese grotesco Beethoven que tanto irritaba los delicados oídos de Talleyrand. Stuart la calificaba de obra menor aunque de gran impacto en el público sencillo, el cual, más que aplaudir, rugía de puro entusiasmo. No estaría mal que le diera por ahí, aunque a él le interesaba más lo que hiciese a su llegada. Contaba con que la masa, enfervorizada, se pondría en pie y aplaudiría cuando ocupara su ancho palco de dos filas, seguido de sus acompañantes. Si algo hacía falta para terminar de ablandar el corazón de Frances, de ser tal cosa necesaria, sólo podría ser eso. De ahí que hubiera planeado cómo se sentarían: ella en su derecha y Somerset tras los dos. Nadie podría observar lo que hicieran una vez la luz menguara. De ir todo no ya como esperaba, sino como Frances le decía con los ojos, la siguiente vez que se vieran sería en las habitaciones privadas de su nueva residencia, el hôtel de la Rue de la Montagne du Parc. Ya las había visitado, y no sólo eran magníficas. Eran, además, sumamente discretas, al punto de poseer su propio acceso a la Rue Royale, tan necesario a la hora de recibir personalidades de las que no dejan rastro en el libro de visitas.
La campaña de Italia dominaba las portadas de la prensa. El hecho de haberse despachado contra Murat un ejército mandado por el Freiherr Bianchi —siendo su segundo el Graf Neipperg, lo que según ciertas lenguas afiladas habría dejado a la emperatriz Marie-Louise flotando en un charco de lágrimas— añadía picante a la situación. La ciudadanía se abalanzaba sobre los mapas, intentando señalar dónde y cuándo se las verían. Aquel soleado lunes de abril, la primavera ya sentando sus reales en la grandiosa Viena, se sabía que Murat estaba cerca de Ferrara, dividiéndose las apuestas entre los convencidos de que la guarnición no rendiría la ciudad y los sabedores de que los ejércitos austríacos sólo entran en combate cuando son el doble que los enemigos. De ahí que más de uno sospechase que al final intervendría el Fürst Schwarzenberg, si no el mismísimo Erzherzog Karl, cuyo prestigio permanecía intacto pese a que seis años antes Bonaparte le barriera en Wagram.
Indiferente a todo eso, el Zar se tomaba unos minutos para consolidar sus ideas y escribir a su hermano Konstantin Pawlowitsch. Quería explicarle que pese al mal cuerpo que le dejó conocer el vergonzoso tratado pasteleado entre la loca de Castlereagh, el sinvergüenza de Talleyrand y la sabandija de Metternich, no pensaba dejar de movilizar sus doscientos mil hombres, aunque se cuidaría de necesitar muchísimo tiempo para tenerlos dispuestos, y luego se ocuparía de que avanzaran tan velozmente como las tortugas del Aral, para lo cual había puesto a su frente al menos dinámico de sus inertes mariscales, el conde Mijaíl Bogdánovich Barklái-de-Toli. No quería gastar una gota de sangre rusa en devolver a L’Inévitable un trono que merecía mucho menos que Bonaparte. Tampoco se llevaría un gran disgusto si éste obtuviera en el campo de batalla lo que de ningún modo conseguiría en una mesa de negociaciones, ya que, si lograse liquidar a los ingleses y a los prusianos, lo primero que haría sería ofrecerle una paz por separado. La situación, en realidad, no podía ser mejor para él. Si ganaban los aliados habría sido por contar con su respaldo, pese a que al estar tan lejos no podría cubrirse de gloria, ni tampoco de sangre. Si ganaba Bonaparte, se repartirían Europa. Lo único que hacía falta, y rezaba por que sucediera cuanto antes, era que Napoleón barriese a Wellington y a Blücher. Si sucediera, Metternich tardaría un minuto en solicitar un armisticio. Para estar seguro de que sucediera sólo era necesario que Bonaparte atacara pronto y que su ejército se hallara lo más lejos posible. Lo primero era probable. Lo segundo, seguro. Sería bueno para todos que Metternich y Castlereagh comprendieran que a la hora de maquinar iniquidades él era tan bueno como el que más.
El Fürst Hardenberg también se reservaba la mañana para escribir. Tenía mucha correspondencia pendiente, tanta que valoraba la conveniencia de regresar a Berlín, toda vez que la marcha de los asuntos, en Viena, cada día era más técnica y menos política. Los acuerdos ya se habían establecido, de modo que sólo faltaba darles forma legal. Había un cierto riesgo de que fuera un esfuerzo inútil; como bien decía Gneisenau, a la vista de los fríos números la victoria sobre Bonaparte se podía dar por segura, pero no así que la determinación de los unos y de los otros fuera llegar hasta el final, y eso en el supuesto de que todos pensaran en el mismo final. Para los ingleses sólo había uno: devolver el trono a Louis XVIII y hacer que todo regresase al 26 de febrero. Sería ideal a efectos de que los acuerdos de Viena sirvieran de algo, pero la constatación de que Inglaterra y la Francia de Louis constituyeron una entente de facto, a la que aquel gran oportunista de Metternich no dudó en sumarse, le hacía preguntarse si la opción Bourbon era buena para Prusia. Quizá fuera mejor que aquel trono en subasta lo ganara su primo D’Orléans. El problema era no poder garantizar que Louis-Philippe fuese favorable a crear con Friedrich-Wilhelm una entente continental, un eje franco-prusiano capaz de plantar cara no sólo a Inglaterra y Austria, sino a Rusia. Imposible saberlo, aunque de algo estaba seguro: si el Niederrheinarmee llegase a París con ventaja suficiente sobre los otros ejércitos, Prusia quedaría en situación de imponer el monarca que le conviniese. Sucediera o no, esa carrera debían ganarla, y el que tendría que hacerlo era su mayor preocupación desde que Blücher dijese que le veía desganado. Tanta zancadilla, tanta indecisión real, tanta necesidad de contemporizar con unos espadones que le hacían la vida imposible, habían acabado por hartarle. La tentación de mandarlo todo al diablo y retirarse al Hirchsberger Tal[129] —pese a ser un tipo muy sobrio era imposible no recordar que, gracias a su mujer, era el general más adinerado de Prusia— debía de resultarle irresistible. Tendría que apuntalarle. Blücher sin Gneisenau no valía nada, y ninguno de los cuatro condes podría ganar esa carrera frente a Wellington, en el supuesto de que antes hubieran ganado la guerra. Lo peor era no poder hacerlo son sencillez: promoviéndole al empleo de General der Infanterie. Sería lo mejor, pero a Friedrich-Wilhelm le aterraban los junkers. «No es el momento», le dijo en forma inapelable. No tendría más remedio que animarle por sí mismo, sin poderle dar nada salvo muy buenas palabras. De poco valdrían, salvo si las leía todo el mundo. Ahí era donde residían sus esperanzas.
Comenzó por afirmar que tanto para él mismo como para el rey era claro que sería él, Gneisenau, quien mandaría el Niederrheinarmee. Tras eso, una letanía de alabanzas que provocarían las más verdosas iras. La Gran Bolsa de Bilis, el Graf Yorck von Wartenburg, seguía sin cortarse al afirmar que aquella piara de «reformadores», la fundada por un Scharnhorst cuya única medida decente fue morirse, tenía el propósito de trasplantar a Prusia lo más abyecto de la Revolución francesa, y que al igual que cualquier nido de víboras todos ellos acabarían disueltos en su propio veneno. Qué triste resultaba saber que aquello se había dicho en un acto presidido por su ministro de Policía; no le podía destituir, pues en el delicado equilibrio de poderes tejido por el rey la figura de Sayn-Wittgenstein, representante de la más cerril nobleza rural, era inamovible. Ni éste ni sus afines en el gobierno, ni los cuatro condes, ni Kalckreuth, ni el tercio del generalato que respaldaba el poder de los junkers, aplaudiría una sola palabra de la carta que, una vez la firmase, filtraría de tal modo que antes de diez días se conocería en todos los rincones del país. Sería inevitable que la filtración llegase a lugares indeseables, pero era un canon que no quedaba más remedio que pagar. Lo que no le preocupaba era la reacción de Blücher. No habría ninguna, pues él fue quien le recomendó escribirla. Para bien o para mal, así se lo hizo saber, él ya estaba por encima de todas esas tonterías. Era Gneisenau al que debía cuidar, de modo que no lo dudara: «escríbala, Euer Exzellenz, y que le salga fuerte».
Lord Cathcart fue de los primeros en conseguir una copia, que al momento hizo traducir. El texto saldría para Bruselas en el correo urgente de todas las mañanas. La legación británica se gastaba una fortuna en jinetes, postas y caballos, pero en tiempo de guerra la velocidad es un arma.
La vida vienesa languidecía. Las causas eran múltiples, aunque relacionadas entre sí. La marcha de los delegados más notorios, el oscurecimiento del König Friedrich-Wilhelm y del príncipe de Bénévent, la desaparición de casi todos los reyes, duques y príncipes alemanes, la disminución de los antes cotidianos escándalos, el cada día más preocupante viento de guerra y la drástica reducción de gastos acometida por el Kaiser daban lugar a que una deprimente sensación de apatía se apoderase de las antaño fulgurantes luminarias de la ciudad, en aquellos días tan apagadas como las ventanas de sus palacios. La princesa de Bagration apenas se dejaba ver, la condesa Julie Zichy de nuevo frecuentaba las iglesias, la duquesa de Sagan no mostraba interés en acrecentar su magnífica reputación y a la condesa de Périgord ya no se la veía con el bello Clam-Martinitz. El único que mantenía una forma excelente, tan dispuesto como siempre a divertirse cuanto fuera menester por el bien de Rusia, era el Zar. Se mantenía felizmente ocupado, sin tiempo para vigilar el despliegue de sus ejércitos, en aquellas fechas concentrándose sin urgencias en las riberas del Niemen. Sus energías seguían concentradas en cazar y bailar, dentro de lo poco que últimamente se bailaba en la contristada Viena. Esa noche, sin embargo, los apagados fulgores revivían. Con velo y sordina, pero brillaban. La razón era el concierto que Razumovsky ofrecía en honor de su señor en la Kleiner Redoutesaal. El insigne pianista Ludwig van Beethoven, auxiliado por el excelso violonchelista Joseph Lincke y el reputado violinista Ignaz Schuppanzigh, estrenaría su trío para piano y cuerda Opus 97, del que decían quienes habían presenciado los ensayos que sonaba igual de mal que los noventa y seis anteriores.
Que la vida social decaía sin remedio se percibía en las muchas sillas desocupadas. En el estreno de la Octava Sinfonía no cabía un alma, y lo mismo pasó cuando se repuso la Séptima en el Kärntnertor, pero aquel Opus 97 no levantaba expectación. La primera fila mostraba un Zar indiferente y un Kaiser distraído. Ni la zarina ni la emperatriz les acompañaban. De ahí que un abrumado jefe de protocolo rogase a la duquesa de Sagan y a la condesa de Périgord que abandonasen sus sillas en segunda fila para flanquear a los emperadores. Las hermanas, compadecidas, lo hicieron desplegando sus mejores sonrisas, y así pudieron disfrutar de un concierto que Beethoven, irritado, no estiró. Tras aquello sobrevino el baile inevitable. No debería ser de gran duración, pues el número de danzarinas era limitado, amén de que la oportunidad de dejarse llevar por algún caballero interesante resultaba escasa. El Kaiser se había excusado pretextando la mala salud de la Kaiserin, y el Zar habría debido hacer lo mismo y así liberar a la concurrencia de la penosa necesidad de seguir allí hasta las tantas, pero le apetecía enganchar un vals tras otro con la condesa de Périgord, quien demostraba que a la hora de superar pruebas durísimas no había nadie tan profesional como una princesa prusiana.
—El taimado skurwysyn pretende llevarte al huerto.
La duquesa de Sagan susurraba en polaco, aprovechando un descanso de la sudorosa orquesta, gracias al cual se habían refugiado en el tocador anejo a la sala.
—Ya no. Ha sido informado de que la sabia naturaleza me acaba de recordar que sigo siendo una mujer. No me asombraría que ahora se volviera contra ti, así que prepárate para lo peor.
—Ni me lo digas —tono de horror—. ¿Dónde habría hoy algo de animación?
—Que yo sepa, en ningún sitio. Lo más prometedor que ahora mismo se me ocurre sería unirnos a Charles-Maurice, Dalberg, Gentz y Humboldt, que hablaban de organizar una timba.
La duquesa se lo pensó. Escuchar los perversos cotilleos de aquellas cuatro grullas no era lo más incitante del mundo, pero el riesgo de que se le viniera encima el Zar era cierto y claro. Un Zar que a raíz de hacerle saber que lo de Vava no tenía solución había dejado de interesarle. La niña, según él, declaró en presencia de su prefecto en Helsinki que la fortuna que le prometía la duquesa de Sagan le daba igual, y que lo último que desearía en este mundo sería que la separasen de la que consideraba su verdadera, única y auténtica madre. Sin duda era injusto culpar de aquello al Zar, pero ella entendía que algo más habría podido hacer, como permitirle negociar a ella misma o en su defecto al eficaz Wratislaw, a lo cual Alexander se negó sin dar explicaciones. De ahí venía su reciente incorporación a las nutridas filas de los que tenían al Zar por una peste. Si algo bastaba para ganarse de por siempre la fría indiferencia de Katerina Zahánská era decirle que no a cualquier cosa, lo que fuese.
—Pues hecho: a Kaunitz y cuanto antes. Démonos prisa, no sea que nos pille.
Reían mientras escapaban, indiferentes a las miradas de reprobación; bien sabían que para la buena sociedad local siempre serían dos polacas con dinero, sin modales, sin principios y sin vergüenza.
El Emperador se había reunido con Maret, Carnot y Davout. Según informaban, Vitrolles, capturado por Laborde, se hallaba camino de París, Louis-Henri de Bourbon, padre del fusilado D’Enghien, ya no contaba, por haber embarcado hacia España desde Sables-d’Olonne, y Grouchy había capturado en La Palud a D’Angoulême; los términos de su capitulación, firmados por Daultanne, su segundo, y Gilly, el de Grouchy, fijaban que abandonaría Francia rumbo a Barcelona por el puerto de Cette. Grouchy consideró que Gilly había ido demasiado lejos, de modo que retuvo al duque al tiempo de solicitar la validación del acuerdo. L’Empereur, a regañadientes y por insistencia de Maret, lo refrendó. El instinto le pedía conservar a D’Angoulême como rehén, pero aceptaba que no sería una medida elegante. Al tiempo, y pensando en Grouchy, decidió que merecía el bastón de Maréchal. Davout no estuvo de acuerdo, pues había generales de capacidad acreditada que lo merecían más, como Gérard, Drouet, Reille, Vandamme, Mouton y Exelmans. Cierto, así era, lo aceptaba tras escuchar las coincidentes opiniones de Carnot y Maret, pero Grouchy había dado pruebas extremas de lealtad al apresar a D’Angoulême. No creía que los otros hubieran hecho lo mismo, pues era un camino sin retorno, una toma de posición tan comprometida que de salir las cosas mal y verse de rodillas ante Louis, sus porvenires se verían liquidados. Una opción, insistía Davout, sería dejarlo para después de la campaña, en lo que no le faltaba razón, pero él necesitaba mariscales. De los en activo que no hubieran seguido al Bourbon, y que por su edad fueran capaces de luchar con la debida determinación, sólo le servían Suchet y el propio Davout. Ney era una incógnita, como Soult. De Mortier, por último, se fiaba; de su salud, no. Cuando se lanzara contra Blücher lo haría en tres columnas. Necesitaría un mariscal para mandar cada una de las alas, y al día de la fecha sólo podía contar con el propio Davout, Suchet y Grouchy. En los niveles siguientes, los mandos de división y de brigada, no tendría problemas, pues quedaban suficientes de los 282 gloriouses.[130] El problema era la disponibilidad de fuerzas. El último censo señalaba que la cifra mínima para encarar la campaña, trescientos mil hombres, aún quedaba lejos; de ahí su orden de publicar un edicto pidiendo voluntarios. Habría preferido llamar a la leva de 1815, pero sería peligroso, pues la única medida de Louis bien recibida por las masas fue la suspensión del servicio militar. El tiempo necesario, además, para convertir un recluta inculto y nada valeroso en un soldado disciplinado, valiente y capaz no bajaba de tres meses, y no disponían de tanto para verse con Blücher, Wellington y, con suerte, Schwarzenberg. Si la campaña se alargara vendrían bien, pero él no pensaba que aquello fuese a suceder. Se ganara o se perdiera, la guerra sería breve. Las medidas que cabría tomar sin irritar al pueblo serían movilizar la Guardia Nacional, que aun siendo inútil como fuerza de choque bastaría para cubrir las fortalezas, así como llamar a los oficiales todavía sin destino, de los que sólo faltaban por regresar los que simpatizaban con L’Inévitable. Así se levantó la sesión; el panorama era sombrío, pero no empeoraba.
Lo que no mejoraba era la situación diplomática. Sus intentos de convencer a las potencias de sus nobles intenciones no lograban respuesta. Sólo le llegaba la cada día más decidida movilización contra él. Era claro que antes de diez semanas se las vería con Blücher, y seguramente con Wellington. Días antes aún pensaba que Tréveris sería el sitio indicado para liquidar a Blücher, y tras eso girar hacia el norte y empujar a Wellington contra el mar, pero el que se juntaran en Valonia no dejaba opción: los campos de Brabante volverían a inundarse de sangre. Tampoco ayudaba la locura de Murat. Cierto que como rey de Nápoles no tenía futuro, pero siempre sería mejor marcharse con una buena indemnización que tras ser aplastado por fuerzas superiores, y cualquier cosa que movilizaran los austríacos sería superior a los pordioseros de su cuñado. Se había preguntado en qué medida le afectaría esa distracción de la situación general, y le apenó decirse que muy poco. En todo caso, y si Murat hubiera esperado al inicio de la campaña principal, la suya contra la Coalición, los sesenta o setenta mil hombres que Metternich mandaría contra él habría de quitárselos a Schwarzenberg, aunque si de algo andaba sobrado el Kanzler era de carne de cañón. Desgraciadamente, ni aun así le habría servido de nada que Murat pensara con la cabeza, en vez de con lo habitual.
En fin, un día menos para vérselas con Blücher y con el inglés. Y sin Berthier.