París, martes 21 de marzo

El Moniteur traía la lista de los ministros. Destacaban los de Policía (Fouché, 55 años), Guerra (Davout, 44) y Asuntos Exteriores (Caulaincourt, 41). Los había escogido no por sus méritos, sino en el criterio de que servirían a la finalidad inmediata: consolidarse. De Fouché no se fiaba, pero necesitaba en la Policía un hombre que la conociese a fondo, aunque fuera un Casio profesional. Seguiría traicionándole, pero aun así sería más eficaz que cualquier otro que sentara en su poltrona y que, por leal que fuese, careciera de sus contactos. Davout era, con Suchet, el más competente de sus mariscales; rudo, difícil, inteligente y enérgico; en ningún otro podría confiar con similar seguridad cuando dejara París para emprender la inevitable campaña. Caulaincourt no podía compararse con Talleyrand, pero al poseer un cierto ascendiente sobre Alexander —le había representado varios años en San Petersburgo— podría ser un buen ministro para quebrar la unión entre las potencias, sobre todo si conseguía establecer una paz separada con el impredecible Zar. Para cubrir las demás carteras tuvo que recurrir a viejas glorias. Una consecuencia del secretismo en que debió envolverse para escapar de la isla maldita era el no haber podido preparar un gran gobierno que se pusiese a trabajar ese 21 de marzo, primer día de su imperio liberal. Aun así, no yerraría con Gaudin (59) en Finanzas, Mollien (57) en Tesoro, Decrès (53) en Marina y Maret, duque de Bassano (51), en la Secretaría de Estado.[96] Habría preferido a Molé para Justicia, pero rehusó; pensaba de su régimen que duraría poco, y aunque deseaba volver a ser ministro prefería serlo de Louis cuando volviera; tuvo que recurrir a Cambacérès (61), un funcionario de lealtad acrisolada —junto con Maret controló el Moniteur para él desde que tomara el poder en 1799—, aunque carente de imaginación. Para Interior, por último, recurrió a Carnot (62), otro histórico de la Convención, jacobino del primer minuto y, como Fouché, votant et régicide. En general, su gobierno de casi escombros no le gustaba. Sus provectos ministros —sólo Davout y Caulaincourt eran más jóvenes que él— bien podrían considerarse derrelictos. Habría preferido gente de menos años, resuelta y emprendedora, que no se pasara el día escribiendo larguísimos informes justificando con detalle por qué no hacían nada, pero ninguno de los que merecerían esos delicados puestos se había dejado seducir. La mayoría, ni siquiera tantear; prefirieron escapar.

Jean-Jacques Regis de Cambacérès

Para su sorpresa, no todo eran disgustos: a mediodía se le presentó un alegre Caulaincourt, blandiendo un papel. Era la copia del Estado Francés de un tratado firmado el 3 de enero por Talleyrand, Metternich y Castlereagh, y que Jaucourt, en sus prisas, se dejó atrás. Con aquello podría demostrar al poseedor de la llave de la paz, Alexander, la perfidia de aquellos tres bribones y de los gobiernos que representaban. En el acto mandó a Caulaincourt hacer copias y llevar el original a Butyagin, el ministro ruso —aún no había dejado París—, y una de las reproducciones a Von der Goltz, el prusiano, para que hiciera ver al inútil de su rey con qué clase de socios se jugaba el futuro.

Lazare Carnot

Fouché comenzó a ser eficaz desde nada más ocupar su poltrona, ya que conocía bien a la mayoría de los prefectos, unos tipos perfectamente siniestros que llevaban toda la vida trabajando para él. Al tiempo que se ponía en marcha reabría sus discretos canales con Austria e Inglaterra. No lo intentó con Prusia porque con aquella gente no cabía otra diplomacia que la del cañonazo, y menos aún con Rusia, si bien aquí no renunciaba por certidumbres políticas, sino por carecer de un contacto cercano al Zar. Los que poseía en Austria no eran directos, pues el Kanzler no aceptaría el riesgo de que una carta suya fuera interceptada; por eso se valían de correos opacos, práctica que iniciaron cuando Metternich aún era embajador en París, en los dorados años previos a Marie-Louise. Con Wellington se comunicaba de la misma forma. Con los dos había charlado muchas veces y de muchas cosas, las suficientes para que ambos fueran conscientes de que la mejor acción que podían emprender era conseguir la buena voluntad del inexpresivo, seco, brusco y peligroso Duc d’Otrante. Su objetivo era diáfano: conseguir que su poltrona fuera de por vida, con independencia de que su soberano fuera Bonaparte o cualquier otro, daba igual quién. Viniera quien viniera, necesitaba que Wellington y Metternich le hicieran ver que no podría prescindir de aquel prodigioso ministro de Policía. Todo lo demás, empezando por la propia Francia, le tenía sin cuidado.

Álava en Waterloo
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