Portoferraio y Viena, viernes 24 de febrero
El Emperador paseaba por la terraza de i Mulini. Revisaba los detalles del plan, que pasaría de las musas al teatro al atardecer del domingo 26; él habría preferido ese viernes 24, pero el capitán Chantard, alegando enigmáticos misterios de vientos y mareas, le convenció de aguardar dos más. En eso habría seguido, en búsqueda de algún punto flaco inadvertido, si el respetuoso Bertrand, que no le perdía de vista, no hubiera exclamado en un tono más alto de lo usual:
—¡Sire, por allí! ¡El Partridge!
Sintió que se le aceleraba el pulso. Era el maldito HMS Partridge de toda la vida, o de toda la que había vivido en aquella puta isla —l’Empereur, pese a sus severas instrucciones en contrario, de vez en cuando se abandonaba en los brazos del florido lenguaje cuartelario—. Todo indicaba que Sir Neil no resistió el tiempo previsto la incandescente pasión de Madame Bartoli. Igual era verdad aquello que según Lord Holland solía decir Wellington cuando uno de sus oficiales le pedía permiso para pasar un tiempo con una señora, y que si las necesidades del servicio lo permitían él concedía, pero siempre por dos jornadas improrrogables; una vez alguien le preguntó a qué se debía esa igual receta para todos, a lo cual respondió con la teatral imperturbabilidad que con tanto empeño cultivaba, «es el tiempo máximo que un hombre razonable puede permanecer en una cama con una misma mujer». Fuera lo que fuese, no pensaba consentir que aquel buen tipo, al que había llegado a tomar un cierto apego, le arruinara los planes. Ya se preparaba para dar orden de llamar a la primera compañía de grenadiers-à-pied, que aún no había salido para Porto Longone, cuando reparó en que la cubierta del Partridge no lucía del modo usual. No sólo no divisaba la desgarbada silueta del afable coronel, sino que muy a proa se distinguían seis siluetas masculinas en ropajes civiles, más dos femeninas con sombrillas.
—Bertrand, lléguese al amarradero y vea qué pasa. Si sólo sucede que vienen a ver al mono en su jaula, que suban y les echaremos de comer. Si no…
Hora y pico después el comandante del Partridge, Lieutenant-Commander Adyee, que había subido hasta i Mulini con Bertrand y los ocho emocionados civiles, aclaraba el misterio.
—Campbell nos despachó a Nápoles para que les recogiéramos. Querían visitarle, dijeron. Tienen dinero, son influyentes y afirman que diversos MP’s les comen de la mano. Son una peste, Sire. Si desea despeñarles por el acantilado, dígamelo y miraré para otro lado.
El Emperador sabía reír una muestra de humor. Adyee le caía bien. Le veía profesional, y serio, y capaz de sostener una conversación interesante sin perder de vista quiénes eran los dos; sobre todo, sin olvidar quién había sido él. De ahí que le alegrara no tener que matarle.
Al sol le quedaban tres horas hasta hundirse bajo el horizonte. Las que necesitaría el buen Adyee para despositar su carga en Follonica con tiempo para cenar. De allí seguirían a Nápoles al amanecer del día siguiente. Luego regresarían a Livorno, a recuperar a Campbell, si por entonces la Signora Bartoli hubiese dejado algo digno de ser recuperado. Ahí l’Empereur volvió a reír, por lo mucho que le alegraba saber que de ningún modo Sir Neil regresaría más pronto del miércoles de la siguiente semana, cuando él ya estaría en Grasse, por lo menos. Todo despejado, pues.
Le gustaría dar un paseo, pero aquella caterva de ricachos le había hecho perder seis horas. Aún debía preparar un sinfín de proclamas, destinadas al populacho. Una distinta para cada día, para cada pueblo y para cada situación desde que desembarcaran hasta Grenoble. Una vez allí, si para entonces no hubiera disparado un tiro, París sería suya. Del esmero que pusiera en las proclamas dependería el éxito de la jugada, porque aquello era una jugada. Colosal, eso sí. Con un resto jamás visto en la historia de los juegos de azar. O no tan de azar. En su carrera jamás había planeado una campaña con tal minuciosidad, si bien era verdad que aquella no era contra los enemigos de Francia, sino contra otros franceses. Unos que podrían ponerse a su lado, permanecer indiferentes o unirse a Louis. Acertar en sus palabras y sus tonos era igual de importante que cubrir etapas y no dar a la foca inmunda tiempo a reaccionar. Con su pequeño ejército no podía soñar en nada de carácter militar; con el que se formase a medida se le incorporasen unidades podría ganar cualquier batalla que ofreciese Louis, si así demostrara su colosal imbecilidad, pues lo último en que debería embarcarse un rey era en una guerra civil. Difícilmente sería tan idiota, pero era pronto para perder la esperanza.
No quería sentarse a escribir. Prefería sentir el perfume del mar paseando bajo los frutales, pero jamás se había dejado llevar por sus debilidades humanas. Tampoco lo haría entonces.
El Fürst Hardenberg se tomaba el día libre. Su intención no era dedicarse a la holganza, sino a vestir los resultados. Se podrían considerar inamovibles, pese a que aún quedasen por fijar detalles formales, como el estatuto de las nuevas propiedades en Polonia y menudencias por el estilo. Si algo no se le podía reprochar era no haber intentado absolutamente todo para conseguir más. Lo que peor le dejó el alma fue su entrevista con Talleyrand de la tarde anterior. Le fue a ver con el sentimiento del que ingiere un sapo vivo, podrido y apestoso, chorreante de pus. Lo más penoso, lo más humillante que había hecho en sus muchos años de servir a Prusia, y sin que sirviera para nada. Fue a ofrecerle apoyo si, a cambio de alinearse con Prusia en el asunto de Sachsen, reclamara para Francia las provincias valonas que hasta no hacía mucho eran francesas y que, nada más comenzar el congreso, las cuatro potencias, a propuesta de Inglaterra, las cedieron al stadhouder Willem para que creara el VKN. Aquel gran cínico ya debía contar con ello —según decía un Metternich igual de tenebroso, Talleyrand contaba con todo, empezando por lo más insospechado—, de modo que le dejó mudo tras informarle con sus más agradables palabras, las propias de un diablo de la diplomacia, que Francia no estaba interesada en aquellas provincias, al extremo que las rechazaría incluso si se las ofrecieran a cambio de nada. La razón con que justificó tan inverosímil toma de posición era que la firma del Tratado de París daba lugar a un equilibrio global que sólo traería paz y prosperidad, y que aquel y ningún otro era el interés del rey Louis. En modo alguno aceptaría compromisos que pusieran en peligro la llave de la paz, que otra cosa no era, para Francia y él mismo, aquel tratado bienaventurado.
Pese a lo que desde hacía días explicaba, que tan mal no iban las cosas, no estaba satisfecho. De ahí que llevara los mismos días reflexionando sobre cómo vestir los resultados, a fin que parecieran más de lo que a fin de cuentas eran: grosso modo, la mitad de lo que con tanta vehemencia reclamaba desde la firma del Tratado de París. Lo peor era no haber logrado hacerse con toda Sachsen. Los dos quintos que consiguió arrancar a Castlereagh y Metternich no incluían ni Leipzig ni Dresden, donde se concentraba la riqueza del país. Humboldt decía que la nueva y reducida Sachsen carecía del tamaño necesario para subsistir por sí misma, y que sería cuestión de tiempo que cayera en las manos de Prusia, como una manzana madura tarde o temprano lo hace del árbol. Sin duda era cierto, pero no lo haría en su tiempo de canciller, que a fin de cuentas era lo que aquella mañana le importaba. Eso y seguir siéndolo tanto tiempo como fuera posible. Las críticas serían durísimas, bien lo sabía. De hecho, ya lo eran. Las de la prensa, las primeras; en sí mismas no le preocupaban, pues el sistema político prusiano era indiferente a los periódicos y al caldo en que flotaban, el de la opinión pública, pero le reconocía un poder, el de influir en el pensamiento de la nobleza y de los grandes terratenientes, los cuales, a su vez, afectaban poderosamente a los que más temía: la cúpula del ejército y el cuerpo de oficiales, los principales grupos de presión en la corte del timorato Friedrich-Wilhelm. De ahí el exquisito cuidado que puso en la redacción de la carta que releía por quinta vez. Una larga carta para un buen amigo, consejero habitual y de los pocos poseedores de un cerebro lo bastante bien dotado para que pudiera confiar en su juicio: el Graf Neidhardt von Gneisenau.
No era una carta insincera. Sólo decía verdades, aunque de una forma que Gneisenau entendería: lo que hacía era pedirle que le respaldara con su prestigio frente al cuerpo de oficiales. La cúpula del ejército, los ciento y pico generales en activo, era otra cosa. Su influencia en ella era no ya limitada, sino contraproducente, por no ser un hombre apreciado por sus iguales. Había excepciones, pero en general se le considera un mercenario arribista y sospechoso de formar parte del Tugenbund, esa suerte de masonería militar que tanto exasperase a Bonaparte y a los junkers. En general se consideraba que alguien debería pararle los pies, pero el caso era que Friedrich-Wilhelm parecía de la opinión, compartida por el cuerpo de oficiales de un modo también unánime, de que la Befreiungskriege se ganó gracias a las medidas tomadas por Gneisenau entre 1807 y 1812, y a su papel como Generalstabschef del Schlesischesarmee, a las órdenes de Blücher en teoría y haciendo lo que le daba la gana en realidad. Si le pusiera de su lado no sólo neutralizaría la indignación de los oficiales sino que amansaría la de Blücher, que desde hacía semanas le inculpaba de todos los males que aquejaban a la patria. Blücher era un animal, pero supo hacerse con el alma prusiana, tanto que desde hacía un tiempo, desde que regresase a Berlín sobre la cuádriga de la Brandenburg Tor, era el hombre más querido del país. El único capaz, también, de imponerse a los generales levantiscos. Si Blücher, impulsado por Gneisenau, se manifestara en su favor, quizá salvase la cabeza. Bueno, el cargo. Era una verdadera lástima saberse incapaz de vivir sin ser el Preußische Kanzler.
La coqueta casa de la calle Anna no era de las que más atraían el interés del infatigable Altenstieg, al punto que rara vez se vigilaba desde fuera; el barón tenía suficiente con las observaciones del cochero de la duquesa D’Acerenza y los cotilleos de la segunda doncella de la princesa Hollenzollern-Hechingen; en realidad, lo que hicieran ambas hermanas le daba igual; sólo le interesaba lo que pudieran decir sus amantes «oficiales», el Freiher Gentz y Sir Charles Stewart, quienes, por su parte, no era en esa casa donde pecaban más; de naturaleza cómoda, más que visitar preferían ser visitados, de modo que los informantes del activo Altenstieg rara vez tenían algo interesante que contar. La condesa de Périgord, que leía sus informes, había recomendado a sus hermanas no despedir a sus infieles servidores, al menos antes de la clausura del congreso, ya que además de serles difícil conseguir recambios aceptables sólo conseguirían que Altenstieg tantease a los demás, de modo que mejor harían calculando qué les interesaba dejar ver y qué no, y cuando se vieran en la necesidad de una estricta intimidad, que les dieran la tarde libre. Le hicieron caso, y así los informes que llegaban al Kaiser, al Kanzler y a Talleyrand, y quizá no sólo a ellos, jamás indicaban que sucediera nada de particular en el bonito edificio. A eso se debía que aquella mañana Jeannete se marchase de compras con su coche, acompañada de Paulina tras haber ésta dado el día libre a su segunda doncella. La primera, checa —ningún país las producía mejores que Cechy, como sabía la Vévodkyne Zahánská y gracias a ella sus hermanas—, llevaba con su ama desde los tiempos de Mittau y, además de no gustarle mucho salir por ahí, era lo bastante devota de la familia para saber no estar presente a la llegada de la cuarta hermana, ni a la del caballero que lo haría poco después. Se limitó a dejar encendido un crepitante fuego en la chimenea del dormitorio principal, de por sí acogedor aunque con aquella hoguera mucho más, para tras eso regresar a su cuarto y entregarse a su ocupación favorita: paladear el recién traducido Raison et Sensibilité, ou les Deux Manières d’Aimer. La doncella era lo bastante cultivada para comprender el original inglés, pero la traductora, Isabelle de Montolieu, disfrutaba de una excelente reputación, más incluso cuando se servía de palabras de terceros que cuando escribía por su cuenta, de modo que lo compró en la estupenda librería Hanusch gracias a una de las propinas que tan a menudo le dejaba el generoso Lord Stewart.
El lecho de Paulina von Hollenzollern-Hechingen era principesco, lo que no dejaba de ser natural siendo ella doblemente princesa. No excesivamente mullido, pese a que lo infectasen cantidad de almohadones rellenos de plumas exóticas, parecía más diseñado para el amor que para el sueño, y quizá por eso la princesa prefería servirse de un segundo dormitorio, más pequeño y recoleto, que a diferencia del principal no lo presidía una cama descomunal. En aquel aposento para no dormir todo parecía sacrificado a la voluptuosidad, empezando por una chimenea empeñada en afirmar que allí la ropa era indeseable. Sin embargo, y pese a ser un lugar no concebido para el reposo, el exhausto conde se había quedado frito. Cosas de la naturaleza, pensaba la tranquila condesa, un punto enternecida por el poco angelical rostro del yacente. Con eso no pretendía decirse que no fuera un hombre bellísimo; sólo que la bondad que quizá no padeciera tampoco se reflejaba en sus facciones de Apolo traspuesto, uno que habría merecido ser inmortalizado por el mejor Policleto; ahí residía la única pega que le ponía su entusiasta compañera de juegos: su canon establecía una proporción 1 a 7, siendo uno la longitud vertical de la cabeza y siete la del cuerpo entero. En los tiempos de aquellos griegos tan bajitos quizá fuese correcta, pero determinaba que sus dioses resultaran un tanto cabezones, como era el caso de aquel conde maravilloso aunque dos pulgadas menos alto de lo que debiera. Por lo demás estaba bien construido, sobre todo en aquella parte del organismo que más atestigua la virilidad del sujeto. Bastante más que aquel despreciable conde de Périgord en quien prefería no pensar, y más o menos como el príncipe de la diplomacia, si bien era de reconocer que ni costaba tanto atraerle a la refriega ni era tan difícil que conservase la textura durante un tiempo suficiente, por no hablar sobre su capacidad de revivir y volver a la batalla. Karl-Joseph sería fisiológicamente perfecto si el Supremo Hacedor se hubiera servido de los criterios de Praxíteles, como hizo con ella, se decía mirándose a los espejos, dos de cuerpo entero que se reflejaban en otros dos opuestos, de forma que a su hermana, o a cualquiera que se contemplara en ellos, no le costase contorsión alguna examinar el estado de su trasero. El suyo se manifestaba un tanto dolorido. Su curiosidad de mujer deseosa de aprender todo lo que aún no sabía del amor le llevó a confiar en el ardiente varón cuando le propuso una variante muy apreciada en el Peloponeso y que, según él, desde hacía siglos reducía la incidencia de la temible maladie de neuf mois. No fue tan penoso como temía, pero no le dejó ganas de repetir, y eso a pesar de que Karl-Joseph no sólo parecía conocer los principios operativos esenciales, sino también los secundarios. Era de aceptar que su dedo corazón hizo un trabajo formidable, una vez superado el espanto de verse con aquello abriéndose paso por donde la Santa Iglesia tanto insistía en que sólo debía usarse para lo contrario; una clase de trabajo que creía conocer, pues el príncipe también era un maestro digital, aunque combinado con el otro factor daba lugar no exactamente a una petite mort, sino a un derrumbamiento general del firmamento.
La condesa se desperezó frente al espejo, de un modo que Fräulein Hoffman no aprobaría. Le daba igual. Todo le daba igual aquella tarde, aunque no hay dicha sin dolor, como decía Piattoli; el suyo era recordar que hacía cinco meses desde que dejase a sus hijos, y no los echaba de menos. Aquello sólo podía significar que no era buena madre. Pues bueno. Tampoco la suya lo fue mucho, y quizá gracias a eso se veía como se veía, tan completa y tan perfecta como pocos habrían podido pronosticar durante su infancia sombría. El Creador se portaba bien con ella, se decía girando sobre sí misma para contemplarse mejor. No sólo le regaló una mente privilegiada, sino un cuerpo muy bien dispuesto para pecar. Su vientre seguía tan plano como cuando se miró a un espejo parecido, en Frankfurt-am-Main, minutos antes de ascender al empleo de mujer. Sus pechos seguían tan en su sitio como aquel día, y ni sus caderas ni sus muslos mostraban signos de la maldición familiar, la fastidiosa cottage cheese skin. Ahí se notaba la superioridad de la herencia Batowski sobre la Biron. Sus hermanas eran víctimas en mayor o menor medida de algo que a ella le seguía respetando, pese a que ninguna llevaba más de dos partos sobre su conciencia y ella iba ya por tres.
Se preguntaba cómo sería bailar desnuda frente al fuego. Una experiencia desconocida y que sobre la marcha convertiría en realidad, aunque antes debería reavivarlo, pues las llamaradas de hora y pico antes sólo eran pavesas. Los troncos estaban junto al hogar, en una bandeja de buen tamaño —la estupenda frau Absolonova pensaba en todo—, pero una de las servidumbres de añadir leños a un fuego desfallecido es que hace falta encorvarse. Si se hace de un modo despreocupado, sin recapacitar sobre las posibles consecuencias, puede suceder que la escena sea contemplada por un conde lejos de haber consumido su reserva de munición. Lo suficiente para saltar del lecho al mejor estilo de un leopardo, ganar sobre las mullidas alfombras la nada esquiva silueta que alimenta chimeneas y sin más proceder con lo recomendado por Bocaccio en asuntos de yeguas párticas.
—Estás loco… —tono dulcísimo; la condesa, para su propia sorpresa, también se diferenciaba en eso de sus hermanas: mientras ellas necesitaban muy largos minutos para considerarse listas para el sacrificio, a ella le bastaban segundos.
—No lo sabes tú bien.
El conde se confundía: sí que lo sabía. Quizá fuera esa su maldición: por mucho que disfrutase aquellas horas de locura incontrolada, su mente, implacable como un reloj Vacheron, el que le regalaría cuando se dijeran «hasta la vista», seguía controlando la situación.