París, martes 24 de enero
Los días en París eran llevaderos, se decía Miguel de Álava mientras daba un paseo. Era el primer día de sol desde que saliera de Vitoria, y se agradecía el calentarse con algo que no fuera una estufa. La Chaussé d’Antin invitaba, de por sí, a caminar. Amplia, bien pavimentada y flanqueada por casas hermosas aunque un tanto descuidadas, emanaba paz, cosa siempre deseable y más cuando la ciudadanía se sabe afincada en un polvorín. El populacho debería enfriarse, pensaba para sí, pues sólo habían pasado seis meses desde que los últimos soldados rusos, austríacos y prusianos dejaran de circular por esa calle y por todas las demás, aunque si Wellington estaba en lo cierto el siguiente baño de sangre que padecería la infeliz París estaba poco menos que a la vuelta de la esquina.
Le alegraba pensar que si Arthur tuviera razón él no lo viviría. La causa era el excelente acuerdo al que había llegado con los condes de Caraman-Chimay. Les visitó según lo acordado, para encontrarles entretenidos en la enumeración de las condiciones que debería reunir el ama de cría que a no tardar iban a necesitar. La princesa era muy ducha en contratar esa clase de servicios, lo bastante para saber qué ocurriría si antes de un mes del parto no contaba con una buena candidata. El riesgo peor no era cargar con cualquier cosa, sino amamantar al recién nacido con los medios de a bordo. Por ahí había pasado, lo que le supuso una hipertrofia mamaria de la que nunca logró recuperase, a lo cual el conde asentía sin excesiva pena, de modo que «una y no más, Santo Tomás» —la princesa conservaba un excelente acento madrileño—. De ahí que llevara semanas buscando, exponía blandiendo un documento que debía esperar fuera leído por el silencioso general, en la esperanza de que la Embajada Española supiera de alguna señora interesada en el empleo. La candidata ideal, según exponía con minuciosidad, debería ser una joven que aceptara destetar a su propio mamón, el cual no habría cumplido seis meses —de ser mayor no produciría leche de calidad aceptable y en cantidad suficiente—; debería ser ni gruesa ni flaca, de buena salud, ni demasiado morena ni excesivamente pálida, con la dentadura completa, o al menos blanca en las piezas que conservara, de pechos firmes y abiertos —no sería el primer bebé asfixiado por dos tetazas muy juntas—, de pezones no muy gruesos, que su leche fuera de tercer o cuarto parto, que fuera limpia, de buen pelo y que no bebiera, ni vino ni licores, y de padres cristianos, aunque de no haber más remedio aceptaría una gitana. El mercado de la teta estaba imposible, aclaraba. El regreso de los prolíficos émigrées disparaba la demanda, y con ella los precios; no era raro que fornidas campesinas abandonaran temporalmente sus familias para buscar en París cobijo, sustento y buena paga en las recién ocupadas mansiones donde tanto se suspiraba por alguna bretona o alguna normanda interesada en el negocio de la ubre mercenaria.
A él todo aquello le traía sin cuidado, aunque disimulaba. Su propósito era conseguir una embajada, y si para eso debía encajar el relato de diez partos, lo encajaría. Por fortuna no debió llegar a tanto, pues a medias del segundo el conde intervino —se aburría tanto como él— y se centraron en las casas. Poseían dos, una en la Rue de l’Empereur, el centro mismo de Bruselas, y otra, más pequeña, junto a la catedral de Saint Michel et Sainte Gudule. Las buenas referencias que les dio su gran amigo Wellington les inclinaban a llegar a un acuerdo con España por la más grande de las dos, aunque a partir de ciertas condiciones. El general, que ya temía lo peor, se sorprendió al saber que sólo pedían que conservara el servicio que la cuidaba, un matrimonio algo mayor, y que reservara para uso de sus caseros la mitad del primer piso. La casa, decía Riquet, era lo bastante grande para contener una embajada con todas sus dependencias, de modo que no creía que fuera una pretensión desmesurada. En absoluto lo era, se decía el general, y más a partir de un precio sensiblemente inferior al que Cevallos le autorizó, de modo que ahí mismo se dieron las manos, dejando establecido que Álava podría colocar una placa en la fachada, indicando que aquella era la Embajada Española, e izar su bandera en el mástil que adornaba los edificios de Bruselas, en la tradición local de izar cada cierto tiempo una distinta. La última fue la tricolor, pero en aquellos días permanecía desnudo y no por oposición a ninguna realidad política, sino porque nadie tenía la menor idea de cómo sería la del VKN.
Doscientos metros antes de la esquina con la Balse du Rempart[61] estaba la que ya era su tienda favorita. Se llamaba Terzuolo y ofrecía la mercancía que más valoraba en este mundo: libros. En gran cantidad, ediciones modernas y antiguas, nuevos y usados, en francés, en inglés, en italiano, en alemán y hasta en ruso. Desdichadamente, muy poquito en español. Era natural, se decía con tristeza. La guerra no sólo dejó la economía devastada, sino las imprentas destruidas, las editoriales arruinadas y los escritores emigrados. Cuando menos, los que valían la pena. Como siempre sucede con los exilios masivos, sólo se quedaron los mediocres. Terzuolo también vendía papel, sobres, plumas, lápices, tinta y toda clase de objetos auxiliares. A esa excusa se debió que renunciase al paseo, tan necesario para contener el lastre que se depositaba en su cintura, y se zambullera en el sugestivo mar de publicaciones que se ofrecía en una gran mesa. Una maravilla tras otra, se decía con el optimismo del que se sabe no aislado en un lugar extraño, y no porque conociera mucha gente, sino porque cuando se puede leer lo que se publica en un país, el que sea, la soledad se hace llevadera.
Terzuolo era una librería muy popular; de ahí que allí fuera frecuente dar con personas conocidas. Él no sabría identificar demasiadas; apenas las cuarenta o cincuenta que le presentaron Wellington y la princesa de Chimay, de las cuales sería incapaz de reconocer a la mitad, pero a Juliette de Récamier la identificaría en cualquier parte. Incluso en la muy arrulladora umbría de Terzuolo.
—¡Qué alegría verle por aquí, Monsieur D’Alava!
El embajador no tardó en oír que la dama venía con frecuencia, pues vivía muy cerca, en la esquina de la Balse du Rempart, y que antes, de 1798 a 1806, vivió en el 7 de aquella misma Rue Mont Blanc o Chaussé d’Antin, frente a la embajada española, y también que conservaba el recuerdo de una espléndida colección de cuadros del XVII, así como una batería de incunables dispuestos en una exquisita combinación de salón y biblioteca; se la enseñó el arquitecto Berthault, el mismo que decoraba su recién comprada casa. El general, apenado, respondió que aquella imagen sería imposible de reproducir, pues el delegado en París del funesto José desvalijó el edificio cuando supo que ya no representaba ningún rey ni país alguno. Ante los asombrados ojos de la mujer —el embajador seguía pensando que no eran tan hermosos como para justificar la inconfesada pasión de Wellington, la cual quizá no fuera mucho más que un deseo de plantar la pica donde hombre alguno jamás había plantado nada— comentó sin emoción que los saqueos de las embajadas suceden cuando se pierden las guerras civiles, y que la de Bonaparte contra las Cortes de Cádiz no dejó de ser el conflicto de unos españoles contra otros españoles, el de un gobierno legalmente constituido, el de José, contra otro que, por las razones que fueran, se sublevó. Una perspectiva que la dama encontró de interés; hasta entonces ningún español le había explicado aquella guerra —el general creyó detectar cierto énfasis en español—, y ahí se descolgó por lo más inesperado, invitándole a tomar algo en un cercano café para que le contara qué ocurrió. Definitivamente, las parisinas no padecían las encorsetadas costumbres que asfixiaban a las españolas, cuando menos a las empeñadas en parecer decentes.
Los recuadros blanquecinos en las no muy limpias paredes señalaban que allí, no hacía mucho, colgaban cuadros que a saber dónde andarían. El mercado los habría engullido en pocos días, una vez el hombre de José los pusiera en venta nada más saber que se quedaba sin trabajo. Juliette examinaba el desastre con expresión apenada, lo que Álava daba por bueno con alguna indiferencia. No podía decir que la hora de charla le hubiese aburrido, pero Madame Récamier dominaba como pocas el arte de no decir nada. No fue una conversación animada, esas plenas de comentarios chispeantes que tanto estimulan al que lleva el peso del asunto. Juliette, en suma, le parecía bastante sosa. De ahí su sorpresa cuando expuso que le gustaría volver a ver la embajada, o lo que aún sobreviviera.
El edificio era similar a muchos otros de la misma calle: un cubo de cinco alturas que cerraba un patio muy amplio. El lado más estrecho era la fachada de la Rue Mont Blanc. Allí se alojaban los sirvientes, salvo en la planta inferior, que contenía las caballerizas, y en él se abría el portón por el que los carruajes accedían al patio. A éste daban las puertas del conjunto: la del bloque de la servidumbre, la del que contendría las oficinas, la de donde se alojaba al personal que aún no hubiese conseguido vivienda y, por fin, el edificio principal, que contenía las estancias nobles y la residencia del embajador. Juliette preguntó por qué Álava no vivía en él, para escuchar que las obras destinadas a devolver al edificio el esplendor que tuvo en otro tiempo se concentraban en las habitaciones del conde de Perelada; era sintomático, se decía el general según lo explicaba, que Cevallos le dijera no saber quién sería el próximo representante de SCM, mientras que Wellington incluso conocía las aficiones personales del plácido individuo, tan poco impaciente por desempeñar su función.
Avalaba la personalidad del último habitante de la casa el que la biblioteca sólo hubiera perdido sus incunables. El patán no debía padecer el mal de la lectura, explicaba el general mientras Juliette recorría las filas de volúmenes. Había no menos de seis mil, de los que la mitad eran originales en español. De los publicados en francés casi todos eran traducciones de clásicos castellanos, y también criollos. En las colonias, pese a no ser un vicio de los llevados al extremo por los conquistadores implacables, algunos se mostraban empeñados en demostrar que sabían escribir.
—¡Oh, dios mío! La Nuit Obscure!
Álava se sobresaltó ante aquel gritito, menos de sorpresa que de un entusiasmo hasta entonces imposible de imaginar en la muy lánguida mujer. Tardó poco en saber que Juliette sentía una especie de adoración voluptuosa por Saint Jean de La Croix, que le llevaba desde sus años de infancia en Lyon a buscar su obra en francés. La Nuit Obscure, la colección de poemas escritos durante su estancia en la prisión de Tolède —vocalizaba tan exquisitamente que los acentos casi se veían en su aliento— era el único de sus libros que seguía sin conseguir. Se preguntaba si sería un abuso pedir al general que se lo prestase, para sonreír de un modo alentador al comenzar éste un amable:
—Nada de préstamos, Madame. Es un simple regalo clandestino del ministro español en los Países Bajos. Con todo lo que se ha saqueado aquí, un libro más o menos carece de importancia.
En ese instante comprendió cómo era el verdadero rostro de Juliette. Aquella mirada sí era para morir por ella. Ya no le sorprendía que su amigo se negase a dar la batalla por perdida. Renunciar a Burgos encajaba en su personalidad. Perderse una sonrisa como esa, definitivamente no.
Se despedían frente al portalón de la Balse du Rempart. Álava, cuyo sentido de la etiqueta nunca dejó de ser el de la Marina Española, se inclinaba frente a la diosa de los salones literarios.
—Esta noche, a la salida de los teatros, unos amigos y yo nos juntaremos aquí, en mi casa. Me gustaría que nos honrara con su presencia, y no sólo esta vez, sino tantas como quiera. En mi salon siempre será bien recibido, Monsieur D’Alava. Ah, y no es preciso que venga en compañía de nadie. A usted, mi querido embajador, se le apreciará por usted mismo, en mi casa y en todo París.
La vio desaparecer en el patio de caballos, preguntándose si bajo las amistosas palabras no yacería un mensaje, y en ese caso si debería transmitirlo. Ya lo pensaría después, se dijo emprendiendo el empinado camino de regreso a la desvalijada embajada española.