Viena, sábado 31 de diciembre

El Fürst Metternich no estaba en buena forma. Sufría un ataque de melancolía, del tipo debido a causas externas, como la nevada que veía caer en la Ballhausplatz. Ojala fuera eso, aunque bien sabía que no, aceptó volviendo a empuñar la pluma. Intentaba escribir a la duquesa de Zahán, o Sagan, como decían con acento prusiano los que no se atrevían con la proscrita lengua de Bohemia. No le costaba evocarla, pero a fin de hacerlo fácil mantenía frente a él una miniatura pintada por Isabey. El retrato demostraba que treinta y tres años es la edad en que las mujeres alcanzan la perfección. Incluso si han sido madres tempranas. Eso se lo contó ella la Navidad anterior, cuando le pidió influyera en el Zar para que recuperase a su hija Vava, por entonces de trece años y súbdita de Su Majestad. Si lo supo antes de que Mina le abriera su helado corazón fue porque alguna ventaja tendría ser el patrón de la Oberste Polizei und Censur Hofstelle. No la hizo investigar por desconfiar de su honra, sino en el enamorado ánimo de saberlo todo de la que se había quedado con su alma. Contra la opinión general, tenía una. Su aire glacial, su acreditado gran dominio de sí mismo y su imagen de haber nacido exento de sentimientos, no era más que una máscara mantenida desde su adolescencia. Klemens-Wenzel von Metternich había cumplido cuarenta y un años sin que casi nadie supiera que se parecía muy poco a la leyenda fabricada por él mismo. Por increíble que pudiera parecer, era un hombre apasionado.

Con la carta pensaba enviarle una pequeña nadería, un brazalete de diamantes. Sabía que pensaba pasar la noche con Alfred Windisch-Grätz, al que sacaba siete años y con el que desde hacía cuatro sostenía un idilio intermitente, lo que alguna vez le había llevado cerca de la locura. Mina dormiría en sus brazos, lo que no podía deprimirle más, pese a comprender su ira cuando supo que no pensaba romper su matrimonio para después unirse a ella. Mina detestaba la idea de ser el affaire de un canciller casado y con hijos. De ahí que le plantase de un modo borrascoso, lo que no contribuía demasiado a la paz espiritual necesaria para conducir negociaciones diplomáticas. Le irritaba constatarlo, pero su obsesión por ella era tal que se había desentendido del tratado con Inglaterra y Francia. No le importaba reconocer que la colosal aversión a Bonaparte que padecía la duquesa —le debía estar medio en la ruina, desde que allá por 1808 incautara su feudo de Zahán, lo que redujo sus ingresos a la renta de su condado de Náchod y a su pensión rusa, y aunque a finales de 1813 lo hubiera recuperado lo encontró en tal mal estado que tardaría un par de años en volver a rendir lo esperable de 120 km2 de buena tierra de arbolado, pasto y cultivo— era la razón de su cambio de bando, el haber pasado de querer estar a bien con l’Empereur, instalando en su cama la más desatada de las archiduquesas ninfómanas, a volverse campeón de la Sexta Coalición, la que se consolidó en Ratiborschitz,[50] el precioso manor de la duquesa. En su estado mental de aquel tristísimo día de Sankt Silvester todo le daba igual. Incluso si se organizaba otra guerra. Sabía que no podía comportarse así, que nadie cuya responsabilidad fuera gobernar veinte millones de almas debía permitir que sus sentimientos gestionaran sus determinaciones políticas, y a eso se agarró para decirse que quizá no fuera buena idea dejarse llevar por la depresión, ni mostrarse tan generoso con quien le trataba de un modo tan cruel. Igual podría dar mejor destino a lo que sostenía entre sus dedos. Laure jamás le reprochaba nada y siempre le perdonaba todo. Sería para ella una sorpresa tenerle la noche de fin de año, y más lo sería encontrarse con aquel fabuloso regalo. Pobre Laure, que siempre acababa siendo el refugio de sus decepciones. Pues hecho: aquella noche visitaría el establo.

El tratado yacía en el escritorio. Un punto reconfortado, lo abrió por la primera página.

Castlereagh releía la carta que Liverpool le dirigió días antes, respondiendo a otra suya donde pedía instrucciones para el caso de que la situación se deteriorase aún más. El premier, en su respuesta, se salía por la tangente. Dadas las circunstancias, y con el ejército embarrancado en la segunda guerra contra las Colonias —el término Estados Unidos era intragable para él—, no quería ni pensar en una nueva confrontación europea. Convendría que concentrara sus esfuerzos en acercarse a Francia. Si lograra establecer una entente con ella y con Austria, quizá Rusia desistiera de secundar a Prusia. Terminaba indicándole que se coordinara con Wellington, a quien pensaba pedir que hiciese lo mismo con Louis XVIII. Aquello, se decía Castlereagh, era lo más preocupante: que su jefe aparentase no saber que no hacía otra cosa, incluso desde antes de llegar a Viena.

Ver el nombre de Wellington en una carta del premier le sacaba de quicio. No pensaba que su amigo de tantos años pretendiera levantarle los faldones, pues de su lealtad para con los íntimos podría dar fe, aunque Arthur había cambiado mucho. La mentalidad de un general no se parece a la de un diplomático, y más si está repleto de ambición, la natural en un oscuro coronel que sólo necesitó cinco años para ser el único feldmarschall en activo, y para dejar de ser un simple Arthur Wellesley, o Welleslie, o Wesley, o como diablos se llamara cuando regresó de la India, pues con Arthur era difícil estar al tanto de sus nombres, para ser el más glorioso héroe británico desde Boadicea. No tendría nada de particular que su buen amigo anduviera segándole la hierba bajo los pies. De ser así, no quedaba más opción que acelerar, costara lo que costase. La carta con que respondiese a esa de Liverpool habría de incluir el tratado con Francia y Austria, debidamente firmado. No quedaba demasiado por ajustar, gracias a Dios. Unos cuantos millones de libras adicionales y eso sería todo. Al final, como siempre sucedía, todo era cuestión de unos pocos millones más. Pues adelante. Los que hicieran falta, pero el tratado debería ser firmado el martes 3 a lo más tardar. Le iba el cargo en ello.

A Talleyrand le gustaba ver bailar a Dorothée. Un tipo vulgar habría preferido encerrarla con llave, temeroso de quedarse sin ella, un riesgo del que ningún sesentón está exento si entrega su amor a una criatura de veintiuno que destaca entre sus iguales por su belleza, su encanto, su talento y su cultura. Por su fortuna, no. A Dorothée no le tocó demasiado en el testamento del duque Peter. Apenas una propiedad, el palacio Kurland de Berlín, más el señorío de Günthersdorf y su pensión rusa. El palacio, alquilado al Zar —era su embajada—, le generaba una renta decorosa, pero no extraordinaria. La del señorío sería mejor cuando lograra recuperarse de la devastación en que la sumieron los rusos en 1813. La suma de las dos, más su pensión, le daría para vivir muy bien si fuera de naturaleza estoica, lo que no era el caso. A su sobrina le gustaba el lujo, lo que no le parecía mal, porque las personas que no sabían apreciar las cosas buenas de la vida le aburrían. La propiedad de no aburrirle solía ser la que más valoraba en sus semejantes. De ahí venía su convicción de que lo primero y necesario para resultar aburrido era un aburrirse muchísimo. Si Dorothée no saliera de Kaunitz se volvería tan tediosa como cualquier mujer decente. Sería otra forma de perderla, quizá la más cruel. En absoluto deseaba eso, de modo que aceptaba el precio, que no iría más allá de algún cuerno que otro. Un acontecimiento que le asombraba fuese tan grave para la mayoría de los hombres. Pocos comprendían que con la infidelidad llega el refrescar la propia inteligencia y el colmar la necesidad de saberse deseada, cosas ambas necesarias para transmitir alegría y desenfado, los ingredientes esenciales de la miel espiritual con que las buenas mujeres endulzan la vida de los hombres.

Verla disfrutar no le inquietaba. Dorothée necesitaba más alimento intelectual del que podrían brindarle los numerosos jovenzuelos que parecían rifársela. Él, a su edad, no estaba en condiciones de suministrarle con la debida frecuencia otra clase de alimento que también necesitaba, pero le daba igual, porque jamás padeció una naturaleza posesiva. Como cierta vez explicase a Bonaparte a cuenta de las notorias infidelidades de su esposa Catherine, prefería una potranca de pura sangre compartida con algún otro semental que una penca vieja para él solo.

Observar a su sobrina en el atestado salón del conde Razumovsky, donde se celebraba la fiesta de despedir el gran año 1814, era una de las cosas que hacía plácidamente recostado en una cómoda. En cierto modo, le divertía pensarlo, era como si aquello fuera un confesionario donde la música de fondo no fuera de órgano catedralicio, sino de un horror compuesto años antes por el insufrible Beethoven, tan del gusto del malvado Razumovsky; a eso se debía que aquel tarugo renano hubiera elegido para torturar a los invitados su espantoso cuarteto nº 1 en La mayor, Opus 59, compuesto en honor del conde ucraniano que pagaba sus facturas. De vez en cuando se acercaba un penitente, permanecía unos minutos a su vera y desaparecía. El barón Nostitz, por ejemplo, acababa de contarle que muchos de los músicos, bailarines y cantantes habían decidido marchar. Él no tenía esa percepción, aunque no dejó de alabar la perspicacia del prusiano, un secuaz de Humboldt. Sin duda pretendía transmitirle de un modo indirecto que la guerra era inminente, a fin de hacerle recapacitar sobre la conveniencia de ser comprensivo con sus tesis. Su afirmación de que los entertainers emigrarían a climas menos procelosos una vez se celebraran la fiesta de Año Nuevo que daba el Kaiser y el baile de la princesa de Bagration —el Zar y Metternich se detestarían, pero en materia de mujeres tenían gustos idénticos; los amores del segundo con Andromeda venían de cinco años antes, uno más de los que tenía Marie-Clementine de Bagration, una preciosidad que llevaba el apellido del marido de su madre por imposición del Zar, quien debió retorcer el brazo a su mosqueadísimo general Pyotr Bagration para que la reconociera como suya—, lo mismo era cierta, de modo que apuntó en su memoria la conveniencia de comprobar si aquello que decía de los parásitos del entretenimiento era o no verdad. Si algo no debía descuidar un diplomático era observar el comportamiento de las ratas.

Un nuevo pecador, del tipo razonable y bien educado; los pobladores del planeta diplomático solían ser así, aunque bien sabía él que para muchos de sus colegas los buenos modales eran un disfraz bajo el que ocultaban una crianza vergonzosa. No era el caso de Castlereagh. Sobre todo cuando expresaba sus ideas en el afectado inglés de su casta. Lo hacía cuando quería estar seguro de que salvo su interlocutor nadie comprendiera una palabra. Los individuos más próximos no parecían sospechosos (un barón ruso, una condesa sueca y un pederasta bávaro), pero toda precaución era poca.

—Por mi parte no hay nada que añadir ni suprimir.

—Celebro que opinemos lo mismo. ¿Alguna noticia del Fürst?

—Salvo que no ha venido, ninguna. Qué chiquillada, ¿verdad? —los dos diplomáticos se sonreían el uno al otro, con elegante malignidad—. Yo querría firmar pasado mañana, si fuera posible.

—Por mi parte, de acuerdo.

—Por la mía, también. Feliz 1815, querido Charles-Maurice.

El majestuoso Lord se alejó hacia la multitud, satisfecho. Talleyrand se limitó a bostezar.

Álava en Waterloo
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