Viena, viernes 25 de noviembre

Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, príncipe de Bénévent y de Talleyrand, presidía la legación francesa en el congreso de naciones que se celebraba en la ciudad. Francia seguía siendo una nación derrotada por Austria, Prusia, Inglaterra, Rusia y Suecia en abril de 1814, convaleciente de la invasión de soldadescas prusianas, británicas, austríacas, rusas, portuguesas y españolas, castigada por un tratado irritante y apartada del nuevo equilibrio de poderes, el que las potencias dominantes acordaron establecer por medio de un congreso que duraría lo que tuviese que durar, pues por laborioso que resultase, y carísimo de sostener, sería preferible a escuchar la música de los cañones, cuando menos en una Europa devastada que llevaba un cuarto de siglo sin oír otra cosa.

Talleyrand llegó a Viena tras haber sido secretario de Asuntos Exteriores en el Conseil Privé de Louis XVIII, el mismo puesto que ocupó con Bonaparte de 1799 a 1809. Se le tenía por un genio de la diplomacia, capaz de dar con vías de acuerdo cuando los generales ya mandaban retirar los cubrebocas. Se le sabía el hombre más venal del universo, además de un pozo de depravación donde se agazapaban todos los vicios, sin dejar uno. Gran maestro de la traición y la mentira, obispo excomulgado y revolucionario notorio, se había casado por imposición de Bonaparte con una cocotte de las carísimas a la que tenía desterrada en Londres, sin preocuparse de recordar que por su cama pasaron en otros tiempos casi todos sus amigos y buena parte de sus enemigos. Aquella era otra demostración de su saber flotar sobre todas las pasiones, la cual partía de la insuperable fascinación que su persona ejercía sobre la inmensa mayoría de las mujeres, las cuales nunca terminaban de abandonarle ni de ser abandonadas. Tan extraordinarias cualidades se veían amplificadas por un accidente sufrido en su niñez, a resultas del cual poseía la gran ventaja de un pie deforme;[12] gracias a eso se había librado de obligaciones tan molestas como bailar, hacer reverencias e ir a la guerra. Era un hombre de gran apostura, que conservaba impecable a sus sesenta otoños y que se concentraba en sus reputados ojos verdes, de lentísimo parpadeo y que ajustaba prodigiosamente a mirar de un modo a veces magnético, en ocasiones penetrante y, lo más frecuente, con displicente indiferencia.

El elegir como residencia el carísimo palacio Kaunitz[13] fue su primera demostración de que la diplomacia francesa regresaba en gran estilo. Cuando llegó el momento de intrigar, que no sólo negociar, su saber hacer y su colosal experiencia le valieron para desarbolar a sus enemigos más recalcitrantes. Uno por uno sucumbieron a su imaginación, su talento, su habilidad y sus sobornos, a veces directos aunque por lo general indirectos. Jamás, por ejemplo, habría osado volver a corromper a Metternich —el canciller austríaco, al que tuvo a sueldo en sus tiempos de ambicioso embajador en la corte de Bonaparte—, pero su hombre de confianza, el barón Gentz, que actuaba como secretario del congreso y que sostenía un idilio con una de las fogosas hermanas de su châtelaine, no tardó en volver a honrar su nómina. Donde no llegaba su insuperable talento para detectar a los que ardían en deseos de hacerse comprar, lo hacía su maestría para manipular ingenuos, que no escaseaban. Uno que durante las primeras semanas le resultó muy útil fue Don Pedro Gómez de Labrador, jefe de la legación española, quien comenzó a levitar tras hacerle ver el crucial papel que desempeñaría cuando entre los dos renovaran el viejo pacto de familia entre los Bourbons y los Borbones. Él sólo buscaba en Labrador una muleta donde apoyarse, un aliado que votase con él en las cuestiones generales, haciendo así que se le invitase a participar en las de discusión reservada, pero a partir de ahí ya no necesitaba más ayudas. Alguien menos avisado se habría librado ahí del pesadísimo marqués de Labrador, pero él jamás prescindía de nadie; sostenía que hasta el mayor imbécil podía ser de utilidad en un momento determinado, de modo que seguía sobornando su ego, que no su bolsa, con detalles que cualquier otro habría tomado por lo que a fin de cuentas eran: risibles naderías.

Un ejemplo era el comité formado esa mañana por Austria, Prusia, Rusia, Suecia, Portugal, Inglaterra, Francia y España. Su misión sería debatir el grave asunto de la prelación, u orden de precedencia que deberían seguir las potencias cuando llegara el momento de firmar el acta final del congreso. A propuesta suya, las reuniones se celebrarían en el palacio Palffy, residencia de la legación española, y serían presididas por el marqués de Labrador, quien se mostró tan satisfecho como henchido de orgullo. Con ese nombramiento le hacía sentir que tanto España como él poseían gran relevancia en la escena europea, cuando sólo se aseguraba de mantenerle a su lado a cambio de nada. En la lógica del príncipe, desde sus tiempos de obispo muy consciente de la extraordinaria utilidad de comprar a los demás con pagos a realizar en el Más Allá, y de la todavía mejor de saber provocar el ser comprado —cobrando por adelantado; como buen teólogo tenía muy claro que Más Allá no había gran cosa—, jamás debía gastarse una moneda en lo que pudiera conseguirse a cambio de lisonjas.

Anna-Dorothea von Biron (née Medem), Duquesa de Courlande (madre de las cuatro hermanas Von Biron)

Aquella noche ofrecía un baile. Llevaba unos minutos observando las evoluciones de sus invitados al tiempo que maquinaba sobre sus vidas. Friedrich-Wilhelm III de Prusia, que giraba y giraba con Julie Zichy, era el que más le atraía. «Pobre diablo», se decía con caridad. Para cobrar la pieza, de virtud se sospechaba que tambaleante, debía soportar el suplicio de danzar al son de aquella música espantosa. Los valses, a Talleyrand, le aburrían; eso no significaba que detestase la música como el bárbaro de Bonaparte; sólo sucedía que sus gustos eran más sofisticados de lo que se acostumbraba en la provinciana Viena. No podía soportar a Mozart, ni a Haydn, y mucho menos al insufrible Beethoven, pero le apasionaban Sanz —el único buen recuerdo que conservaba de Fernando de Borbón; por despreciable que le pareciese, reconocía su maestría con la guitarra de seis cuerdas, y donde mejor la manifestaba era con las partituras de aquel olvidado genio; su clavicembalista, Neukomm, consciente de lo mucho que le gustaban aquellas obras embrujadas, a menudo interpretaba para él los Canarios, la Minyona de Catalunya o la Esfachata de Nápoles, pero el sonido de su Jérôme era demasiado metálico para esas piezas tan sutiles—, Vivaldi, Couperin, Rameau, Marais y un organista de Nürnberg al que la humanidad debía el regalo de un canon a tres voces que, cuando se quedaba en Kaunitz con Dorothée, condesa de Périgord, née Von Biron además de princesa de Courlande y de la que toda Viena murmuraba que era la última de su larga lista de amigas incondicionales —la que un cáustico Bonaparte definiera como «serrallo particular del Évêque d’Autun—,[14] jamás dejaba de pedir a sus músicos, encabezados por Neukomm, que lo tocaran cuantas veces necesitase para mejor concentrarse.

Elisabeth, Zarina de Rusia

Cualquiera que le mirase pensaría que su atención estaba puesta en los apuestos danzarines y en sus bellísimas parejas, pero no era cierto. Su pensamiento se concentraba en Lord Castlereagh, al que veía entretenido con la Zarina Elizabeth. El inglés y él pensaban igual: Europa sólo podría prosperar si se conseguía establecer un equilibrio donde las cuatro potencias continentales, Austria, Rusia, Prusia y Francia, pesaran lo mismo. Fue magnífico que aquel inglés lo comprendiese, ya que ni los rusos, ni los prusianos ni los austríacos estaban dispuestos a ver en Francia un igual de pleno derecho. De ahí venía su satisfacción de haberle devuelto su papel de gran potencia sin disparar un solo tiro, sin retornar un solo cuadro, sin pagar un solo franco, sin apenas ceder tierras y quedándose con más de seiscientas mil almas sobre las que de facto poseía cuando se libró del Corso. Era su mérito, lo sabía él y lo sabían quienes debían saberlo: Castlereagh, Metternich, Hardenberg, Alexander y Wellington. A éste le consideraba interesante; sería un gran militar —subespecie que despreciaba—, pero sobre todo era un diplomático, lo que pocos comprendían. Ni siquiera Jaucourt, a quien había encomendado la secretaría de Asuntos Exteriores. Lo evidenciaba en la última de sus cartas; en ella describía la situación de Wellington, antes aclamado y ahora denostado, como si el populacho y la nobleza le achacasen la culpa de lo mal que iba todo. Una descortesía de la cual His Grace pasaba con desdén, lo que no hacía con los desaires de Madame Récamier. Talleyrand sonreía evocando a la reina de las coquetas. Un ser tan excepcional que sin abandonar su adscripción al gremio de las vestales llevaba veinte años sometiendo enamorados que darían por ella sus vidas y sus fortunas. Una inexpugnabilidad de la que seguía sin saberse la razón, pero él no se preguntaba cuál sería. Prefería reflexionar desde su expresión imperturbable, la de una esfinge diplomática, sobre los frutos de su trabajo, que a su entender no sólo eran de gran valor para Francia. El equilibrio paneuropeo que surgiría del congreso sería beneficioso para todos. La paz reinaría durante años y con ella llegaría la prosperidad, pese a los afanes del sinnúmero de atontados que no entendían nada. El peor era su propio soberano. Su estupidez natural llevaba camino de igualar la del aún más bobo Pierre-Louis de Blacas, Ministre de la Maison du Roi y miembro principal de su Conseil Privé, que así prefería el monarca llamar a su gobierno, al peor estilo Ancien Régime. Un gobierno que para nada recordaba lo que solía tenerse por gobierno en los países avanzados. No se reunía por separado, ni había un primer ministro, ni existía una responsabilidad colegiada. Blacas no era un premier, sino el capataz de los ministros, sobre los que despeñaba los caprichos del rey sin preocuparse de la legalidad. A SCM le asistía un derecho divino y él estaba para que se hiciera su real voluntad. De ahí venía su alivio al dejar su puesto a Jaucourt y salir para Viena. No sólo sería un trabajo interesante, digno de su talento y su experiencia. Era que no podía resistir a Blacas, un cretino al que le habían bastado nueve meses para ser el hombre más detestado de Francia, incluso más que los sobrinos del rey, cabezas de la corte de retrógrados émigrées y realistas cerriles que trajo la Restauración. Entre los unos y los otros llevaban al país a otra revolución, y ésta no sería como la del 89, un pronunciamiento de civiles idealistas e iluminados enloquecidos. Sería del ejército, al que Blacas no cesaba de hostigar. Costaría muchos más muertos que los veintipocos mil de la Convención, una nadería para los veintiocho millones de franceses que había por entonces. La Francia de 1815 tenía un millón menos gracias a Bonaparte, lo cual se le podría disculpar; tendría todos los defectos imaginables, pero era un hombre de prodigiosa inteligencia y por demás trabajador. En el Ejército de 1815 nadie se le podría comparar, ni en talento ni en moderación, por mucho que pensar tal cosa de Bonaparte sonara extravagante. La chusma militar se caracteriza por adherirse a las soflamas de los más exaltados, y en eso nadie podía igualar a Ney, el temerario rougeaud que bien podría desencadenar una matanza de imponerse a sus iguales. Si tan horrible cosa sucediese necesitaría un ministro de Asuntos Exteriores que le representara por el mundo sin sonrojarse demasiado. De ahí que cultivase a la ultrajada esposa del maréchal, la dulce Aglaé, tan repetidamente humillada por Charlotte de Bourbon, duquesa D’Angoulême, hija de Louis XVI y sobrina de Louis XVIII y del conde D’Artois, del que además era nuera. La dulce Aglaé Auguié había quedado huérfana con sólo doce años, al cuidado de una tía que le buscó un buen colegio; allí compartió pupitre con Hortense de Beauharnais, hija de la influyente Madame de Beauharnais; ésta, cuando ya era Madame Bonaparte, a petición de Hortense le buscó un buen marido: el General Michel Ney, el cual compensaba su triste origen con una excelente carrera, una gran fortuna y una innegable apostura. Madame Ney seguía siendo a sus treinta y tres años una mujer de gran atractivo, tanto que su principal admirador, el Zar Alexander, la monopolizó en el baile que dio el Fürst[15] Schwarzenberg la noche del 16 de mayo y al que Ney asistió con toda desfachatez, habida cuenta que las paredes de Fontainebleau aún hedían a Bonaparte. También se murmuraba que al hierático Wellington se le alegraban las pajarillas en las proximidades del grandioso escote de Madame la Maréchala, y que Blücher ni se molestaba en admirar su bello rostro, por ser incapaz de mirar tan arriba, pero Talleyrand desdeñaba todo ese cotilleo. A su entender, Madame Ney era una madre de cuatro hijos en buena relación con su marido y al que apuntalaba lo mejor que podía, sin dejarse meter mano más de lo indispensable. De ahí que al Maréchal le ofendiese tanto el desprecio con que la trataban la duquesa y su odioso coro de damas émigrées. En los últimos tiempos aquello le tenía tan inflamado que al saber del último desplante de la basiliscal D’Angoulême se plantó en sus aposentos en uniforme de campaña, sable de húsar, botas de montar y espuelas de batalla. Tras abrirse paso lanzando contra las paredes a todo el que pretendió impedírselo, y abrir de una patada la puerta del vestidor de la petrificada duquesa, se plantó frente a ella y le despeñó en espléndido lenguaje de cuartel lo que pensaba de sus modales y de su persona, para terminar explicando su desfavorable opinión sobre la morsa coronada que le daba cobijo y sobre sus demás deplorables parientes. Tras eso se marchó como había venido, dando un colosal portazo. La historia tardó minutos en ser del dominio público, pues los sirvientes que se ganaban en Les Tuileries sus lamentables vidas no habían tenido una historia tan sabrosa de contar desde la decapitación de l’autrichienne,[16] de modo que a la noche se bailaba por las calles al son de La Carmagnole, en demostración de qué bando prefería el populacho, el de la detestada duquesa o el del heroico rougeaud. Blacas no se atrevió a encarcelarle, temiendo verse con docenas de nobles colgados de las lanternes.[17] Tras aquello, si alguien tenía fácil ser el nuevo Robespierre era Michel Ney, Duc d’Elchingen y Prince de la Moscowa. Quizá no faltase mucho para que se decidiese, así que sería bueno ir tomando posiciones. Por si acaso.

Maréchal Michel Ney, Duc d'Elchingen, Prince de la Moscowa

El baile alcanzaba su cénit. Las testas coronadas[18] exhibían su destreza mientras las reinas del congreso, no por llevar una corona sino por poner a sus pies a quienes las lucían, mostraban su poderío. Las acaudillaban la espectacular princesa Katharina de Bagration y la prodigiosa condesa Julie Zichy, seguidas de las suculentas princesas Marie-Theresia Esterházy, Maria Narishkin y Gabrielle Auersperg, y las apetitosas condesas Sophie Muzzy Zichy, Flora Wrbna, Rozalia Rzewuska y Aurora de Marassé. Las primeras tenían embobados al Zar de Rusia y al rey de Prusia, y las otras conseguían lo mismo de diversos soberanos y príncipes de sangre real, como Frederik VI af Danmark —se consolaba de la pérdida de Noruega con la osada Carolina Seufert, que además de golfa era plebeya—, Karl von Bayern, Georg-Wilhelm von Schaumburg-Lippe, August von Preußen y el envarado Friedrich-Hermann von Hohenzollern-Hechingen, incómodo ante la irónica mirada de su esposa, por entonces en los brazos del Graf Wallmoden. Aun así, las que captaban mayor número de miradas codiciosas o envidiosas, según géneros, eran las Von Biron. Las hijas de la duquesa de Kurland[19] merecían los entusiastas comentarios que les dedicaban los innumerables gacetilleros de la Viena frívola, y no sólo por su belleza y elegancia, sino por el morbo que adornaba sus jugosas biografías.

La Península de Kurland albergó durante siglos un ducado asociado al reino de Polonia. Desde hacía generaciones la familia Biron lo gobernaba con elogiable competencia. Al último de los duques, llamado Peter, hasta el día de su muerte —febrero de 1800— se le conoció como Herzog Kurland-Semgellen, aunque a título personal, pues el ducado era desde 1795 propiedad de la Zarina Ekaterina II, quien, tras repartirse Polonia con Austria y Prusia, y en un detalle de cortesía inusual en su forma de hacer las cosas —rara vez dejó de comportarse como lo que a fin de cuentas era: una princesa prusiana—, le compró sus derechos en vez de invadirlo sin más, pagando una parte al contado y el resto en pensiones vitalicias para su esposa y sus cuatro hijas, la mayor de las cuales era su ahijada. El duque Peter, que aun llevándose bien con ella intuía que tarde o temprano se quedaría no sólo con su ducado sino con Polonia, diez años antes había comprado el inmenso feudo de Zahán[20] a una familia checa, los Lobkowicz, con las bendiciones del preocupado Friedrich II de Prusia, el cual se había hecho con Niederschlesien[21] en 1742 al precio de dos guerras con la plácida Kaiserin Maria-Theresia von Österreich, su anterior propietaria. En 1785 seguía sin consolidar su pabellón en unas tierras cuyos católicos habitantes miraban bastante mal a los prusianos luteranos. No tenía éxito en asentar terratenientes emprendedores, pues casi todos los que tanteaba opinaban que, a no tardar, aquel paraíso acabaría en manos de Austria o de Rusia. Gracias a eso, el audaz Biron consiguió de Friedrich II unas inusitadas condiciones de asentamiento, coronadas por el derecho, inusual en la nobleza prusiana, de transmitir a las hembras el título vinculado a la propiedad.

El duque —de ascendencia rusa— y la duquesa —prusiana— educaron a sus hijas al modo usual, con preocupación por los idiomas y con institutrices y religiosos nada liberales. Las tres primeras no crecieron más incultas de lo normal en su mundo, aunque los dones del criterio, la prudencia y la templanza no les fueron otorgados a una escala que compensase su fogoso temperamento. La mayor, Wilhelmine, a los diecinueve heredó Zahán y Náchod —un condado de Bohemia que su clarividente padre había comprado a muy buen precio—, varios palacios y una gran colección de joyas y obras de arte. Su madre cobijaba por entonces en su residencia de Löbichau, Thüringen, a un militar finlandés de notable apostura; se llamaba Von Armfeldt, era barón y asesoraba en finanzas. El casi muerto Von Biron apenas reparó en él, aunque la duquesa, para compensar, se asesoraba sin descanso. El barón rebosaba un vigor muy apreciado por la princesa Wilhelmine,[22] al punto que un buen día, meses después de la muerte del duque, la descompuesta duquesa se vio en la necesidad de procurarse un yerno al que deberían adornar dos cualidades: un nivel social suficiente para desposar una Herzogin von Sagan —ésta, un año antes, se había quedado petrificada cuando un encandilado admirador, el Prinz Louis-Ferdinand von Preußen, fue conminado por la reina Luise a callar una propuesta de matrimonio que se hallaba listo para despeñar; el príncipe lo sintió de veras, pues además de gustarle la princesa valoraba en gran medida la fortuna en que se hallaba sentada, pero se abstuvo de protestar; en la corte de los Hohenzollern nadie osaba desafiar un anatema de la Königin Luise, quien tenía muy atravesados en la garganta los altivos modales de la que, por mucho dinero que tuviera, jamás sería otra cosa que una princesilla campestre— y unas tragaderas descomunales, las necesarias para compartir su esposa con Von Armfeldt. Lo encontró en Praga, donde malvivía un príncipe Louis de Rohan-Guémenée de altísima categoría prelacional. Los tres iniciaron una vida triangular que a nadie sorprendía, por ir siendo notorio que de las Von Biron podía esperarse casi todo; en cuanto al fruto del pecado que inflaba la silueta de Wilhelmine no cabía camuflarlo de prematuro, de modo que al octavo mes la recién casada y su asesor financiero partieron hacia Hamburg, donde aquélla dio a luz una robusta niña. El parto fue difícil, tanto que la torpe comadrona dejó a la duquesa tan averiada que jamás volvió a inquietarse por lo que tanto fastidiaba la vida de las aristócratas casquivanas, las desasosegantes maladies de neuf mois. A la niña se la quedaron unos primos del asesor, el cual siguió prestando sus servicios a la inteligente, mundana, despreocupada y muy aliviada duquesa de Sagan.

Katharina, princesa viuda de Bagration, por Isabey(su apodo policial era 'Andromeda von Russland')

La Vévodkyne Zahánská —solía escribir su título en checo; una forma de manifestar que no se tenía por prusiana ni por austríaca; en realidad, de lo que más tenía era de rusa—, una vez repuesta, decidió aprovechar el interludio de paz que disfrutaba el continente para viajar de Londres a Roma, de París a Viena y de San Petersburgo a Berlín. Lo hacía con su asesor y su marido, muy cómodos el uno con el otro, aunque su feliz ménage-à-trois entró en crisis a finales de 1804; al primero lo puso en la calle y del segundo se divorció sin importarle que buscara consuelo en su hermana Pauline, con la que meses después tendría una preciosa niña que inscribiría como Marie Wilson y de la que al año se hizo cargo la propia Wilhelmine, tras registrarla bajo un aristocrático Mary von Steinach, iniciando así una de sus más exquisitas aficiones: adoptar niñas.[23] Por entonces planeaba divorciarse de su segundo marido, el príncipe Vasily Troubetzkoy, que pese a su contrastada valentía en el campo de batalla huyó despavorido de su lecho a mediados de 1806. La duquesa, tras eso, concentró sus energías en una búsqueda de amor tan infatigable que ocho años después era la comidilla de la corte imperial. En su abultada lista de idilios, casi todos de poca duración, dos se mostraban estables: el que sostenía desde 1810 con el Prinz Alfred zu Windisch-Grätz y el que tras un año de pasión salvaje aún la ligaba con el Fürst Metternich, Kanzler del Imperio. Una pasión que sólo Talleyrand y algunos más sabían que no alentaba; su excelente servicio de información —fruto de haber sobornado al insobornable jefe de la policía secreta del Imperio, el incorruptible Freiherr Hager von und zu Altenstieg, director de la Oberste Polizei und Censur Hofstelle[24]— señalaba no sólo que un mes antes se habían cruzado sendas cartas de «ahí te quedas» —la de la duquesa, de la cual poseía una copia, era sabrosa—, sino que la coyuntural favorita del Zar era la indomable Wilhelmine, irrespetuosamente apodada Kleopatra von Kurland por los severos policías; sería el precio, pensaba Talleyrand, de que Alexander le ayudase a recuperar a su hija, una finlandesa de trece años que de ningún modo quería dejar a su madre de adopción para irse con el mayor pendón del continente. Su residencia, el ala derecha del palacio Palm, en el 54 de la Schenkenstraße —el mismísimo centro de la ciudad—, donde convivía con sus tres hijas, era la casa con más sirvientes en la nómina de Altenstieg. Quizá fuera por economía de medios, pues en el ala izquierda residía la princesa Katya de Bagration, cuyo apodo policial, Andromeda von Russland, señalaba que no se quedaba muy atrás en visitantes de tronío.

Freiherr Hager von und zu Altenstieg,jefe de la policía secreta austriaca

Una de las razones que hacía del Palm —ala Kleopatra— el lugar más frecuentado por el tout Wien era que Wilhelmine se trajo de París algo que de no mediar su personalidad no habría fructificado: el salon littéraire. Doce años antes, en su tiempo de duquesa triangular, comprendió que vivir en Viena, en Dresden, en Londres o en Berlín significaba resignarse a ser una vulgar aristócrata de provincias. El viento de renovación que soplaba en París, pese a la creciente ominosidad del Primer Cónsul —al cual fue presentada en una recepción sin que se gustasen demasiado—, era más que refrescante, sobre todo en los ambientes donde Germaine de Staël y Juliette de Récamier brillaban de un modo cegador. En particular, el salon que administraba la segunda y ennoblecía la primera le llegó al alma. De ahí que años después, ya estabilizada en Viena y libre de maridos y asesores, abriera el suyo, que al momento se volvió lugar preferido de l’élite. En él representaba el doble papel de musa y salonnière. Siendo Juliette no necesitaba una Germaine: ella era las dos. Más hermosa que la Récamier —afirmaban los que podían comparar—, tan agradable y dulce como la lionesa —la Récamier había nacido así, mientras que la temible Zahánská lo era sólo cuando le daba la gana—, su talento político y su ingenio natural dejaban muy atrás a los de la baronesa Staël-Holstein, sobre todo porque brillaban todo el tiempo, mientras que a ésta le hacía falta un magnum de champagne para empezar a estar en forma.

Su salon alcanzó el cénit en la primavera de 1813, cuando Metternich se desvivía en oponerse a que Austria se aliase con Prusia y Rusia, rompiendo el pacto suscrito con Bonaparte al casarle con la idiota de Marie-Louise. Sus íntimos sabían que no era el único frente que absorbía su talento. Al tiempo luchaba por el alma y por el lecho de la sin par Wilhelmine, por entonces en un momento bajo de su idilio con Alfred Windisch-Grätz, de quien se sabía que sólo sus asombrosos dones amatorios impedían que fuese arrojado al arroyo de una patada en el trasero por la impaciente Zahánská. Si aquellas fueran sus únicas realidades Talleyrand no le habría prestado atención, pero había otra que le hacía reflexionar: en los peores días de la guerra entre Bonaparte y la Sexta Coalición, de finales de agosto a primeros de noviembre de 1813, la Zahánská no marchó a la tranquila Viena para esperar noticias y angustiarse con languidez por la suerte de los amigos. Al volver de Ratiborschitz, su château de Bohemia donde había propiciado el acuerdo entre Metternich, Hardenberg y Nesselrode que dio lugar a la reanudación de la guerra —ella participaba en las discusiones como lo hacía en su salon, manteniendo llenas las tazas y las copas, desviando las conversaciones cuando subían de tono y cuidando que la mesa de su precioso schloss no envidiase la de un palacio real; fue no sólo la perfecta salonnière, sino una extremadamente hábil manipuladora del gran maestro de la manipulación, el Kanzler Metternich—, se quedó en Praga y no para disfrutar los horrores de la retaguardia, sino para organizar un hospital y arrastrar a las damas de la buena sociedad a ocuparse de los heridos, que llegaban a millares. Era la más popular, pues a los franceses les hablaba en francés, a los lombardos, los toscanos y los ilíricos en italiano, a los austríacos, a los alemanes y a los prusianos en alemán, a los polacos en polaco, a los checos en checo, a los moravos en eslovaco y a los ucranianos, a los rusos y a los cosacos, en ruso. Sumado eso a su dulzura natural, a lo cálido de su voz —mientras no se saliera del susurro; cuando la levantaba causaría sensación en cualquier regimiento prusiano— y a su belleza insuperable, resultaba natural que ni un herido dejara de volverse loco por ella.

Fürst Hardenberg, Prusia, por Thomas Lawrence

Aquella mujer tan sensacional valía demasiado para ser una reina sin corona. De ahí que Talleyrand sintiese cierto pesar por el que intuía su futuro. Metternich, por enamorado que pudiera estar, jamás abandonaría a su familia. No sólo a su dulce, comprensiva y feísima esposa, sino a sus hijos y en especial a la mayor, Marie, por la que sentía debilidad. No sólo le costaría la carrera —el Kaiser Franz era muy mirado en cuestiones de infidelidades y divorcios—; también le costaría las entrañas. Lo más que podría ofrecer a Mina sería un desairado papel de querida oficial, una especie de marquesa de Pompadour al estilo vienés, a la espera de que Laure —Frau Metternich se llamaba Marie-Eleonore, pero el Fürst la rebautizó Laure y así se había quedado—, que poseía una mala salud de hierro y que tras seis o siete partos estaba ciertamente castigada, se muriese cualquier día. Entonces, sí. Entonces podría ofrecerle ser la Fürstin Metternich, pero Mina, entendían él y su sobrina Dorothée, que la conocía bastante bien, era demasiado impaciente para soportar esa situación.

La segunda de las Von Biron, la cotilla, indiscreta y lenguaraz Pauline, propietaria del gran feudo de Holstein, en la Baja Silesia,[25] no imponía tanto como su hermana, pero aun así tenía gran éxito. Casada con el Fürst Friedrich-Hermann von Hohenzollern-Hechingen, mantenía con él formas civilizadas aunque ninguno de los dos entendía el matrimonio como un asunto de plena exclusividad. La Fürstin Pauline, según Altenstieg, repartía su corazón entre Lord Stewart, el atorrante y borrachín hermanastro de Lord Castlereagh, y Ludwig-Georg Thedel, Graf Wallmoden, uno de los muchos militares austríacos al servicio del Zar. La primera relación era ocasional, la propia de la Viena turbulenta; la segunda era estable, aunque no de un modo exclusivo. El informe incluía un apunte redactado con policial seriedad: uno de los esbirros de Altenstieg indicaba que de las hermanas Von Biron la única de la que no se conocía un hijo ilegítimo era la joven condesa de Périgord; dados los usos familiares, para el honrado funcionario sólo era cuestión de tener paciencia y esperar.

La tercera, Johanna, era la más romántica, tanto que a finales de 1799 se fugó con su profesor de música, un tal Arnoldi. Von Biron, ya medio muerto, resucitó para mover sus hilos —el activo Armfeldt y el obispo Dalberg— y hacer que los enamorados fueran interceptados en Erfurt, se devolviese a Zahán la preñada princesa y se decapitase al profesor. Tras dar a luz el fruto del pecado, un niño al que pusieron Friedrich y que Armfeldt encasquetó a la familia Parthey —que además de un gran talante liberal poseía una lamentable necesidad de dinero—, y sin esperar a que la desheredada princesa recuperase su figura virginal, su resuelta madre la casó contra el noble napolitano Francesco Ravaschieri-Pignatelli, Ducca D’Acerenza, cuya única riqueza era su título y el figurar como protegée de la tambaleante Marie-Caroline di Napoli, hermana de l’autrichienne y ya centrada en la implacable mira de Bonaparte. D’Acerenza no era un tipo impresionante, pero la consternada duquesa bien sabía que dar con un mejor aspirante a la mano de su desatada hija, incontrolablemente ansiosa de varón, era un asunto imposible, por mucho que su dote fuera principesca. Los nobles meridionales de siempre han sido sensibles a las cuantías de las dotes, de modo que hacia marzo de 1801 se casaban en Dresden, con sordina. Cinco años después sucedía lo inevitable: la pareja, tan sin descendencia como los conocedores del duque profetizaban, se separó sin perder la esposa el derecho a usar su título. Tras eso, la joven Johanna-Katharina —veintidós magníficos años; había unanimidad en que Jeannette d’Acerenza era una belleza— sentó sus reales en Viena, compartiendo con su hermana Pauline una bonita casa en la elegante Annastraße y llevando un gran tren de vida gracias a su pensión rusa y a la generosidad de su madre, que poco a poco le traspasaba la que sería su herencia, comenzando por uno de los innumerables palacios Kurland, el Czernin de Praga, donde la duquesa y sus tres hijas mayores pasaron los duros meses que siguieron a la invasión de Prusia en octubre de 1806. La duquesa D’Acerenza era muy popular, por ser la más abierta de las cuatro, la más alocada, más divertida y menos estirada. Quizá por eso extrañaba tanto su idilio con el taciturno Freiherr Gentz.

La cuarta, Johanna-Dorothea de nacimiento aunque desde su boda se hacía llamar Dorothée, no había dado más escándalos que ser la châtelaine de Talleyrand. Dada la fama de su tío, lustros y lustros de seducir a las más bellas y nobles damas europeas, las apuestas caían a favor de que una vez más le diable boiteux se procuraba una princesa. Era razonable suponer, y así lo hacía el tout Wien, que la enigmática Dorothée había pasado a ocupar en la cama de Talleyrand el lugar que hasta no hacía mucho era de su madre, la imponente duquesa de Courlande, tan en buena forma que a sus cincuenta y tres años no desentonaba, ni desmerecía, cuando se dejaba ver al frente de sus fabulosas hijas.

Dorothée abandonó a su marido tras regresar a París escoltada por una soika de cosacos —venía de pasar el azaroso invierno de 1814 en el château de Rosny, una propiedad de su tío—; también dejó su casa de la Rue de la Grange-Batelière para fijar su residencia en el hôtel particulier de la Rue Saint-Florentin, donde su tío había construido para ella no sólo habitaciones privadas, sino su propio salon littéraire, para que recibiese a quien deseara con autonomía sobre lo que sucediera en el resto del edificio; así fue como inició su vida de castellana del diable boiteux,[26] comenzando por hacer los honores al Zar, que pensaba quitarse las botas en l’Élysée aunque aceptó a última hora la invitación de Talleyrand para residir en su casa, lo que intrigó a las noblezas, tanto a la desfalleciente y aprensiva imperial como a la sedienta de sangre que regresaba de la emigración. Dorothée se trajo sus dos hijos vivos, ambos varones; la tercera, una niña de dos años, se le había muerto de sarampión al poco de regresar de Rosny, lo que para ella fue una horrible tragedia de la que tardó casi tres días en recuperarse. Dorothée, fiel a los principios prusianos, entendía que a los niños no conviene quererles demasiado, por su desagradable costumbre de morirse a destiempo. Ella era un buen ejemplo de tan gélida filosofía: no fue hasta volverse sobrina de Talleyrand que comenzase a comprender, con sorpresa, qué significaba sentir el afecto de alguien a quien no se le paga para que te quiera.

Su propio nacimiento fue otra sorpresa. Su madre, la condesa Ann-Dorothea von Medem, se casó en 1779 con el duque Peter, de cincuenta y cinco años y con dos esposas enterradas. Ella tenía dieciocho, y aunque se le auguraba una vida difícil se las apañó para darle cinco hijos en ocho años; dos murieron a temprana edad, pero las otras, Wilhelmine, Pauline y Johanna, se criaron fuertes como caballos. Era sumamente inteligente, además de dueña de un insuperable buen gusto y un sorprendente don para las relaciones humanas. A lo último se debió que hacia 1792 el achacoso duque la enviara en su representación a discutir en Varsovia desagradables asuntos tributarios. La duquesa cumplió a satisfacción, por su talento natural y por la desinteresada colaboración de un joven oficial de finanzas, el conde Alexander Batowski. Tan encantada quedó con él que se lo llevó a Mittau a pasar unas vacaciones. Batowski llevaba diez meses con los duques, primero en Mittau y luego en su palacio de Friedrichsfelde, cerca de Berlín, cuando la duquesa dio a luz por sexta vez. Los conocedores de la familia no consideraban probable que fuera el retoño postrero del decrépito duque, aunque la duquesa se las compuso para que, tras comentar que le parecía muy fea, diera la bienvenida con toda normalidad a la cuarta de sus hijas. Las tres rubias princesas pensaban como él. La recién nacida, morena, pequeña, peluda y de ojos negrísimos, parecía más un gato que un bebé, lo que hizo sospechar a los que se asomaron a verla que aquel tardío regalo del Señor no venía en condiciones. Así, conforme a lo usual en las grandes familias, la duquesa la confió a una nanny británica de costumbres extravagantes —le gustaba corretear desnuda por los campos, y cosas así— y se desentendió de su vida.

Siete años después la pequeña Dorothea era un ser silvestre. Tímida, hosca y antipática, no sabía leer ni escribir, ni apenas comunicarse con el género humano. Sólo parecía divertirle subirse a los árboles, razón por la cual solía presentar un aspecto lamentable. Sin embargo, algo en su pequeña persona despertaba curiosidad. Pudiera ser que fueran sus ojos, inmensos, brillantes, oscuros y que dependiendo de la luz pasaban por grises, por azules o hasta por negros. Uno de los que sintió curiosidad fue Armfeldt, que desde hacía tiempo relevaba en sus funciones de invitado para todo al indolente Batowski. Las exigencias de la duquesa por un lado y de la princesa Wilhelmine por otro no le consumían el total de sus fuerzas, así que dedicaba las sobrantes a estudiar el comportamiento de la vergonzante hija subnormal de la duquesa. Tras dudar un poquito, pues su primer intento de acariciar al monstruo le costó un mordisco, probó a enseñarle a leer. Para su sorpresa, en una semana exacta Dorothea era capaz de reconocer las letras del alfabeto romano, de asociarlas a los sonidos que le resultaban familiares y, lo más sorprendente, a usarlas para plasmar en un papel cuáles eran éstos. El perplejo Armfeldt no podía creer que aquel extraño ser hubiese aprendido a escribir con razonable corrección palabras en inglés, en francés, en alemán, en checo y en polaco, cuando pocos días antes era una total analfabeta sospechosa de oligofrenia. Tras probar una y otra vez, tantas como necesitó para estar seguro, concluyó que aquel ser no tenía nada de subnormal; no sólo eso, sino que apuntaba una capacidad intelectiva muy superior a la de sus tórridas hermanas, lo que puso en conocimiento de la duquesa. Ésta no se alegró demasiado. Era una prusiana de costumbres rígidas donde cada cosa ocupaba un lugar inamovible, de modo que la noticia le causó un cierto desasosiego. Aun así, le buscó un preceptor y una institutriz. La suerte de Dorothea fue que tanto la una como el otro —la ex novicia prusiana Regina Hoffmann y un monje florentino renegado llamado Scipione Piattoli— demostraron a lo largo de los siguientes diez años no sólo estar capacitados para lo que se les encomendaba, sino un desinteresado afecto por aquella niña tan desamparada.

La familia Biron dejó Kurland a finales de 1795. El duque pensaba izar su pabellón en Zahán, pero la duquesa prefería Löbichau, una bonita propiedad que acababa de comprar en Thuringen, y la severa Berlín. Pensaba que dada la triste vida de la cuartelera capital de Prusia, excelente ciudad donde las hubiera para largarse de allí —según dejara dicho el sarcástico Voltaire—, no le sería difícil concentrar a su alrededor lo que valiera la pena de la nobleza prusiana. La Herzogin von Kurland poseía una suprema exquisitez, una fortuna descomunal y un aspecto envidiable, de modo que casi en el acto se convirtió en la segunda reina de la ciudad, sólo detrás de la primera, la bellísima Luise von Preußen (née Mecklenburg-Strelitz; como la mayoría de los mejores prusianos, no lo era). La influencia de la vida berlinesa sobre la joven Dorothea, ya en la breve adolescencia de las princesas casaderas, tuvo sus efectos, siendo el principal que su desapego por Kurland y Zahán se transformara en extremo patriotismo prusiano. En su talante comenzaban a influir filosofías ajenas a las moderadamente liberales de Herr Piattoli y Fräulein Hoffmann. Los jóvenes de su casta y edad atravesaban un período de nacionalismo arriscado, influido por el recuerdo de la Guerra de los Siete Años y de las muchas palizas que su gran rey Friedrich der Große había dado a los franceses. Pensaban que para Prusia sería un juego de niños poner en su sitio a las hordas napoleónicas, de modo que raro era el día en que desde sus filas no se alzaran voces pidiendo al desbordado Friedrich-Wilhelm que se decidiese a emprenderla con Bonaparte. Dorothea era de las que más chillaban, sintiéndose la más prusiana de las prusianas. Tanto aullaron, ella y los demás —le daba escalofríos de gozo ver a los sombríos húsares totenkopf afilar sus sables contra la escalinata de la embajada de Francia—, que a primeros de octubre de 1806 Friedrich-Wilhelm no tuvo más alternativa que declarar la guerra, sin aliados, sin dinero, sin reservas y con sólo una vaga promesa de apoyo del impredecible Zar Alexander.

Luise von Preussen Mecklenburg-Strelitz-por Élisabeth Vigée-Lebrun

Su hermana Friederike, que tampoco era muy fea y y que algunos propusieron a Friedrich-Wilhelm como consuelo de su viudez, aunque sin éxito

La guerra terminó diez meses después. La paz de Tilsit, celebrada entre Francia y Rusia con la reina Luise implorando magnanimidad a Napoleón —sin éxito, pese a visitarle a solas y lista para lo que fuese con tal que Prusia no se desmembrase; ahí el Corso desoyó el sabio consejo de Talleyrand, «nunca conviene triunfar demasiado», perdiendo de paso la oportunidad de averiguar qué tal se sacrificaban las bellísimas reinas de Prusia—, fue una ocasión sombría, también para Talleyrand, pese a ser él quien cocinara el tratado. Sin embargo, fue allí donde por primera vez oyó hablar de una Prinzessin Dorothea von Kurland a quien la derrota de Iéna dejó aislada en Friedrichsfelde, que no pudo incorporarse a la comitiva real y que se las apañó, sin más escolta que su aterrada fräulein Hoffmann, para esquivar a los húsares franceses y buscar su camino al schloss Altautz, la residencia báltica de uno de sus tíos, y de allí a Mittau. Llegó nada pobre, pues con gran prudencia se había cosido a los refajos una buena cantidad de diamantes, demostrando que sus trece años no eran incompatibles con una sorprendente madurez, una elogiable prudencia y una gran astucia. La clase de cualidades que, sumadas a una estimable fortuna, buscaba Talleyrand para su sobrino el conde de Périgord, hijo de su hermano Archambault y heredero del ducado de Talleyrand. Un título muy noble, aunque carente de inmensos bienes; Archambault tenía dónde caerse muerto, sí, pero sólo eso. Talleyrand no tardó en comentar al Zar su interés en que la valerosa Dorothea se convirtiera en condesa Edmond de Périgord. Alexander, en pleno idilio no sólo con Bonaparte sino con su tortuoso ministro de Asuntos Exteriores, en el que percibía una interesante predisposición a traicionar a todo el mundo, no dudó en conceder aquel favor que tan poco le costaba, de modo que sobre la marcha escribió a la Herzogin von Kurland dándole cuenta del interés manifestado por el Prince de Bénévent.

A la duquesa no le pareció una petición de rechazar. Le agradaba la idea de tener a Talleyrand por consuegro virtual, y más aún la de abrir casa en París. Por si eso no bastase, su renta vitalicia la pagaba el Zar, y bien sabía cómo las gastaba con quienes no acataban sus deseos, o sus caprichos. Así, le hizo saber que nada le agradaría más que complacerle. Sólo hacía falta que su hija madurase un poquito y se dejase adiestrar en las artes de ser una dama impecable y una consumada châtelaine, además de sacar de su mente la imagen de un atractivo treintón, el príncipe Adam Czartoryski, hasta meses antes ministro de Asuntos Exteriores del propio Zar y por entonces su consejero en política internacional. La princesa sostenía que aquel guapísimo polaco se le había insinuado cuando anduvo por Mittau escoltando a su amo, con el desgraciado efecto de hacerse con su alma. Quizá fuese verdad, pues tras una discreta investigación la duquesa constató que a Czartoryski no le pasaron inadvertidos los fanales que su hija llevaba impostados en el rostro, de modo que se inventó un supuesto compromiso matrimonial del bravo príncipe, a resultas del cual la ingenua princesa, con el corazón destrozado, dejó de poner trabas a su destino de condesa rica, joven y desgraciada.

A su debido tiempo, el conde de Périgord, nada feliz por casarse con una delgaducha y antipática princesa prusiana, se pasó por Löbichau en su papel de aide-de-camp del Maréchal Berthier.[27] La impresión que se llevaron el uno de la otra, con ser lamentable, no impidió que contrajeran matrimonio en Frankfurt-am-Main el 21 de abril de 1809 —sus hermanas no se dejaron ver, por entender que se había pasado al enemigo—; Talleyrand eligió Frankfurt, ciudad-Estado de acreditada tolerancia, por la necesidad de un terreno neutral en lo religioso, a fin de que la boda entre un católico y una luterana fuera bendecida por un obispo, Emmerich von Dalberg, tan sensible al buen dinero con que disipó sus dudas canónicas como a las bayonetas de una Grande Armée que se concentraba cerca de allí, camino de Ulm; de hecho, los preparativos de la guerra eran tan acuciantes que al novio, para gran alegría de la novia, sólo se le dieron dos días para consumar el matrimonio y volver con Berthier.

Dorothée se resignó a sufrir la suerte de las Von Biron, aunque con el consuelo de vivir en París. No le llevó mucho tiempo volverse una francesa de las más refinadas. Su elegancia, su exquisitez y sus irreprochables aunque nada espontáneos modales, así como su ingenio, le granjearon lo más difícil de alcanzar en la inhóspita corte imperial: ser dama de honor de la emperatriz Marie-Louise. A l’Empereur le gustaba Dorothée, pese a lo mucho que había llegado a detestar a Talleyrand, al que por entonces definía, en celebrada exhibición de sutileza, como un montón de mierda en una media de seda.[28] El que Dorothée le gustase no dejaba de ser lógico, ya que se desarrollaba de un modo sorprendente, no sólo en el plano físico —gracias a sus maternidades era una real hembra de magníficas formas y suntuosos escotes—, sino en el intelectual y en el cultural. En ambos casos gracias no sólo a las buenas compañías y mejores lecturas que le procuraba su tío, sino a él mismo, el mayor pozo de sabiduría de la corte imperial. Una relación que al cabo de cinco años se había transformado en un afecto más profundo del natural entre un tío y la mujer de su sobrino. Un cariño y una confianza en la competencia de la fascinante condesa que le llevaron a confiarle la misión de ser la más encantadora de las anfitrionas, la châtelaine por excelencia del Congreso de Viena, lo que su madre, abandonada en su mansión de la Rue Drouot y que soñaba con el puesto, aún seguía sin asimilar.

Una châtelaine que bailaba con un oficial austríaco. Disfrutaba el momento; la sonrisa que adornaba su rostro, una que bien conocía él aunque muy pocos más —la seriedad, si no severidad, de la condesa de Périgord era proverbial—, lo decía del modo más abierto y natural. Dorothée, después de todo, era una chiquilla de veintiún años, esos donde no debe haber más que vivir, reír, bailar y amar sin más preocupación que saber elegir el mejor vestido para el baile, la fiesta o el banquete del día siguiente. A él le asombraba la firmeza con que Dorothée separaba las dos vertientes de su vida, la de ser la más profesional de las castellanas presentes en aquella corte internacional y la de ser una joven ansiosa por disfrutar de la vida, cosa explicable porque había vivido en guerra desde sus trece años tras haber disfrutado una niñez a la prusiana. La despreocupación, la irreverente alegría de saberse viva, le fueron negadas desde su nacimiento. Talleyrand, que la contemplaba desde sus impasibles ojos verdes, se preguntaba qué ocurriría si su sobrina se viera en situación de seguir sirviéndole, y en cierto modo seguir amándole, o romper con su pasado, divorciarse del imbécil de su sobrino y emprender una vida de princesa libre, inteligente, bella, rica e irresponsable. Una elección difícil, suponía. Lo mejor para él, en todo caso, sería no hacerse ilusiones. En modo alguno debía mantener la esperanza de retener a su lado una criatura tan magnífica, tan envidiable y tan codiciada. Ya era bastante milagro que le hubiera seguido hasta Viena. Sería difícil que la conservara más allá.

—¿Te aburres mucho?

—Lo indispensable. ¿Qué tal tu pareja? ¿Sabe moverse?

—Tolerablemente.

—¿Sabe hacer algo más, aparte de bailar y ser guapísimo?

La condesa, divertida, sonrió a la velada muestra de celos.

—Pues no lo sé, ni creo que lo sepa jamás. Sale mañana para no sé cuál regimiento acuartelado no sé dónde. Cuando vuelva, si algún día vuelve, dudo que aún haya Congreso de Viena.

Se sonrieron. El príncipe, algo preocupado. Por notarse un punto chocheante.

Príncipe Czartoryski, Rusia

Álava en Waterloo
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