EL ARTE, LA PASIÓN, LA VIDA…:

una mirada psicoanalítica

Me gustaría proponerte algunos temas puntuales para conocer tu mirada al respecto. ¿Qué es el arte?

Existe un proceso a partir del cual la energía sexual —libido— puede ser canalizada en actividades ligadas a lo creativo: el arte, el trabajo o el pensamiento. A ese mecanismo lo llamamos Sublimación. Es un modo de encontrar un espacio aceptado en la cultura para canalizar la desmesura de esa energía que nos invade. Esto implica que aunque no lo parezca, esas actividades están fuertemente erotizadas. De allí la conmoción que puede causar una pintura, un poema o una canción. Lacan dirá que podemos considerar que la Pulsión se ha sublimado cuando la libido fue desviada hacia objetivos socialmente valorados.

El ser humano es ante todo un misterio y la vida, un interrogante que nos pone ante el desafío de intentar explicar lo inexplicable: el porqué del amor o el abandono, de lo hermoso o lo fatal. Y en ese intento por desentrañar el enigma que nos rodea, la religión, la ciencia o el arte aparecen como caminos posibles. Quizás sea este último el que pueda producir una mayor alquimia para transmutar lo trágico en algo bello y sublime.

Johann Wolfgang von Goethe fue dramaturgo, poeta, científico y novelista. Tuvo una influencia trascendente en el surgimiento del romanticismo. George Elliot dijo de él que se trataba del «más grande hombre de letras alemán… y el último verdadero hombre universal que caminó sobre la Tierra».

Goethe se había enamorado perdidamente de una joven que lo abandonó y, con el sufrimiento del amante rechazado, su vida se vio invadida por un profundo dolor. Asediado por las imágenes de su amada, comenzó a escribir una novela en la cual un hombre abandonado por la mujer que ama no logra soportarlo y se suicida. La tituló Las desventuras del joven Werther. La obra causó un furor tal que muchos enamorados rechazados, identificándose con el personaje, optaron por suicidarse. Ante esto que se conoció en su época como «el mal de Werther», el autor salió al cruce explicando que, frente a un desengaño amoroso, una cosa es escribir la novela de alguien que se mata por amor —hacer arte del dolor— y otra muy distinta es suicidarse —un acto enfermo y trágico.

Obviamente, pocas personas tienen el genio de Goethe, sin embargo en todos está la posibilidad de hacer algo con los impulsos para no quedar atrapado en el padecimiento.

El hombre no permanece en estado de latencia: o construye o destruye. Así funcionan la psiquis y la vida y es responsabilidad de cada uno de nosotros lo que hagamos con las dificultades que se nos presentan. Algunos niegan el dolor y enloquecen, otros le echan la culpa a Dios o a su destino. Pero están también quienes asumen la realidad, experimentan el sufrimiento y se hacen cargo de cómo y de qué manera transitarlo. Y allí —en los momentos adversos— aparece el desafío de crear para que la vida pueda transformarse en un digno recorrido que no esté atravesado de un modo inevitable por la locura o el resentimiento.

Se ha puesto de moda hablar de «la actitud» para referirse a un triunfo deportivo o la solución de un conflicto amoroso. ¿Qué es la actitud y —si es que lo tiene— dónde radica su poder?

Me permito contarte una pequeña historia.

Reinhard Goebel, el famoso violinista alemán, había alcanzado la cima en su carrera. Es muy complejo aprender a tocar el violín porque se trata de un instrumento que requiere esfuerzo, voluntad y un enorme sacrificio. Ser uno de los grandes concertistas del mundo es una tarea de difícil logro y requiere de la permanente búsqueda de superación. Entonces, cuando ya había alcanzado esta meta, Goebel sufrió un accidente en el cual se resintió de un modo irrecuperable su mano izquierda. Es sabido que en los diestros, el arco se toma con la derecha pero los dedos de la izquierda requieren de sensibilidad, velocidad y destreza porque son los que apoyan y recorren las cuerdas obteniendo las notas. Imaginá alguien que luchó toda su vida por lograr algo semejante y, cuando lo hace, todo se desmorona en un instante.

Goebel pudo quedarse lamentando su desgracia o vivir de los antiguos y merecidos éxitos. Podría haber dicho al resto, e incluso a sí mismo: «Fui uno de los mejores violinistas del mundo». Sin embargo, no. Tomó la decisión de aprender a tocar el violín nuevamente, pero ahora como zurdo. Esto implicaba empezar otra vez de cero, enseñarle a los dedos de la mano derecha a hacer lo que antes hacían los de la izquierda y aprender a manejar el arco con la mano dañada —otra tarea monumental.

Tratándose de un músico como él, podía esperarse que avanzara lo suficiente como para integrar la fila de violines en alguna orquesta. Sólo esto hubiera demandado un manejo del instrumento casi imposible de lograr para alguien que empezaba a esa edad. A pesar de todo, Goebel se sometió al más arduo régimen de estudio. Guiado por su convicción y empujado por su pasión volvió a ser uno de los más grandes violinistas del mundo.

A eso se lo suele llamar: actitud. Como psicoanalista, pienso que se trata en verdad de poner en juego el deseo; aferrarse a la pulsión de vida y renunciar a la queja y el lamento para hacerse cargo del propio destino.

¿Qué son las manías?

La psicología aportó al habla cotidiana muchos términos que a pesar de haber nacido como constructos teóricos ya son parte de nuestro lenguaje habitual. Así, escuchamos que alguien dice que su pareja se puso «histérica», o que lo «traicionó el Inconsciente», cuando no asumir puntualmente que cometió «un lapsus» o tuvo un acto fallido.

No obstante, hay diferencias, a veces sutiles y otras enormes, entre el significado teórico de estas palabras y el que toman en su uso vulgar. De hecho, es lo que ocurre con las manías.

Por lo general, cuando alguien habla de ellas describe una serie de comportamientos obsesivos: «Yo me lavo las manos todo el tiempo» o «todas las noches me llevo un vaso de agua a la cama aunque no vaya a tomarlo, si no, no puedo dormir». Sin embargo, no es lo mismo una manía que una neurosis obsesiva.

La primera es un cuadro que puede tener distintos niveles de gravedad y se caracteriza por una hiperactividad física, del pensamiento, e incluso sexual. Los maníacos son personas que no pueden parar y están todo el tiempo al límite de sus posibilidades. Es el cuadro clínico opuesto al de la melancolía y sus síntomas, contrarios a la depresión.

Supongamos que se ha dado una ruptura amorosa. Mientras que el melancólico añora lo perdido sintiendo que jamás olvidará y nunca volverá a enamorarse, el maníaco niega el valor de la pérdida, actúa como si no le doliera y rápidamente sale con otras personas, inclusive de un modo compulsivo. Ambas conductas son patológicas. En tanto que el melancólico se condena a una añoranza eterna, el maníaco, al negar la pérdida y el dolor, evita el trabajo de duelo necesario para superar la ruptura. El melancólico no puede salir de esa cama; el maníaco salta de una cama a la otra sin tocar el piso. Duerme poco, tiene una energía desmedida, una exacerbada imagen de sí, trabaja compulsivamente, no mide las consecuencias de sus actos, habla mucho, suele mentir y detenta un optimismo exagerado. Todo lo quiere ya y no admite dilación ni negativa.

Cuando la manía es muy extrema suele darse lo que se llama: fuga de ideas. El sujeto piensa con tanta rapidez que no registra lo que pasa por su mente, no puede concentrarse, habla sin parar y a veces sin sentido y puede llegar a desarrollar tics nerviosos.

Cuando estas personas bajan del estado maníaco y toman conciencia de lo que han hecho y generado con sus actitudes —pérdida del patrimonio, de su reputación, infidelidades o malos tratos— entran en un cuadro melancólico por todo lo que perdieron. Aparecen sentimientos de culpa y vergüenza por haber quedado expuestos socialmente. Al percibir su conducta y el sufrimiento que han causado a la gente que quieren la angustia se les viene encima. En esos momentos suelen pedir ayuda psicológica. Entonces, paciente y analista comienzan la dura batalla. Pero debemos estar muy atentos, porque en ocasiones el sujeto va saliendo del estado depresivo, comienza a sentirse mejor, más contento, a tener alguna actividad, retoma su vida social, se pone cada vez más activo y puede pasar a un nuevo estado maníaco de manera casi imperceptible. Es lo que denominamos un cuadro maníaco-depresivo y se emparenta con lo que en psiquiatría se llama síndrome bipolar. Son pacientes difíciles porque en la etapa depresiva no quieren levantarse, no tienen energía, no arman proyectos, y cuando pasan al polo maníaco se ponen eufóricos y entran en una negación de la realidad que resulta peligrosa. Hasta aquí el maníaco.

Maniático, en cambio, es el término cotidiano que se utiliza para describir a personas que tienen hábitos permanentes y exagerados. Necesitan tener todo bajo control y perciben el mínimo cambio por pequeño que sea. «¿Quién anduvo en mi cocina?» o «¿quién movió las cosas de mi escritorio?», son preguntas habituales en ellos. No pueden dormir, tener relaciones sexuales o salir de sus casas sin realizar previamente algunos rituales o tomar medidas precautorias. Algo que repiten siempre, de un modo metódico y con regularidad. Colocan la lapicera de tal o cual manera frente a sí y basta con que alguien la mueva para que comiencen a sentirse incómodos. Incomodidad que, de no poder «deshacer» lo sucedido, puede transformarse en angustia. En realidad, cuando la gente dice que alguien es maniático se refieren a esto: un cuadro de Neurosis Obsesiva.

¿Qué es la belleza?

Suele decirse que es algo subjetivo. Pero esta no ha sido siempre la postura dominante. Los griegos tenían una idea que involucraba nociones geométricas y matemáticas. Basta observar sus esculturas para percibir que hay allí una armonía que conmueve a quien las mira. Se dice que esta proporción, a la que llamaron sección áurea, produce un impacto que deja la impresión de estar frente a algo perfecto. Esta concepción de la belleza supone la existencia de un orden divino, lo que equivale a decir: Dios existe.

Cuenta Ovidio en su libro Las metamorfosis que la ninfa Liríope quedó embarazada al ser violada por el río Cefiso. El hijo que dio a luz era tan hermoso que al nacer se convirtió en el objeto de amor y adoración de las demás Ninfas. Su madre acudió al ciego Tiresias, que era un reconocido vidente, para que le profetizara el destino que le aguardaba a su bello hijo. La respuesta del adivino fue: «Vivirá mucho y será feliz en tanto no se vea a sí mismo».

El tiempo pasó y Narciso fue creciendo adorado por los demás. Pero quien más lo amó fue Eco, una ninfa que había sido condenada por la diosa Hera a repetir las últimas sílabas que escuchara de boca de otros. Cierta vez, vio la ninfa al joven, quedó inmediatamente enamorada de él. Comenzó a seguirlo sin que este se diera cuenta. Por fin, decidió acercarse y manifestarle su amor. Pero, debido a su condena, le fue imposible utilizar las palabras necesarias para seducirlo. Narciso la rechazó de manera soberbia y cruel. Eco, dolorida por la ofensa, exclamó para sus adentros casi a modo de maldición: «Ojalá cuando él ame como yo lo amo, desespere como desespero yo». Es sabido que en la mitología clásica las maldiciones siempre se cumplen. Y un designio fatal iría en favor de este cumplimiento.

Narciso se había visto reflejado en las aguas del río y a partir de allí quedó sentenciado a amarse a sí mismo. Este era el peor de sus castigos, el que lo condenaba a la soledad eterna: «Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo. A mí me pueden amar otros, pero yo no puedo amar». Así, se fue consumiendo hasta que, movido por la pasión, se arrojó al agua intentando poseerse y murió. Poco después, a orillas del río, nació una hermosa flor, la misma que hoy lleva su nombre: Narciso. Eco, por su parte, se desintegró, se esparció por el mundo y aún hoy podemos escuchar cuando gritamos en la cima de una montaña, en un bosque solitario o simplemente en un pasillo, cómo reproduce nuestras últimas palabras generando ese efecto sonoro al que, justamente, llamamos: eco.

Nadie puede negar el poder de la belleza. Ha sido capaz de dividir religiones, generar guerras y destruir imperios. Sin embargo, ¿esto implica que hay en ella aparejada una tragedia? Seguramente no. No obstante, ya que de griegos se trata, hemos hablado del concepto de hybris —la desmesura—, de la cual huían por considerarla fatal. Parafraseando a Sor Juana Inés de la Cruz, podemos pensar que incluso la belleza es como la sal: dañan su falta y su sobra.

¿Qué valor tiene el esfuerzo en la vida?

Algunos piensan que el destino ya está escrito. Desde esta postura el esfuerzo carece de toda importancia. ¿Para qué habríamos de esforzarnos si nuestra existencia se dirige hacia un fin inevitable? No obstante, descreyendo de esto, hay quienes dejan jirones de su vida en pos de los sueños.

Comparto una anécdota que me contó un músico amigo:

Esa noche el teatro parecía vibrar a causa de la tensa espera. No era para menos: el mejor violinista del mundo se presentaba en la ciudad. A medida que la gente se ubicaba en las butacas los murmullos iban aumentando hasta volverse casi un grito contenido.

Detrás del telón, Jascha Heifetz, estaba concentrado, con los ojos cerrados y presintiendo ya qué lo aguardaba: el aplauso enorme e interminable que estallaría ni bien pisara el escenario, su breve saludo y luego el silencio. Segundos después, esos instantes que anteceden al comienzo de la ejecución. Me han dicho que la obra entera pasa en esos momentos por la mente del concertista. Se ubicaría al lado del director de la orquesta y, luego de una respiración profunda, realizaría el acto cotidiano y a la vez siempre inaugural de colocar el violín junto a su cuello. Con una leve inclinación de cabeza indicaría que se encontraba preparado para comenzar y por fin, luego de una víspera casi interminable semejante a la que antecede al clímax del amor, el sonido majestuoso de su violín invadiría la sala. Con esa primera nota suprema y única que sólo pocos pueden producir.

Mientras esto pasaba por su cabeza, uno de los músicos de la orquesta lo observaba en silencio. Le resultaba tan raro tener a pocos metros a un verdadero genio, un tocado por la mano de Dios, que no pudo contenerse. Juntó coraje, se le acercó humildemente y le dijo: «Maestro, quiero decirle que yo hubiera dado mi vida por tocar como usted».

Heifetz no se sobresaltó. Lentamente abrió los ojos, salió de sus cavilaciones y le dirigió una cálida sonrisa antes de responder: «¿Y usted cree que yo no la di?».

Suele suceder así. Desde chicos se nos ha inculcado la idea de que hay sujetos con talentos diferentes. Capaces de ser «más fuertes que una locomotora y más rápidos que un avión». De ese modo se desarrollan creencias que se apoyan en el pensamiento mágico y suponen que esas personas son así porque nacieron distintas, y no porque se esforzaron por convertirse en alguien diferente. Hay en nuestra cultura un descrédito del esfuerzo.

Creo, por el contrario, que quien encuentra antes que nadie una respuesta, es el que mejor ha podido formular la pregunta. Lograrlo implica capacitarse y conocer el camino que ha llevado las cosas hasta el punto actual de conocimiento. Y para eso, como decía un sabio, «hay que escuchar a los muertos con los ojos»: leer y estudiar, mucho. Todo lo que se pueda. Si no, corremos el riesgo de perder la vida preguntándonos cosas que otros ya han respondido allá lejos y hace tiempo.

¿Qué es la pasión?

En algún lugar del mundo un hombre detiene su mirada en el cuerpo anhelante de la mujer deseada. En la penumbra percibe su hermosura, su olor, el calor de su piel y la inminente fatalidad del encuentro amoroso. Una fuerza incontrolable guía cada uno de sus pasos con voluntad propia. No logra manejarla, no quiere suspenderla. Apenas si puede entregarse mansamente a ese momento milagroso.

A ese empuje que viene desde nosotros, aunque nos inunda y nos sorprende de modo tal que parece ajeno, solemos llamarlo pasión.

Pero situémonos ahora en otra geografía y otro tiempo. El lugar es una tierra maltratada y desértica, hace aproximadamente dos mil años. En ese escenario, otro hombre está parado frente a una multitud que grita de un modo desaforado. Sus brazos estirados se hallan atados a un madero y una corona de espinas hiere su frente. Mira hacia adelante y ve el sendero que lo conducirá hasta la muerte: el camino del Calvario.

Con un convencimiento que intuyo no exento de miedo, comienza su trayecto final. Sabe que es el último acto de una obra que Otro ha escrito y que debió protagonizar más allá de su deseo: «Hágase Tu voluntad y no la mía».

A lo largo de su recorrido caerá al piso tres veces. Será insultado y alabado, presa de burlas y de muestras de un amor inmensurable. Luego de la tercera caída decidirá que ya no volverá a tropezar y con mirada calma, con esa actitud de quien sabe que el destino es fatal e inevitable, llegará a la cima del Gólgota, el Monte de la Calavera. Allí será atravesado con tres clavos y crucificado ante una multitud. Sentirá el frío de la lanza entrar por su costado y, ante su ardiente sed, alguien le dará a beber un sorbo de vinagre.

Cercano al momento final, sentirá que la misma fuerza que lo había guiado en su difícil camino se retira de su cuerpo dejándolo solo con su dolor y su angustia de hombre. Confundido mirará al cielo y atinará a preguntar: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». Poco después morirá. Su cuerpo desaparecerá a los tres días: la fe y la razón se disputan el motivo.

A ese momento cruel y doloroso lo conocemos como «La Pasión de Cristo».

He aquí dos aspectos diferentes que denominamos con el mismo significante. Sensación que genera el erotismo más sublime y el dolor de la tortura. Con un pie posado en la vereda del deseo y otro en el dolor, esa fuerza desbordante nos recorre y atraviesa más allá de la voluntad consciente. Pulsión de Vida y Pulsión de Muerte unidas en una sola palabra: Pasión. Raro artilugio del lenguaje para recordarnos que, de un lado o del otro, siempre habrá algo que no podremos controlar.

¿Qué reflexión te merece la idea del futuro?

Ya sea a partir de la interpretación que los antiguos hacían de los sueños o del vuelo de las aves, de la lectura de la borra del café o las líneas de la mano, del análisis de las vísceras de algunos animales, de los hexagramas del I Ching, de las cartas del tarot, del movimiento de los astros o simplemente consultando a personas con supuestos dones oraculares, saber lo que depara el futuro ha sido algo que siempre ha desvelado a la humanidad.

La idea misma de destino deja flotando la creencia de que el futuro es algo que ya alguien ha escrito para nosotros; y de algún modo, para el Psicoanálisis, esto no es un pensamiento tan errado, ya que nadie podrá desviarse totalmente de los caminos que le marca su historia.

Los padres, para bien o para mal, ya sea estimulando o con mandatos asfixiantes, van preparando el territorio psíquico en el que se jugará la vida de un sujeto; con qué cosas podrá y con cuáles no y, de esta manera, el pasado más arcaico de una persona, ese que llega incluso hasta la infancia de sus abuelos, se enlaza de un modo inevitable con su porvenir.

Hemos dicho que nadie elige con total libertad su futuro porque las huellas inconscientes empujan hacia alguna dirección e inhiben otras. La vida de un sujeto es un conjunto de repeticiones que abarcan incluso sus ámbitos más íntimos: la persona que ama, el lugar en el que vive o la profesión que desarrolla.

En definitiva, esa coherencia repetitiva es lo que nos da unidad, lo que permite que digamos «este soy yo» y muchas de esas repeticiones son posibilitadoras de sueños y marcan conductas sanas. Otras, en cambio, señalan el camino del dolor y de las malas elecciones. Es allí donde los analistas nos vemos convocados a ayudar para que alguien modifique su destino. Interpretamos los hechos de su pasado para que pueda cambiar algo de su porvenir. El camino es arduo y complejo, pero vale la pena recorrerlo.

Aun así, el futuro es un enigma y en él habita tanto la posibilidad de amar y ser feliz como la de padecer.

¿A quiénes elegís no atender?

La pregunta podría haber sido aún más cruel: ¿a quiénes no me interesa aliviarles el dolor?, pero me hubieras colocado en un lugar sádico. Puede darse que no quiera atender a alguien por diferentes motivos. El más común es que se trate de cuadros que escapan a mi especialidad y entonces es un acto responsable derivarlos. Pero hay razones éticas para no tomar un caso. Elijo no trabajar con violadores, pedófilos o golpeadores, entre otros. Porque no me generan el deseo de ayudarlos sino de denunciarlos. Me he negado, también, a tomar a quienes hayan cumplido funciones durante la dictadura militar. En definitiva, tomé la decisión de no trabajar jamás con quienes no me parezcan buenas personas.

Cuando termina el día, ¿cómo seguís con tu vida después de haber escuchado tanto sufrimiento?

El análisis personal nos prepara para soportar los avatares que propone la clínica. La posibilidad de apoyarse en los deseos propios nos restituye y nos vuelve a ubicar como sujetos más allá de nuestro lugar profesional. Además, las angustias propias me defienden de las ajenas. Cuando un paciente se va recupero el espacio para pensar en mí. De todos modos, la relación que se da en el consultorio genera un vínculo muy fuerte y negar eso sería una torpeza. Hace poco murió una paciente que atendía y con la que peleamos juntos durante mucho tiempo. Ese fue un día en el que volví a casa con dolor. Como analista, debo hacer el duelo por esa paciente que ya no está. Una persona extraordinaria que no volveré a ver.

¿Hay lugar para la alegría en análisis?

Recuerdo cuando al finalizar una sesión, una paciente a la que llamaré Eliana se quedó un rato sentada en el diván y me miró fijo. El encuentro había sido duro y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Habíamos trabajado mucho para poder llegar a este punto y estaba conmovida. «¿Cómo te sentís?», le pregunté. «Muy bien. Hace mucho tiempo que no me sentía así», sin embargo no dejaba de llorar y su llanto parecía contradecir sus palabras. Yo sabía que no era así. Realmente, Eliana estaba alegre.

El consultorio analítico es un espacio atravesado por diferentes sensaciones y afectos: el desconcierto, la duda, la tristeza, la culpa y la reina de todas las emociones, la única que no engaña: la angustia.

Alegría no es sinónimo de felicidad, porque en tanto que la felicidad alude a un estado de ánimo más o menos permanente, es decir que se atraviesa una etapa de felicidad (uno está feliz), la alegría en cambio es algo que puede aparecer aunque sea sólo por unos segundos (alguien se pone alegre). Es posible entonces que aunque el estado del paciente sea complejo y sufriente se abra un espacio para un momento de alegría.

Los analistas lo sabemos, lo compartimos con ellos y muchas son las circunstancias que pueden generarlo. Un cambio laboral, un llamado telefónico o la desaparición de alguna desgracia temida.

En análisis, el momento en el cual se corre el velo y una verdad reprimida hace su aparición, genera un estado particular en el sujeto. Este instante suele venir acompañado de una catarsis cuando no de sorpresa y extrañamiento. Pero siempre, en todos los casos, por mucho que duela la verdad que ha visto la luz, la sensación interior del paciente es de alegría. Descubrir algo reprimido es en realidad descubrirse, y esto marca el final de un engaño inconscientemente sostenido durante mucho tiempo; una mentira pagada con el costo de años de inhibiciones, síntomas y angustia. Hay, por ende, un lugar destinado a la alegría del paciente en análisis.

Pero vayamos un poco más allá: ¿qué pasa con la alegría del analista?

En lo personal la he experimentado cada vez que un paciente destraba algo que no lo dejaba avanzar, reconoce su verdad o cuando decidimos que ya es hora de concluir el análisis. Después de todo, para eso trabajamos. Para que puedan dejarnos y vayan a vivir sus vidas. No sé si más alegres pero sí más libres, que es lo mismo que decir más sanos.

¿Qué les dirías a quienes sostienen que el Psicoanálisis es una nueva religión?

Creer es tener una predicción acerca de un hecho que se supone incierto. Una creencia implica la ausencia de certezas. Esto la convierte en algo sano; la falta de dudas es la locura. El fundamentalismo aparece en el margen mismo de la psicosis ideológica o religiosa. Quien posee una certeza plena transforma sus ideas en delirios y se siente con derecho, cuando no obligación, de imponerlos a los demás.

Durante un tiempo algunos profesionales llevaron al Psicoanálisis a caminar peligrosamente por esta cornisa académica al postularlo como la única manera posible de guiar una terapia psicológica. La reacción no se hizo esperar y empezaron a levantarse voces en contra que intentaron abrir el camino a otras alternativas. De este modo fueron hallando espacio las terapias cognitivas, sistémicas o gestálticas. Todas ellas sostenidas por profesionales que exigían su derecho a pensar de otra manera.

Este proceso ha sido bueno, pero riesgoso. En toda reforma ideológica los creyentes en los nuevos dioses se empeñan en destruir a los antiguos. Así como la omnipresencia psicoanalítica reinó durante toda una época en los consultorios de la Argentina, las nuevas teorías intentan degradar al Psicoanálisis hasta postularlo como una práctica elitista y antigua, cuando no esotérica. Aparecieron publicaciones que embistieron contra nuestra teoría viendo en ella al enemigo. Muchos apelaron a lo que en lógica se denomina falacia ad hominem. Dijimos que una falacia es un razonamiento que, siendo falso, intenta parecer verdadero. Esta en particular, consiste en atacar al hombre que sustenta una idea o una creencia en lugar de encontrar fallas en su razonamiento.

El mercantilismo de la salud, que ve en las terapias breves una tabla de salvación para responder con el menor costo posible a las exigencias de una población que reclama su derecho a la salud mental, ha demonizado al Psicoanálisis y a su creador, Sigmund Freud, acusándolo de drogadicto y perverso. Lejos de esas características se encuentra el genio del pensamiento freudiano. No obstante, si alguna de esas acusaciones fuera cierta, nada restarían a su teoría. Aunque Newton hubiera estado loco, las cosas seguirían cayendo al piso.

Muchos analistas hemos comprendido la necesidad de interactuar con neurólogos o psiquiatras y convivir en armonía con aquellos que sustentan posturas diferentes. Desde nuestro lugar, sostenemos los postulados que nos han permitido ayudar a la gente durante tanto tiempo: la existencia del inconsciente, la importancia de la sexualidad y de los acontecimientos de la infancia y, por sobre todas las cosas, el respeto a la idea de que el hombre se constituye a partir del deseo y la palabra.

El Psicoanálisis no es una nueva religión. Es una teoría que nos permite pelear junto a nuestros pacientes en el intento de poner palabras a aquello que, desde lo más profundo del ser atraviesa sus vidas hasta convertirlas en una silente tortura.

Desde el comienzo de los tiempos el hombre quiso comprender el universo y, movido por esa pulsión de saber, construyó mitos y leyendas a veces absurdas y otras no tanto, para intentar explicar un mundo que le resultaba extraño e insondable. Los truenos fueron concebidos como el ensordecedor ruido que producían los golpes del martillo de Thor, la pasión el efecto de un capricho de Afrodita que insuflaba un ardor incontenible que nublaba toda razón, la grandeza del desierto el producto del error de un ángel torpe que derramó toda la arena destinada al mundo en un solo lugar, las tempestades se consideraron consecuencias de enojos divinos y cientos de enfermas de histeria fueron quemadas en la hoguera tomadas por brujas posesas. Más cerca de nosotros, también la ciencia buscó explicaciones, algunas de las cuales demostraron ser erróneas. Así, el mundo fue plano, el Sol giró alrededor de la Tierra y la sangre durante mucho tiempo permaneció estática en nuestras venas.

Si algo moviliza a la humanidad es el desafío de correr el velo del misterio. ¿Quién no quiere saber qué hay detrás de la muerte, cómo fueron los tiempos pasados y los por venir, o qué criaturas habitan un universo del que conocemos apenas una ínfima parte?

Pero quizás Freud haya sido quien con más valentía se adentró en los territorios de lo desconocido. Porque el Psicoanálisis abrió la posibilidad de un viaje mucho más profundo y complejo que el que lleva al centro de la Tierra: el que conduce al origen de nuestro propio ser. Una aventura en la que se mezclan la verdad y la fantasía, las palabras y los hechos, los deseos y los mandatos. Su universo a descubrir fue el Inconsciente: lugar en el que habitan monstruos mucho peores que cualquiera llegado del espacio, porque vienen de nosotros mismos y tienen los rostros de los que amamos.

Se ha cuestionado la pertenencia del Psicoanálisis a la ciencia. Los positivistas argumentan que nuestra teoría y sus métodos no resisten las menores pruebas de laboratorio. Tienen razón. En lo personal, prefiero considerarlo un arte: el arte de crear sentido en conductas o emociones insensatas que atormentan al sujeto y envenenan su vida.

Lacan señaló que «la realidad tiene estructura de ficción». Entonces, ¿cómo no iba a tenerla el Psicoanálisis? Una ficción maravillosa que intenta develar secretos que oscurecen la vida de un sujeto. He ahí nuestro desafío cotidiano: recorrer junto a los pacientes mundos desconocidos en los que habitan criaturas siniestras que, sin embargo, pueden sucumbir ante el poder de la palabra.

El Psicoanálisis no es una religión. Es un viaje que tiene como punto de partida la angustia y como destino final la verdad. Un sendero que recorren juntos dos viajeros sin más brújula que el lenguaje y el deseo. Deseo de saber, otro de los nombres del amor.

El paciente es al mismo tiempo el capitán y el remero, la barca y el mar; el analista, esa voz que invita a seguir. Al inicio ignoran si habrán de cruzar selvas o desiertos, pero saben que el recorrido será difícil y muchas veces tendrán que vencer el impulso de detenerse, volver al punto de partida o permanecer en alguna isla que hayan encontrado y parezca segura. Pero, como dijo Heidegger: «Lo seguro no es seguro, es terrible».

Analizarse es transitar las páginas de la propia historia. Desde allí nos miran nuestros padres, el niño que fuimos y escenas que, ocultas tras la niebla del olvido o la represión, esconden la llave que conduce a la verdad. Una verdad que puede, como a los compañeros de Ulises, convertirnos en Hombres, aliviar el dolor y liberarnos de la carga que venimos soportando desde hace mucho tiempo.

Si el camino se hace meta empieza un nuevo viaje. Una travesía que, a diferencia de la anterior, encuentra al sujeto en condiciones de elegir el destino al que quiere llegar.

Parece que tenés la respuesta para casi todas las preguntas, en cuyo caso tu vida debería ser perfecta. ¿Es así?

Estoy muy lejos de semejante ideal. Parafraseando a Hesse diría que mi historia sabe a insensatez y a confusión, a locura y ensueño como la vida de todos los hombres que no quieren mentirse más a sí mismos. Por suerte, luego de más de veinte años de análisis aprendí que la perfección no es sólo imposible, además es poco importante.