PULSIÓN:

la vida y la muerte bordadas en la boca

¿Qué es la pulsión?

La Pulsión es al hombre lo que el instinto al animal. Sin embargo, a diferencia de este, carece de un objeto predeterminado y eso es trascendental. El objeto sexual de un animal es el miembro de la misma especie pero del otro género —de un perro una perra, de un gato una gata— mientras que en el ser humano la cosa no es tan sencilla. El impacto erótico puede provenir de un hombre, una mujer, una mirada, de la sensación de dolor o, como en el caso del fetichismo, de un objeto cualquiera que se instituye como necesario para que surja la excitación.

Recuerdo la película Casanova, de Federico Fellini. El film toma como protagonista a Giacomo Casanova, el célebre amante nacido en Venecia en 1725.

Según él mismo cuenta en su libro Histoire de ma vie, tuvo ciento treinta amoríos —no parecen tanto, después de todo; tengamos en cuenta que en esa época no existía Facebook todavía—. Lo cierto fue que su apellido se convirtió en prototipo del amante y sinónimo de seducción.

En la obra de Fellini, Casanova tiene un muñeco mecánico que lleva a todas partes. Una especie de pájaro de hierro a cuerda que sube y baja en tanto mueve sus alas. Además, como si se tratara de una caja musical, emite una melodía ciertamente horrorosa. Giacomo coloca el artefacto a su lado cada vez que tiene relaciones con una mujer, el acto concluye exactamente en el momento en el que se termina la cuerda, el pájaro se detiene y la música cesa.

Sin embargo, no es necesaria tanta sofisticación a la hora de elegir un fetiche. Basta con un portaligas. El fetichista se asegura de que ese objeto esté presente para poder alcanzar la excitación. Ante la duda, al igual que Casanova, lo llevará al encuentro amoroso y pedirá a la mujer que se lo ponga. Ciertamente estamos frente a una perversión; no obstante, el fetichista no suele ser una persona violenta. Por lo general, intenta convencer a su partenaire sexual de participar en el juego y, si no lo consigue, simplemente se retira frustrado.

Pensemos ahora: ¿cuál es el objeto de la pulsión de un exhibicionista, ese que espera en una esquina a que pase alguien para mostrarse? ¿Qué lo erotiza? Ni siquiera una persona completa; simplemente la mirada. Por eso es frecuente que una vez captada esa mirada, salga corriendo y escape. Después, según el caso, podemos preguntarnos si busca una mirada sorprendida o angustiada. Sea como fuere, resalto que el objeto de la pulsión, potencialmente, puede ser cualquiera. En cambio un perro, no se siente atraído sino por una perra que, además, deberá estar alzada.

En una antigua novela hay una escena muy sugestiva al respecto. La he contado en otro libro pero me permito repetirla porque me parece pertinente. Se trata de una duquesa apasionada por el muchacho que cuida sus caballos. Una mañana el duque se va y ella, al mirar por la ventana, ve al joven con el torso desnudo en medio de los animales. Encendida, se dirige a la caballeriza y lo encuentra transpirado, con su aroma mezclado al sudor de los equinos. En el momento preciso en el que la delicada mujer ingresa al lugar, el hombre está soltando al padrillo para que sirva a las yeguas. El potro encara directamente a una y la monta al instante. La duquesa suelta una risita y dice: «Qué caballo más tonto; eligió la yegua más fea». El muchacho le explica amablemente: «Ocurre, Señora, que es la única que está en celo. Y un animal macho sabe cuándo una hembra está esperando ser montada». Entonces, la mujer le clava la mirada y prosigue: «Ya imaginaba que a ustedes, los hombres, les faltaba algo».

La protagonista de esta historia no se equivocaba: a los humanos nos falta el saber que da el instinto. De lo contrario, el muchacho hubiera sabido que esa duquesa había ido hasta allí con el único deseo de ser poseída por él. Sin embargo, no lo percibimos y antes de acercarnos a alguien preguntamos: «¿Seguro que le gusto?». «Sí —nos dirán—, quedate tranquilo». Aun así dudaremos, porque hasta el último momento, estando a solas y a punto de concretar es posible que alguno de los dos diga: «No te enojes; prefiero que no». Obviamente, sería el armado de una escena demasiado histérica, pero a veces ocurre.

Esta inexistencia del objeto predeterminado de la pulsión pone en juego algo fundamental: ya no es tan fácil decir qué es tener relaciones sexuales. En alusión a esto, Lacan dirá que «no hay relación sexual». Lo veo en los pacientes con claridad. Alguien viene y relata: «Estuvimos juntos». Le pregunto si tuvieron sexo y responde que sí, pero que bueno, quizás no. Porque él mismo no sabe dónde empieza y dónde termina la relación sexual.

Cierta vez me contó una paciente que se había visto con su exmarido. Le pregunté si habían tenido relaciones y me contestó que no. Continuó hablando y, por su relato advertí que habían estado en la cama, desnudos, besándose y volví a interrogarla. Su respuesta fue la misma. No obstante, cuanto más hablaba más claro quedaba que habían concretado el coito. Entonces cuestioné: ¿Hubo penetración? «Sí» —dijo—, «pero eso no es tener sexo».

Efectivamente, en su realidad psíquica eso era así. Para ella había sido una pura cuestión de órganos. Entonces, ¿basta con que haya habido penetración para decir que dos personas tuvieron relaciones sexuales?

Según. Un enamorado celoso dirá: «Sí, tuviste relaciones», mi paciente le responderá que no. A veces ocurre lo contrario. Alguien comenta que tuvo un sexo increíble y, cuando entra en detalles, es evidente que no hubo penetración. Es muy fácil decir si un perro y una perra tuvieron sexo, en cambio, dada la ausencia del objeto predeterminado de la pulsión, a veces resulta muy complejo saberlo con un hombre o una mujer.

En el epílogo de «Encuentros, el lado B del amor» contaste la historia de «La vieja atorranta», esa anciana que quería dormir la siesta abrazada con su esposo. En esa ocasión señalaste que lo que en realidad deseaba era tener relaciones.

Porque para aquella mujer, dormir en los brazos de su esposo significaba hacer el amor con él, para la paciente de la que estamos hablando, en cambio, que su exmarido estuviera dentro de ella no implicaba lo mismo. En el ámbito humano nadie puede decir qué es una relación sexual.

Dijimos que las representaciones traumáticas siempre tienen que ver con la sexualidad porque es, en sí misma, traumática por definición. He aquí la causa: la ausencia de un saber posible. Por eso, junto al enigma de la muerte son los dos grandes temas de la angustia humana.

Eros y Tánatos.

Sí. La Pulsión tiene dos vertientes: Pulsión de Vida y Pulsión de Muerte. La primera está representada por el deseo y nos moviliza a ir en busca de lo placentero, lo creativo, podríamos decir, lo saludable. El Psicoanálisis intenta que el paciente reconozca dónde se juega ese deseo para alejarlo de la Pulsión de Muerte. Cuando un analista pregunta: «¿Usted que quiere?», está intentando que el paciente se conecte con esa energía pulsional que lo lleva a ir en busca de lo más vital. Sin embargo, constitutivamente, existe otra fuerza: la Pulsión de Muerte que, por el contrario, empuja hacia el padecimiento.

Pero ¿cómo puede ser que una persona busque su propio dolor?

Pensemos qué ocurre desde lo orgánico. Al nacer, cada uno de nosotros, trae el germen de su propia destrucción: la información genética que lo hará crecer, envejecer y, más tarde, morir. Todos llegamos con un mandato biológico que nos llevará a fenecer en algún momento. Entonces, la Pulsión de Muerte, es el correlato psicológico de esto: una energía que empuja a buscar aquello que hace mal, que alguien se relacione con personas que lo lastiman, que se regodee en el dolor y construya historias que van a tener un final angustioso. Podemos verlo hasta en las situaciones más comunes. Un hombre es abandonado por su pareja y ¿qué hace? Llega a su casa, deja el ambiente en penumbras y pone el disco más triste, el del primer beso, o relee los mails de amor que se enviaban en tiempos pasados. Llora pero sigue leyendo y pone ese disco una y otra vez. No quiere ver a nadie, goza en soledad porque la Pulsión de Muerte aísla, deshace las conexiones que establece la Pulsión de Vida. Para ese hombre el mundo ha cambiado. Había un amor que ya no está, el amado tampoco es quien era y él mismo es otro. Antes se sentía deseado y ahora rechazado, y la mujer que vivía pendiente de él lo trata con brutal indiferencia. Como bien dijo Pablo Neruda: «Nosotros los de entonces ya no somos los mismos».

Sin embargo hay un detalle decisivo. Si pudiéramos observar a ese hombre entregado a su ritual de sufrimiento nos daríamos cuenta de que, en algún punto, lo está disfrutando. Porque la Pulsión de Muerte, como el deseo, busca satisfacerse y encuentra esa satisfacción en el recorrido que conduce a la destrucción. Cuando alguien se lastima está dándole el gusto a una parte de sí mismo. De allí que, en algún lugar, ese dolor sea vivido como placentero. El nombre que usamos para este disfrute malsano es: Goce; algo que se encuentra, como dijimos, más allá del principio del placer.

No obstante, las pulsiones de vida y de muerte no se hallan jamás en estado puro. Por el contrario, se mezclan en diferentes proporciones. Quizás el ejemplo más claro sea el orgasmo; ese ápice de sensaciones en el que, por unos segundos, se fusiona el placer con el dolor. Cuando un orgasmo es intenso duele en el cuerpo. Basta mirar el rostro de quien está sintiéndolo para percibir que parece haber alcanzado un disfrute difícil de tolerar.

Le petite mort, dirán los franceses.

Sí, es una hermosa expresión que utilizan para hablar del orgasmo: la pequeña muerte.

Y en ese ida y vuelta, entre la Pulsión de Vida y la Pulsión de Muerte, ¿qué diferencia existe entre el «acting» y el pasaje al acto?

Pensemos en ese chico que manifestó su homosexualidad delante de todo el pueblo. Ese fue un acting; un movimiento al que es llevado un sujeto cuando siente que no lo escuchan. Entonces, ese pueblo no quería escuchar lo que ya sabía. Jugaba su prejuicio bajo el modo del chiste o la degradación sin darle lugar a lo que le pasaba a él. Por eso se vio obligado a hacer lo que hizo; no desapareció un día y nadie supo dónde estaba. No hizo un pasaje al acto, hizo un acting. El primero, tiene otra gravedad; marca la disolución del lazo simbólico. No proviene de alguien que pretende comunicar algo de otra manera sino de quien, simplemente, calla. Un suicidio, por ejemplo. En el acting —dice Lacan— el sujeto, a su manera, permanece en la escena. En el pasaje al acto, en cambio, se retira de ella por completo.

Hablemos un poco del suicidio…

Hay una gran diferencia entre el que hace un intento de suicidio y el suicida. Algunos lo intentan creyendo, inconscientemente, que no lo van a lograr. Toman pastillas o se cortan las venas, lo que fuere; pero aunque no lo sepan, arman la escena pensando que no les va a pasar nada. Ocurre que a veces el juego sale mal, y sí les pasa. El suicida es diferente. Rompe su relación con la palabra y toma la decisión de no hablar más. Por lo general deja una carta, un mensaje de voz o un video, hecho lo cual siente que puso el punto final y se mata. La posibilidad de simbolizar a través del lenguaje es lo que nos hace humanos. Por eso, la ruptura con la palabra implica la ruptura con la vida misma. Lacan decía que el suicidio era el único acto totalmente logrado.

En Historias inconscientes conté acerca de alguien que me llamó pidiendo verme. Le informé que no tenía horarios y dijo: «En este momento tengo un revólver en la mano y estoy viendo si me doy una oportunidad con usted o me mato». Fue muy fuerte escuchar eso. No lo conocía, no sabía si era una persona desesperada o un psicópata que buscaba asustarme para conseguir lo que quería. Creí reconocer los signos de la angustia en su voz y, aunque no tenía obligación de hacerme cargo, le pedí que viniera a mi consultorio pero que no trajera el revólver porque no me gustaban las armas. A su pesar dejó escapar un sonido que interpreté como una risa contenida, y me relajé. Le había hecho una broma y respondió, lo cual indicaba que no había roto su relación con la palabra. No era un suicida. Lo suyo, claramente, era un acting y no un pasaje al acto. Esa diferencia jugó a nuestro favor. De todos modos, debemos tener cuidado de que una persona termine provocando lo que en verdad no quería. Lo difícil de aceptar es que, por mucho que hagamos, quien decide suicidarse lo hace. Un suicida es imposible de frenar.

Viene a mi memoria la letra de una canción de Fito Páez, que cantaba Juan Carlos Baglietto.

SOBRE LA CUERDA FLOJA

Siempre al borde de los que viven,

nunca tuvo un hijo, nunca una mujer.

Se pasaba el día en la oficina

llevando papeles, sirviendo café.

Su refugio una pensión muy vieja

llena de fantasmas y restos de pan,

su amigo un gato que habló con él.

Nunca nadie le ofreció motivos

como para estar, como para hablar,

nunca nadie le ofreció su casa

para que no pase solo Navidad.

El invierno que pegaba fuerte

lo encontraba, a veces, en la seccional,

«el vino es casi como el amor» —decía—

«de a pedazos cae… quieto».

Casi siempre a las seis menos cuarto,

Cuando el sol despierta en el andén,

levantaba su cuerpo chiquito,

se afeitaba y contaba hasta cien,

como para recordar que estaba

tan despierto como vos y yo,

con todas esas ganas de andar.

Una noche, en un bar de esos tantos,

se bebió hasta el último rincón,

decidió que su piel era carne

y su alma tan sólo un motor.

Se gastó de golpe en una copa

y se hastió del pan y la pensión:

«Quizás la muerte sea mejor».

Se subió al primer taxi

con la impotencia en quiebra

«la última noche que estaré conmigo

será una gran fiesta —dijo—

plena de estrellas».

Se levantó temprano,

desayunó en silencio,

miró el reloj que lo observaba tenso

y en la cuerda floja volvió a pensarlo.

Afiló la navaja.

Héroe cobarde, al menos

cerró los ojos, no dudó un instante

y apretó la carne…

Sangró su pecho.

La letra de esta canción nos deja entrever una historia plagada de una soledad extrema, la ausencia de vínculos con los demás, la falta de reconocimiento por su trabajo y la búsqueda de refugio sintomático en el alcohol, hasta que la ideación suicida se abre paso: «Quizás la muerte sea mejor». Y a partir de ahí cada uno de sus actos cobra un sentido trágico e inmodificable. Lo planifica, se dedica la última noche, se prepara un buen desayuno, es decir, se despide del mundo simbólico y del sujeto de deseo, hecho lo cual «no dudó un instante y apretó la carne».

La primera vez que la escuché me recordó a Harry Haller, de El lobo estepario de Hermann Hesse. Pero, claramente, son personajes distintos. En Harry conviven las dos naturalezas, la humana y la lobuna y, aunque se aleja de un mundo que se le presenta cruel, su refugio no está sólo en el alcohol y el tabaco sino además en los libros y el pensamiento. Recuerdo un momento crucial de la novela: cansado de su vida, mientras se afeita, piensa que si supiera que no va a tener que soportar su dolor eternamente, si pudiera manejarlo, todo sería distinto. Entonces decide poner fecha para el día del suicidio y esto lo calma. Como vemos no es el mismo caso. A él lo relaja la fantasía de ese acto y no el acto en sí mismo; es decir que sigue ligado a la palabra. En esta maravillosa trama aparece, además, Armanda, una mujer que lo enamora y de algún modo introduce en ese mundo inhóspito algo por lo que valdría la pena vivir.

En ambos casos, sin embargo, se percibe la fuerza brutal que pueden ejercer el mandato social y sus paradigmas.

Esos paradigmas pueden cambiar cuando las personas se rebelan contra ellos. Entonces la ley, que siempre llega detrás de los hechos, se va adecuando. Las normas vienen a dar respuesta a un problema que ya existe. A nadie se le ocurrió castigar el robo o el asesinato hasta la primera vez que alguien robó o mató. Fueron los sujetos quienes obligaron a que se diera entidad jurídica al divorcio, porque eran muchos los casos de personas separadas que, a veces, se iban a casar a otros países. Han sido las parejas conformadas por personas del mismo género las que lucharon hasta lograr el reconocimiento de sus derechos, aun en contra del ideal de heterosexualidad que, no podemos negar, sigue vigente en nuestra sociedad.

Hace poco, hablándome de su hijo de dieciséis años, un paciente destacó que era «muy hombrecito» porque, al parecer, le gustaban mucho las mujeres. Me pregunto si tendrá la menor idea de las cosas que definen la hombría. Pienso en Jean Valjean, el protagonista de la monumental novela de Victor Hugo: Los Miserables. Recuerdo su injusta condena de diecinueve años por robar un pedazo de pan, los catorce extras por intentar escapar y el modo en el que enfrentó el prejuicio de ser un expresidiario. En aquellos tiempos cuando alguien había estado preso se cambiaba su documento por otro de color amarillo. De modo que cuando le pedían la identificación todo el mundo, enterado de su pasado, se negaba a darle trabajo u hospedaje, a pesar de que estaba dispuesto a pagar. Fue rechazado en la posada e incluso en la cárcel. Mientras yacía tirado en la calle un perro lo mordió y Valjean sintió la furia y la impotencia de enfrentar un universo que parecía ensañado con él. Sin embargo, en ese momento, apareció un sacerdote bajito de mirada buena. Su nombre era Myriel. Amaba a los pobres y no condenaba a nadie sin tener en cuenta las circunstancias. Solía decir: «veamos primero el camino por dónde ha pasado la falta». Jamás preguntaba el nombre de alguien que pedía asilo, precisamente, «porque el que más necesidad de asilo tiene, es aquel al que más le cuesta decir su nombre».

El sacerdote alojó a Jean Valjean, le brindó comida y una cama sin cuestionarle nada, porque «esa puerta no pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si tiene algún dolor».

El forastero comió y, después de veinte años, se acostó en una cama. Sin embargo, se despertó temprano porque no podía dejar de pensar en el juego de cubiertos de plata con el que lo agasajaron. Valían la misma cantidad de dinero que él había podido juntar en esos duros veinte años. Era de noche y todo estaba en silencio cuando se levantó descalzo para no hacer ruido, tomó los cubiertos, los guardó en su bolso y huyó. A la mañana siguiente la criada de Myriel advirtió el robo y corrió a buscar al cura. Le dijo que el hombre al que habían dado techo y comida la noche anterior se llevó toda la platería del claustro. En ese mismo instante la puerta de la casa se abrió con violencia. Eran cuatro personas: tres policías y el ladrón. Valjean había sido descubierto y ahora lo traían para que el obispo reconociera las piezas robadas. Era el final. Con suerte, pasaría el resto de su vida en la cárcel.

Sin inmutarse, Myriel se acercó y dirigiéndose al ladrón dijo: «Me alegro de verte. Te había regalado también los candelabros de plata. Cuestan unos cuantos francos. ¿Por qué no te los llevaste?». Y mientras todos se miraban asombrados, los tomó de la chimenea y se los entregó diciéndole al oído: «No te olvides nunca de que me prometiste usar este dinero para convertirte en un hombre honrado. Hermano mío, vos no pertenecés al mal, sino al bien. Yo compro tu alma; la libero de las ideas negras y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios».

Los Miserables es un libro extraordinario, el mejor que he leído jamás, y revela una verdad insoslayable: cuando una sociedad es injusta termina defendiéndose de lo que ha generado.

He allí dos seres, Myriel y Valjean, demostrando que la hombría no tiene nada que ver con cuánto le gusten a alguien las mujeres. Hemos conocido muchos canallas que disfrutaron bastante de sus aventuras heterosexuales.

En este momento recuerdo el título de un libro de Primo Levi: Si esto es un hombre, una obra conmovedora que da cuenta de una época siniestra de la humanidad. Una pregunta indispensable que conviene hacerse cada tanto evaluando las actitudes que tenemos: ¿esto es un hombre? O, mejor aun, ¿este es el hombre que quiero ser? Si la respuesta es afirmativa podemos sentirnos dignos. De lo contrario, deberemos admitir que nos espera el esfuerzo de destruir un mundo y encarar la construcción de un destino diferente.

Hablamos del deseo de reconocimiento que todo sujeto tiene, pero aquí sostengo la importancia del reconocimiento propio. Por eso me hago esa pregunta bastante seguido. En especial, cuando advierto que esgrimo excusas para justificar algunas de mis decisiones. El mundo y la nobleza no se llevan de la mano. Abundan frases que instan a no ser «más papistas que el papa» y a permitirse algunos deslices con la falsa premisa de que «todos lo hacen». Esos dichos no tienen en cuenta lo fundamental: el respeto por uno mismo.

Mi padre, luego de una vida de trabajo y sacrificio murió desocupado. Nada material dejó para dividir. Sin embargo, jamás me he cruzado con alguien que lo hubiera conocido sin que dijera: «Qué buen tipo era tu viejo». Guardo en mi corazón esa herencia benevolente que me ha dejado y, desde la admiración más profunda, fijo allí mi norte intentando dejar a mis hijos la misma huella. Por eso, cuando me pregunto «¿qué es ser un hombre?», no dudo. Un hombre es, antes que nada, un buen tipo.