LA FELICIDAD:
…ja, ja, ja, ja
Alguien dijo que una de las formas de la felicidad es tener a la persona amada más o menos cerca mientras trabajamos.
Una frase muy freudiana, pero hace foco en otro tema: la felicidad. Un concepto que no sólo varía de una persona a otra, sino que cambia con el tiempo para un mismo sujeto según el instante en el que se encuentre.
El momento más feliz de mi vida fue un lunes. Por entonces, escaseaba el trabajo y mi padre aceptó construir el casco de una estancia en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires llamado Coronel Mom. Se iba los lunes a la mañana y volvía los viernes por la noche. Yo amaba acompañarlo. Cuando salíamos de la ruta y entrábamos al camino de tierra que llevaba hasta la estancia, me invadía una emoción difícil de explicar. Recuerdo los atardeceres rojos y el olor que antecede a la tormenta, las lechuzas sobre los postes y el movimiento del charré —pequeño carro tirado por un caballo— que nos llevaba hasta el pueblo. En mi realidad psíquica soy un chico del campo; guardo el registro de mis estadías allí y siento que fueron años. Mi madre se ríe y me dice: «Hijo, vos nunca viviste en el campo. Ibas con papá dos, tres semanas y volvías», sin embargo, siento que pasé allí toda mi infancia: me reconozco más mirando el horizonte sentado en una tranquera que dando vueltas en bicicleta por la vereda.
El lunes del que te hablo mi papá se iba para allá y, de pasada, me llevó al colegio. Cuando llegamos me acerqué a darle un beso de despedida y él le preguntó a mi madre: «¿Si me lo llevo al campo?». Me puse a temblar y la miré suplicando que dijera que sí. Ella le respondió que antes debía averiguar si tenía exámenes en la semana. Bajó del auto y entró a la escuela. Al hablar de esto recupero la ansiedad de aquella espera… Luego de unos minutos que parecieron horas, salió, subió al coche, lo miró y asintió: «Bueno, llevátelo». Mi viejo la abrazó y me guiñó un ojo: «Negro, sacate el guardapolvo». Lo hice y me pasé adelante. Dejamos a mamá en casa y partimos. Como escribió Serrat: «Creo que entonces era feliz».
A veces, la felicidad arriba de la mano de la sorpresa, del impacto de lo inesperado. Tal es el caso del enamoramiento. Alguien llega a una reunión con pocas ganas, sin esperar nada y de pronto se lleva por delante un encuentro que lo conmueve. Fue con la idea de pasar un rato y compartir un vino con amigos, y sale enamorado y preguntando: «¿Qué pasó? ¿Cómo es que vuelvo a casa con esos ojos clavados en mí, con un sabor distinto en los labios y un número de teléfono que no veo la hora de marcar?».
¿Qué es el enamoramiento? ¿Por qué nos pone tan bien y nos produce tanta felicidad?
El enamoramiento es una reedición de la primera vivencia de satisfacción. He desarrollado esta idea en un libro anterior, por eso apenas la sobrevuelo ahora. En el vientre materno, el bebé no conoce el hambre. La relación simbiótica que tiene con el cuerpo de su madre lo alimenta y lo resguarda de esa sensación. Sin embargo, a poco de nacer experimenta una percepción desconocida que le genera una ansiedad que va en aumento hasta que la descarga de la única manera en que un bebé puede hacerlo: llorando. El primer llanto es nada más que eso: una descarga de ansiedad. No obstante, ha llegado al mundo de lo humano y habrá alguien, generalmente la madre, que al escucharlo dirá: tiene hambre. Entonces lo toma en sus brazos, le da la teta y no sólo calma la sensación molesta sino que, en ese acto, le enseña tres cosas fundamentales: que ese malestar puede calmarse, que se logra con algo exterior a él y que para que eso acuda, debe llamarlo. Esa teta que aparece cuando el bebé no espera nada, genera una sensación de completud que será irrecuperable porque, a partir de ahora, ya no habrá sorpresa. Cuando la sensación regrese, el chico esperará la llegada del pecho materno. Ya lo hemos dicho, siempre habrá una diferencia entre lo esperado y lo encontrado, de allí que el deseo deje un resto de satisfacción que no va a recuperarse jamás. No hay más paraíso que el paraíso perdido. Aunque a veces, ciertos acontecimientos inesperados, como el enamoramiento, permiten reencontrar algo del orden de esa vivencia primaria de satisfacción y generan una momentánea ilusión de plenitud.
La vida es compleja, a veces trágica y no queda más que transitarla con dignidad. Por suerte, también hay momentos maravillosos como despertarse al lado de quien amamos o tener una charla sincera con un hijo.
¿De qué depende la felicidad?
La felicidad tiene como costo un cierto nivel de ignorancia. Si no olvidáramos, al menos por instantes, que algunas de las personas que amamos ya no están o que muchos de nuestros sueños se han perdido para siempre, viviríamos todo el tiempo angustiados. Por supuesto, esa ignorancia no es algo que puede manejarse a voluntad ni está al alcance de cualquiera. Un viejo chiste sostiene que si a una persona le va bien en la vida se dedicará simplemente a ser feliz, de lo contrario, tendrá la posibilidad de ser filósofo. Pero también depende de las circunstancias y por eso, lo que nos hace felices varía con el tiempo.
Cuando tenía seis años, la felicidad se pareció a un milagro. Me gustaba mucho jugar al fútbol, atajaba y mi sueño era tener una pelota de cuero, una número 5. Sabía que mis padres no podían comprármela y se me ocurrió pedírsela a los Reyes Magos. Escribí la carta y a la noche les dejé el pasto, el agua y me fui a dormir lleno de ansiedad. Recuerdo que, al despertar, no quería abrir los ojos porque tenía miedo. Giré en la cama y sentí algo. Miré y tenía a mi lado no sólo la pelota, sino también unos guantes de arquero. No podía creerlo. Corrí a mostrar los regalos a mis padres y nos abrazamos los tres un rato largo: eso fue la felicidad.
A los ocho años salía a la vereda a las seis de la tarde. Fingía jugar en la puerta de casa, pero el único motivo por el que lo hacía era para mirar hacia la Avenida Emilio Castro. Sabía que, en algún momento, vería aparecer la figura de mi papá que volvía del trabajo. A eso de las seis y media comenzaba a ponerme nervioso y agudizaba la vista cada vez que a lo lejos pasaba un colectivo de la línea 113. En un momento lo veía, corría hacia la esquina y lo esperaba. Creo que él siempre lo supo, porque parecía lentificar su paso a medida que se acercaba, como estirando la víspera del encuentro. Por fin, cruzaba la calle, se arrodillaba, me acariciaba la cabeza y caminábamos juntos a casa. Y eso era la felicidad.
Cuando mi hija tenía un año enfermó de Síndrome Urémico Hemolítico y se encontraba al borde de la muerte, sus riñones dejaron de funcionar y no pudo orinar por veintiún días. Todo ese tiempo que estuvo dializada, miraba los caños que salían de su cuerpo rogando ver al menos un poco de líquido amarillo. Un día, tres semanas después de que entrara a terapia intensiva, mi madre que la estaba cuidando, salió al pasillo llorando y gritó: «Hijo, vení». Me tomó de la mano y me llevó corriendo a la sala. Me acerqué a la cama y vi que una gota de pis corría por la sonda indicando que sus riñones habían vuelto a funcionar. Si alguien me preguntara ¿qué es la felicidad? Respondería: es una gota de pis.
La felicidad no está relacionada con el tener; aparece cuando algo conmociona el ser de una persona, aunque eso venga de la mano de un logro material.
Una de mis pacientes deseaba una casa en la playa, con un hogar en el que ardieran los leños y enormes ventanales por los que pudiera ver el mar. El marido se molestaba porque le parecía un anhelo frívolo. No entendía que ese sueño, en realidad, se relacionaba con algo muy íntimo. Para ella, entre otras cosas, el viento del mar traía el aroma de la infancia y la voz de su abuelo.
La felicidad tiene que ver con el impacto de la sorpresa, siempre y cuando esa sorpresa permita reencontrar algo de aquella primera vivencia de satisfacción.
Al iniciar el vínculo, los enamorados tienen la sensación de no haberse sentido así con nadie. En ocasiones, piensan: «Esto no me pasó jamás». Ocurre que, a nivel inconsciente, se da un reencuentro con algo significativo de sus primeros años.
Yo, que transité el destino de nieto preferido de mi abuela materna, al que le guardaba con recelo la primera torta frita, el primer pastelito, cuando reencuentro alguno de esos sabores me emociono. Sin embargo, quien crea que me conmueve el gusto de una comida no comprende que, detrás se esconden mi abuela, mi niñez y un pasado en el que fui feliz. Nadie lo dijo mejor que Fernando Pessoa:
En el tiempo en que festejaban mi cumpleaños
yo era feliz y nadie estaba muerto.
A veces, nuestra búsqueda no es más que el intento de reencontrar todo lo que podamos de lo mucho que perdimos. Sólo para eso construimos relaciones y arremetemos ante un nuevo proyecto.
Una persona sana se compromete con su deseo aun sabiendo que jamás va a encontrar lo que perdió. Pienso en aquellos guerreros chinos que se entrenaban durante toda su vida para matar dragones, conscientes de que los dragones no existían. Es muy noble arriesgarse en pos de algo que no sucederá nunca. Hay quienes conservan ese espíritu y se entregan a una lucha que saben perdida desde el inicio. En un mundo signado por la injusticia de la existencia de la muerte, el Psicoanálisis presenta su batalla apostando a la vida de la mano del deseo.