¿QUÉ SIGNIFICA ESTAR SANO?:
entre lo pulsional y la cultura
¿Qué significa estar psicológicamente sano?
Antes propuse la siguiente definición: una persona sana es aquella que se queda sólo donde reencuentra algo que le hace bien y se va de los lugares donde reencuentra el dolor.
El concepto de sanidad es solidario del de enfermedad, de modo tal que podríamos decir que está sano quien no está enfermo. Pero ocurre que la idea de enfermedad ha ido cambiando con el tiempo y, por ende, también la de salud. Hasta hace poco, por ejemplo, la homosexualidad era considerada una perversión y los homosexuales se tenían por enfermos. Freud mismo, cuando escribe Tres ensayos para una teoría sexual habla de «los invertidos», tengamos en cuenta que es un texto de 1905. Por entonces, se pensaba que quienes amaban a alguien de su género padecían una desviación patológica en la elección de su objeto de amor y una degeneración del fin de la sexualidad: la procreación. De allí que se los llamara también, degenerados; palabra que, incluso, alcanzó status de insulto.
En 1973, la Asociación Americana de Psiquiatría decidió eliminar la homosexualidad del Manual de Diagnóstico de los Trastornos Mentales (DSM); pero recién el 17 de mayo de 1990, casi veinte años después, la Organización Mundial de la Salud dejó de considerarla una enfermedad. Hasta ese momento se desarrollaron diferentes teorías que buscaban explicar su origen y encontrar el tratamiento para su cura. Sin embargo, es un error pensar que el tema está cerrado. Hace muy poco, en el Senado español, el psicoterapeuta Aquilino Polaino intentó reabrir este debate al exponer que se trata de una patología psíquica. Por suerte, en Argentina hemos avanzado mucho en el camino que lleva a la aceptación y el respeto por las diferencias sexuales. El nuevo Código Civil y la Ley de Matrimonio Igualitario son prueba de ello.
Vos fuiste parte activa en ese debate…
Sí, tuve la fortuna de ser invitado a participar durante el tratamiento de esta última, que se llevó a cabo en el Senado de la Nación. Era una mañana fría de junio, llegué temprano y me quedé en el café de la esquina haciendo tiempo. Estaba inexplicablemente ansioso; había hablado en congresos internacionales, universidades, auditorios y teatros, sin embargo, presentía que esto era diferente. Sólo después, aquella noche en la que vi la emoción y el festejo tras la aprobación de la ley, tomé conciencia de que había sido parte de un momento histórico. Desafortunadamente, me tocó hablar en primer lugar. Sospecho que si hubiera podido escuchar antes los argumentos de quienes se oponían, mi exposición habría aportado mucho más al debate.
¿Por qué?
Porque en lugar de teorizar me hubiera dedicado a desarmar el razonamiento falaz con el que se planteaban las oposiciones. Por ejemplo, un médico psiquiatra expresó que no se podía legislar basándose en el respeto por la libertad de elección ya que, de ser así, se debería legalizar también la pedofilia, la necrofilia y la zoofilia, porque son otros de los modos en los que algunas personas encuentran el placer sexual. Ese médico no entendía que la diferencia radica en la posibilidad que alguien tiene de jugar su deseo en el encuentro erótico. En la pedofilia, el niño no puede elegir aquello de lo que está siendo parte, porque es forzado a hacerlo o no tiene aún la capacidad para decidir. Es más que evidente que un muerto no está en condiciones de negarse, tampoco un animal. Se trata de una relación perversa en la cual una persona es tomada como objeto de goce para satisfacción de otra. Sólo hay un sujeto en juego, porque su partenaire queda objetivado y sufriente. Claramente, esto no ocurre en una relación en la que ambos se eligen y construyen un vínculo de erotismo o amor dentro de los márgenes que les da su libertad. La noción de enfermedad no puede relacionarse con el género de nuestra elección de amor.
El parámetro de sanidad psíquica ha sido, y es aún, difícil de establecer. Freud planteó que el límite entre normalidad y patología era impreciso, que se trata de una continuidad; es decir que hay ciertas facetas que en la sanidad se ocultan y la enfermedad evidencia. Parafraseando a Freud, podríamos decir que la salud es el negativo de la patología; lo que en una no se percibirse con claridad en la otra se devela con crudeza. Pensemos en los celos. ¿Cómo negar que todos podemos sentirlos ante ciertas circunstancias? Será entonces una cuestión de grado e intensidad lo que dará cuenta de si una persona es patológicamente celosa o no. Si aparecen a diario o provocan discusiones exageradas, diremos que son enfermizos; si, por el contrario, lo hacen esporádicamente y pueden ser manejados, incluso con humor, los consideraremos como algo inevitable en una relación de amor. Los celos son producto del temor a que la persona que amamos le dé a otro lo que queremos para nosotros.
Ahondando, la neurosis es el negativo de la perversión: el perverso concreta lo que el neurótico apenas se anima a fantasear. Imaginemos una relación entre una persona obsesiva y una histérica. Quizás, él quiera que se disfrace de adolescente o ella desee que venden sus ojos y la aten, pero ambos saben que el límite es el displacer del otro. Están compartiendo un juego consensuado. El perverso, en cambio, no le pediría a su pareja que se disfrazara de nena. Directamente tomaría una menor, ya sea por la fuerza o el convencimiento, según se tratara de un violador o un psicópata. A su vez, si la mujer de nuestro ejemplo tuviera una estructura perversa, traspasaría el límite y se haría lastimar para encontrar su disfrute en el goce masoquista de ser flagelada. Ante una misma fantasía, entonces, habrá respuestas sanas o patológicas.
De la lectura del texto ya citado de Freud, se infiere un concepto de salud que se apoya en dos pilares: la resolución del Complejo de Edipo y la Sublimación. El primero, porque disminuye los sentimientos de angustia y agresividad y abre la posibilidad de establecer una relación de amor sana y satisfactoria. El segundo, porque permite derivar en logros de interés cultural las tendencias destructivas. Alguien sano sería, según estos parámetros, aquel que encuentra satisfacción tanto en la pareja como en el trabajo.
Veinticinco años después, en El malestar en la cultura, Freud retoma la cuestión poniendo el acento en lo difícil que resulta no enfermarse en el intento de ser normal. Señala que los ideales sociales imponen al sujeto una permanente renuncia a los propios deseos, algo que puede resultar ciertamente patológico.
Acuerdo en que una persona sana es quien encauza su energía pulsional de modo tal que no lastima a otros ni a sí mismo. No basta, entonces, con tener una pareja: esa relación ha de ser capaz de contener el amor, el erotismo y el respeto. Sin embargo, muchas veces, las personas se vinculan para satisfacer su enfermedad y no su salud.
Alguien sano sería quien encuentra satisfacción tanto en su pareja como en su trabajo, entonces. Con respecto a lo primero, está claro. ¿Qué pasa con el trabajo y la sanidad?
Es casi un correlato de lo que pasa con la pareja. El ser humano es, antes que nada, alguien que produce cultura, y el trabajo es el lugar por excelencia donde eso se realiza. Cuando Karl Marx habló de la alienación del sujeto, señaló lo importante que resulta saber dónde va aquello que produce. Pensemos, por ejemplo, en alguien que trabaja en una fábrica automotriz. Si hiciera cientos de tuercas por día y no supiera en qué parte del vehículo se utilizarán, ni qué función van a cumplir, perdería la relación con lo que ha producido y el orgullo de saber que, quizás, hay quienes salvaron su vida gracias a esas tuercas que ha fabricado. El trabajo será sano, entonces, cuando genere satisfacción.
Recuerdo andar por la ciudad y que mi padre señalara un edificio diciendo: «Mirá, lo hice yo». No olvido esa sonrisa ni el brillo en su mirada. Ahora que no está, me ha ocurrido ir caminando, detenerme frente alguna de esas construcciones y reflexionar: «Pensar que esto lo edificó mi papá». De alguna manera, él sigue ligado a lo que hizo y yo lo reencuentro en el fruto de su trabajo.
Jugando con estas palabras podríamos agregar algo más. Alguien sano es el producto del trabajo que haya hecho sobre sí mismo. Quien se ha esforzado por controlar sus reacciones agresivas y bregado por mejorar aquello que reconoce que molesta y lastima a él o a los demás. La autocrítica es condición de sanidad. Hay quienes se dicen sinceros y coherentes cuando apenas si son agresivos. «Yo soy así, siempre fui así», sostienen y en ese acto renuncian a la posibilidad de mejorar. La coherencia no es un bien en sí mismo. Quien hubiera golpeado a cada una de sus parejas sería sin duda alguien coherente, lo cual no lo convierte en una persona sana.
La proyección es uno de los mecanismos de defensa más arcaicos. En los niños podemos ver cómo, ante cualquier frustración, culpan a otros de su malestar. Si se golpean la cabeza contra una mesa, dirán: «Mala la mesa». Lo cierto es que este mecanismo no desaparece con la niñez. Recuerdo a un amigo que en un estacionamiento chocó el auto con una columna. Enojado, se bajó y preguntó: «¿Quién puso esa columna ahí?». Me encogí de hombros y dije: «Te juro que cuando llegamos ya estaba».
El análisis busca que alguien se haga cargo de lo que le pasa, que antes de proyectar su frustración se pregunte qué tiene que ver con eso de lo cual se queja. Ese ya es un movimiento hacia la sanidad.
Hay tres momentos en la estructuración del aparato psíquico; podríamos decir de un modo inexacto, pero más claro, de la personalidad. Al comienzo, el humano reacciona como cualquier ser vivo siguiendo el modelo del arco-reflejo: ante un estímulo, genera una respuesta. Es el funcionamiento elemental de los reflejos primarios. Le llamamos Yo Real Primitivo y es una herencia filogenética; algo que traemos por el hecho de ser humanos.
Las exigencias a enfrentar, el apremio de la vida, como lo dijo Freud, requieren que la psiquis se modifique y evolucione hacia algo más complejo. Algunas situaciones son percibidas como agresión y debe aparecer una herramienta que sirva para defenderse. Entonces, el mecanismo consiste en expulsar lo malo al exterior y quedarse sólo con lo bueno: es el Yo Placer Unificado, una psiquis que guarda lo placentero para sí y proyecta lo displacentero al mundo exterior.
Con el tiempo se desarrollará el Yo Real Definitivo, que permitirá soportar la frustración, asumir que no todo lo malo pertenece al exterior, discriminar y hacerse cargo de lo propio.
Este desarrollo no tiene que ver con tiempos cronológicos sino lógicos, y la llegada de una de estas estructuras no elimina a las otras sino que las contiene. Es decir que, por más que se haya alcanzado la madurez, hay aspectos infantiles que permanecen. La tarea será resistir la tendencia a culpar al resto de todos nuestros problemas, dejar de pensar que todo lo malo viene de afuera, preguntarnos, por ejemplo, qué responsabilidad nos cabe en la discusión que estamos teniendo: quizás no pudimos escuchar y contestamos de mal modo porque no toleramos que el otro pensara diferente. Si se desarrolla la responsabilidad, se trabaja sobre la intolerancia y se intenta comprender, el panorama se hace alentador. No es fácil.
Dada la Pulsión de Muerte, la agresividad es constitutiva. Sin embargo, el hombre es un ser cultural, no natural, y la posibilidad de que alguien se integre a la vida humana se juega en la domesticación de esta agresividad innata.
Volvemos al malestar que tiene el hombre con la cultura.
Sí. Pienso que la sanidad tiene que ver con esto que venimos hablando y con la posibilidad de trabajar sobre nosotros como lo hace el escultor sobre la piedra, aun sabiendo que esa piedra jamás podrá pulirse por completo. Todos tenemos, en nuestra geografía interior, calles pantanosas y oscuras; algunas por las que, incluso, nos da miedo pasar; otras que deberíamos evitar porque, cada vez que ingresamos en ellas, salimos lastimados, embarrados o envilecidos. Alguien sano ha iluminado todas las calles que pudo de su geografía interna, y evita las que ya no podrá mejorar.
Pero ya pasó por esas calles…
Sí. Las conoce, las recorrió y ha tomado la decisión de no transitarlas más. La adicción es un claro ejemplo de esto. Los que han logrado salir de ese infierno saben lo que es internarse en esos barrios y entendieron que hay veredas que no deben volver a pisar.