TODO ENCUENTRO ES UN REENCUENTRO:
el peso de la historia
La idea de que todo encuentro es un reencuentro nos ubica en una posición bastante particular frente al otro, y no sólo con respecto al amor…
Lo pienso así. Escuchando a mis pacientes e incluso en mi propio análisis, he comprobado que todo el tiempo intentamos reencontrar ciertas cosas amadas y perdidas. Cosas que, a lo mejor, nunca tuvimos, pero que siempre anhelamos.
Lo peligroso se da cuando el reencuentro es con algo siniestro. Se me ocurre ahora que, quizás, esta pueda ser una manera de pensar la salud. Una persona sana es aquella que se queda sólo donde reencuentra algo que le hace bien y se va de los lugares donde reencuentra el dolor.
Alejandro Dolina escribió que «el universo es una perversa inmensidad hecha de ausencia». El desafío es transitarlo resistiendo la tentación de quedar aferrados a un lugar sufriente, anclar el corazón sólo en aquellos sitios donde nos conmueva el deseo.
Aferrarse al dolor, decís. ¿Y por qué alguien querría reencontrarse con aquello que le hace mal? ¿No sería masoquista?
Tiene que ver con lo que llamamos Pulsión de Muerte: una energía que nos recorre, demanda satisfacción y a veces no podemos desobedecer. Clínicamente, aparece en la repetición de situaciones dolorosas, en esos casos preguntamos: «¿Para qué insiste con una relación que lo lastima tanto?» o «¿por qué no renuncia a ese trabajo en el cual se siente maltratado y poco reconocido?». Allí percibimos los efectos que produce la voz muda de la Pulsión de Muerte que todo el tiempo nos impulsa al sufrimiento. En términos analíticos, al goce: algo así como el regocijo que alguien encuentra en el dolor. No es fácil dilucidar las circunstancias que lo generan porque, a veces, el camino hacia el infierno está lleno de buenas intenciones. Y vuelvo a la adolescente de La calle de los pianistas. Su destino parece ideal, pero cuando alguien no puede jugar su deseo, lo que aparentaba ser un sueño puede volverse trágico. Tal vez su aspiración no era ser pianista, no lo sabremos nunca y, peor aún, quizás ella tampoco. Es doloroso que uno no pueda elegir su camino, sin embargo ocurre con frecuencia. Pienso en esos nenes que no tienen la libertad siquiera de cuestionarse su deseo, porque desde muy chicos deben ayudar en sus casas. Los veo a las siete de la mañana, con frío, caminando al lado del carrito y juntando cartones y sería una hipocresía negar que, aunque muchos de los padres se sacrifiquen para que estudien, su futuro es complicado.
Los niños fantasean con ser héroes, salvar vidas o con situaciones maravillosas que entran en su mundo lúdico, justamente, porque parecen inalcanzables. Yo jugaba a que iba a la Universidad: ese era mi destino inalcanzable. Me imaginaba saliendo de la facultad de Derecho o Ingeniería, por sus grandes escalinatas y columnas imponentes. En aquellas tardes de mi infancia uno de mis amigos inventaba que era vinero, como su padre, el otro que era futbolista y venía de entrenar. Yo imaginaba que llegaba de la facultad, me movían esas ansias de ir tras lo utópico. Nelson Mandela dijo: «Todo parece imposible hasta que se hace», y si bien hay cosas imposibles, aquel juego develaba mi deseo y, a qué negarlo, mi mandato: estudiá.
¿Cómo se comporta un analista cuando un paciente intenta alcanzar algo que no está ligado a su deseo?
En mi caso, trabajo para que se dé cuenta de esto. Sin embargo, en ocasiones, debo aceptar que el paciente, aun sabiendo que esa aspiración no recorre su sangre, la elija de todos modos.
Hace unos años atendí a un joven, llamémoslo Gastón. Estudiaba odontología y disfrutaba de los gustos que podía darse gracias a la situación económica familiar. Su padre, también odontólogo, estaba a punto de jubilarse e iba a dejarle un consultorio bien equipado en una zona privilegiada de la ciudad y una cantidad de pacientes que garantizarían su tranquilidad económica.
En análisis cuestionó su vocación y se angustió mucho. La odontología era algo con lo que había convivido siempre: la carrera le resultaba fácil, tenía un grupo de amigos dentro de la profesión e incluso salía con algunas de sus compañeras de estudio. Pero ese no era su sueño. Gastón había deseado en secreto, desde siempre, otra cosa para él. Trabajamos el tema durante un tiempo en el que dudó y se sintió angustiado. Cierto día llegó y apenas se acostó en el diván dijo: «No quiero seguir hablando de esto. Lo tengo claro, la odontología no tiene nada que ver con lo que quiero, pero es lo que me conviene y no pienso renunciar a eso».
Priorizó la comodidad al deseo. ¿Cómo te sentiste?
Mal. Sin embargo, esa decisión era parte de su libertad. Me hubiera gustado que se jugara, pero Gastón no estaba allí para cumplir mis ideales. Como analista intento que alguien reconozca en qué cosas se juega su deseo y en cuáles no. Luego, el paciente hará con esto lo que pueda o lo que su historia le permita. En este caso, no pudo desafiar lo que se esperaba de él.
¿Siempre se espera algo de nosotros?
Sí, y no es fácil ir en contra de eso. Jorge Beckerman escribió:
Usted mismo fue, mucho antes de existir,
mucho antes de berrear y ensuciar pañales,
un sueño en la cabeza de la niña que fue su madre.
Y puede dar por cierto que la manera en la
que usted existió como ente abstracto
en la imaginación de la niña que fue su madre,
es mucho más decisiva para su destino
que lo que usted se esfuerza cotidianamente
por construir para su vida.
Si no me cree, analícese.
El sujeto humano llega a un mundo habitado por deseos y palabras de otros y en él debe encontrar su lugar. Hablamos de la importancia del nombre. Vincent Van Gogh, por ejemplo, llevaba el de su hermano muerto. Sus padres habían tenido un hijo al que llamaron Vincent, que murió siendo niño. Cuando nació el artista, decidieron ponerle el mismo. Es difícil venir a ocupar un lugar como ese que, en definitiva, era el lugar de un muerto e intentar cumplir el deseo paterno de que Vincent estuviera vivo. El pintor, a pesar de su genio, no pudo desatar el nudo que lo ligaba con la muerte: se mutiló, primero, y luego se suicidó. No es cualquier cosa el nombre que llevamos, porque en él se pone en juego lo que Otro ha soñado para nosotros. He allí un primer límite a la libertad: el deseo del Otro.