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Viaje en torno a mi casa
¿Qué es una mesa para un niño de un año, independientemente del uso que le den los adultos? Es un techo. Se puede meter allí debajo y sentirse amo de su propia casa: de una casa a su medida no tan grande y terrible como la de los adultos. Una silla es interesante porque se puede mover de aquí para allá, y sirve al niño para medir su fuerza, se la puede poner al revés, arrastrar, ponerla en diversas posiciones. Se le puede pegar si ella te ha golpeado primero: «¡Silla fea!»
La mesa y la silla, que para nosotros son objetos cotidianos y casi invisibles, de los que nos servimos habitualmente, son para el niño, durante mucho tiempo, material de una exploración ambigua y pluridimensional, en que se dan la mano estudio o fabulación, experiencia y simbolismo. Mientras aprende a conocer su superficie, el niño no deja de jugar con ellas, formulando hipótesis sobre sus funciones y significados, sin dejar de hacer un uso fantástico de los datos que almacena. Así, el niño aprende que abriendo el grifo obtiene agua, sin dejar de sospechar que al otro lado de la pared hay un señor que mete el agua que sale por ese grifo.
No conoce el «principio de contradicción». El niño es un científico, pero también es un «animista» («¡Mesa mala!») y «artificialista» («hay un señor que mete el agua en los grifos»). Estas características conviven en él durante muchos años, en proporción cambiante.
De la constatación nace una pregunta: ¿Hacemos bien en contarles historias que protagonizan los objetos de la casa, o estamos dando ánimos a su animismo y artificialismo, en detrimento de su espíritu científico?
Hago la pregunta más por escrúpulo que por preocupación. Jugar con las cosas sirve para conocerlas mejor. Y no veo la utilidad de poner límites a la libertad del juego, que sería como negarle su función normativa. La fantasía no es un «lobo malo» del que haya que tener miedo ni un crimen que merezca condenas de cadena perpetua. Toca al tutor saber si en un momento determinado su pupilo desea «información sobre el grifo» o «jugar con el grifo» para obtener a su manera la información que desea. De esta premisa deduzco algunos principios útiles para enriquecer el diálogo con el niño, sobre los objetos domésticos:
1. Hay que tener en cuenta que la primera aventura del niño, apenas en condiciones de escapar del «parque» o descender solo de la trona, es el descubrimiento de la casa, de los muebles, de las máquinas que la pueblan, de sus formas y usos. Éstos le facilitan la materia de las primeras observaciones y emociones, que le sirven para fabricarse un vocabulario. Se le pueden explicar, en unos límites que el niño marca, las «historias auténticas» de las cosas, aun teniendo en cuenta que estas «historias auténticas» no serán para él más que largas cadenas verbales, punto de aplicación de la imaginación, ni más ni menos que las fábulas. Si explicamos al niño de donde viene el agua, palabras como «fuente», «cauce», «acueducto», «río», «lago», permanecerán suspendidas dentro de él, a la búsqueda de un significado, hasta que no haya visto o tocado las cosas a las que se refieren. Sería mejor que tuviéramos a mano una serie de álbumes ilustrados —«de donde viene el agua», «de donde viene la mesa», «de donde ha venido el vidrio de la ventana», y temas similares— que les mostrasen al menos las imágenes de las cosas. Pero estos álbumes no existen.
Una literatura infantil, para niños de cero a tres años, no ha sido ni sistemáticamente estudiada, ni producida, sino por vía de intuiciones desorganizadas.
2. Hagamos uso de su «animismo» y «artificialismo» como fuentes de invención, sin inducir ni reforzar interpretaciones equivocadas. Creo que la fábula animista acabará por decirle que el animismo no es una solución. En un determinado momento, la fábula que da atributos humanos a objetos como la lámpara, la cama, la mesa, se le aparecerá como el juego de mecanismo simbolizante, en que el niño se comporta «como si…» («como si la mesa hablase», «como si el niño fuese una silla»). En este juego él mismo establecerá la oposición entre real e imaginario, entre la «verdad de verdad» y la «verdad para jugar», y por este proceso llegará a la realidad.
3. Debemos reflexionar sobre las características de ese «viaje en torno a mi (su) casa», tan diferente del «viaje» emprendido por cada uno de nosotros, adultos, en la casa o casas de nuestra infancia.
Éste es un punto que vale la pena desarrollar.
La luz eléctrica, el gas, el televisor, la lavadora, el frigorífico, el lavavajillas, el molinillo, el tocadiscos, son sólo algunos de los elementos del paisaje doméstico que el niño de hoy conoce, y que resulta tan distinto del que conoció su abuelo, creciendo en una cocina rústica, entre la chimenea y el balde de agua. Los objetos que le rodean hablan al niño moderno de un mundo lleno de máquinas. Hay enchufes e interruptores en todas las paredes, y aparte de la prohibición de meter los dedos en los enchufes, no se puede pretender que él no haga sus propias deducciones, sobre el poder del ser humano, las fuerzas que encienden la luz, que provocan los ronquidos de los motores, las transformaciones de calor en frío, de crudo en cocido, etc. Desde el balcón ve pasar coches, helicópteros, aeroplanos. También entre sus juguetes hay máquinas de todo tipo, que repiten a escala reducida el mundo de los adultos.
El mundo exterior penetra en las casas de mil maneras que eran desconocidas a los niños de hace cincuenta años: suena el teléfono y se oye la voz de papá; se conecta la radio y aparecen sonidos, ruidos, canciones; se oprime un botón del televisor y la pantalla se llena de imágenes, y, en cada imagen, tranquilamente, se filtra una palabra para capturar y almacenar, en la mente del niño. Una información para descifrar y colocar con las que ya posee.
La idea que el niño de hoy se hace del mundo, tiene que ser, por fuerza, diferente de la que se hacía su padre, de quien le separan pocos decenios. Su experiencia lo pone en condición de realizar operaciones distintas. Tal vez, también, operaciones mentales más complejas: ya que no posee el sentido de la medida que le daría seguridad.
Todavía, los objetos de la casa siguen dando información mediante los materiales de que han sido fabricados; con los colores en que están pintados, las formas de sus diseños. «Leyendo» estos objetos el niño aprende cosas diversas a las que su abuelo «leía» en la lámpara de petróleo. Entra en un modelo cultural diferente.
La papilla del abuelo la preparaba su madre: al nieto se la prepara la gran industria que lo involucra en su mecanismo mucho antes de que él pueda salir de casa con sus piernas.
Hoy tenemos más material para inventar historias y podemos usar un lenguaje más rico. La imaginación es la función de la experiencia, y no cabe duda que la experiencia del niño de hoy es más amplia que la del niño de ayer.
La ejemplificación, en este punto, sería casi superflua. Cualquier objeto, según su naturaleza, ofrece soporte a la fábula. Personalmente yo ya he colgado alguna historia, en los colgadores de la fantasía. Por ejemplo, he inventado un Príncipe Helado, que habita en un frigorífico; he hecho caer dentro del televisor a un personaje que lo estaba mirando todo el día; he arreglado el matrimonio entre un joven —antes enamorado de su moto roja japonesa— con una lavadora; he diseñado un disco embrujado, la audición del cual obliga a la gente a bailar, mientras dos malandrines se lo roban todo, etc.
Con los más pequeñines creo que se debe comenzar por los objetos con los que tienen una relación más íntima y especial. Por ejemplo la cama: sobre la cama el niño salta, juega, hace de todo por no dormirse. La odia si la hora del sueño le hace dejar algo importante. Proyectemos este rechazo del objeto:
La historia de la cama que no quería dejar dormir al niño. Se ponía al revés, saltaba hasta el techo, corría por el piso y se caía por la escalera; la almohada quería estar en la parte de los pies en lugar de estar en el cabezal… Había una cama fuera-borda, viajaba por países lejanos, a la caza del cocodrilo… Había una cama parlante que explicaba tantas historias: entre ellas la de la cama que no quería dejar dormir al niño, etc.
La obediencia a la naturaleza del objeto no nos impedirá que hagamos de él el uso más arbitrario, tomando ejemplo del niño que daba a los objetos de su juego los papeles más diversos y disparatados:
Una silla corría para tomar el tranvía. Era muy tarde y la silla corría de prisa, saltando sobre sus cuatro patas. Dio un traspiés y una se le cayó. Por fortuna, un joven que pasaba recogió la pata fugitiva e intentaba reponérsela, mientras le decía: —¡No corra así, que hay más tiempo que vida! —Jovencito, déjeme tranquila; me va a hacer perder el tranvía. Y echó de nuevo a correr, más de prisa que antes, etc…
Esta silla trabajaba enseñando a hablar a los papagayos, etc…
Para el uso del momento a que son destinadas —la hora de la papilla, la hora de ir a dormir—, estas historias no deben obedecer a unas leyes férreas. Pueden ser historias por partes, que no acaban, que se entremezclan, deben tener el carácter de los primeros juegos infantiles, que no son casi nunca historias completas, sino un incesante vagabundear entre diversas historias, como el ir y venir del niño entre los diferentes juguetes que tiene esparcidos por el suelo de la habitación.